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Gauguin y el final del simbolismo

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La doble exposición Gauguin que ahora se celebra en Madrid constituye un hecho cultural importante. Para empezar, se han traído muchos cuadros buenos, entre ellos, cuatro obras maestras –no sólo La visión del sermón es una obra maestra: lo son igualmente dos Van Gogh, y un Cézanne que perteneció en tiempos a Matisse–. Además, la exposición está cifrada. Intenta decir, y consigue decir, algo en absoluto desdeñable para la comprensión del arte moderno, o siendo más precisos, de los impulsos, pesquisas, y en ocasiones malentendidos, que desembocaron a la postre en la forma de expresión que solemos calificar como «arte moderno». Por descontado, cabe trazar avenidas hacia lo moderno distintas de la documentada en el Thyssen y la Sala de las Alhajas. No existe una causa única de lo moderno en arte, como no existe una causa única de la Reforma Protestante o de la democracia parlamentaria. El itinerario que se propone aquí, no obstante, es claro y es coherente, y además y sobre todo, salta a la vista. Cada paso o enlace argumentativo está autorizado por una visión, una sensación. Lo último ha de ser apuntado en el haber del comisario de la muestra, Guillermo Solana. El logro resulta tanto más admirable, cuanto que la teoría y crítica de arte contemporáneas son propensas a la abundancia logomáquica. En esta ocasión se ha desterrado todo atisbo de logomaquia. El razonamiento desarrollado por Solana lleva, en el anverso, una sucesión de vivencias escuetamente plásticas, vivencias que son el eco o el reflejo de cuadros concretos, al alcance siempre de la mirada del espectador. El largo ensayo de Solana incluido en el catálogo –un excelente cuaderno de bitácora para comprender por qué se ha elegido cada obra, y por qué cada obra está donde está– certifica lo que digo con rotundidad. No se trata del único ensayo. Hay otros –de Richard Schiff, de Guy Cogeval, de María Dolores Jiménez-Blanco– más que meritorios. En conjunto, nos enfrentamos a un silogismo muy bien trenzado, y dirigido no sólo al cacumen del espectador sino, a la vez, a su retina. Ello sentado, he de añadir una discrepancia que quizá no sea menor. Mi diagnóstico sobre lo que deja entrever la muestra difiere del que, según creo, sugiere el comisario, reacio por otra parte a las generalizaciones sumarias. Se trata de una discrepancia más filosófica que historiográfica. El aficionado a la historia del arte que habita en mí de modo precario e intermitente, está de acuerdo con Solana. No lo está el intérprete o especulador cultural. No soy, tampoco, un experto en cultura. Pero no hay expertos en cultura, entendido el concepto con la debida laxitud. Hay sólo francotiradores. Sea como fuere, existe un punto en que pienso que divergimos. En la segunda mitad del artículo, explanaré el desacuerdo. Que sea más metafísico que plástico, y tome pie de un equívoco tipográfico –a su hora se verá cuál– no le resta, espero, interés. Bien, voy al grano. Primero abordaré la exposición por su vertiente técnica.

