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Góngora: texto y sentido

Gongoremas

ANTONIO CARREIRA

Península, Barcelona, 454 págs.

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Después de los Nuevos poemas atribuidos a Góngora (1994) y de la edición crítica de los Romances (1998) del poeta cordobés –un hito en la bibliografía gongorina–, Antonio Carreira recopila un conjunto de estudios sobre el autor de las Soledades escritos a lo largo del último decenio. Lo primero que hay que decir es que estamos ante un esfuerzo crítico muy considerable, un esfuerzo que, además de iluminar la obra gongorina, se atreve incluso a señalar las tareas pendientes y las perspectivas críticas más adecuadas. Sólo una autoridad en la materia se podría permitir tales libertades. Pero Carreira posee esa autoridad: la tiene desde que en 1986 publicó una memorable Antología poética de Góngora. Los aficionados a la obra del poeta cordobés esperábamos ya la publicación agrupada de estos artículos. Se trata de un libro que viene a satisfacer una necesidad y a marcar, como lo han hecho otros trabajos del autor, una fecha importante en los estudios gongorinos.

El «excusable neologismo» del título remite, me parece, a los elementos que singularizan esta obra poética. Estos diecinueve trabajos nos ayudan, en efecto, a penetrar en tales elementos, lo mismo que a calibrar el alcance poético de esta obra. Y a hacerlo con los instrumentos más útiles de una filología que se quiere, en todo momento, muy apegada a los textos. «La filología es una ciencia esencialmente histórica», afirma Américo Castro en una frase que a Carreira le parece oportuno recordar aquí. Todo le da la razón: no son pocos los escarceos falsamente ensayísticos y las tentativas amparadas en nuevas «escuelas» críticas que se han estrellado contra el rigor de la palabra gongorina (Carreira no deja de dar algunos ejemplos de ello). El resultado de esta práctica estricta de la filología entendida en el sentido de Castro es un conjunto de importantes conclusiones a las que sólo se podía llegar con este método, un método que no hay más remedio que llamar histórico, y que algunos querrán tachar de neopositivista. Dígase lo que se diga, estoy con Carreira en que esta es, en verdad, la mejor forma de avanzar y de profundizar en nuestro conocimiento de esta obra y, en general, en la de todos nuestros clásicos.

Gongoremas se divide en cinco apartados: «Crítica y transmisión textual», «Etopeya y entorno», «Las Soledades», «Los romances» y «Fama póstuma». El primero de los trabajos examina los avances habidos a partir de la muerte de Dámaso Alonso, el gongorista «de mayor trascendencia» del siglo XX . En materia de manuscritos debemos mucho a RodríguezMoñino, a Orozco y al propio Carreira; la obra ha conocido también, por otra parte, importantes contribuciones críticas, desde R. Jammes hasta J. Roses, pasando por A. Vilanova, A. A. Parker, M. Molho, M. Blanco, J. M. Micó, E. Cancelliere, G. Sinicropi…; de la influencia del poeta cordobés se han ocupado, en fin, E. Carilla, J. Ares Montes y A. Egido. No es corto, ciertamente, el balance. En «Defecto y exceso en la interpretación de Góngora», una desafortunada opinión de la hispanista Nadine Ly («le confort de l'interpretation à sens unique») da pie a Carreira para denunciar, muy al contrario, la cómoda interpretación que habla del «sentido múltiple», hábito hoy muy extendido. La conclusión no se hace esperar: «La multiplicidad de lecturas en un poeta como Góngora se revela inadecuada siempre que no se ajuste a los límites de la rigurosa construcción espiritual y verbal que es el concepto». He aquí el método filológico esencialmente histórico que se dijo hace un momento. En el artículo siguiente, después de comentar casi treinta códices de la poesía de Góngora, Carreira subraya la importancia decisiva del manuscrito Chacón, y se glosan a tal fin sus textos, fechas y grafías. Sobre manuscritos versa también el artículo siguiente, en el que se da muy minuciosa noticia de seis manuscritos gongorinos.

