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¿Hacer ciencia o hacer patria?

LAS CORTES DE CÁDIZ. EL NACIMIENTO DE LA NACIÓN LIBERAL

Juan Sisinio Pérez Garzón

Síntesis, Madrid

430 pp.

24,50 €

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN ESPAÑA (1808-1814)

Antonio Moliner Prada (ed.)

Nabla, Barcelona

640 pp.

29,90 €

LA NACIÓN INDOMABLE. LOS MITOS DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Ricardo García Cárcel

Temas de Hoy, Madrid

416 pp.

25 €

LA MALDITA GUERRA DE ESPAÑA. HISTORIA SOCIAL DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Ronald Fraser

Crítica, Barcelona

Trad. de Silvia Furió

960 pp.

49 €

ESPAÑA CONTRA NAPOLEÓN. GUERRILLAS, BANDOLEROS Y EL MITO DEL PUEBLO EN ARMAS

Charles Esdaile

Edhasa, Barcelona

Trad. de Ignacio Alonso

442 pp.

33,50 €

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Un químico o un biólogo actuales entenderán con dificultad que este año tocara escribir sobre la ley de X o el problema de Y, porque hace doscientos años que X o Y nacieron, murieron o publicaron su obra maestra. Si esa ley o ese problema están hoy superados, o dieron ya de sí todo lo que tenían que dar, puede haber razones nostálgicas, pero no científicas, para evocarlos con tanta insistencia. Que en investigación histórica el tema del día se vea marcado en tan gran medida por los aniversarios parece un indicio de que no es tan injusto llamar ciencias «blandas» a estos saberes nuestros. Este año –o estos seis próximos años; o hasta 2025, si quiere llegarse hasta el final del primer ciclo independentista americano– toca leer y escribir sobre la guerra napoleónica, el liberalismo gaditano y las independencias en la América española, por la sencilla razón de que se cumple la cifra redonda de doscientos años desde que ocurrieron.

Pese a lo arbitrario del motivo, en esta ocasión hay que felicitarse por la nueva atención prestada a estas cuestiones, no sólo de gran complejidad e interés en sí mismas sino, sobre todo, ejemplo paradigmático de las deformaciones que el nacionalismo imprime sobre nuestra visión del pasado. El avance de la historia exige la revisión de la versión establecida sobre este período en mayor medida de lo que ocurre con otros momentos pretéritos. Tal revisión, sin embargo, se enfrenta con dificultades también superiores a lo habitual, porque no se trata de impugnar una interpretación científica –discutible y efímera por definición– sobre unos hechos históricos, sino de modificar un mito, un relato legendario sobre un período fundacional, nutrido de héroes y mártires que encarnan valores que se supone deben vertebrar de manera perenne nuestras sociedades (la española y las iberoamericanas). Por esa razón son evocados anualmente en ceremonias y discursos cargados de fervor patrio; y por ella también cualquier propuesta de innovación, por leve que sea, despierta actitudes defensivas e indignadas acusaciones de antipatriotismo. Si a ello se añade, en el caso español, la actual pugna con las historiografías nacionalistas periféricas, resueltas a sustituir los mitos españolistas por los propios, las sospechas de connivencia con el enemigo son inevitables.

Progresistas laicos y católicos conservadores discrepaban sobre los motivos de la lucha antinapoleónica, pero había elementos comunes que constituían la columna vertebral del relato canónico, vigente durante al menos siglo y medio, sobre la llamada Guerra de la Independencia: comenzaba con los acontecimientos políticos (pugnas internas de la familia real española, papel de Godoy, planes de Bonaparte), seguía con los militares (realzando el protagonismo popular, encarnado en las guerrillas, y desdeñando la intervención inglesa), y se coronaba con algo de historia del pensamiento político y derecho constitucional (orígenes e influencias del liberalismo gaditano y recorrido por la Pepa). Desde la sombra, una idea-fuerza orientaba la narración: había sido un levantamiento nacional de los españoles contra un intento de dominación extranjera; más aún: lo había protagonizado el rudo pero sano pueblo, guardián de la identidad nacional en situaciones extremas, que se había rebelado mientras las minorías refinadas rendían pleitesía al invasor.

En la década de 1950, un joven historiador llamado Miguel Artola comenzó por analizar a los «afrancesados» de forma matizada, descartando las ofensas y escarnios lanzados sobre ellos durante el siglo y medio anterior; poco después revalorizó el también denostado constitucionalismo gaditano, línea que siguió Ramón Solís con su Cádiz de las Cortes, apuntalando así desde la historia las propuestas democráticas que empezaban a vislumbrarse para el posfranquismo. Con Artola se enfrentó Federico Suárez Verdaguer, en un debate que en parte reproducía los decimonónicos entre liberales y nacionalcatólicos. Al otro lado del Atlántico se publicó, en los años sesenta, el prometedor libro de Gabriel Lovett, al que el abandono de ese campo de estudio por parte del autor dejó sin continuidad. En España, la izquierda del último franquismo le añadió el poco fructífero debate sobre la revolución «burguesa». Los hispanistas franceses, por su parte, siempre cautos en este asunto, dejaban gotear sus contundentes biografías de personajes de ese período o su pasado inmediato (Quintana por Albert Dérozier, Olavide por Marcelin Defourneaux, Meléndez Valdés por Jorge Demerson), a las que siguieron los trabajos de Claude Morange, Gérard Dufour, Françoise Étienvre, Richard Hocquellet o Christian Demange, aparte de los siempre inteligentes y minuciosos estudios de Jean-René Aymes. Otras aportaciones siguieron enriqueciendo el panorama en las décadas siguientes, como los importantes libros de John Lawrence Tone o Jesús Cruz, que daban mucho que pensar sobre la inspiración patriótica de los guerrilleros o la renovación de las élites durante la «revolución burguesa» y asestaban golpes parciales, pero letales, a la versión recibida. Algo parecido a lo que les ocurría a las independencias americanas, que en esta reseña dejaremos de lado, de la mano del lamentablemente desaparecido François-Xavier Guerra.