La muestra abarca sólo siete años de la carrera de Gauguin: los comprendidos entre 1884 y 1890. El tramo cubierto por el Thyssen sistematiza, en esencia, al Gauguin discípulo, al que, errabundo, bebe de aquí y de allá, hasta su culminación gloriosa en La visión del sermón. La Sala de las Alhajas cobija al Gauguin del 88 y del 89. Se trata de un Gauguin maestro y seguro de sí. Es el Gauguin que adoctrina a Sérusier y se proyecta sobre los nabis, y a través de ellos fecunda el arte moderno. Empecemos por el Gauguin preliminar. ¿Qué anuncia? ¿Qué mensaje nos envía? El comisario ha colgado, uno contiguo al otro, un Pissarro del 75 –Calle del Hermitage en Pontoise – y un Gauguin del 84 –La calle Jouvenet en Rouen–. Por el tema, y la composición, los dos cuadros son virtualmente gemelos. La idea de juntarlos ha sido feliz, ya que Pissarro influyó intensamente en Gauguin, y los gradientes pictóricos –los cambios de valor que se verifican al pasar de un autor a otro– resaltan con especial ejemplaridad allí donde existe empate en casi todo, exceptuando la grafía personal del artista. El careo revela un detalle intrigante: Gauguin concibe las superficies en términos mucho más atexturales que Pissarro. Rellena las superficies de color, en tanto que Pissarro las construye mediante un movimiento prolijo y sabio del pincel. Tendemos, de modo espontáneo, casi reflejo, a atribuir a Gauguin una vocación de síntesis prospectivamente moderna. Pero esta lectura es precipitada, o mejor, anacrónica. En efecto, ahora conocemos, más o menos, en qué consistió la simplicidad moderna. El Gauguin propedéutico de los ochenta no disfrutaba de esta clarividencia, entre otras cosas, porque la simplicidad moderna estaba por inventar. Las economías plásticas que asociamos con el arte maduro de Gauguin no formaban aún parte de un proyecto organizado, y es posible incluso que fueran percibidas como una carencia por el propio artista. Todo lo que tenemos de momento, es que el Gauguin que pinta en la estela de Pissarro ejecuta los paisajes d'après Pissarro con menos destreza y seguridad que Pissarro. Se persuadirá rápidamente de semejante extremo quien, acudiendo a un segundo careo, confronte el pissarriano Campo de coles –1873–, con un Gauguin del 84 –Calle de Rouen–. Pissarro ha evacuado su óleo sin vacilaciones, disciplinado por un instinto estilístico firme. Las frondas del fondo, por ejemplo, se traban con las coles del primer plano gracias a un pizzicato enérgico, sostenido. El pizzicato se atenúa, cierto, conforme deslizamos los ojos de abajo arriba, y desaparece en la franja horizontal correspondiente al cielo. Ello no quita, no obstante, para que los ritmos inquietos suscitados por el golpe de pincel gobiernen con eficacia el espacio plástico e infundan unidad en la tela. Con el Gauguin aledaño pasa lo mismo, sólo que pasa peor. La huella del pincel es más exangüe, menos precisa y expresiva, y las superficies –verbigracia, la pradera del primer término, o el ribazo que se eleva a la derecha– no terminan de cobrar vida, de moverse. Aun estando bien compuesto, el cuadro de Gauguin es el cuadro de un émulo, no de un igual de Pissarro.

También Cézanne gravitó poderosamente sobre Gauguin. Más incluso que Pissarro. Según declararon discípulos de Gauguin, no era infrecuente que éste, antes de ponerse a trabajar, dijera: «Vamos a hacer un Cézanne». Los ecos son tan claros que Cézanne, creyéndose víctima de un expolio, afirmó: «Yo no tenía más que una sensación. ¡Monsieur Gauguin me la ha robado!». El Gauguin cezanniano es de nuevo un artista tanteante, provisional, y por lo mismo, menos persuasivo que el modelo genuino. Queda ello patente en un lienzo del 88 –Pastor y pastora en el prado –. El entramado de pinceladas breves recorre uniformemente la tela, como si se hubiera aplicado, a trasmano, sobre un motivo concebido en términos que no presuponen una caligrafía peculiar. Todo esto es estrictamente anticezanniano. En Cézanne, la caligrafía está sujeta a una concepción tectónica del espacio plástico. El cuadro es un ensamblaje de planos, ejecutado cada uno con pinceladas breves. Cabría resumir el proceso afirmando que la caligrafía genera una geometría, la cual, a su vez, genera un cuadro.