La segunda sección se abre con uno de los trabajos más sugerentes del libro, «El yo de Góngora: sus máscaras y epifanías». Sin perjuicio de la «objetividad» de esta poesía (¿no sería mejor llamarla «exterioridad»?), Carreira demuestra que el yo está omnipresente en esta poesía, bajo formas muy variadas. Poeta mayormente anti-petrarquista (salvo en el período juvenil), hay que remitirse, para analizar el aspecto del yo, al desdoblamiento del poeta en locutor y protagonista de lo que dice; a la autobiografía paródica que es el espléndido poema de 1587 «Hanme dicho, hermanas» (y, en parte, a «Aunque ahora estoy despacio»); a las máscaras (plural inclusivo, autoalusiones en tercera persona, etc.). Importantes son, en este sentido, los críticos tercetos de 1609. Hay también en esta poesía, por otra parte, un yo satírico, un yo sentencioso, un yo contemplativo y filosófico, un yo testimonial, etc. Pero el dominante es, afirma Carreira, probablemente el «yo burlesco, autoirrisorio y autoparódico de su oficio poético», que aparece en muchas composiciones. Y hay más: el yo relacionado con «la conciencia de su condición poética», que incluye la parodia de su propia actividad literaria. Carreira hace en esta ocasión un magnífico repaso de toda la poesía gongorina. Y vuelve a hacerlo, apoyándose esta vez también en las cartas, en el artículo siguiente («Góngora y Madrid») para examinar la relación –hecha de atracción y rechazo– del poeta con la ciudad en la que pasó los diez últimos años de su vida. En otro artículo se detiene nuestro crítico, además, en el control rigurosísimo que el poeta ejerció sobre sus versos con objeto de no repetir fórmulas. El manuscrito Chacón prueba que, con respecto a sus poemas, Góngora «tendía más a restaurar lecciones genuinas que a buscarles mejoras». Sólo hay un único caso real de reescritura: el romance de 1613 «¡Cuántos silbos, cuántas voces!», vuelto a lo divino por él mismo siete años más tarde. Rasgos como este, es cierto, dan precisamente la medida de la excepcional calidad de la poesía gongorina. El último trabajo de este apartado, «Góngora y el duque de Lerma», aborda la relación del poeta con el valido (y luego cardenal) a quien dedicó el complejo Panegírico, un poema que Góngora dejó inconcluso, dice Carreira, no a causa de la desgracia política del privado, sino porque éste declaró no entender los versos El inacabamiento de algunos poemas podría, sin embargo, ser visto asimismo a la luz del estilo llamado non finito, expresión intencional de un proceder (no sólo plástico, sino también literario) de larga tradición en Occidente y en el cual la «anticipación de la obra posible» que es la obra inacabada está en relación estrecha con una elegante «estrategia de autodesprecio del artista» (J. Starobinski, «La perfección, el camino, el origen»), que en el caso de Góngora sería preciso relacionar a su vez con su conocida declaración según la cual «es mayor gloria empezar una acción que consumarla». Es asunto que merece cierta reflexión, y esperamos poder dedicarle pronto algún tiempo.. Al de Lerma debió nuestro poeta, recuérdese, su puesto en la capilla real. Pero la lira áulica templada por Góngora en sus poemas dedicados a poderosos de su tiempo dejó al poeta «lleno de amigos y vacía la bolsa». Góngora no quiso ya elogiar al valido siguiente, el conde duque de Olivares: ¿para qué? En su análisis crítico, uno de los grandes aciertos de Carreira es haber sabido apoyarse en todo momento en los datos biográficos que conocemos del poeta, sirviéndose especialmente de sus cartas y sin incurrir, por ello, en biografismo.