Ahora, en el segundo centenario, el mercado impone que lluevan los libros sobre el asunto. Lo mucho ya publicado no se basa, por el momento, en aportaciones de datos sustancialmente nuevos, con raras excepciones como Ronald Fraser. A partir de hechos en general conocidos, se ofrecen variaciones en la interpretación que en algunos casos llevan la marca de las obsesiones o intereses políticos de los autores: la defensa de la identidad española en García Cárcel; la del proyecto liberal-democrático en Pérez Garzón; la de la actuación de Gran Bretaña en Esdaile; la de la inspiración patriótico-religiosa de los combatientes en Cuenca Toribio (que parece seguir la poco plausible empresa de Suárez Verdaguer de reivindicar a Fernando VII, «el más inteligente y culto de todos los soberanos de su dinastía», según CuencaMe refiero a José Manuel Cuenca Toribio, La Guerra de la Independencia, un conflicto decisivo, Madrid, Encuentro, 2006, una de las obras a las que haré referencias ocasionales, además de los cinco libros en los que se concentra esta reseña. Otras aludidas son Jesús Cruz, Los notables de Madrid. Las bases sociales de la revolución liberal española, Madrid, Alianza, 2000; Christian Demange, El Dos de Mayo. Mito y fiesta nacional (1808-1958), Madrid, Marcial Pons/Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2004; Richard Hocquellet, Résistance et Révolution durant l’occupation napoléonienne en Espagne, 1808-1812, París, Boutique de l’Histoire, 2001; Fernando Martínez Laínez, Como lobos hambrientos. Los guerrilleros en la Guerra de la Independencia (1808-1814), Madrid, Algaba, 2007; John Lawrence Tone, The Fatal Knot. The Guerrilla War in Navarre and the Defeat of Napoleon in Spain, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1994 (La guerrilla española y la derrota de Napoleón, trad. de Jesús Izquierdo, Madrid, Alianza, 1999; y un primer libro de Charles Esdaile sobre este tema, The Peninsular War. A New History, Londres, Allen Lane, 2002 (La Guerra de la Independencia: una nueva historia, trad. de Alberto Clavería, Barcelona, Crítica, 2003). [p. 36]; no se sabe si es un elogio al personaje o un dardo envenenado contra la casa felizmente reinante).

Para ordenar el magma de páginas que han visto la imprenta, y reduciéndome en lo fundamental a cinco libros, repasaré los temas más importantes en que tiende a centrarse hoy la investigación y el debate. En primer lugar, los afrancesados, cuya valoración actual no parece difícil de resumir, ya que el acuerdo tiende a ser general: los colaboradores del rey José –los josefinos, mejor que afrancesados– no se ven ya como los «traidores a la patria» de la versión canónica, sino en la línea que inició Artola, continuada por Juan Francisco Fuentes, Gérard Dufour o Juan López Tabar: como servidores del Estado, en general, que, aparte de querer seguir alimentando a sus familias, intentaron que las instituciones se mantuvieran en pie. Juan Francisco Fuentes llamó al régimen de José I una «monarquía de intelectuales», y el propio Artola los había descrito como herederos de los ilustrados, que querían modernizar el país pero a nada aborrecían tanto como a una sublevación popular. Pérez Garzón o García Cárcel subrayan la similitud de los programas políticos de Bayona y Cádiz, llegando el primero a escribir que «estaban en el mismo bando [de los liberales] contra los absolutistas» (p. 128); podría matizarse que no eran diferencias despreciables la libertad de prensa o la proclamación de la soberanía nacional. López Tabar, en su aportación al libro editado por Moliner Prada, encuentra incluso mayor «españolismo» en los principios que vertebran la Constitución de Bayona que en los de Cádiz. En la rehabilitación se incluye, por supuesto, al propio rey José, a quien nadie retrata como bebedor ni inútil; se aceptan su espíritu conciliador y la seriedad con que se tomó su papel de rey de España, aunque su posición y carácter fueran incuestionablemente más débiles que los de su hermano menor. Ni pudo con su imperial hermano ni pudo con la propaganda política de los gaditanos. Como conclusión, bien puede aceptarse la de Fraser: la ironía de aquella guerra fue que todos eran patriotas.

El reconocimiento de la importancia de los josefinos nos lleva necesariamente al tema de la unanimidad de la población española en su enfrentamiento con las tropas napoleónicas. Frente a quienes hemos sostenido que uno de los aspectos de aquel conflicto fue la división interna, que en algún terreno alcanzó el rango de guerra civil, tal cosa es tajantemente negada tanto por la versión clásica como por los autores actuales más conservadores. Pesa sobre ellos como un lastre la lógica nacionalista, paralela a la de aquella clásica historiografía latinoamericana –afortunadamente, en vías de superación– que se negaba a reconocer enfrentamientos internos en sus guerras de independencia pese a que la mayoría de las batallas se produjeran entre facciones criollas. Si se lee a Fraser, a Esdaile o a Pérez Garzón, hay pocas dudas de que a lo largo del conflicto brotaron muy fuertes tensiones políticas y sociales. Fraser constata múltiples protestas populares, cuya principal causa atribuye a las arbitrariedades en el reclutamiento de levas, a lo que se mezclaron antiguos agravios derivados de los tributos señoriales, que registran Moreno Alonso, Ardit, Moliner Prada u Hocquellet. En conjunto, los enfrentamientos entre españoles fueron una constante, así como los coléricos tumultos contra las autoridades, bien por ser godoístas, por negarse a encabezar la protesta antifrancesa, o porque se temía que no supieran proteger a la población frente a la guerra (lo que llevó a la destitución violenta de muchas y muy altas autoridades locales, incluido el linchamiento de tres capitanes generales).

Una manera de valorar la magnitud y el origen de las actitudes antifrancesas es analizar con detalle las sublevaciones de mayo y junio de 1808. Así lo hicieron hace unos años Richard Hocquellet y Charles Esdaile en su primera obra, y lo repite ahora Ronald Fraser. Sobre la primera de las explosiones, la madrileña del dos de mayo, incluso García Cárcel considera un «mito» su carácter de motín popular espontáneo. Fraser destaca la presencia en el estallido de muchos vecinos de los pueblos cercanos a Madrid, traídos por personajes fernandinos, encabezados por el conde de Montijo. Hocquellet añade que también los artilleros de Monteleón estaban conjurados. El levantamiento fue condenado por la jerarquía eclesiástica y atribuido explícitamente por el Consejo de Castilla a una parte «mal intencionada» de la sociedad madrileña. Obviamente, a ambos les interesaba presentarlo de esta manera. Pero, entre las propias juntas que se alzaron contra José I, hay pocas referencias elogiosas al Dos de Mayo madrileño a lo largo del resto del año, según han estudiado Demange y Hocquellet. Sólo a partir de mayo de 1809 se convertiría en símbolo del martirio (más que del heroísmo) español.