La exposición glosa, sucintamente, una tercera influencia. En 1886, tras la adscripción de Pissarro al grupo Neoimpresionista, Gauguin rompe con su maestro y se dedica a vivaquear en el arte de Degas. Gauguin incorpora a su pintura, sobre todo, el modelado de las figuras. El resultado… es discutible. Gauguin, al revés que Degas, no es un gran dibujante, y con frecuencia no acierta a construir bien los volúmenes. Un botón de muestra: la espalda de la mujer sentada a la izquierda, en Dos bañistas –1887–, está mal resuelta. Es una espalda desorganizada, plana, sobre todo en su parte inferior. El modelado vuelve a rebelársele a Gauguin cuando pinta la ondina de En las olas –1889––. La mancha oscura que divide la columna vertebral de la nalga izquierda abre en la carne un hueco, una superficie creuse, que resulta por completo inexplicable desde el punto de vista plástico. Haciendo balance, cabe decir que Gauguin, antes de convertirse en el Gauguin clásico, es un impresionista de talento, aunque menor: mucho peor dibujante que Degas, de caligrafía menos poderosa que Pissarro, y menos lúcido en la concepción del espacio que Cézanne. Más importante aún: es un pintor todavía vacilante, un pintor que no se ha decantado en una dirección determinada. Repárese, especialmente, en un lienzo pintado no mucho antes de esa obra maestra absoluta que es La visión del sermón –1888–. Me refiero a Bretonas en el recodo del camino. El cuadro es un lío, un galimatías. Se compone de tres partes claramente diferenciables: el fondo, de factura cezanniana, las dos figuras muy trabajadas de la izquierda, y el ancho camino que separa las figuras del fondo. Como indica Solana, Gauguin había reunido un inventario de motivos parciales –hombres, animales, etc.–, que luego adaptaba a sus lienzos. Es lo que sucede aquí: Gauguin ha trasuntado la bretona que ocupa el primer término, de un pastel de 1886. Ello entraña costes, porque la ecología de cada cuadro es delicada y las formas no pueden viajar íntegras de uno a otro sin que se rompa la cohesión del conjunto. El caso es que las dos mujeres se proyectan bruscamente sobre el fondo, como si fueran recortes de papel. Gauguin intenta paliar este efecto añadiendo un perro, que dibuja una transversal y enlaza el grupo con el camino. La composición es forzada, torpe. Pero lo verdaderamente notable es que el plano intermedio, el ocupado por el camino, no funciona de ninguna manera. Entre otras cosas, está mal ejecutado. Las pinceladas –largas en términos comparativos– que discurren en paralelo de izquierda a derecha engendran una superficie amorfa, irreconciliable con el resto de la composición. ¿Le ha fallado la mano a Gauguin? Yo diría, más bien, que le ha fallado la cabeza. El secreto de esta superficie ratée… reside en el entendimiento de la luz. En el lienzo hay luz, en la acepción tradicional, casi preimpresionista, de la palabra: el iluminante implícito, situado fuera de la tela, a la izquierda, enciende las cofias de las bretonas y tiñe el camino de un resplandor rosa y ocre. El rectángulo de dura sombra que sobre el perro y el camino proyectan las figuras, subraya la presencia de la luz. En orden a comprender lo que ha ocurrido, es necesario retroceder hasta los viejos maestros. En el Barroco, y posbarroco, y hasta muy entrado el siglo XIX, y aun en el XX en el caso de algunos artistas –verbigracia, Sorolla–, es la luz la que dicta el tratamiento de la forma y la distribución de las superficies. Y es la luz, claro está, la que amortece el color y quita valor a la materia, especialmente en los planos subordinados. Recordemos, no más, la ancha faja ocre que en Las Meninas se extiende desde el grupo de figuras hasta el borde inferior de la tela. Si hubiera estado más trabajada, o hubiese ostentado un color más vivo, habría atraído, inoportunamente, la mirada del espectador, apartándola del asunto central. Con objeto de evitar esto, Velázquez y otros resaltan mediante un chorro de luz el núcleo temático, y sumergen en sombras, semisombras o tonos neutros las zonas periféricas. Tal es la causa de que el soporte plástico, centímetro cuadrado a centímetro cuadro, vibre menos en los maestros antiguos, que en los del XX. De ahí que muchas superficies velazqueñas o goyescas resulten poco amenas… cuando se contemplan como no deben contemplarse. O sea, como presencias con valor propio. No, no están concebidas para poseer valor propio. Están pensadas como elementos ancilares dentro de un puzzle de formas destinado a la representación de un motivo o sujeto dominantes.

El haz rosa y ocre de Bretonas en el recodo de un camino responde a este reflejo pretérito: opera como una pantalla, una zona de tránsito hacia los contenidos más importantes de la vaca, los prados, y las casas. Asistimos, literalmente, a un atavismo, incompatible con la manera, mucho más moderna, en que están resueltas otras partes del cuadro. La suma de elementos tan heterogéneos produce una sensación de incongruencia, de cruce de cables. Lo último, por cierto, es típico de las fases de transición, lo mismo en arte que en ciencia. El creador que está a punto de dar un gran salto, se encoge como un resorte, y avanza por el procedimiento de recular primero hacia atrás. Poco después de sus dos bretonas al borde del camino, Gauguin pintaría un Gauguin hecho y derecho, y además magnífico: el de las figuras orantes del Sermón. ¿Se desprendió la pulpa madura de un fruto que había entrado en sazón? No fue tan sencillo. El deus ex machina en la evolución de Gauguin fue el descubridor del cloisonismo: Émile Bernard.

