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Historia e imagen de Castilla

El surgimiento de una nación. Castilla en su historia

Francisco Javier Peña Pérez

Crítica, Barcelona

206 pp.

19 €

¿Alma de España? Castilla en las interpretaciones del pasado español

Antonio Morales Moya (ed.), Mariano Esteban de Vega (ed.)

Marcial Pons, Madrid

340 pp.

18 €

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De la historia de Castilla y de la imagen que de esa historia ha ido conformándose a lo largo del tiempo, dentro y fuera de ella, hablan estos dos libros. El primero de ellos –¿Alma de España?–, editado por Antonio Morales Moya y Mariano Esteban de Vega, catedráticos de Historia Contemporánea de las Universidades Carlos III de Madrid y de Salamanca, comprende ocho estudios que ofrecen, en conjunto, una respuesta bien documentada e inteligentemente razonada a la pregunta que define la intención de la obra: ¿qué lugar ha ocupado Castilla en las interpretaciones de la historia de España?

La respuesta que el libro propone se mueve principalmente en el terreno de la historiografía, de las visiones que los historiadores han ido vertebrando de las conexiones y dependencias entre la historia de Castilla y la de España, pero ello no impide que aparezcan también a lo largo de sus páginas muchas de las imágenes que, a menudo alejadas de esas visiones y en ocasiones en franca contradicción con ellas, se han ido elaborando y propagando sobre tales relaciones. Los autores de este libro se adentran así, en palabras de sus editores, en el estudio de «una de las vertientes más conflictivas de la definición cultural de la nación española contemporánea»: la relación que han mantenido las ideas de España y de Castilla, relación que constituye un componente fundamental, pero no único, de aquélla. Pretenden, en suma, «analizar, en relación con la historiografía de los siglos xix y xx, el debate entre las distintas formas de interpretar la relación histórica entre lo castellano y lo español».

Los estudios que componen el libro trazan un horizonte bien vertebrado y bastante completo de lo que ha sido, en los dos últimos siglos, ese debate entre las diferentes maneras de entender el nexo histórico entre Castilla y España. Tras una introducción que resume con claridad y concisión las claves del libro, llamando de antemano la atención sobre algunas de sus conclusiones más significativas, se suceden los ocho trabajos que lo componen: el primero traza las líneas maestras de la interpretación castellanista de la historia de España, y los siete restantes abordan, de manera más concreta, diversas interpretaciones, que ratifican o contradicen en diferentes grados la anterior, del mismo asunto de las relaciones históricas entre lo castellano y lo español. Se estudian en éstos determinados autores –Modesto Lafuente, Rafael Altamira–, determinados períodos y enfoques –el si­glo xix, los manuales escolares–, determinadas perspectivas nacionalistas –el catalanismo, el galleguismo–, y, finalmente, los enfoques asociados a la leyenda negra. Quizá podría echarse en falta, como advierten los propios editores, una mayor atención al si­glo xx y a lo vasco, pero, aun así, el libro ofrece un contenido amplio y sin duda suficiente para hacerse una idea cabal de los variados modos de entender (y valorar) el papel desempeñado por Castilla en la historia de España. Veamos un poco más despacio cómo es ese contenido.