Lo que todos desmienten, y es una rectificación significativa del relato canónico, es que la sublevación por el resto del país se extendiera como un reguero de pólvora desde el momento en que se conoció la masacre madrileña, vía alcalde de Móstoles. Pese a que lo ocurrido en Madrid se supo, en efecto, rápidamente (sólo dos días después la noticia había llegado a Badajoz), las rebeliones y la constitución de juntas comenzaron tres semanas más tarde, al terminar el mes, tras conocerse las transferencias de la corona en Bayona. Más importante es saber que, según los trabajos recientes, estuvieron instigadas, organizadas e incluso pagadas por agentes fernandistas. Así lo demuestra caso por caso Fraser, siguiendo los pasos de Hocquellet y Esdaile: en Oviedo fueron canónigos de la catedral, con funcionarios y personalidades como Argüelles o Toreno, quienes movilizaron a «voluntarios» que cobraban cuatro reales al día, aprovechando además la reunión de la Junta General del Principado; en Valencia, los Bertrán de Lis, poderosa familia comerciante, reclutaron y armaron a quinientos campesinos de la huerta; en Sevilla, el conde de Tilly, comerciante encarcelado por Godoy, y un par de miembros del cabildo, sobornaron a la guarnición y contrataron por diez mil reales a una banda de matones; en Zaragoza, Palafox, noble fernandista, junto con Calvo de Rozas y algunos militares, instigaron, a través de dos labradores influyentes, un tumulto que obligó a dimitir al capitán general, sustituido a continuación por el propio Palafox; y en Tenerife dirigió el motín el adjunto del capitán general, Carlos O’Donnell, y se desembolsó también dinero con liberalidad a través de un fraile agustino (Fraser, pp. 125-157; Esdaile, The Peninsular War. A New History, pp. 71-86). Seguir la pista de los instigadores da, pues, su fruto. Y no indica que el proceso fuera un levantamiento popular espontáneo.

Cualquiera que fuera su origen, sin embargo, es también cierto que estos movimientos obtuvieron un fuerte apoyo popular, con miles de personas en las calles, presionando, e incluso amenazando de muerte, a las autoridades. El fenómeno tiende a explicarse ahora por la profusión de rumores alarmantes (una fuerte exigencia de fondos o una inminente leva de todos los varones en edad militar para el ejército napoleónico) y el ambiente antifrancés cultivado desde hacía un siglo por quienes habían presentado las reformas borbónicas como «afrancesadas», intensificado en 1793-1795 con la Guerra de la Convención y, desde finales de 1807, con la presencia de unas tropas imperiales cuya misión nadie se había molestado en explicar. A lo cual se sumó el odio contra Godoy, atizado por los enemigos del valido que, tras haberlo visto caer dos meses antes, seguían esperando acceder al poder local, y el hecho de que las fechas coincidieran con fiestas populares como la Ascensión y San Fernando (26 y 30 de mayo; «Fernando», además). Todo acabó en un amplio estallido popular al equívoco grito de «libertad frente a los tiranos», traducido en una cadena de actos violentos contra las autoridades godoístas y contra cualquier francés que se pusiera al alcance de la mano (unos trescientos muertos cuenta sólo en Valencia).

En cuanto a los motivos para la amplia y obstinada oposición popular a Bonaparte a lo largo de los seis años siguientes, un factor que no puede dejarse de lado son los abusos y exacciones de tropas francesas. Lo dijo en su día John Lawrence Tone e insisten sobre ello Esdaile y Fraser. Ciertamente que se invocó a Fernando, la religión y la patria, referencias que de ningún modo pueden despreciarse. La última, sin embargo, tendía a significar patria chica, o conjunto de tradiciones heredadas, por lo que no debe entenderse como invocación a la «nación» en sentido moderno. Pérez Garzón rebaja la fuerza de los sentimientos nacionalistas (pp. 191-198), aunque el más contundente en este sentido es Fraser, que aporta datos difícilmente refutables sobre deserciones masivas o resistencias –y no sólo de los ricos– a contribuir al esfuerzo bélico (pp. 415-428 y 576-582). Impresionan también las brutalidades y saqueos, generalizados por ambos bandos, que consigna María Gemma Rubí en la obra editada por Moliner (pp. 308-315; hasta diecisiete veces fue saqueada una población por sus diversos «libertadores»). Las requisiciones, deserciones, violaciones, miedos y resistencias a mantener a tanto ejército, más que el unánime entusiasmo patriótico, parece que protagonizan hoy las descripciones de aquel conflicto. Ya en su día observó Gabriel Lovett que la guerra de 1808-1814 había sido una de las más infernales y crueles de los tiempos modernos.

Más complicadas son las cosas cuando se habla de la guerrilla, un fenómeno sobre el que sigue viva su vieja mitificación romántica, resumida por Rodríguez Solís a finales del XIX como «el pueblo en armas», que «combatía por la mañana y trabajaba por la tarde». García Cárcel, en cambio, acepta hoy que la guerrilla es un «mito» que debe ser «devaluado» (p. 356). Así ocurre si se analiza de cerca, estudiándose sus componentes, sus formas de acción y lo que podamos intuir de sus motivos, como han hecho Fraser, Moliner y, sobre todo, Esdaile.