Es probable que no nos acordáramos demasiado de Bernard, a no ser por el ímpetu lateral aunque decisivo que imprimió sobre Gauguin. La innovación introducida por Bernard fue sencilla y radical: estribó en siluetear las formas con un trazo negro y rellenar el área circunscrita de color, con frecuencia, de un solo color. El resultado fue la implosión violenta del espacio ilusionista, modulado, como ya sabemos, por la luz. Al quedar desactivada la luz como colector o distribuidor de juego en el cuadro, se liberó el color. En Cézanne, y más en su última época que en la intermedia, el modelado postula todavía una fuente de luz. No se ha roto, en una palabra, el cordón umbilical que comunica al maestro con el museo. Bernard y Gauguin pasan el Rubicón. Suprimida la luz –mejor: el principio según el cual el color ha de atemperarse teniendo en cuenta qué posición ocupan las superficies respecto de un foco luminoso único–, los elementos formales se reducen a sólo dos: los perfiles, y el cromatismo puro. La pieza de Bernard, la que derribó a Gauguin del caballo camino de Damasco, es Bretonas en la pradera –1888–. Obra en manos de un coleccionista privado y resulta por lo general invisible, pero, venturosamente, ha podido ser traída a Madrid. En el Thyssen se aprecia perfectamente lo que acabo de decir: las figuras de mujer se destacan, lo mismo que joyones cuajados de color, sobre el fondo verde, con toques amarillos, de la pradera. El efecto es algo caótico, puesto que el contraste de matices puros y la falta de atmósfera impiden situar las figuras dentro de un espacio común. Émile Bernard concibe todavía el fondo como un plano sin forma, no como el otro lado, como la forma complementaria, de las figuras. Aparte de esto, resulta que Bernard es menos pintor que Gauguin. Sus virtudes son mayéuticas: despertaron a la fiera magnífica que Gauguin llevaba dentro. Bernard ejecutó su cuadro en Pont-Aven. Gauguin se sintió fascinado, lo trocó por otro de su propiedad, y se lo llevó a Arles. Impresionó también a Van Gogh, que hizo una copia del cuadro muy sumaria aunque, en muchos sentidos, mejor. Basta tomar, como punto de referencia, a la bretona acurrucada en el ángulo inferior izquierdo, para caer en la cuenta de cuál de los dos artistas poseía mayor genio para el dibujo. Sea como fuere, se había abierto la senda que vertiginosamente conduce hasta La visión del sermón. Aquí somos ya testigos de un Gauguin que ha estrechado de intento su impedimenta plástica. Restringe su paleta a colores casi puros, recluidos en perímetros convexos y muy simples. Hemos ingresado, como quien dobla una esquina, en el arte moderno. El modelado, que en la fase impresionista de Gauguin evoca gradaciones luminosas y las formas cambiantes de las cosas al ser heridas por los rayos del sol, no ha desaparecido de la Visión. Las cofias de las bretonas, y sus rostros, y la mejilla del hombre orante de la derecha –un presunto autorretrato de Gauguin– se destacan sobre el haz de la tela, como si estuvieran dotados de relieve. Pero este relieve es el de un bajorrelieve. No se nos intima, esto es, una tercera dimensión, ni menos aún, una atmósfera. Esta contención se logra gracias a dos audacias. Es audaz, en primer lugar, la línea amarilla que subraya el borde derecho del tronco. Pudiera parecer que esa línea evoca el resplandor del sol, un sol sito a estribor de la escena piadosa. Resulta, sin embargo, que esta interpretación es incompatible con el modelado de las cofias, encandecidas por un sol que debería estar situado, con arreglo a las leyes de la óptica, en la mano contraria. Lo que pasa, al entrar ambas interpretaciones en conflicto, es que nos olvidamos de la luz y nos dedicamos a indagar, inconscientemente, armonías escuetamente cromáticas. La línea del tronco, de hecho, reitera la gama con que están pintadas las alas del ángel que lucha con Jacob. No hay más. Sólo una afinadísima sintonía de amarillos mostaza.

La otra audacia, la decisiva, nos viene dada por el fondo, de un rojo intenso y muy saturado. Ese rojo bloquea absolutamente la irrupción de la luz más allá de las cabezas, anulando la más leve sugestión de atmósfera. Formulado de otra manera: las cabezas no se proyectan sobre el fondo. No evocan, por contraste, un segundo plano, y entre los dos, aire, espacio. Más justo sería afirmar que están embutidas o como incrustadas en una suerte de plafón o mampara. El resultado es que los contenidos plásticos se aplastan sobre el anverso del cuadro, en mucho mayor medida aún que en Cézanne. Tenemos plantados los pies, según queda dicho, en el arte moderno, integralmente moderno.

La historia que se nos refiere en la Sala de las Alhajas no es de angustiada experimentación: es de plenitud, de control y seguro dominio de los medios expresivos. No existen, cierto, piezas comparables a la Visión. Pero la altura media de los Gauguin –un Gauguin que está a un punto de trasponerse a Tahití– es quizá superior. Nos asomamos también, y esto es fascinante, a la impronta perdurable que el pintor deja en los nabis. El proceso está perfectamente relatado en el texto de Solana. El detonante fue la pequeña tabla de Sérusier titulada El talismán –1888–. Según rezan los devocionarios del arte moderno, Gauguin conminó a Sérusier a pintar un paisaje enteramente emancipado del natural: «¿Cómo ve usted ese árbol? […] ¿es verde? Pues ponga verde, el verde más bello de su paleta; y esa sombra ¿más bien azul? No tema pintarla tan azul como sea posible». La tabla, dicho sea de paso, no es una obra de las que cortan la respiración, pero tuvo un efecto liberador sobre la secta nabi. En esencia, provocó una deriva rapidísima hacia fórmulas antinaturalistas y de fuerte acento decorativo. El mejor resumen de lo sucedido lo ha hecho Maurice Denis, el teórico del grupo: «Recordemos que un cuadro –antes de ser caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera– es esencialmente una superficie plana recubierta de colores dispuestos en un cierto orden» (1890).