Antonio Morales Moya lleva a cabo en su estudio –«La interpretación castellanista de la historia de España»– un detenido recorrido por los momentos más destacados de la conformación de la que denomina «historia castellana o castellanizante de España», es decir, de una historiografía que «subraya el papel decisivo que Castilla desempeña en la construcción de España». Sus orígenes se remontan a la Edad Media, cuando comienza a fraguarse, por variados motivos, una historiografía que afirma el lugar central de Castilla en la reconquista de la unidad que había logrado la monarquía visigoda y se había deshecho con la invasión musulmana. El proceso de­sem­bo­có en la España de los Reyes Católicos, en la que, en palabras de Elliott, «la ju­ventud y la experiencia fueron de la mano», hermanándose el «vigor» y la «confianza en sí misma» de Castilla, que «le dieron de modo natural el predominio en la nueva monarquía española», y la experiencia administrativa y la habilidad en las técnicas de gobierno y en la diplomacia de la Corona de Aragón. Se impone entonces casi totalmente un «nacionalismo historiográfico», volcado a la conformación de un Estado centralizado, que ve a España como una realidad verdadera –no como un simple escenario espacial–, aunque no homogénea, vertebrada e impulsada hacia la creación de un imperio por Castilla.
Esa idea de Castilla, y del lugar que ocupa en la historia de España, no se mantuvo luego inalterable. Antonio Morales sigue su trayectoria posterior, relacionándola además con los vaivenes historiográficos –retornos de la historia general, como en Mariana, acercamientos a la historia regional, como en Zurita– asociados a los cambios de orientación política. Y la idea parece llegar a su fin en la obra de Masdeu, ya a finales del si­glo xviii, en la que la historia de España, según Diego Catalán, queda «despejada completamente del mesianismo castellano con que nació» y ajustada «al nuevo sistema de valores de la España ilustrada».

Pero la historia del castellanismo historiográfico no acaba ahí. Sigue después, en los siglos xix y xx, y atraviesa distintos momentos. Desde aquel en que, en correspondencia con el intento liberal, durante el reinado de Isabel II, de consolidar un Estado nacional español, unitario y centralizado, «la historiografía española, como la europea, se nacionaliza», volviendo otra vez a un tipo de historia general, como la de Modesto Lafuente, en la que «Castilla, con una Edad Media idealizada –escribe Antonio Morales–, ocupa un lugar central, aunque no hay, entendemos, una precisa identificación entre Castilla y España».

Identificación a la que se acercaron más, según el autor –ya en tiempos de la Restauración, precisamente cuando se inicia la crisis del proceso de conformación del Estado-nación español–, los autores que se movieron en el horizonte del reformismo y del regeneracionismo liberal, y en especial los más cercanos al círculo de la Institución Libre de Enseñanza. Es la línea seguida por historiadores como Altamira, Menéndez Pidal, Américo Castro o Sánchez Albornoz, y seguida también por Ortega y Gasset. La última etapa considerada por Antonio Morales, la posterior a la Guerra Civil, comprende la aparición de dos proyectos apoyados en «un nacionalismo español de raíz castellana» –el del nacional-catolicismo y el del falangismo–, y, por fin, el paulatino y definitivo declive, desde los años sesenta, de la concepción castellana de la historia de España. La conclusión del estudio de Antonio Morales, documentado y riguroso, es clara: la historiografía castellanista ha insistido, a veces hasta la exageración, en el importante papel desempeñado por Castilla en la historia de España, pero raramente ha llegado a identificar las historias de Castilla y España.

Tal conclusión coincide con la obtenida en el trabajo de Benoit Pellistrandi sobre «El papel de Castilla en la historia nacional según los historiadores del siglo xix». Además de algunas consideraciones iniciales interesantes sobre el papel políticamente legitimador de la historia en el siglo xix y sobre las claves de la historiografía española de ese período –los nuevos conceptos de nación y libertad, la visión de España como «una tierra, unos hombres y una religión», la idealización de la Edad Media, las tensiones entre lo unitario y lo diverso, o la confianza en el triunfo final de la unidad nacional–, el autor analiza aquí un conjunto de historias generales publicadas entre 1850 y 1870 –Modesto Lafuente, Antonio Cavanilles, Víctor Balaguer, Víctor Gebhardt–, incluyendo, pese a ser un poco más tardío, de 1873, el Curso de derecho político según la historia de León y Castilla, de Manuel Colmeiro.