La sección tercera está dedicada a las Soledades. Carreira empieza por estudiar la novedad del poema: Góngora se liberó de ataduras tradicionales y creó una suerte de épica lírica, «cuyo lenguaje, sublime, está al servicio de un asunto humilde», y de modelo acaso virgiliano (Geórgicas y Bucólicas). Ya la dedicatoria representa una anomalía: es, señala Carreira, «una síntesis del poema y uno de sus puntos culminantes». Singular es también la figura del protagonista, en quien el crítico ve menos al «peregrino de amor» que a un viajero romántico avant la lettre. El asunto es una combinación de lo rústico y lo refinado, y asistimos en él a la mutación de todo en arquetipo, desde la hospitalidad hasta una simple cuchara. Góngora se recrea siempre en su amor a lo humilde, «algo nunca visto en un gran poema de tono elevado y [que] constituye a la vez una lección ética y estética […]. Lope y Góngora dignifican al villano; confiriéndole honor, el primero; idealizando su trabajo y su moral, el segundo». También en lo formal hay en el poema extraordinarias novedades: no sólo la amplificación de la silva (hasta entonces no superaba los 200 versos), sino también la rara elasticidad del lenguaje, que mezcla cultismos y vulgarismos. Y lo más importante, tal vez: mediante una peculiar «violencia imaginativa», asistimos en las Soledades a la exacerbación del concepto, es decir, «el acto del entendimiento que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos» (Gracián). Por su capacidad de síntesis de todas las investigaciones sobre el poema, y por sus propias propuestas críticas, este artículo –tal vez el mejor del libro– es una de las más importantes contribuciones recientes al estudio de la poesía de Góngora; resulta difícil, en verdad, cambiar en él una sola coma. A continuación se nos ofrece una edición crítica de las dos primeras cartas de la polémica en torno a las Soledades, y se da a conocer un parecer anónimo conservado en un manuscrito portugués. Jammes ha sospechado que buena parte de la famosa Respuesta de Góngora no es de su mano; Carreira cree, por el contrario, que la carta «es no sólo auténtica, sino la que Góngora nunca debiera haber escrito» (en su ambigua contestación se tomó demasiado en serio el papel anónimo). Precisamente a la «magna edición» de las Soledades realizada por Jammes se dedica el artículo siguiente, tal vez el mejor comentario (junto al publicado en México por A. Alatorre) de la espléndida edición del hispanista francés. Carreira se ocupa luego de las «tareas pendientes» relacionadas con las Soledades: recuperar a los viejos comentaristas; estudiar la fortuna de algunos versos; analizar la repercusión de las silvas de filiación gongorina (de Soto de Rojas a Sor Juana); determinar cómo sonaban ciertas palabras importantes de dudosa pronunciación mediante un análisis de la pronunciación de la época; editar un Boletín gongorino para comentar los avances y denunciar la bibliografía prescindible sobre el poeta, y, por último, publicar una edición crítica de las Soledades, aunque esto es cosa –reconoce Carreira– «que eriza el pelo a cualquiera». Muchas de estas tareas pendientes no afectan sólo a las Soledades, pero el crítico hace bien en establecer una lista muy útil en todos los sentidos (empezando por el académico, como posibles temas de tesinas y tesis). El artículo final de esta sección, «La décima de Góngora al conde de Saldaña», es un ceñido examen de esa y de otras décimas del poeta y, además, un valiente alegato sobre la enseñanza de la literatura en nuestro bachillerato. Carreira pide que se destierre de una vez por todas la penosa idea de «culteranismo-conceptismo» y que se evite hablar de Barroco. Aquí me parece que Carreira pone peligrosamente en el mismo nivel dos cuestiones muy distintas. En lo primero le asiste toda la razón: aquella idea no es sólo penosa sino también falsa, y además da pie a toda clase de confusiones sobre la poesía española del siglo XVII . La poca simpatía, en cambio, que Carreira tiene al Barroco como concepto estético e historiográfico pertenece más al capítulo de las aversiones personales que al de la pertinencia o impertinencia de un concepto que ha merecido un amplísimo consenso crítico y que no es, por otra parte, exclusivamente literario. Es este, con todo, uno de los más apasionados y combativos artículos del libro, que debiera ser muy tenido en cuenta por nuestros políticos responsables en materia de educación, si es que los hay. Carreira lamenta la escasa formación del profesorado de secundaria: en ésta, «ocuparse de literatura difícil […] no es problema de alumnos, sino de profesores».

