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Hasta la victoria (la de Samotracia) siempre

El baile de la victoria

ANTONIO SKÁRMETA

Planeta, Barcelona, 384 págs.

Premio Planeta, 2003

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Todos sabemos desde hace mucho tiempo que el Premio Planeta es un señuelo contra cientos de autores noveles e inocentes que año tras año se presentan a esa cucaña en cuyo extremo ya se encuentra instalado el ganador. Por cierto que el diccionario de la RAE registra también las cucañas horizontales, además de las verticales, y la verdad es que creo que a esta altura del partido la editorial Planeta debiera patentar su modelo: la cucaña oblicua. Begoña Loizaga (suplemento cultural Pérgola, Bilbao 11/2003) sugiere al respecto que las bases del planeta decreten lo siguiente: «Se otorgará el premio a un autor consagrado, de éxito, prestigioso o famoso por méritos literarios o por razón de su habitual presencia en los medios de comunicación, de entre aquellos que designe la editorial Planeta, salvo que ésta haya puesto sus ojos en niño o niña prodigio o cualquier otro mutante de rasgos feéricos o perfil felliniano».

Me parece una sugerencia sumamente razonable, pero avancemos en la consideración de la novela a reseñar. También sabemos desde hace mucho tiempo que en sus cincuenta y dos años de existencia, el Premio Planeta sólo ha logrado coronar (en 1983) una obra maestra, La guerra del general Escobar de José Luis de Olaizola, que es uno de los pocos clásicos de la literatura española del siglo XX . Y que en el período transcurrido entre 1952, fecha fundacional, y 1969, cuando comienza el cambalache con la «elección» de Ramón J. Sender, el palmarés del premio registra un par de libros no deleznables: valgan los nombres de Ana María Matute, Antonio Prieto y Andrés Bosch. Y que el descubrimiento de América Latina por el planeta no llega sino en 1970, con Marcos Aguinis, subiéndose al tren en marcha que era el boom, a ver si la flauta sonaba, aunque fuese por casualidad. Dentro de semejante contexto, ¿cómo abordar El baile de la victoria, la novela de Antonio Skármeta que se alzó este año con el santo y la propina?

Con objeto de facilitar el proceso, permítanme llevar a cabo a calzón quitado –quiero decir empleando las comillas– lo que suele hacerse sin tanta franqueza: copiaré directamente de la solapa del libro. «Cuando el joven Ángel Santiago sale de la prisión, donde ha sido brutalmente humillado, ignora que sobre él penden dos condenas: una a muerte, otra a vivir intensamente. En posesión del plan para dar un golpe genial, busca una alianza con el melancólico maestro Vergara Grey, y, con candor y astucia, intenta seducirlo para emprender la hazaña. Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo por el desamparo familiar y la pedantería de una maestra del liceo que la sitúa al borde de la desesperación. Ha llegado el momento para que Ángel Santiago y Vergara Grey conciban otro tipo de golpe que pueda salvar a la muchacha. Éste es el que golpeará directo al corazón de los lectores de Antonio Skármeta.»

Es decir, que ésta es una novela que se propone un clímax que nos va a poner al borde del infarto: no de otro modo puede interpretarse el texto de la solapa. Y sucede que cuando llega esa escena cumbre lo que nos entra por el pecho es un grandísimo sentimiento de vergüenza ajena al pensar que alguien haya creído que tanto kitsch pueda ser responsable de un síncope de nuestra válvula mitral en vez de una carcajada a mandíbula batiente. No describo la escena, porque es el clímax y le debo un respeto al lector del libro, pero de mí puedo asegurarles que dudaba entre esa carcajada vide supra y el deseo de arrojar el ejemplar a la papelera. Espontáneamente, me dije: «¡Lo que hubiera sido esto en manos de Osvaldo Soriano!». En vez de llorar a moco tendido, como lo harán –estoy seguro– todos y todas, lectores y lectoras, con la sensibilidad capitidisminuida por las telenovelas, todavía estaríamos riéndonos.

Ojo, la novela está hasta cierto punto bien armada, y hasta bien escrita (pero menos), siempre dentro de los criterios de bondad que encajan en los cánones de los culebrones. Y no seré yo quien cometa la chulería de despachar con exabruptos y desplantes 368 páginas del trabajo de un profesional metido en el empeño de lograr (supongo, en el presente caso sólo supongo) una obra de arte. Esta es una lección aprendida de antiguo y en la que confirmé la alternativa con el maestro Santos Sanz Villanueva. Pero es que la concatenación del texto de la novela con la historia del premio le pone a uno las carambolas como dicen que se las ponían a Fernando VII. Mi ya citada colega Begoña Loizaga lo ha resumido de un modo lapidario diciendo: «El autor entrega algo de sí mismo a cambio del botín. Y algunos nos hacen preguntarnos si realmente necesitan el premio tanto como para aceptarlo».

Que un autor como Antonio Skármeta, que ha sido embajador de su país, le llame mosto al champagne (pág. 17) obliga a desear no haber sido invitado por él a ninguna recepción suya con motivo de fiestas patrias. Y bueno, que escriba escenas de tan involuntaria comicidad como la de la página 49, donde el uso de un plural no muy bien ubicado gramaticalmente obliga a la heroína a desprenderse de sus talones (no sé si incluido el de Aquiles) en vez de su braguita; o que endogamice conocimientos que están al alcance de todos los chilenos y sólo se inscriben ahí para lectores no chilenos (pág. 90); o que llame Escala a la Scala (pág. 210, ¡pecado grave de lesa majestad!); o que se le vaya el santo al cielo y no se sepa de entrada quién habla con quién (pág. 326)…, todo esto es peccata minuta. En cambio, echando mano a la mayor buena voluntad posible, lo de que Aníbal invadió la península Ibérica tras cruzar los Alpes (pág. 177), o lo de que «Zamora no se ganó en una hora» [sic] es una expresión que proviene de Cervantes (pág. 183), podría entenderse incluso como una sutil ironía acerca del bajo nivel de la educación secundaria chilena; pero la verdad es que necesito esas reservas de buena voluntad para otros menesteres.

Y por lo que se refiere a las escenas de sexo explícito (págs. 308-309), me remito a lo que sabiamente dice Jonathan Franzen en su ensayo «Libros en la cama»: «Las crudas exigencias de nombrar partes y movimientos del cuerpo –algo tan monótono– pinchan la frágil burbuja del mundo imaginativo […] y mi deseo de inmersión en la bioquímica de un desconocido tiene sus límites».

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Ficha técnica

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