Buscar

¿Hacia una judicialización del vodevil?

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Permítanme una vez más una pizca de frivolidad, y no me nieguen que el asunto del recuento de los votos en las pasadas elecciones estadounidenses no ha tenido su gracia. A mí, a las puertas de esa tan temida judicialización de la vida política que, según algunos, resultaría de la intervención del tercer poder del Estado para dirimir el guirigay electoral, todo ello me ha parecido bastante divertido.

Siempre consideré algo racista y bastante estúpido el nombre de una de las más importante cadenas de tiendas de ropa de Estados Unidos: Banana Republic. La exitosa compañía cuenta hoy con más de 300 sucursales repartidas por todo el país y Canadá, pero sus orígenes se remontan a finales de los años setenta en California, cuando se estableció como tienda especializada en prendas tipo «safari». Gap Incorporated la adquirió en 1983 y, desde entonces, su estilo ha evolucionado bastante. La moda que ahora ofrece está dentro de lo que se considera medium range, con relación precio-calidad algo elevada, pero sin resultar demasiado «exclusiva»: ropa y complementos para jóvenes dinámicos (hombres y mujeres) con poder adquisitivo, yetties (Young Entrepreneurial Technocrats), cuadros medios treintones y cuarentones, etc. Una clientela potencial que se situaría en esa amplia franja (más de un 40%) de ciudadanos norteamericanos cuyos ingresos anuales oscilan entre los 35.000 y los 80.000 dólares (aproximadamente 7-15 millones de pesetas) y que constituye no sólo el zócalo de la clase media de aquel país, sino, según las encuestas, el segmento de la población que más en serio se toma los comicios presidenciales.

Como digo, hasta hoy siempre me molestó que una tienda moderadamente pija con sede en el corazón del Imperio tuviera un nombre tan, digamos, frívolamente paradójico. Por cierto que, mientras escribo esto, me viene a la memoria que la empresa madre, Gap, ha sido acusada en repetidas ocasiones de utilizar mano de obra barata y sobreexplotada de países de la periferia –quizás de alguna de las llamadas «repúblicas bananeras»–, lo que le habría permitido abaratar precios hasta conseguir productos suficientemente competitivos en la metrópoli.

Por alguna razón resulta que en estos días, y a propósito del follón de lo del recuento de los votos, me he acordado del nombre de la tienda y he pensado que, en el fondo, existe la justicia poética. Y, como el niño agobiado por las constantes reprimendas de papá que, de repente, se da cuenta con resentido regocijo de que también a su perfecto progenitor se le cae la tostada por el lado de la mantequilla, no he podido por menos de experimentar algo semejante a una efímera y rencorosa felicidad. Banana Republic. Porque la verdad es que el espectáculo ha sido un poco bochornoso. Por supuesto, no ha ocurrido nada que no suceda en otros lugares: los mecanismos de la democracia nunca han sido perfectos. Nada en ella lo es, empezando por la materia prima humana. El distinguido Alexis de Tocqueville ya explicaba hace casi dos siglos que en aquella joven república los hombres más notables eran raramente llamados a la dirección de los asuntos públicos. Una observación que no parecerá exagerada a quien haya seguido (aunque sea con la atención flotante que aplican los psicoanalistas al discurso de sus pacientes) la campaña electoral y los debates entre los candidatos. Incluso ha habido algún momento en que las discrepancias entre Bush y Gore ante problemas de interés general me recordaban las de aquella magníficamente inane disputatio medieval entre la rosa y la violeta que contribuyó a la fama poética del maestro Bonvesin de la Riva, y en la cual «cada una quería mostrarle a la otra / que ella era la más digna por derecho natural» (en aquella ocasión ambas pleiteaban frente al lirio, lo que podría constituir una empalagosa metáfora del pueblo norteamericano).

Precisamente fue Tocqueville el que, tratando de explicarse las paradojas del nuevo gran país democrático escribió: «El aspecto de la sociedad americana es agitado porque los hombres y las cosas cambian constantemente, y es monótono porque los cambios son semejantes». La gente no quiere sobresaltos, ya se sabe. Y, aparentemente, le aburren las ideologías. Pero, en cambio, fíjense el revuelo que ha provocado un recuento de votos ajustadísimo en el que el titular de cada equipo estaba a un centímetro del premio presidencial. La falta de interés que suscitan habitualmente las campañas electorales en aquellos pagos, con una abstención que ronda el 50% del cuerpo electoral, se ha transmutado en desatada pasión tan pronto como la certeza del resultado –gane quien gane: al parecer, lo único importante en esas elecciones sería la mera victoria, no sus consecuencias– se alejó de la noche electoral. Supongo que en la frustración general cuenta algo la conciencia de los, más o menos, tres mil millones de dólares gastados a lo largo de las distintas fases del espectáculo.

Bueno, pues ahora todo el mundo habla ya de crisis institucional. Y de los peligros que entrañaría la judicialización de la vida política, algo que en nuestra época suena a la más espantosa de las amenazas. Pero nadie sabe qué fue primero, si el huevo o la gallina. Quizás lo que suceda es que, como ha señalado Paul Ricoeur con motivo de la publicación de su nuevo libro La mémoire, l'histoire, l'oubli, el actual ascenso de la judicialización en las sociedades democráticas apunta claramente a la progresiva pérdida de peso de lo político. La corrupción, la banalidad, el cinismo y una desideologización que se justifica en la necesidad de adaptar ad libitum las políticas de cada partido a los pretendidos intereses de los diversos grupos a los que se pide el voto ha transformado los debates sobre las ideas en disputationes sobre lo anecdótico. Por eso, en un mundo en el que la política ha ido perdiendo la articulación simbólica que antaño la caracterizaba, puede adquirir especial relevancia el hecho de que, por ejemplo, Gore se aproxime físicamente a Bush durante uno de los debates sólo para que centenares de miles de telespectadores aprecien que la estatura del vicepresidente candidato es mayor que la del candidato gobernador de Texas. Y ahora se habla de crisis de la democracia norteamericana a partir de que una serie de fallos en el escrutinio de los votos ha impedido saber a su debido tiempo cuál de los dos clónicos del sistema ha obtenido la victoria en una elección en la que todo andaba muy ajustado. Lo que indica, al parecer, que no estábamos en el mejor de los mundos posibles. Y los mercados, tan sensibles, se revuelven. Que sea bienvenida la reforma institucional, entonces.

En un número reciente del semanario The New Yorker, Jeffrey Toobin recuerda que, desde 1976, en Texas se ha aplicado la pena capital a 232 personas, más de un tercio del total de ejecutados en EEUU durante el mismo período. Y, dentro de Texas, es el condado de Harris (en el que se incluye Houston), el que se lleva la palma, con 63 ejecuciones. Bueno, pues resulta que ese condado es uno de los pocos en que la mayoría de los jueces en ejercicio son mujeres. Lo que me lleva a pensar en lo estúpidos que son siempre los estereotipos. Ilustro la página con esta foto de Harold Lloyd haciendo equilibrios ante el Tiempo. Al fin y al cabo, hay quien sostiene que la sabiduría consiste en comprender el presente.

REFERENCIAS
ALEXIS DE TOCQUEVILLE: La democracia en América. Edición crítica en dos volúmenes. Aguilar, Madrid, 1989. 440 y 498 págs.
PAUL RICOEUR: La Mémoire, l'histoire, l'oubli. Seuil, París. 675 págs.
LOURDES SIMÓ (ed.): Juglares y espectáculo. Poesía medieval de debate. DVD, Barcelona, 1999. 198 págs.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

5 '
0

Compartir

También de interés.

Promesa y tragedia de Weimar