En ellas se encuentra, de un lado, el «modelo castellano», la interpretación que señala la importancia de Castilla, su valor como expresión y paradigma de la buscada unidad nacional, y, de otro, los modelos de distinto cuño, vinculados al catalanismo (Balaguer) o al carlismo (Gebhardt), que aminoran la preeminencia castellana en beneficio de visiones más equilibradas del conjunto nacional. Todo ello permite al autor concluir que, para los historiadores del si­glo xix, «la existencia de una historia nacional es indiscutible», y que lo es también que Castilla ocupa «un lugar central» en esa historia. Pero sin confusiones entre lo que es Castilla y lo que es España (algo más que Castilla, por grande que sea la importancia a ella concedida). «En este tejido de la nación –escribe Pellistrandi–, Castilla aparece como uno de los hilos, quizás el más sólido, sin la presencia del cual la tela se rompería con toda seguridad. Pero, sin otras aportaciones, quedaría muy pobre y aislado, incapaz, sin duda alguna, de dilatarse a las dimensiones de España».

No hay, por tanto, castellanismo excluyente en la historiografía liberal decimonónica estudiada por Pellistrandi. Ni siquiera lo hay, a pesar de las numerosas opiniones que han sostenido lo contrario, en una de las aportaciones mayores y más influyentes de esa historiografía, a la que se refiere en este mismo libro, de manera más precisa y detallada, Mariano Esteban de Vega en su trabajo titulado «Castilla y España en la Historia general de Modesto Lafuente». El autor, que conoce muy a fondo la obra comentada y su contexto historiográfico, afirma que la Historia de Lafuente «no plantea una identificación esencialista de Castilla con España», y que debe entenderse, sobre todo, «como una iniciativa inserta en el esfuerzo de las élites culturales de la España isabelina por legitimar el Estado de su tiempo». Ése es, como se demuestra en este estudio, el significado de la obra de Modesto Lafuente, muy alejado, por tanto, de la confusión entre lo castellano y lo español que tantas veces se ha querido ver en sus páginas. La Historia general de España de Modesto Lafuente, concluye Mariano Esteban, «estrechamente asociada a la construcción del Estado liberal en el siglo xix, no se realizó desde un castellanismo esencialista, insensible a la pluralidad y basado en la identificación de Castilla con España».

La interpretación, bastante generalizada en la historiografía decimonónica, de que Castilla había desempeñado un papel muy importante en la historia de España, en cuyo desenvolvimiento habían intervenido además otros actores que no podían ser ignorados, se proyectó también en muchos de los manuales escolares de la época. Salvo algunos casos finiseculares, directamente conectados con ciertos planteamientos conservadores, las obras de esta índole incorporaron, como señala Pilar Maestro González en su trabajo sobre «La idea de España en la historiografía escolar del siglo xix», las pautas interpretativas procedentes de las historias generales coetáneas, con su valoración de Castilla como factor histórico destacado, pero no exclusivo, de la historia nacional.

En el libro se habla también de quienes se apartaron, a finales del siglo xix, en momentos de «crisis nacional», de esa línea interpretativa, para acercarse, a través de una renovada valoración del papel histórico de Castilla, a la identificación de lo español con lo castellano. A uno de los más notables exponentes de esa postura se refiere María Dolores de la Calle Velasco en su trabajo «España y Castilla en el discurso hispanoame­ricanista de Rafael Altamira». En él expone la autora los rasgos característicos de la visión histórica de Altamira, con su idea de «la superioridad civilizadora de Castilla» y su afirmación de la decisiva impronta castellana en la historia nacional. Con su ­interpretación marcadamente castellanista de las relaciones entre Cas­tilla y España, en momentos en que se planteaban otras opciones que criticaban abiertamente el papel histórico de la primera, Altamira refuerza, como advierte María Dolores de la Calle, «la clave castellana del ser español, en respuesta a su negación en la construcción discursiva de las identidades alternativas».

