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Barbaridades

Guerra entre barbaries. Hegemonía norteamericana,terrorismo de Estado y resistencias.

CARLOS TAIBO

Punto de lectura, Madrid

336 págs.

8,99 €

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Al culminar la lectura, da la impresión de ser éste un libro demediado, pero uno buscará en vano la otra mitad. La mentada guerra entre barbaries, así en plural, no aparece por parte alguna y todo el material se reduce al encausamiento de una sola y singular, la barbarie de la política internacional norteamericana. No es que uno eche en falta más páginas, al menos no es ése mi caso; con la que ha caído en las 336 ya leídas hay más que de sobra, pero un autor que se ufana de lo que antaño solía llamarse una moral acrisolada debería ser más fiel a las expectativas creadas.

En fin, tampoco va uno a pedir el libro de reclamaciones por tan poca cosa; puestos a barbaries, casi es preferible que nos sisen en el peso. Así que vamos a lo que importa. Taibo es, sin duda, persona afortunada. Eso de la barbarie no lo define cualquiera y menos aún en estos tiempos multiculturalistas en que la distinción entre civilización y barbarie se reputa cosa quimérica o grosería para con el Otro. El propio Taibo se apunta a menudo a los tonos mates y al corte ecléctico de esta moda de otoño, pero con una excepción. Cuando hay que hablar de cosas serias, Taibo tiene un «barbarómetro». Por eso, en cuanto asoma la patita el Departamento de Estado, así que una corporación norteamericana compra una empresa o monta una fábrica en el exterior, doquiera aparezca el Séptimo de Caballería o los marines, siguiendo la lógica científica del Malleus Maleficarum, Taibo sabe que cuate, aquí hay barbarie.

La historia, según el «barbarómetro» de Taibo, está clara. Tras dos guerras mundiales, el mundo se ha visto envuelto durante la segunda mitad del siglo XX en una tercera, «la librada por el Norte desarrollado, en sus diferentes modulaciones, contra un sinfín de países postrados en la pobreza y objeto de un constante expolio de sus recursos» (pág.15). Como eso del Norte parece cosa borrosa, el autor concreta. A principios del siglo XXI la gran potencia actual, Estados Unidos, quiere dar una nueva vuelta de tuerca a esa dominación y ha encontrado para ello un «formidable mecanismo legitimador» en los atentados del 11 de septiembre de 2001. Pero el fin básico permanece con nuevos medios (intervenciones militares directas como en Afganistán o, aunque el libro apareció antes de la intervención y lógicamente no se refiere a ella, en Irak), nuevas fórmulas económicas y sociales (la globalización neoliberal); y nuevas coberturas ideológicas (la tesis del fin de la historia de Fukuyama y la del choque de civilizaciones de Huntington). El resto del libro desarrolla ese guión. Las respuestas violentas, significadamente el terrorismo islamista, se originan ante todo en la pobreza global y, luego, en la actividad desplegada por Estados Unidos para mantenerla en beneficio propio.