En la cuarta sección del libro se estudian lugares problemáticos de algunos romances (incluido el famoso «Hermana Marica») y la «maurofilia» en ocho poemas de ese tipo. El trabajo aquí más importante es, sin embargo, a mi ver, el dedicado a la transmisión y recepción, que subraya la originalidad (ya señalada por Jammes) de los temas romanceriles manejados por el poeta, así como la fidelidad que éste tuvo hasta su muerte a esta modalidad poética. Gran aportación gongorina al género fue, sin duda, el humor (muy distinto, por ejemplo, al de Baltasar del Alcázar en su «Cena jocosa»), y no es extraño que esta fuese la veta suya más estimada por el autor de la Fábula de Píramo y Tisbe, un poema que remata algo empezado por el cordobés: el tratamiento burlesco de los mitos griegos. Muy revelador es igualmente el artículo sobre los registros musicales en los romances gongorinos: la pequeña historia que hace Carreira de esta clase de poemas, desde su desplazamiento por el petrarquismo entre 1530 y 1580 hasta la madurez del romancero nuevo en el siglo XVII , muestra que el poeta revoluciona también el romance. La incomparable musicalidad del verso de Góngora, así como la cantidad y la calidad de los romances que escribió, hacen pensar a Carreira (con razón, me parece) en que para el poeta la verdadera rima era la asonante –la más dinámica, la más versátil, la más sugestiva–. La música que en la época se puso a algunos de sus romances era innecesaria: esos poemas tenían ya su propia, inigualable música. En la sección final del libro propone el crítico una fundada atribución del Escrutinio al cordobés José Pérez de Ribas; y en otro artículo formula inteligentes reflexiones sobre poemas atribuidos y dudosos en la obra de Góngora, un aspecto sobre el que Carreira es quien tiene, hoy por hoy, más cosas que decir entre los gongoristas.

Son muchas las aportaciones críticas de Carreira, algunas ya citadas. Todas ellas, sin embargo, se deben en verdad al aludido método histórico –un método alejado de todo aventurerismo teórico y con los pies fijos en la tierra–, pero también obedecen, hay que decirlo, a un no usado amor a los textos. Ninguna limitación a éstos, con todo: Carreira se apoya a menudo en las cartas de Góngora y en lo que sabemos de su vida. También lo hace a veces, por otra parte, en el contexto social (para lo que se sirve muy especialmente de los conocidos estudios de Domínguez Ortiz sobre la sociedad española de la época). Ofrece, además, oportunas e inteligentes referencias comparativas a la historia de la música, que el crítico demuestra conocer y amar, así como a la pintura, singularmente la pintura holandesa del XVII , con la que Góngora tiene, según nuestro crítico, no pocas coincidencias. Los aciertos de Carreira no están sólo, insisto, del lado del examen minucioso de la textualidad gongorina, sino que le vienen también de la interpretación de su sentido: a la hora de abordar lo burlesco, Carreira señala, por ejemplo, cómo el humor del poeta cordobés está más cerca de la ironía y la tolerancia cervantinas que de la carcajada y el moralismo de Quevedo. Y es verdad que la obra de Góngora es para nuestro crítico «el mayor tesoro poético de nuestra lengua», pero ello no le ciega ni le impide hablar, alguna vez, de poemas fallidos o «poco felices». Antonio Carreira se confirma en este libro no sólo como uno de nuestros filólogos más sólidos, sino también como un crítico de tino y sensibilidad poco comunes.

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