En cuanto a sus componentes, hay cierta discrepancia entre ellos. Tanto Fraser como Pérez Garzón, en su búsqueda de una cierta racionalidad político-social, la presentan como compuesta por campesinos acomodados. Siguiendo a John Lawrence Tone, Fraser observa el carácter local, no nacional, de las guerrillas y su predominio en el norte peninsular, zona de labradores propietarios o aparceros, mientras que en Castilla la Nueva y Andalucía predominaron las batallas convencionales. En palabras de Tone, más que «signos de una nación en armas», las guerrillas lo fueron de «la capacidad de autodefensa de las comunidades campesinas bajo ciertas circunstancias». Para Esdaile, en cambio, las guerrillas fueron producto de la caótica situación bélica y se formaron, sobre todo, por los desertores y las unidades dispersas de los ejércitos derrotados por Napoleón. De los expertos en historia militar se puede aprender mucho. Los que no lo somos tendemos, por ejemplo, a creer que «bajas» en batalla equivale a muertos, cuando en realidad había muchos menos muertos que heridos y, sobre todo, que desertores; y un grupo de desertores, armado y deambulando por los montes, tenía que buscarse la forma de sobrevivir, con métodos fáciles de imaginar. Algo parecido puede decirse de las guerrillas dirigidas por frailes, individuos forzados en muchos casos a buscarse la vida tras el cierre de sus conventos (Esdaile, p. 193). El fenómeno guerrillero, en suma, se debió en general a las tragedias económicas y personales causadas por las circunstancias bélicas y, en particular, a las malas condiciones del ejército español y la falta de confianza popular en sus mandos, cosa que Fraser también consigna, a lo que añade la larga tradición de contrabando, bandolerismo y autodefensa campesina (pp. 539-547).

Las motivaciones principales de aquellos grupos guerrilleros no parecen haber sido grandes cuestiones, como la identidad colectiva, la religión, la monarquía o la memoria de viejas gestas de la Reconquista. Fraser observa que la guerrilla no se implicó en luchas políticas ni en medidas sociales (pp. 677-678) y su horizonte no pasaba mucho más allá de la defensa de sus tierras y cosechas. Para Esdaile, es «en extremo ingenuo» creer en la motivación patriótica de los guerrilleros, pues «era tan fácil encontrar a semejantes individuos combatiendo junto a los franceses como contra ellos» (p. 208). En esto me temo que el autor británico exagera, pues no hay duda de que el odio popular contra los franceses desempeñó también un papel destacado. Un odio –y una falta de profesionalidad militar– que se ve confirmado por datos como la ejecución sistemática de todos los prisioneros o la orden –dada por la Junta Central– de atacar hospitales franceses, lo que significaba rematar a los heridos (Fraser, pp. 667-668). Moliner (p. 113) narra el fusilamiento de la totalidad de tropas josefinas en Badajoz en abril de 1812, hazaña que corrió a cargo de los guerrilleros, pese a no ser ellos, sino Wellington, quien había conquistado la ciudad. Se comprende que los franceses se negaran a darles tratamiento militar y los consideraran bandidos, inmediatamente ejecutables.

La asimilación, por parte francesa, entre guerrilla y puro y simple bandolerismo era interesada, por supuesto, pero no hay duda de que existen rasgos compartidos por los dos fenómenos: ambos estaban protegidos por los caciques locales y a ambos se les unía mucha gente con problemas con la ley (proscritos, además de desertores). Las rivalidades entre los jefes guerrilleros por el control de las zonas locales fueron tales que llegaron a matarse entre sí o a denunciarse mutuamente a los franceses. Esdaile describe las escenas de caos que se produjeron en Tudela, en 1809, cuando tres bandas guerrilleras se enfrentaron por el saqueo de la ciudad (p. 236). Y Moliner anota las brutalidades o las vejaciones a que los guerrilleros sometían, no sólo a los franceses derrotados, sino a las propias poblaciones rurales de las zonas en las que se movían (pp. 125 y 143; véase también Esdaile, pp. 215-220: las requisas de bienes civiles por los guerrilleros eran «tan despiadadas como las francesas»; lejos de vivir entre el pueblo, protegerlo y ser admirados por él, vivían «del sudor del pueblo» y eran «temidos y odiados por todos»). La prueba inapelable de la falta de devoción guerrillera por la causa nacional se produjo a partir de la segunda mitad de 1812, cuando se vio cercano el final de la guerra y se les ofreció la ocasión para integrarse en el ejército y cooperar con la derrota final francesa; en lugar de ello, se dedicaron a pelearse y a saquear (p. 293). Ni siquiera es cierto que más tarde, al terminar la guerra y restaurarse el absolutismo, mostraran esas inclinaciones «liberales» que, dada su cercanía al «pueblo», podrían suponérseles. Es cierto que muchos conspiraron contra Fernando, pero se debió a que no aceptaron el decreto por el que éste los integraba en el ejército (a cambio de pingües recompensas, pero insuficientes según ellos). Dos décadas después, sus restos tendieron a pasarse al carlismo.

Las tesis de Esdaile sobre la guerrilla son especialmente despiadadas. Niega, en primer lugar, su carácter de fenómeno popular espontáneo; por el contrario, sostiene que «el pueblo en su conjunto no quería saber nada con la guerra» y que en las zonas ocupadas reinó, en general, la tranquilidad; aporta muchas pruebas de la aversión popular a la guerra (pp. 156, 186, 193, 336). Subraya, además, una y otra vez que los guerrilleros no eran civiles, sino, en su mayoría, soldados separados de sus unidades tras las derrotas, autorizados por sus mandos o por las juntas a reorganizarse en grupos más pequeños. «Nunca se concibieron como una fuerza independiente», sino como agentes del Estado antibonapartista (pp. 181-182, 272, 331). Niega también que fueran grupos espontáneos, ajenos a toda organización militar. Siempre se había hablado de su altísimo número (hasta sesenta mil, en su mejor momento), pero ahora nos enteramos de que estaban sometidos a un reglamento emanado de la Junta Central, que regulaba su paga, su participación en los botines capturados y la graduación de sus mandos, según el número de sus miembros; iban uniformados, cantaban marchas y obedecían sones militares y se sometían a cierta disciplina –dentro de su devoción a un jefe, más que a la institución militar–; acogían a desertores, pero ellos también, igual que los ejércitos convencionales, obligaban a enrolarse a los varones de los lugares por los que pasaban y castigaban a sus propios desertores (Esdaile, pp. 182-185, 271-273; Fraser, pp. 640-645). Queda, pues, poco de la imagen romántica del campesino que deja la azada para tomar el rifle, atacar al francés y volver a sus labores. Tan formalizada estaba la guerrilla que no era fácil diferenciarla del ejército profesional. Eso sí, con muchas ventajas frente a la recluta forzosa en este último (fuese napoleónico o patriota), pues el que optaba por la guerrilla, sin renunciar a cobrar un sueldo (poco seguro; pero tampoco lo era en los ejércitos convencionales) ni a hacer una carrera militar, seguía viviendo en su región natal (Esdaile, pp. 67, 109, 165). De ahí el éxito de la guerrilla, que llevó a la propia Junta Central, a partir de mediados de 1809, a intentar limitarla. Cada vez se impusieron requisitos más rígidos para levantar guerrillas, y hasta hubo un proyecto de ordenanza, promovido por Mexía Lequerica, en agosto de 1811, para someterlas plenamente al mando y la disciplina militar; algo que no fue aprobado por sus propios compañeros liberales, que desconfiaban de los militares y mantenían el mito del «pueblo en armas».