No es un guión nuevo, ni original, ni especialmente bien escrito, así que me atendré a su lógica interna. Ante todo, la relación entre pobreza global y desarrollo capitalista o globalización es cuestionable. Por un lado, la pobreza en el mundo no es un fenómeno nuevo, sino que ha acompañado a la humanidad por muchos siglos. Luego para dar por bueno el argumento habría que hacer tabla rasa de una larga historia anterior al desarrollo capitalista reciente. Por otro, en cualquier caso, pobreza y atraso antecedieron a la conversión de Estados Unidos en gran potencia, a menos que pueda demostrarse que Abel, ese innovador empresario schumpeteriano de la biblia, era de Kentucky. Pero incluso en los últimos cincuenta años, es decir, durante la era de ascenso de la hiperpotencia americana, que gustan decir los franceses, lo cierto es que la pobreza en el mundo ha disminuido, en buena medida como resultado de la expansión del comercio global y de la economía de mercado. En un trabajo reciente Xavier Sala i Martín, «The World Distribution of Income (Estimated from Individual Country Distributions)», en Columbia University, Departament of Economics, Discussion Paper Series. Nueva York, abril de 2002. Puede consultarse en http://www.columbia.edu/cu/ economics/discpapr/DP0102-58.pdf. que cubre datos estadísticos para 125 países, Xavier Sala i Martín, de la Columbia University, concluye que, si se estudia el conjunto de la población mundial y no la renta per cápita nacional, «encontramos que la tasa de pobreza ha caído sustancialmente durante los últimos veinte años. Si se computa la pobreza por habitante, aparece que el número de pobres con rentas de un dólar diario descendió 235 millones entre 1976 y 1998. El número de pobres con rentas de dos dólares diarios bajó 450 millones en el mismo período». En contra de la teoría de la dependencia de los años setenta, y en contra de lo que defienden muchos antiglobalizadores hoy, parece que determinadas regiones del planeta, especialmente en Asia, han dado un considerable salto adelante, en tanto que otras se han quedado donde estaban o incluso han empeorado seriamente su condición, sobre todo en África. No hay datos en el estudio para el conjunto de los países islámicos pero otras fuentes, como el Banco Mundial y Naciones Unidas, permiten apuntar que ése ha sido también su caso.

Vayamos, pues, al terrorismo islamista. Si aceptáramos, aun a beneficio de inventario, el argumento de que pobreza mundial y dominación norteamericana son dos caras de la misma moneda, hay que dar un paso adicional para llegar a él. En efecto, si la condición de pobreza y el continuo expolio de los recursos de los países del Sur afectan a todos ellos por igual, parecería lógico que se produjesen en todos ellos resistencias de igual intensidad y signo. Sin embargo, bien sabemos que ése no es el caso. La dominación norteamericana no ha causado, al menos hasta el momento, la rebelión generalizada de los parias de la tierra de la que tanto esperaban Fanon y Che Guevara.

Durante los últimos cincuenta años, dice Taibo, Estados Unidos ha llevado a cabo una política intervencionista en todo el planeta para evitar la menor amenaza a su hegemonía. Ahí están las pruebas de Irán, Guatemala, Angola, Brasil, Chile, Nicaragua o Vietnam (pág. 28). Uno podría alegar otros muchos casos en los que intervenciones militares durante la misma época tuvieron otros protagonistas y fines distintos, pero eso de y tu mamá también suele desembocar en la melancolía. El asunto es otro, a saber, que las propuestas pruebas coyunturales tampoco avalan la tesis principal. Salvo Irán 1953, ninguna de esas acciones militares se produjo en un país musulmán, lo que hace difícil establecer una relación causal entre ellas y el terrorismo islamista. Por otra parte, los terroristas del 11-S y buena parte del entramado de Al Qaida no son precisamente miembros de la famélica legión, sino en su mayoría hijos de familias acomodadas y con posibles para viajar y estudiar fuera de sus países.

Por eso, Taibo tiene que readaptar el argumento de la pobreza. Osama Bin Laden y sus seguidores, dice, aunque no sea obligatorio creerle, no tienen resentimiento contra la democracia, la libertad o el papel de las mujeres en Estados Unidos (pág. 30); lo que no soportan es la política de apoyo a regímenes autocráticos como el saudí o el kuwaití, o su alianza sin fisuras con Israel que ha dejado una indeleble huella de agravio y humillación en los pueblos afectados (pág. 28). Lo que causa el terrorismo no es, pues, la pobreza objetiva sino los sentimientos heridos, así que conviene preguntarse por qué son tan sentidos los terroristas islámicos. La explicación de Taibo no es muy convincente.