En la jerarquía de los ángeles, tronos y arcángeles del arte moderno, los nabis no tienen plantados los pies, hay que admitirlo, en la cúspide. Ocupan sólo un respetabilísimo segundo escalón. Pero han sido enormemente influyentes, y Gauguin ha sido influyente, en gran medida, gracias a ellos. El porqué de esto se aprecia, con contundencia dramática, en un Bonnard del segundo piso de la Sala: La blusa a cuadros (1892). El secreto del óleo reside en la administración sapientísima de las innovaciones modernas. Los aspectos más revolucionarios del experimento iniciado por Gauguin y otros se han desviado a formas de figuración que recuperan en parte los equilibrios representacionales del arte previo, sin sacrificar por ello muchas de las consecuciones nuevas. Verbigracia, el apresto del color, o la substitución de volúmenes en el espacio por siluetas planas –con la emancipación consiguiente de la materia–. La gran aventura, la gran apuesta, correspondería a Matisse y los cubistas. Pero Vuillard o Bonnard, precisamente por ser menos radicales, más propensos al compromiso, son también más hospitalarios, y más aceptables por los no especialistas. Hoy en día, casi todas las ilustraciones de la literatura infantil siguen siendo deudoras de los nabis. Y Dufy, que no pudo estar entre los nabis por imperativos de cronología, pero que fue a Matisse lo que aquéllos a Gauguin, ha gravitado sobre la estética del mejor dibujo animado: el de la Warner, o el de Walt Disney cuando Disney se apea de su adhesión al naturalismo de brocha gorda.

Recuerdo este extremo, porque no es razonable exaltar a Warhol, un pompier tontorrón, y pasar de puntillas por estas figuras menores, aunque muy estimables. Desplantes retóricos aparte –Warhol es un Duchamp kitsch–, el gran activo del americano reside en su capacidad para penetrar en el imaginario de sus contemporáneos. Warhol encierra, por decirlo brevemente, un valor estadístico. No fue menor, con las estadísticas a la vista, el valor de los nabis. Me ha conmovido, sí, la galería alta de la Sala de las Alhajas. Constituye un testimonio precioso del modo como el gran arte pudo popularizarse sin convertirse en chatarra. El cotejo con los tiempos que corren excita, qué le vamos a hacer, a la melancolía. En resumen: la exposición empieza bien, y termina no menos bien.


Ha llegado el instante de explicar cuáles son mis diferencias con el comisario. Adelanté que eran metafísicas, y que giraban sobre un equívoco tipográfico. Al leer la palabra «simbolismo», uno puede pensar en el movimiento simbolista, o también en el mecanismo en virtud del cual un signo consigue traer a colación, es decir, simbolizar, esto o lo de más allá. En el primer caso, uno escribirá «Simbolismo» con mayúscula; en el segundo, con minúscula. Como los títulos de los libros, o de los catálogos, o de los artículos, fuerzan a las mayúsculas universales, no es dable distinguir, hasta que se desciende a la letra pequeña, entre las dos acepciones. Esto sentado, estoy en situación de exponer la cuestión con concisión telegramática. Gauguin se inscribe, sin duda, en el movimiento simbolista. Lo atestiguan sus escritos, y lo atestiguan los escritos de los simbolistas. No creo, sin embargo, que los símbolos sean importantes en el arte de Gauguin. A fuer de sincero, no creo que los símbolos tengan demasiada importancia, o una importancia peculiar, en el Simbolismo, incluido el de Mallarmé. ¿Por qué? La razón es que las teorías de los simbolistas estaban desastrosamente equivocadas. Sólo resultan interesantes en la medida en que arrojan una luz oblicua, entiéndase bien, independiente de su contenido expreso, sobre el tipo de obras que realizaron los adherentes al movimiento. Solana se toma demasiado en serio, en mi opinión, lo que los simbolistas aseveraron de sí mismos. Y por ello desatiende a ratos la línea argumentativa más iluminadora de su texto. En especial, la que investiga el desarrollo, de acento decorativo, que Gauguin originó en los nabis.