Una última observación de Esdaile, que termina de demoler el mito guerrillero, se relaciona con su ineficacia militar (p. 270). Crearon, sin duda, problemas a las comunicaciones francesas y les hicieron mucho daño al acoger a desertores. Pero de ningún modo está claro que desempeñaran un papel decisivo en la derrota de Napoleón (p. 110). Sus pertrechos eran, en definitiva, pobres; su instrucción marcial, escasa; y su visión del conjunto de la guerra, inexistente. Curiosamente, son cosas parecidas a las que podrían decirse del ejército «popular» de 1936-1939, habitualmente aceptadas como una de las razones para su derrota. Cuando se habla, en cambio, de 1808-1814, los historiadores las consideran virtudes. Los historiadores, porque los contemporáneos, a juzgar por los datos que aporta Esdaile, denunciaban sin cesar aquellas carencias (pp. 245-247). En fin, se comprende que la obra de este historiador británico haya suscitado reacciones, como todo un libro firmado por Fernando Martínez Laínez cuyo objetivo explícito es «reivindicar» el papel de la guerrilla (p. 19). Este autor (único reciente que sigue manteniendo la versión de la sublevación de mayo de 1808 como originada por la llegada de las noticias de la masacre madrileña, p. 56) desprecia como «retórica» la contraposición de la eficacia partisana a la de los ejércitos regulares (p. 158); pero su obra no pasa de ser narrativa y apenas aporta argumentos ni datos nuevos sobre el asunto.

Algo de idealización en torno a la guerrilla, aunque en otro sentido, se encuentra también en Fraser cuando asegura, por una vez sin apoyo en referencia alguna, que, si no triunfaban frente a franceses y se limitaban a dominar a la población por el terror, no tardaban en fracasar (pp. 642, 653; ¿por qué va a ser imposible el éxito de un grupo puramente bandolero?), y más aún cuando califica la actividad guerrillera como guerra de «redistribución» o escribe que «peleaban por enderezar las desigualdades sociales que habían sufrido en el pasado como mano de obra asalariada» (pp. 483, 603). Lo cual contradice su anterior observación de que no se implicaron en luchas políticas ni sociales (constatación desilusionada, pues, según su lógica, una organización popular es por definición revolucionaria). Esta tendencia de Fraser podríamos anclarla en viejas proclividades populistas (también detectables en Pérez Garzón, p. 198), mezcladas con algo de romanticismo hispanófilo. El «pueblo» (o «los proletarios», o «los pobres», términos de contenido impreciso) está demasiado presente en el relato de Fraser (pp. 249, 255; véanse pp. 343-344: fue la guerra de un Estado contra un pueblo); y, sobre todo, su actuación se nos presenta como demasiado racional: «el pueblo volvió a mostrar su larga memoria», los jornaleros «decidieron incrementar sus ínfimos salarios», la población rural reveló su «profundo sentimiento antiseñorial», el pueblo no se sintió atraído por la contienda porque las nuevas autoridades no se lanzaron a hacer cambios revolucionarios en el orden socioeconómico (pp. 231, 291, 301, 388, 680). Incluso llega a escribir que los liberales gaditanos, temerosos del pueblo, cometieron el error de no utilizar, en su propaganda, nuevas formas gráficas (p. 629), lo cual evoca las críticas trotskistas o anarquistas al gobierno republicano en 1936-1938 y parte del muy improbable supuesto de que «el pueblo» responde mejor al arte de vanguardia que al tradicional.

El discurso subyacente en este historiador consiste en asumir que los sujetos de su historia son colectivos y actúan racionalmente, en persecución de unos «intereses» sobre los que tienen nítida conciencia; y en ese momento, desde luego, obran de forma espontánea. Pero no sólo los sujetos no están bien definidos. Tampoco sus intereses, sobre los que a veces se contradice, pues sostiene que la población rural luchó por su autodefensa, pero acepta que no era fácil implicarles en la autodefensa (p. 387), o dice que los terratenientes actuaban porque eran los que más tenían que perder, pero que las pérdidas del proletariado eran aún mayores (pp. 384, 417). En cuanto al espontaneísmo, típico de la vieja historia del «movimiento obrero», me temo que no sería aceptado por la actual sociología de la movilización social. Como no lo sería la defensa racional de intereses, esquema al que Fraser se aferra pese a que la imagen global final que se desprende de su propia descripción se acerca más bien al caos (pp. 371-372, 415). Cuando ve a sus protagonistas colectivos actuar de ese modo tiende incluso a simpatizar con ellos; por mucho que consigne hechos que revelan brutalidad, xenofobia o puros deseos de venganza (p. 371), evita utilizar estos términos para describirlos. Para concluir, su presunción de que el pueblo no defendía tradiciones, sino que actuaba en sentido revolucionario (p. 373), no casa muy bien con el hecho de que, en el momento inicial de la guerra, a la hora de formar las juntas, se produjera una delegación generalizada de la nueva autoridad en las viejas jerarquías; ni con los entusiasmos ante el retorno del rey absoluto en 1814; ni con la pasividad ante los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823; ni con el apoyo popular al carlismo diez años más tarde.

