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Hermanos Coen: The Lady Killers

The Lady Killers, de los hermanos Coen, está distribuida por Buena Vista.

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Mi recuerdo de El quinteto de la muerte (así se llamaba en España aquel primer The Lady Killers de Alexander Mackendrick) es difuso, quiero decir, falto de detalles concretos, pero marcado por una sensación de genialidad, de disfrute, de sorpresa, de permanente hilaridad, una película distinta, originalísima en ambiente y en argumento, en interpretación y en dirección. La vi además en mi primera visita a Madrid siendo todavía un adolescente; de hecho, fue la primera película que vi en esta ciudad, así que su recuerdo me llega de la mano de algunas otras emociones que no facilitan un juicio comparativo sereno con este remake de los hermanos Coen, vaya esto por adelantado.

Aquel Quinteto de la muerte se presentaba como una rara avis, aunque, bien pensado, acaso no tanto, pues surgía de una cinematografía, la británica, que no le hacía ascos a un tipo de comedia de humor negro y fuerte carga satírica, de la que sin duda vino a convertirse casi en paradigma. Por cierto, que el título español resulta, cosa poco frecuente, mucho más afortunado que el inglés, pues esa es –o era– la denominación que recibían los grupos musicales, trío, cuarteto, quinteto, a tenor del número de sus componentes, y nuestros hombres fingían ser precisamente un quinteto musical.

La acción transcurría en Londres, un Londres turbador y misterioso todavía abrumado por las nieblas espesas de sus calefacciones –el smog–, hoy desaparecidas. La película la protagonizaba un plantel de actores excelentes a punto de llegar, si no habían llegado ya, a la cima de su carrera: Alec Guinness, Peter Sellers, Herbert Lom, Cecil Parker. El guión de William Rose contaba la historia de un grupo de ladrones capitaneados por el cerebro Alec Guinness que, con intención de perpetrar un robo, alquila una habitación en la residencia de una señora de edad, típicamente inglesa, an old lady, para lo que se hacen pasar por músicos que necesitan ensayar en esas dependencias.

Recuerdo la atmósfera opresiva, en la que predominaban los tonos lúgubres ––la película era en color, no lo más frecuente por entonces–, de una casa con muchas escaleras; recuerdo el miedo de los espectadores a que la delicada e ingenua old lady sufriera algún daño a manos de aquellos desalmados, un miedo que llegaba incluso a que pudieran acabar con su vida. Luego, el desenlace, pleno de hilaridad y de sorpresa, iba desactivando cada uno de esos miedos, hasta llegar a sentir piedad por los desdichados criminales, a los que el destino parecía haber reservado una suerte fatal contra la que nada podían hacer.

El talento de los Coen es de sobra conocido. En estas mismas páginas hemos comentado más de una de sus películas, en las que siempre hemos hallado valores sobresalientes. En esta que comentamos ahora hay que reconocerles además un punto de osadía. The Lady Killers no es un remake al uso, por mucho que la historia sea la misma, aquella que escribió para Mackendrick el guionista William Rose. Hay en ella algo más, pero también algo menos. Ya en O brother habían mostrado su sintonía con un sur profundo hasta llegar a un cierto embriagamiento. En The Lady Killers, acicateados, sin duda, por su amor a un entorno de sabores fuertes, desplazan la acción nada menos que a esa parte del país norteamericano, con especial atención a la banda sonora, dominada por las voces y la música gospel. De modo que aquel presente de los años cincuenta del siglo pasado es ahora nuestro tiempo, treinta años después de la muerte de Martín Lutero King. Y el arrabal de la gran urbe metropolitana es el suburbio de la pequeña ciudad provinciana, un escenario tan rebosante de literatura que parece una pura ficción, la metáfora soterrada que sustenta la historia.

Los fotogramas iniciales son deslumbrantes, con un primer plano de una desasosegante figura de piedra que tiene la boca abierta y una guadaña en la mano, escultura que forma parte de las columnas de un puente desde el que se domina un estuario en cuyo centro se alza una isla en la que van a vaciar su carga con regular cadencia gabarras atiborradas de basura y sobre cuyos lomos aletean pájaros carroñeros. Y lo mismo cabe decir de la imagen primera del pequeño edificio del Saucier County Hall, aplastado por un cielo claro y soleado, en cuyo interior duermen a pierna suelta el sheriff y su ayudante, con unos ronquidos mitológicos o de la Orchard Street, donde se alza la casa de la señora Munson.