Empecemos por ponernos en claro sobre lo que es un símbolo. En el Museo Thyssen, en las salas de arte antiguo, cuelga un cuadro transido de simbolismo: Santa Catalina de Alejandría, de Caravaggio. La santa aparece arrodillada sobre un cojín de damasco, sobre el que se ve, terciada, una palma. Nos tropezamos aquí con un primer símbolo, porque la palma es la palma del martirio. A su izquierda, hay pintada una rueda dentada y partida. Otro símbolo: Catalina fue torturada y muerta en la rueda de molino por no abjurar de la auténtica fe. Sostiene en su manos, con el acero dirigido hacia abajo, una espada. Tercer símbolo: tras ser muerta, Catalina fue decapitada. En rigor, los símbolos son presencias materiales a los que asociamos un objeto o una idea. Es útil adoptar una precisión terminológica que Wittgenstein introduce en el Tractatus: la dimensión material del símbolo, en tanto que el último no se halla aún referido a un objeto o una idea, es un signo. El signo se eleva a la condición de símbolo, cuando es interpretado como el trasunto visible o audible del objeto o de la idea. Dos signos distintos pueden resultar, en consecuencia, simbólicamente intercambiables. Tal es el caso, cuando se acuerda que ambos representen la misma cosa. Es igualmente posible que el mismo signo desempeñe funciones simbólicas diversas. Bastará, para que ocurra tal, que lo interpretemos, sucesivamente, como señal de una cosa A, o bien de una cosa B que es distinta de A. Cito el locus classicus wittgensteiniano: «Un signo es lo perceptible de un símbolo» (Proposición 3.32 del Tractatus). «Perceptible» significa aquí, por supuesto, «aprehensible por los sentidos».

Interpretar, en un cuadro, una forma como un símbolo, exige por tanto colocarse en dos planos paralelos: proyectamos la forma –el signo– sobre un objeto que está más allá del lienzo, en una esfera ideal y no plástica. En el Caravaggio, la palma simboliza la figura o el concepto genérico del martirio; la rueda, el concreto que sufrió la santa; la espada, la vejación profanadora de su cadáver. Si hubiéramos de expresarnos con absoluto rigor, diríamos algo más historiado: a saber, que existe una forma que representa una palma, y que la palma simboliza el martirio, etc. Pero, en fin, nos entendemos. El entramado simbólico de una obra de arte no reviste, o no tiene por qué revestir, un valor estético directo. Ahora bien, es innegable que el simbolismo regula la imaginación del creador y también la del espectador, y que esto no es estéticamente indiferente. Esto lo delata sin trampa ni cartón el propio cuadro de Caravaggio. Una de las gracias reside en que su Catalina es, a la vez que una santa homologada en el santoral, una mujer impecablemente realista. Alguien que andaba por la calle –dados los hábitos irregulares de Caravaggio, estamos autorizados a hacer suposiciones de todo tipo– posó para el pintor. La intercalación de un motivo verista en una representación sagrada, amén de simbólica, tiene su quid. Si se tiene en cuenta hasta qué punto el arte del XVI y del XVII confundió lo sacro con lo erótico, un quid nada desdeñable. Pero volvamos a los simbolistas con mayúscula. Es decir, al Simbolismo.

En 1891, el poeta y crítico GabrielAlbert Aurier publicó en el Mercure de France un ensayo con el título «El simbolismo en pintura: Paul Gauguin», del que extraigo un párrafo reproducido en el catálogo. Reza como sigue: «Pissarro, Claude Monet, traducen sin duda las formas y los colores de manera distinta que Courbet, pero en el fondo, como Courbet, más aún que Courbet, no traducen sino la forma y el color. El sustrato y la meta última es la cosa material, la cosa real». No sería éste el propósito que anima a los nuevos artistas. A los ojos de los últimos, «los objetos no pueden tener un valor en cuanto objetos. Son las letras de un inmenso alfabeto que sólo el hombre de genio puede deletrear. Escribir con estos signos un pensamiento, un poema, recordando que el signo, por indispensable que sea, no es nada en sí mismo y que la idea lo es todo: tal parece ser la tarea del artista». En el lenguaje de Wittgenstein: lo propio del pintor simbolista sería remitirnos, desde el tinglado de formas que es un cuadro, a las ideas que esas formas representan. Mejor: el pintor nos enviaría, desde los signos materiales, a lo simbolizado por ellos, que ya no es material o no tiene por qué serlo.