Un importante giro que se observa en estudios recientes sobre la guerra de 1808-1814, acorde con la evolución general de la historiografía, es que tiende a prestarse mayor atención a los fenómenos culturales. De los libros aquí comentados, destaca en este terreno el coordinado por Antonio Moliner Prada. El capítulo que firma Emilio de Diego, por ejemplo, sobre la propaganda, aborda un tema crucial en esa guerra tan ideológica, muy descuidado hasta hoy (salvo algún meritorio trabajo de Manuel Moreno Alonso). Se centra, como hacen también García Cárcel y Jean-René Aymes –en otra obra de aparición inminente–, en figuras y contrafiguras como Godoy, Napoleón, Fernando y Murat. Concluye, creo que con acierto, que en la propaganda josefina hubo mayor racionalidad, mientras que en la patriótica predominó la emocionalidad (pp. 218, 253). También es incitante el capítulo de Marion R. Gadow sobre la iconografía, aunque abusa de la descripción hasta acabar en meras listas. O el de Ferrán Toledano sobre la Guerra de la Independencia como mito fundador de la memoria, que reforzó el sentimiento comunitario gracias a su descripción como popular, heroica y unánime (lo opuesto a una guerra civil, que divide a la comunidad). O las páginas que López Tabar dedica a los afrancesados, también centradas en su propaganda, que este autor sigue a través del teatro, la prensa, los libros, los folletos y –originalidad interesante– los púlpitos. O, para terminar, las páginas (318-319; saben a poco) que María Gemma Rubí dedica a la conducta sexual, hijos ilegítimos, celebración de fiestas religiosas, hechos sacrílegos e importación de costumbres foráneas; lo relativo a fiestas y conmemoraciones relacionadas con aquella guerra era más conocido tras la obra de Christian Demange.

Pasemos de lo cultural a lo político, terreno mucho más trabajado por la historiografía tradicional. Las abdicaciones de los Borbones y el rechazo generalizado del nuevo monarca impuesto por Napoleón crearon una situación de acefalia hasta entonces desconocida en el país. No sólo los liberales querían inventar un nuevo orden político, sino que incluso los más conservadores se veían obligados a hacerlo. Tras un largo período de incertidumbre, acabó recurriéndose a la convocatoria de Cortes y éstas proclamaron nada menos que la soberanía nacional, aparte de tomar medidas tan drásticamente nuevas como la libertad de imprenta o la abolición de la Inquisición o de los señoríos jurisdiccionales. Lo cual no deja de ser paradójico en un país carente de tradición revolucionaria y partiendo además de una asamblea que, en definitiva, se componía de clérigos, funcionarios e intelectuales del Antiguo Régimen. Lo lógico era pensar, como hacían los generales franceses y sus colaboradores, que se enfrentaban con un pueblo fanatizado por el clero que se resistía ferozmente a la modernización. Pero he aquí que las Cortes rebeldes adoptaban fórmulas políticas no ya similares, sino más avanzadas que las ofrecidas por Bonaparte. Es el mayor enigma de este período.

Si se analizan las respuestas de los distintos autores, lo primero que se constata son diferencias de valoración de la obra gaditana. García Cárcel expresa una visión relativamente crítica ante una reforma, según él, «muy moderada»; «la Inquisición se suprimió tarde y con reticencias. La abolición del régimen señorial fue más teórica que real […]. Cada paso adelante, vino acompañado de otro hacia atrás. El desfase respecto de los logros afrancesados es patente»; «el balance gaditano no es una maravilla de conquistas progresistas. Fue un triunfo del reformismo» (pp. 19, 293, 362; lo cual no se compagina bien con la explicación que ofrece para el fracaso de los liberales gaditanos en las páginas 309-310, pues lo atribuye a su «mesianismo», a su convicción de que el mundo empezaba y acababa con ellos). Liberales gaditanos con los que Pérez Garzón, en cambio, se entusiasma, pues los presenta como antecesores de propuestas como la democracia, el sufragio universal masculino, el republicanismo o el reparto de tierras (416-417). Es una idealización del doceañismo que se remonta a la vieja línea radical-democrática de, por ejemplo, un Blasco Ibáñez, y que no presta atención a las prevenciones de Galdós, quien, aun simpatizando con ellos, comprendió que de aquella «escuela de caudillaje» provenía toda una cultura política autoritaria, populista e insurreccional. La contrapartida de los liberales son los absolutistas, demonizados por Pérez Garzón, que no les reconoce ni siquiera los restos escolásticos que en su día detectara Federico Suárez. Alguna dosis de maniqueísmo hay en esta visión, tan favorable no sólo hacia los liberales, sino hacia los josefinos o al propio Godoy, mientras que cuando se refiere a los absolutistas su vocabulario evoca «virulencia» o «mundo estridente y violento» (pp. 204, 401).

Hablando de escolástica, el más importante debate desarrollado últimamente en torno al constitucionalismo gaditano –sin duda, lo más positivo y prometedor que ocurrió en aquellos años– es el planteado por José María Portillo, y en sentido diferente por Bartolomé Clavero, Marta Lorente y Carlos Garriga, siguiendo los pasos de Tomás y Valiente, sobre los límites de aquel primer liberalismo, derivados de su base filosófica no individualista sino católico-organicista. Pérez Garzón no presta atención a estas críticas y acepta nítidamente la transición de súbditos a ciudadanos (pp. 164, 249 y ss.), en la línea de Artola. En esa misma posición, pero con mayores matices, se halla Joaquín Varela Suanzes (uno de los precursores en la renovación de este tema, con Xavier Arbós y Roberto Blanco Valdés), que aporta ahora un buen capítulo al libro de Moliner. Básicamente, Varela sigue defendiendo la Constitución como un producto liberal moderno, semejante a la francesa de 1791 (pp. 403-404, 416-419) y justifica los límites allí impuestos a la libertad (religiosa, por ejemplo) por la cautela que exigían las circunstancias. Pero reconoce la insuficiencia de los ingredientes individualistas, una de las premisas consustanciales al liberalismo (419-420). La polémica historiográfica seguirá, previsiblemente, en los próximos tiempos, aunque en definitiva lo que se discute es una cuestión de dosificación, pues no puede negarse el carácter de ruptura que supuso la obra gaditana, a la vez que tampoco son discutibles los residuos escolásticos en aquel constitucionalismo que siempre hemos catalogado como liberal. Continuidad y ruptura, como en toda situación histórica, pero, ¿en qué proporción cada una? Es ahí donde las posiciones discrepan.