A esas identidades alternativas, y a su visión de Castilla y de su papel en la historia de España, se refieren otros dos estudios del libro: los de Enrique Ucelay-Da Cal («El catalanismo ante Castilla o el antagonista ignorado») y Justo Beramendi («Imágenes y funciones de Castilla en la construcción de la historicidad de Galicia»). El primero de ellos se dedica a interpretar la visión que ofrecen de Castilla y de su relación con España los discursos políticos e historiográficos catalanes. Es un recorrido penetrante y bien fundado por las claves argumentales en las que ha ido apoyándose esa mirada catalana: desde la inicial denuncia de la postergación de Cataluña en la monarquía de los Austrias, cuando a la «literatura de preeminencia castellana» se opuso una «literatura reivindicativa catalana», hasta el abigarrado conjunto de razones, reforzadas a veces con las de la crítica francesa, que fueron incorporando después los polemistas catalanes para enfrentarse al protagonismo castellano (y a su imagen). Los portavoces catalanes configuraron así una noción de España que era la simetría inversa –«como en la imagen de un espejo»– de las «fanfarronadas» castellanas. Tales claves argumentales pervivieron tras la revolución liberal y «entraron en la configuración de un nacionalismo –advierte Ucelay-Da Cal– que ha tendido consistentemente a concebir a Cataluña como antagonista exclusiva de España, pero que se ha formado como proyección negativa de lo que se ha entendido que era un monopolio castellano».

Castilla ha ocupado, asimismo, un lugar destacado en la configuración de la historicidad de Galicia. Así lo demuestra el trabajo de Beramendi, con su análisis de las obras principales de la historiografía contemporánea de Galicia, eminentemente galleguista, de­sarrollada entre los años cuarenta del siglo xix y los sesenta del siglo siguiente. En esa historiografía, Castilla ha sido siempre un «referente de negación-oposición fundamental en el nacimiento, consolidación y evolución del concepto de Galicia-nación». También en este caso, a semejanza de lo que sucede en Cataluña, se trata en buena medida de la oposición entre una «Castilla imaginada» y una «Galicia imaginada». Y la importancia y las funciones ideológicas atribuidas a ese referente castellano varían notablemente, como demuestra Beramendi, a lo largo del tiempo, a medida que se produce la evolución del galleguismo: comienzan siendo muy pequeñas en el primer provincialismo, se acrecientan luego y llegan a su plenitud en el regionalismo y en los principios del nacionalismo, para volver a disminuir notablemente, desde mediados de los sesenta, en la óptica nacionalista actual, en la que se sustituye progresivamente a Castilla por España –«el Estado español»– como referente de negación-oposición.

A estos estudios se añade, finalmente, el de Jean-René Aymes, titulado «España en la leyenda negra francesa durante el siglo xix». Se consideran en él los principales ingredientes de esa leyenda negra y se advierte su manifiesta proclividad a identificar a Castilla, sentenciada de antemano con unos cuantos lugares comunes sobre sus condiciones naturales, con el de­sier­to y la miseria. Es frecuente «la ­automática asociación, típica del funcionamiento de la leyenda negra –escribe Aymes–, entre la maldición me­teo­ro­ló­gi­ca, el cromatismo lúgubre y la pobreza». Este trabajo tiene además un aspecto especialmente in­te­resan­te y poco atendido por los historiadores españoles (a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en Francia): la con­sideración de las dimensiones geo­gráficas y paisajísticas, casi siempre presentes y a menudo notables, en la conformación de las interpretaciones y las imágenes históricas. La leyenda negra –y lo mismo podría decirse de muchas de las ideas sobre Castilla, Cataluña, Galicia o España– es, en parte, como afirma el autor, una leyenda «geográfica» y una leyenda «paisajística», y ambos aspectos merecen ser tenidos en cuenta.

Todo esto es lo que ofrece el libro editado por Morales Moya y Esteban de Vega. Es una obra inteligente, sólida y sugerente, en la que convergen y se complementan un conjunto bien vertebrado, argumentalmente coherente, de puntos de vista (interiores y exteriores) sobre el significado histórico de Castilla. Los autores aportan sólidas razones para justificar las interpretaciones que sostienen y se enfrentan, además, con solvencia y con datos a la maraña de tópicos y despropósitos que encuentran a su paso. Es, así, una obra que podrá interesar no sólo a los historiadores, sino a todos los que quieran entender racionalmente, con criterios históricos sólidos, el asunto, tantas veces polémico, del papel de­sempeñado por Castilla en la historia de España.

