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Heridas narcisistas

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Desde que nos constituimos como especie no hemos cesado de ser humillados: esa es la razón de que, de vez en cuando, nos brote una melancolía incontenible, nuestro carácter se agrie y se nos escapen impresentables lapsus y culposas expresiones de autoacusación que no benefician para nada nuestra imagen social. La vida, en definitiva, no es como la habíamos imaginado y, según dicen los que saben más que yo, la mejor manera de sobrellevarla es refugiarse en un protector escepticismo y recurrir a la siempre rentable filosofía de los pequeños placeres, de la que están repletos todos los refraneros y demás manifestaciones de la sabiduría popular. El pueblo siempre tan prudente, sobre todo desde que el Mercado y Francis Fukuyama le convencieron de que vive en el mejor de los mundos posibles.

Si decidiéramos pasar revista a la larga retahíla de nuestras heridas narcisistas, el memorial de agravios resultante coincidiría casi exactamente con la historia de la literatura, de manera que lo mejor es correr un tupido velo sobre todo el asunto. Aunque quizás no esté de más que recordemos de vez en cuando cuáles fueron las más flagrantes. Empezando por el principio, todo se inició cuando, si hacemos caso al Protágoras platónico, el bueno de Epimeteo –«el que piensa después», es decir, cuando ya es demasiado tarde– se olvidó de suministrarnos la cuota de medios de supervivencia que había distribuido entre los animales.

La situación fue descrita por Platón como sigue: «Pero, como no era del todo sabio Epimeteo, no se dio cuenta de que había gastado las capacidades en los animales; entonces todavía le quedaba sin dotar la especie humana, y no sabía qué hacer». De modo que en aquella distribución zoológica a gran escala el hombre quedó desprovisto, desnudo e indefenso, sin nada con qué proteger su precaria materia de barro y fuego, a merced de la Naturaleza y, lo que es peor, de la Historia. Menos mal que su hermano Prometeo –el que piensa antes, el previsor– tomó nota del desaguisado y, astuto como era, se las ingenió para afanar a Hefesto el fuego y a Atenea el don de la técnica. Sin Prometeo no hubiéramos llegado a donde estamos, créanme. Con sus regalos logró, como dijo Esquilo, «que los mortales dejaran de andar pensando en la muerte antes de tiempo», lo que no es poco: sólo por eso, y tal como quería Marx, debería reservársele el lugar más distinguido entre los santos y los mártires del calendario filosófico. Como se sabe, el desdichado titán lo pagó caro: Hefesto, a regañadientes (cumplía órdenes, como los políticos de provincias), lo encadenó a la roca caucásica, donde cada mañana el águila le roía un obstinado hígado que se empeñaba en reconstituirse por la noche, como si se tratara de una pesadilla recurrente.

La modernidad se nos presentó con un nuevo cargamento de heridas narcisistas. Ahí tienen, por ejemplo, a Copérnico, que puso todo patas arriba, y nos desplazó del centro del Universo, una confortable posición en que nos había colocado Tolomeo y toda la teología cristiana: aquel fue un revés del que aún no nos hemos recuperado del todo, dicho sea de paso. O a Darwin, el apacible naturalista que nos dejó planchados con su hipótesis de continuidad filogenética que convertía a peludos primates en antepasados de la mismísima reina Victoria (tan bajita, por otra parte), de Shakespeare, y de usted y de mí mismo. Se comprende que en algunas escuelas del cinturón bíblico estadounidense las enseñanzas del autor de El origen de las especies sigan siendo consideradas materia reservada: al fin y al cabo hay que proteger a la juventud.

Pero el golpe definitivo nos lo dio Freud. Con su descubrimiento del inconsciente, lo que sigue provocando no pocas resistencias, el neurólogo austriaco dejó sentado de una vez por todas que la conciencia, la joya más exclusiva de la corona de la Humanidad, había dejado de ser el lugar que controlaba el pensamiento y el lenguaje de los hombres. El centro de nuestra actividad más espiritual consiste, desde entonces, en un indefinido y oscurísimo ápeiron hecho de sufrimiento y olvido que, cuando las cosas se ponen un poco feas, tenemos que ir descifrando tumbados en el diván, con la mirada perdida en las molduras del techo de la habitación en la que yacemos entregados a los placeres de la asociación libre, mientras el técnico que nos guía por los turbulentos vericuetos de la infancia se aburre de escuchar una y otra vez las mismas cosas. Y, encima, convencidos de que un sueño vale más que mil palabras: como si fuéramos surrealistas de primera generación componiendo un interminable cadáver exquisito.

El transcurso del siglo XX, con sus secuelas de espantosos horrores y holocaustos todavía en activo (¿estamos seguros de que aún nos importa África?), tampoco ha contribuido a acrecentar nuestra autoestima de especie. Se diría que, a estas alturas, uno ya no puede considerar más que como wishful thinking las hermosas palabras del coro de Antígona que Malcolm Lowry citaba irónicamente al principio de Bajo el volcán, y cuyos primeros versos han conformado durante siglos la más auténtica declaración de principios del humanismo: «Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre». Quién lo diría.

Pero el vaso de la humillación nunca se colma del todo, como también han demostrado el maestro Derrida y sus seguidores desconstructivistas: gracias a ellos, por cierto, sabemos que la excelencia que atribuimos a nuestro canon literario o artístico es tan relativa como nuestra misma hegemonía decadente de varones blancos (casi) muertos. De ahí que en las últimas semanas haya recibido la noticia del desciframiento del genoma humano con verdadero alivio: la verdad es que me lo esperaba mucho peor. El hecho de que tengamos entre 26.000 y 38.000 genes –bastante menos que las hipótesis que los cuantificaban en torno a 100.000– no es un mal resultado, como dicen los políticos cuando el horizonte se les puebla de cositas. Al fin y al cabo, todavía contamos con más del doble que la mosca del vinagre y con un tercio más que el gusano que emponzoña nuestras espléndidas manzanas. Es verdad que no estamos lejos de la rata, al menos en lo que a genes se refiere, pero eso no deja de ser un dato anecdótico y casi de mal gusto. El enorme margen del que disfrutamos respecto a los organismos inferiores (aviso: este concepto también merecería una revisión en profundidad) nos da pie para pensar que no está todo perdido: ya no constituimos el centro del mundo, somos simples animales naturalmente evolucionados, nuestra conciencia es pura filfa, a lo peor Proust no es tan grande como nos parecía; pero nos quedan los genes, lo que no es poco. Desde ahí empezaremos la reconquista.

Total que, si pudiéramos, a veces nos saldría más en cuenta irnos a dar una vuelta lejos del planeta. Teniéndolo muy presente he escogido la foto que ilustra esta página de mis desvelos. La imagen corresponde a Sucedió una noche (1934), aquella inolvidable película de Frank Capra en la que una chica millonaria (Claudette Colbert) se veía obligada a huir, en compañía de un atrabiliario periodista (Clark Gable), para escapar a un matrimonio de conveniencia. Espero que a lo largo de este artículo haya quedado clara mi absoluta convicción de que todo está en los clásicos.

REFERENCIAS
Platón: «Protágoras» en Diálogos I. Gredos. Madrid, 1982.
Esquilo: «Prometeo encadenado» en Tragedias. Gredos. Madrid, 1986.
Sófocles: «Antígona» en Tragedias. Gredos. Madrid, 1981.
Kott, Jan: El manjar de los dioses. Era. México, 1977.

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