Y nada parece casual, desde el nombre de la villa, Saucier, evocadora de alguna suerte de hechicería, hasta estas siniestras figuras de piedra del puente, testigos, y en su caso, bien es verdad que con la ayuda de un cuervo, impulsoras, del acabamiento de nuestros desdichados protagonistas. Todos los exteriores son un auténtico gozo, como –insistimos en ello– pertenecientes a un mundo imaginativo y fabuloso muy capaz de trascender la realidad. Pero escenario tan soberbio no acaba de servir de receptáculo adecuado a la acción. De un lado, el personaje de Tom Hanks, ese magnífico profesor Goldthwait Higginson Dorr, por su indumentaria, por su aura antigua y su retórica pomposa, parece un jubilado coronel de la Confederación, alguien perteneciente al pasado, pero a un pasado incluso anterior a la película de Mackendrick; alguien del que se puede esperar cualquier cosa menos que sea capaz de asesinar a su landlady.

Y, así, uno por uno, otro tanto cabe decir del resto de los componentes del quinteto. A todos ellos los hemos ido conociendo muy pronto, en una presentación de trazo muy grueso, en la que reside a mi juicio la clave de este desajuste. Son precisamente estas secuencias tempranas, muy cómicas en sí mismas, las que introducen una fisura en la historia que se hará patente más adelante, como esa filtración de agua que humedece la pólvora, nunca mejor dicho, que luego se va a usar. Me refiero a los miembros de la banda que se supone a las órdenes de Tom Hanks, no de éste ni de la señora Munson, que reciben un tratamiento distinto, aunque a mi juicio esta señora Munson tiene acaso demasiado carácter para el buen funcionamiento de la historia.

De siempre hay en los Coen una acentuada deriva hacia lo caricaturesco que aquí, en la presentación que se hace de los colaboradores de Hanks, se lleva al extremo. Siendo tan concisa como una ficha policial, resulta más que suficiente para entender que son unos colaboradores imposibles, pues su supuesta pericia es sólo comparable a la grotesca incapacidad de aquellos personajes cómicos que hacían con sus disparates las delicias del cine mudo. El primero de ellos, por ejemplo, Garth Pancake, interpretado por J. K. Simmons, supuesto conseguidor cinematográfico y especialista en explosivos, tiene una ejecutoria literalmente catastrófica, pues rodando un anuncio de comida para perros, bajo la supervisión de la sociedad protectora de animales, es el causante de la muerte por asfixia del pobre animal, al que ha colocado una insólita máscara de gas. Otro, el joven pasota Gawain, interpretado por Marlon Wayans, que se ha infiltrado como trabajador en el casino a robar, no sabe dirigirse no ya con respeto a su propio jefe, sino con la mínima urbanidad. El tercero, un ex general vietnamita, interpretado por Tzi Ma, tras el mostrador de su tienda de ultramarinos, obra el portento de rechazar el asalto de dos delincuentes negros armados con pistolas por el expeditivo procedimiento de meter sus dedos en la nariz de uno de ellos. Y por último, la fuerza de choque, el jugador de fútbol americano, Lump Hudson, interpretado por Ryan Hurst, al que se nos presenta desde dentro de sí mismo, es decir, viendo lo mismo que él ve en la cancha, embutido en una armadura de jugador de fútbol americano, y cuyas entendederas son tan cortas como nuestra perspectiva de él.

Estos elementos, junto con el profesor que los ha convocado mediante un anuncio de periódico, al que cada uno de ellos ha respondido por separado, forman el quinteto que va a cometer un robo, planeado por su líder, Tom Hanks, un personaje del que en realidad sabemos bastante menos que del resto, y a quien condiciona en demasía su venerable apariencia. El plan es bueno, o, mejor que bueno, genial. Se trata de excavar un túnel desde la casa alquilada a las dependencias bajo tierra donde guarda el dinero el casino fluvial que abre sus puertas sobre el Mississippi. Pero el espectador tiene ya muy fundadas sospechas de su capacidad para llevarlo a cabo. Los Coen se han reído demasiado de sus propios personajes, a los que han dejado prácticamente inutilizados.