También se refiere a Castilla, a su historia y a su imagen, El surgimiento de una nación, el libro de Francisco Javier Peña Pérez, profesor de Historia Medieval en la Universidad de Burgos. Se trata en él, como indica su subtítulo, de distinguir lo que corresponde a la «historia» y lo que pertenece al mundo de los «mitos» en la visión tradicional del pasado castellano. El autor, que no es la primera vez que se acerca a este asunto, dirige su estudio hacia unas cuantas figuras centrales –«arquetipos de la castellanidad»– de la historia medieval de Castilla: los jueces Laín Calvo y Nuño Rasura, Fernán González y el Cid. Todos ellos han generado, según el autor, unos «ciclos narrativos», conectados entre sí, que se han proyectado con fuerza «en la historiografía oficial de Castilla y en el imaginario colectivo de sus gentes». Y a desentrañar las claves de esa doble proyección se dedica el libro de Peña Pérez.

El autor compara, en todos los casos, los datos biográficos disponibles, señalando sus insuficiencias y sus limitaciones, y las imágenes, ajenas a esos datos y de tintes legendarios, que han ido fraguándose sobre las cuatro figuras consideradas. Lo primero que advierte, al hacerlo, es la escasa o nula correspondencia entre una cosa y otra. Por ejemplo, las imágenes de los jueces de Castilla transmitidas por las crónicas y la historiografía tradicional, e impuestas «durante siglos en la cultura popular y en los programas educativos y de enseñanza más convencionales», no hacen sino esfumarse al ser sometidas a «la prueba de los datos históricos mejor contrastados». No sale mejor parada la imagen tradicional de Fernán González –«fundador de la patria castellana» y «adalid de su independencia»–, que pertenece casi exclusivamente, dice el autor, «a los dominios de la fantasía y de la leyenda». Y, en fin, lo que «sobresale abrumadoramente» en la figura del Cid es «la leyenda, labrada con esmero y prácticamente colmatada en los siglos XII y XIII».

Pero Peña Pérez no se limita en su libro a señalar los aires legendarios o míticos de esas figuras castellanas. Procura además delimitar las razones de su génesis y de su éxito historiográfico (y popular). A las razones apuntadas por algunos historiadores anteriores añade el autor otras que pueden complementarlas, como es el caso, por ejemplo, del notable papel que pudieron desempeñar los intereses dinásticos de la monarquía navarra de finales del siglo xii en la difusión de las imágenes legendarias de la historia de Castilla. El trabajo concluye con dos apartados dedicados, respectivamente, al sentido de los mitos estudiados –el mito de los orígenes, apoyado en las figuras de los jueces y de Fernán González; el mito de la continuidad, a propósito del Cid–, considerando la intención política o cultural que alienta en su nacimiento y las utilizaciones posteriores de que pueden ser objeto, y a la participación de los monjes –los de San Pedro de Arlanza, en el caso de Fernán González; los de Cardeña, en el caso del Cid– en la formación de esas imágenes míticas.

Tres apéndices, con textos de Jiménez de Rada y de la Crónica General de España de Alfonso X, y una selección bibliográfica final completan el libro, que constituye, sin duda, una aportación interesante y actualizada sobre el pasado medieval de Castilla, sobre la realidad histórica y la carga legendaria de sus personajes más destacados. Su lectura ayudará, sin duda, a separar, en el caso de Castilla, el grano histórico de la paja legendaria, y ayudará también a entender las razones que explican el nacimiento, en el seno de un determinado horizonte histórico, de las imágenes míticas de la historia castellana medieval y su posterior arraigo y cultivo en variados ámbitos historiográficos, políticos y cultu­rales. 

 

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