Un último tema, o conjunto de temas, que se destacan en estos libros es el contexto internacional en que aquella guerra se produjo, al que tiende a otorgarse importancia creciente. Con ello, una vez más, se trata de superar las simplificaciones de una interpretación nacionalista. Aquella contienda no se libró sólo, ni quizás principalmente, entre españoles y franceses. El hecho de que el comandante supremo del ejército «español», nombrado por las Cortes de Cádiz, fuera el inglés Wellington, debería ser indicio de que algo falla en un planteamiento estrictamente nacional. El ejército anglo-portugués desempeñó un papel crucial. Pero hay más: la campaña de Rusia, que obligó a reducir drásticamente las tropas napoleónicas, fue un factor seguramente más decisivo para explicar el resultado final que, por ejemplo, la acción de las guerrillas. Hasta la primavera de 1812, en que se produjo esa retirada, la guerra iba bien para los josefinos y su régimen tendía a normalizarse, como demostró la gira triunfal del propio José por Andalucía, y como parecen confirmar las cifras demográficas positivas que Fraser aporta sobre matrimonios, nacimientos y muertes en 1810-1811, tras los desastres del bienio anterior. La guerra, concluye Fraser siguiendo a Mina, no se decidió en la Península, sino «en las nieves de Rusia» (p. 680); Esdaile coincide: el triunfo de 1812-1814 no se debió a la acción de las guerrillas sino «a los errores de Napoleón, en particular su insensata invasión de Rusia» (p. 333).

Un par de capítulos del libro coordinado por Moliner afectan a este aspecto. El primero, de Alicia Laspra, sobre la ayuda –tanto militar como económica– británica, muy temprana y muy superior, según ella, a lo hasta ahora aceptado (p. 181). El segundo, de Josep Alavedra, sobre los contingentes extranjeros en el ejército francés, dato también importante para reducir el carácter nacional de aquel conflicto. Muy contrario a ellos es el artículo de Andrés Casinello, una historia militar excesivamente tradicional e inspirada por la parcialidad patriótica, como revela el uso constante de «nuestras» tropas y expresiones similares.
De los aspectos internacionales del conflicto, ninguno fue tan importante como el proceso de independización de la América española, en definitiva lo principal que la historia mundial registró de aquellos hechos. Aunque algunos de los historiadores aquí reseñados se refieran al tema –Pérez Garzón, en especial–, la atención que le prestan sigue siendo subsidiaria. Debería, sin embargo, ser uno de los puntos cruciales de los relatos actuales, a diferencia de los nacionales hasta ahora vigentes. Sólo los americanos lo destacan, aunque en muchos se deba a que forma parte de su propia mitología, y por eso también está hoy en proceso de revisión por los historiadores más críticos. Pero esta reseña dejará de lado ese tema, como dejará a José María Portillo, sin duda el historiador español más preocupado por enlazar estos dos aspectos de aquella coyuntura histórica.

Terminaré con unas breves observaciones sobre los aspectos formales de algunos de estos libros. Del firmado por Pérez Garzón, hay que destacar que está muy bien escrito y muestra una gran capacidad pedagógica; pocos pueden explicar procesos políticos con tanta claridad y amenidad. La obra, por otra parte, imprime un prometedor giro a la biografía intelectual de este autor, que renuncia ya a hacer de la burguesía el eje del proceso histórico; la «revolución burguesa» se ve aquí sustituida por la «modernización» y los contendientes no son clases, sino grupos políticos, como liberales y absolutistas. En cuanto a Antonio Moliner –autor de estudios previos sobre el movimiento juntero y sobre las guerrillas, los dos temas sobre los que de nuevo escribe ahora–, coordina un volumen colectivo ambicioso, amplio y variado. He mencionado el interés de muchos de sus capítulos. Los textos son, sin embargo, desiguales y no están homogeneizadas las notas ni las bibliografías. Algunas erratas afean el texto, como la que convierte, repetidamente, al mariscal Marmont en Marmot, o la de que «Madrid habría sus puertas» (p. 349).

Charles Esdaile es un autor conocido por obras anteriores, sobre todo de historia militar, una de las cuales se centraba específicamente en la «guerra peninsular». Fue aquél un libro de tono narrativo, vibrante y colorista, con un notable esfuerzo por insertar el conflicto en sus circunstancias internacionales, aunque quizás excesivamente dependiente de las fuentes del Public Record Office, lo que convertía a Wellington en el gran protagonista de la guerra y dibujaba al ejército español en términos muy deslucidos (es probable que con razón, pues, en definitiva, perdieron todas las batallas, excepto Bailén; pero podría haber consignado también aspectos poco brillantes del británico que Fraser, por ejemplo, no ahorra). Esta vez se centra en las guerrillas, es más analítico, aunque sin dejar de salpicar su análisis con anécdotas jugosas, y se apoya más en fuentes españolas. Mantiene, aunque algo más reprimida, su tendencia a la adjetivación tajante y no argumentada: si en su libro anterior Massena era «mezquino y egoísta», o Beresford no había estado «a la altura de su papel», en el actual menciona al «infame» general De la Cuesta, el «enérgico» O’Donnell, el Palafox «déspota de Zaragoza», el «particularmente insulso» duque del Infantado, por no hablar de Pérez Garzón, repetidamente crucificado como «historiador marxista» (pp. 56, 87, 117, 177, 229, 272; sin olvidar al «general Manuel Espadas Burgos», p. 41). Sigue escapándosele igualmente algún tópico hispanista y un uso del adverbio «siempre» impropio de un historiador («la sociedad española, siempre propensa a la hostilidad», o el país «siempre caracterizado por una tremenda pobreza», pp. 137, 202; en el siglo XV, Inglaterra era más pobre que Castilla). Lo más discutible del libro me parecen sus conclusiones, especialmente en relación con la cultura política derivada de aquella guerra: no acepta que de ella venga el hábito de «echarse al monte» (p. 337), cuando uno seguiría creyendo que ése es uno de sus orígenes; un hábito que, por cierto, no sólo adquirió la izquierda, como él da a entender. En cambio, sí cree que de allí procede el bandolerismo (p. 313), lo que es discutible, pues ya había habido antes. En cuanto al pretorianismo, sus razones para arraigarlo en aquella guerra parecen demasiado retorcidas (el resentimiento de los militares profesionales, que odiaron desde entonces la idea del «pueblo en armas»). Más interesante me parece derivar de aquella guerra el «populismo liberal».