Los fallos y accidentes de todo tipo surgen enseguida. Al joven pasota lo despiden de su trabajo a las primeras de cambio; el especialista en explosivos, el conseguidor Pancake, pierde el dedo de una mano en una de sus torpes manipulaciones, y así sucesivamente hasta la apoteosis final, en la que un cuervo –recordemos el poema «El cuervo» de Poe, poeta del que el profesor es un enamorado declamador– escribe la última línea de la historia, o la penúltima, que la última la escribe el gato Piñones.

Estos excesos no son en ninguna medida achacables a los intérpretes que hacen un trabajo excelente, empezando desde luego por el ya de sobra acreditado Tom Hanks, decididamente memorable, pero también por Irma P. Hall en el papel de Marva Munson, la anciana señora. Baste decir que da la réplica perfecta a aquél, en su mirada, en la expresión cazurra de su ojos, en los sutiles matices de desconfianza o de sincero entusiasmo, de recelo o de picardía que descubren sus brillos. Y esto es algo que siempre ha distinguido a los Coen y un privilegio de muy pocos directores. Se puede hablar de una interpretación Coen, como había una interpretación Kazan; no realista, o naturalista en el caso de los Coen, sino más bien expresionista, hasta llegar incluso a la farsa, pero francamente espléndida. Así que nada que achacar a los actores y bastante al guión, que ha marcado unas pautas que descuadran las piezas de la narración.

La marcada tendencia de los Coen al estereotipo y a la caricatura ha ido más lejos que nunca en esta película. El sheriff y su ayudante, los responsables del casino, las señoras de la iglesia, amigas de doña Marva Munson, los miembros de la banda, todos están definidos con trazos excesivamente gruesos. Es cierto también que los matices que faltan en la caracterización se compensan con los que aporta cada actor: modulaciones de voz, variaciones en la mirada, pequeños visajes. Pero es el trazo grueso en la definición de los tipos lo que prevalece. Y, a esos efectos, poco importa que hayamos visto o no la película de Mackendrick, porque es ésta la que en sí misma adolece de insuficiencias, lastrada por un mecanicismo que elimina la sorpresa, como los pasos de un autómata que, por mucho que nos fascinen por su perfección técnica, resultan incapaces de sorprendernos al saber de antemano hacia dónde se van a dirigir.

Creo, en definitiva, que los Coen, no obstante algunos grandes aciertos parciales y el embeleso que el film provoca por su más que fascinante plástica sureña, se han equivocado. El quinteto de la muerte era una película de una entidad expresiva muy singular, que causó un fuerte impacto en su momento. El recuerdo que conservamos de ella es más una sensación del espíritu que el de una historia divertida o intrigante. Pero en ella, como ya hemos dicho, el espectador no sabía lo que podía pasar y siempre esperaba que pudiera pasar otra cosa, aunque deseara que pasara la contraria. En la de los Coen no sucede así. Acaso también porque el trasplante del Londres industrioso y azacanado de mitad del siglo pasado al Mississippi de nuestros días no sirva bien a la historia. Aquellas nieblas y angosturas encajaban como un guante en una narración que dejó huella permanente, mientras que estos cielos claros y esta comunidad de negros aldeanos norteamericanos se ponen sin quererlo al servicio de una historia que parece de otro siglo, con ese aparente coronel sudista, embaucador de señoras y de espectadores, el siempre fabuloso Tom Hanks.

Creo que Borges se refería parabólicamente a empeños como éste en su cuento Pierre Menard, autor del Quijote. Empeñado un tal Pierre Menard en escribir el Quijote de Cervantes, se pasó media vida rellenando cuartillas y, cuando terminó, había vuelto a escribir el mismo Quijote que Cervantes (no se puede mejorar lo inmejorable). Este no es, sin embargo, el caso de los Coen: la película que han hecho no es El quinteto de la muerte, es The Lady Killers.

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