Es dable, es más, es conveniente, según anticipé líneas atrás, aproximarse al mensaje simbolista como si fuera un calembour y no dijese lo que aparentemente dice, sino otra cosa. Al hacer esto, se descubren indicios preciosos sobre la manera como los simbolistas entendieron el oficio literario o plástico. Consideremos la noción de que el mundo es «un inmenso alfabeto» –en absoluto original de Aurier: recuérdese el celebérrimo soneto Voyelles, de Rimbaud, o todavía antes, las doctrinas estéticas de Baudelaire–. Y consideremos la idea aneja de que el poeta o el pintor de genio han de emplear sus energías en desentrañar ese alfabeto. Estas composiciones de lugar invitan a representarse la praxis creadora como una suerte de descubrimiento: lo propio del artista será indagar los aspectos fundamentales de la realidad, o lo que monta a lo mismo, consistirá en identificar el «alfabeto» en que dicha realidad está cifrada. De aquí se suceden una serie de consecuencias. Verbigracia, una propensión al experimentalismo estilístico. La emulación de los maestros o la adquisición de destrezas varias, el cultivo, en fin, del oficio, según fue éste interpretado por los artistas antiguos, parecerá mucho menos importante que la averiguación de un lenguaje contiguo a las cosas, y por contiguo a las cosas, más endeudado con ellas que con los lenguajes recibidos o los artificios retóricos de la tradición. Y por supuesto también, se exaltarán los lenguajes originales y primitivos. Puesto que lo primitivo, precisamente por ser primitivo, espeja la realidad de modo más genuino, más directo, que el arte elaborado. Penetramos paso a paso, pero firmemente, en el ethos moderno. Y penetramos en él de manos de una metafísica de inspiración simbolista. En este sentido, hablar del Simbolismo, y de Gauguin como simbolista, y del arte posterior como endeudado con el Simbolismo, es perfectamente lícito. Ahora bien, resulta importantísimo advertir, al tiempo, que los simbolistas esgrimieron argumentos profundamente erróneos. Y que no es lo mismo comprender esos argumentos, o el modo como contaminaron la concepción y práctica del arte moderno, que aceptarlos como buenos. No son buenos sino muy malos. Y no son malos sólo desde una perspectiva general, o vagamente teórica. De añadidura describen incorrectamente, si se interpretan a quemarropa, lo que de hecho ejecutaron los simbolistas.

La poética cultivada por éstos suscita dos dificultades insalvables. La primera es que no se adivina qué diferencia pueda existir entre pintar y escribir. Recuerden lo que había apuntado Wittgenstein: si cambiamos un signo por otro, pero no alteramos su referente, el símbolo permanece. Una resulta ingrata, es que un cuadro podrá ser permutado por un poema: bastaría, para ello, que cada signo plástico fuera sustituido por una palabra que simboliza lo mismo. Y, por supuesto, un cuadro cualquiera será en el fondo idéntico al que se obtenga reemplazando los signos o formas que lo integran por formas o signos distintos, si bien equivalentes a efectos simbólicos.

La segunda dificultad es más venenosa todavía. Sabemos lo que simboliza la palma en el Caravaggio: el martirio. Lo simboliza, porque existe una tradición iconográfica asentada que identifica la palma con el martirio, y porque conjeturamos, con fundamento, que Caravaggio se encuentra inserto en esa tradición. Las razones por las que transitamos desde la palma al martirio, o desde el signo al significado, son por tanto poco misteriosas. Casi tan poco misteriosas como las razones por las que nos desplazamos desde una señal de tráfico a la orden o la advertencia que nos intiman las autoridades de tráfico. En ambos casos se ha verificado un acuerdo o convención sobre qué significa qué, con la diferencia de que, en el caso de Caravaggio, los antecedentes del acuerdo son remotos y están asistidos por argumentos teológicos o hagiográficos de los que Caravaggio no tenía por qué ser consciente. Ahora bien, ¿en qué nos basamos para conferir importe simbólico a un cuadro de Gauguin? La situación no es desesperada en lo que toca a la Visión : la lucha entre el ángel y Jacob nos remonta a un episodio bíblico, infinitamente glosado en la tradición cristiana y sujeto a lecturas e interpretaciones varias. ¿Qué pueden simbolizar, sin embargo, las cosas que por lo común pone Gauguin en sus cuadros? ¿Las bretonas, las tahitianas, los árboles, las vacas? Recordemos que, con arreglo a la fórmula de Aurier, los signos que pueblan los lienzos de pintores como Gauguin figuran, sí, bretonas, vacas, tahitianas y árboles, pero no simbolizan bretonas, vacas, tahitianas o árboles. Contraer el significado a la cosa figurada se compadece o es típico de la tradición naturalista –de Courbet, de Monet, de Pissarro–, pero no de la simbolista. Nos hallamos, por consiguiente, en la precisión de indagar, detrás de las vacas y las bretonas, y todo eso, un objeto más escondido que vacas o bretonas, y todo eso. Pero repito, ¿qué? El asunto resulta tanto más urgente cuanto que, de creer en lo que Aurier afirma, un cuadro simbolista oficiaría como un sistema de símbolos integral. Todo sería simbólico… en el lienzo simbolista.