Algunas administraciones norteamericanas desempeñaron un papel considerable en el desarrollo del fundamentalismo militante musulmán y se puede coincidir con Taibo en que el apoyo a los guerrilleros afganos en la década de los ochenta coincidía con el principal interés estadounidense del momento –debilitar a la Unión Soviética–, pero eso no explica la posterior agresividad antiamericana de los terroristas y la comprensión cómplice que encuentra en buena parte de la opinión pública islámica. Tampoco aporta mucho la mención al apoyo de Washington a los regímenes autoritarios de Oriente Medio. ¿Acaso, con dudosas excepciones como la de Bahrain, hay algún gobierno en la zona que no lo sea? ¿Por qué entonces se duelen los terroristas islámicos del apoyo a la Casa de Saud y no celebran el trato dispensado por Estados Unidos al Irak de Hussein o al Rais palestino? Queda, en fin, el asunto de la alianza con Israel. Es cosa compleja, sin duda, pero en lo que se refiere a lo sucedido desde el inicio de la segunda Intifada, no es fácil liberar a los dirigentes palestinos de su responsabilidad por haber cometido un error político tras otro, y ni a ellos ni a los grupos terroristas por creer con tanta alevosía como ingenuidad que los atentados suicidas iban a conseguir lo que no consiguieron las guerras de los árabes contra Israel en 1948, 1967 y 1973.

Tal vez sea la debilidad congénita de esas razones lo que anima a Taibo a recurrir de nuevo al «barbarómetro». Algunos trabajos posteriores a los atentados del 11-S y una parte de la opinión islámica han defendido la tesis de la conjura norteamericana o israelí en el origen de los hechos. ¿Acaso no se alertó a los oficinistas y bancarios judíos para que no comparecieran en las Torres Gemelas en la fecha de autos? ¿No tenían los terroristas extrañas conexiones con los servicios secretos o el Mossad? En fin, esas cosas. Pues bien, a pesar de algún otro mohín inicial, Taibo concluye de forma no inesperada que tales hipótesis «proporcionan datos que invitan a reflexionar e inducen a recelar de las versiones oficiales de los hechos, tanto más cuanto que éstas se insertan en una larga serie de mentiras y ocultamientos […] y cuanto que, por el momento, la mayoría de las opiniones de nuestros autores no han suscitado réplicas del lado de las autoridades americanas» (pág. 35). Vale.

Ojalá tuviese razón Taibo y el mundo fuera tan elemental. Desenmascarada la conexión entre la conspiración norteamericana y el terrorismo islámico, sería relativamente fácil desactivarla, pero lamentablemente las cosas parecen ser más ariscas. Los embelecos que iluminan al terrorismo islamista y a una parte de la calle musulmana antes parecen un sueño mesiánico forjado en la frustración. Volvamos a la pérdida relativa de velocidad en el desarrollo económico de los países islámicos que apuntamos más arriba. Los musulmanes pueden soñar tanto como quieran con el esplendor del califato, pero lo cierto es que desde el siglo XVII, y por razones que sería largo detallar Un resumen sencillo pero muy claro puede encontrarse en Bernard Lewis, What Went Wrong. Western Impact and Middle Eastern Response, Nueva York, Oxford UP, 2001. , su mundo real se ha ido deslizando por una curva descendente cuya pendiente ha aumentado aún más en la segunda mitad del siglo XX. Sus economías no consiguen satisfacer las aspiraciones de la demanda interior y sus regímenes políticos han sido, por lo general, incapaces de salir de un círculo vicioso marcado por las monarquías absolutas y las dictaduras militares panarabistas. Sobre semejante fracaso se alza el fundamentalismo islámico moderno, activado por una fuga hacia el pasado, el rechazo xenófobo a las recetas favorecidas por los infieles y, sobre todo, la reafirmación del islam, tal y como la entendía Sayed Qutb Sayed Qutb, Milestones, Nueva York, Kazi Publications, 2003; Social Justice in Islam, Oneonta, Nueva York, Islamic Publications International, 2000. , uno de sus principales inspiradores Paul Berman, «The Philosopher of Islamic Terror», The New York Times Magazine, 23 de enero de 2003.. Por la historia reciente sabemos que estos movimientos mesiánicos no sólo tratan de absolver a sociedades y culturas enteras de la necesidad de enfrentarse con las raíces de su malestar, sino también que pueden llegar a convertirse en causantes de innumerables desdichas para propios y extraños. Así le pese a Taibo, no toda barbarie lleva el cuño made in USA.

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