La obra de Ronald Fraser destaca por su impresionante recopilación de datos originales, provenientes de muy diversas fuentes, directas en general, y de carácter autobiográfico siempre que puede. Combina estos datos con cifras demográficas (matrimonios, defunciones, concepciones) tomadas como indicadores de la actitud y estado de ánimo de la población; cifras y cuadros que demógrafos y economistas discutirán, sin duda, pero que seguirán siendo fuente de información y debate durante muchos años. Su enfoque social lo lleva a plantearse preguntas muy pertinentes, como número de tropas, cantidad de muertos, motivos de los levantamientos, recursos que sostuvieron el esfuerzo bélico, composición específica de las guerrillas o canales de abastecimiento de armas. Los fenómenos estrictamente culturales (identidades, imaginario, sentimiento nacional, creencias religiosas) le interesan menos. Es lástima que, desde un punto de vista formal, el libro adolezca de un cierto amontonamiento de datos, sin organización ni tesis claras. Sobre los temas político-militares, que no son su foco de interés, es capaz de ofrecer –apoyándose sobre todo en Lovett– muy buenas síntesis, pero no así con su tema central, el social. Pese a ello, hay que subrayar que este trabajo no es, en absoluto, fruto ocasional de un centenario, sino un ambicioso proyecto, llevado a cabo a lo largo de muchos años. Exhaustivo, lo llama Pérez Garzón (p. 390), y por una vez este adjetivo es poco exagerado.
 

El sueño de la nación indomable, por último, de Ricardo García Cárcel, es una obra de carácter más bien ensayístico, con una perspectiva global en el tiempo, pero estrictamente española en el espacio. Al autor le sobran conocimientos y agilidad de pluma para esta tarea, pero da la impresión de que ha redactado el libro con algún apresuramiento, como indica la repetición de líneas y párrafos enteros (pp. 15 y 346; o pp. 233 y 359), la utilización de páginas suyas previas (pp. 250 y ss. sobre Felipe V), o pequeños errores que es raro se deslicen en un historiador de su talla (Martínez de la Rosa, «preso en Gibraltar seis años», cuando estuvo en el Peñón de la Gomera y Gibraltar no era territorio español; condesa de Farruco por Jaruco; un general Cuesta «godoysta» cuando fue enemigo acérrimo de Godoy). Más grave me parece su muy discutible uso del concepto de «nacionalismo» (pp. 247-250). Pero el mayor problema del libro es que no veo bien definido su tema. En la conclusión da por sentado que ha tratado de los mitos en torno a esta guerra (pp. 351), mientras que en la introducción se atreve a declarar que «la intención de este libro es rescatar la auténtica realidad histórica», «recuperar el guión histórico objetivo» (p. 23), que es también lo que supongo que quiere decir cuando se declara partidario de construir y no de deconstruir (p. 17). Creer que uno va a ser capaz de captar lo «objetivo», la «auténtica realidad» del pasado, es, como creer en Dios, una suerte envidiable; también lo creían Ranke y otros grandes historiadores de antaño, pero no ha sido habitual en los de las últimas décadas. Lo mítico, en todo caso, parece ser lo contrario de lo objetivo. Pero como en ningún momento define lo que entiende por «mito», no queda claro cuándo está analizando mitos y cuándo discutiendo sobre «realidades». Más que como historiador profesional, se presenta como víctima de versiones míticas, pues repite una y otra vez que está reaccionando contra lo que le enseñaron en la escuela franquista (pp. 14-15, 221, 346). Pero no sé si reacciona del todo. Al final del libro, en definitiva, no queda claro si «la nación indomable» del título es un mito o una «realidad objetiva».

Hay que llegar a la página final para encontrar su propuesta política y, quizás, el sentido general de la obra: el «sueño de la nación indomable» de la generación de 1808 es hoy el sueño «viable» (¿sueño o viable?) de «una nación española abierta e integrada, fundamentada en un patriotismo no sólo constitucional sino también cultural común, sin inhibiciones ni lastres ideológicos, libre de los complejos generados por el nacionalismo franquista» (p. 364). Lo que se halla detrás de todo el libro es, pues, una defensa del patriotismo constitucional español contra los nacionalismos disgregadores. Le daría la razón, si se atuviera al análisis de aquella guerra, porque los catalanes se integraron en ella mucho más de lo que los nacionalistas actuales reconocen. Pero esta idea llega a ser obsesión que domina al autor y que le hace enojarse con esa España «autoflagelante, negativa, irónica», en la que incluye a los ilustrados más radicales, como Cañuelo, Rubín de Celis o Marchena, «marcados por los complejos e inhibiciones», «críticos acerbos [que] se deslizarían hacia el fatalismo» (p. 256). Proyecta García Cárcel esa misma necesidad de defender a España sobre los historiadores actuales y acusa de catalanistas a quienes hemos intentado estudiar el surgimiento de la identidad española como un fenómeno histórico y no natural. Si somos «críticos con el españolismo» se debe, según su lógica, a que comulgamos con algún nacionalismo periférico. Como en mi caso eso es imposible de probar, porque nunca he preferido Malagón a Málaga, recurre a afirmaciones que no he hecho, como que el término «independencia» no se usó durante el conflicto (p. 224; en el artículo que cita digo explícitamente lo contrario: se usó «independencia», como se usaron dignidad, usurpación, patria, religión o rey, pero el sintagma Guerra de la Independencia para designar al conflicto en su conjunto se inventó más tarde). Dado, sin embargo, que formo parte de la conspiración antiespañola, estoy en la lista de Cañuelo y Marchena. No me quejo, e incluso lo creo un honor, pero me gustaría que fuera por méritos propios, y no por dichos o hechos indebidamente atribuidos. En fin, que, como escribe Roberto Breña, «el patriotismo es un pésimo consejero en cuestiones historiográficas», o, en palabras de Josep María Fradera, hay que optar entre hacer ciencia o hacer patria.

Como cualquier reflexión sobre la guerra civil de 1936 debe, inevitablemente, terminarse con el «Paz, piedad, perdón» de Azaña, un texto sobre la antinapoleónica de 1808 debería terminar con una referencia a Goya, testigo sensible y sensato de aquellos hechos que, aparte de cambiar de bando una y otra vez, lo fundamental que hizo fue horrorizarse con el salvajismo que vio desatarse –por uno y otro lado– a su alrededor.

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