Una solución superficialmente plausible es la aprontada por Maurice Denis, quien se sentía incómodo con la idea de que el arte de los nabis estuviera orientado ante todo a lo decorativo e invocó, en compensación, una segunda dimensión del arte, una dimensión subjetiva. Doy la palabra a Denis: «Las emociones o estados de alma provocados por un espectáculo cualquiera suscitan en la imaginación del artista unos signos o equivalentes plásticos capaces de reproducir esas emociones o estados del alma». Denis formula o ejecuta una invaginación del Simbolismo, una conversión del Simbolismo en Expresionismo. Explayemos en su totalidad el proceso a que implícitamente se alude. El artista plasma sus sentimientos en la forma o formas A. Y el espectador, al percibir A, recupera o experimenta a su vez los sentimientos del artista. Esto, todavía, es demasiado débil, demasiado inconcreto. Ya que los simbolistas gustan representarse el cuadro como un texto: las formas plásticas serían signos o equivalentes de estados síquicos. Por supuesto, seguimos sin tener una noción viable de lo que significan los signos. Pero hay algo peor: y es que la teoría falla lógicamente, y no sólo empíricamente. Se trata de una teoría antediluviana, en la línea defendida por los epistemólogos del XVII. Ningún filósofo contemporáneo serio, ningún lingüista profesional, sostiene ahora que sea dable comunicarse «eligiendo» formas externas u ostensibles para cada «idea» interiorUso «idea» en sentido amplio, como se acostumbraba a hacer en el siglo XVII. Las «ideas» comprenden las emociones, y no sólo los conceptos.. No sabemos bien cómo funciona el lenguaje. Pero sabemos perfectamente que la comunicación fructuosa no puede verificarse del modo que queda dicho, por la siguiente razón: el interlocutor del artista no podrá confirmar que éste ha elegido la forma A como signo de la idea X, a menos que haya tenido acceso previo a X. Supongamos que X es «interior» y que el artista pretende ser original, entiéndase, anhela expresar mediante A una idea X no inventariada públicamente como el referente o significado de A. Nos enfrentamos a una aporía insalvable, bien investigada, de nuevo, por Wittgenstein. Por ser el acto de expresión original, no está registrado en ningún sitio que A significa X. Y por estar alojada X en la mente del artista, o sea, por ser X «interior», nadie que no sea ese artista estará en situación de saber que A significa X. Luego es inconcebible que los interlocutores del artista acierten a apresar X a través de A. Jaque mate.

Concluida la partida filosófica, es preciso volver a la historiográfica. No sólo un cuadro simbolista no es asimilable a un sistema de símbolos. No sólo Gauguin, al pintar árboles, vacas, bretonas o tahitianas se dedicó, ante todo, a hacer lo que habían hecho sus maestros, que fue eso, representar, sencillamente, árboles, vacas, bretonas y tahitianas –y no ultraobjetos distintos de árboles, vacas, bretonas y tahitianas–, sino que resulta, ¡oh paradoja!, que el arte de Gauguin –y sus amigos– es menos apto a la simbolización que el de Caravaggio –y sus amigos–. Caravaggio, ya lo hemos visto, podía introducir símbolos en sus figuraciones naturalistas. Podía hacerlo, porque estaba ubicado en una tradición iconográfica, tributaria a su vez de una tradición cultural que ponía el arte al servicio de un discurso doctrinal o piadoso. Pero Gauguin se ha desprendido de esa tradición. Sus incursiones en el simbolismo –con minúscula– son ocasionales, y no siempre congruentes con una concepción de la pintura que resulta ser, ya, de gusto predominantemente formalista. El arte abstracto –más tarde–, o el confortable decorativismo de los nabis, son pues, por la fuerza de las cosas, la consecuencia lógica de Gauguin. Por eso he elegido como título de esta nota «Gauguin y el final del simbolismo (minúscula, claro)».

Cabe preguntarse si un arte que se ha aligerado de carga simbólica se halla en grado de competir, en relevancia cultural, con el arte transido de símbolos, de símbolos de verdad, que ejercieron los antiguos. La pregunta es oportuna, pero imposible de contestar sin salirse de los límites de este artículo. Antes de terminar, una observación rápida. Es clara la tendencia del arte contemporáneo a separar la obra de su soporte plástico e intentar algo que ya no es arte en la acepción habitual del término. Que es más bien gesto, mensaje o declamación. El responsable oficial de este desarrollo es Duchamp. Pero acaso encontremos en la poética simbolista una causa anterior, y más profunda. El arte, confinado de hecho a la manipulación de pautas abstractas y carentes de espesor simbólico, se tomó un desquite indagando los símbolos fuera de sí mismo. El desenlace es el que todos conocemos. ¿Ha valido la pena? Contestar a semejante pregunta desborda otra vez los propósitos del presente artículo.

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