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A vueltas con el golpe de Estado

23-F, EL REY Y SU SECRETO

Jesús Palacios

Libros Libres, Madrid

254 pp. 20 €

LAS TORRES DEL HONOR

Gabriel Cardona

Destino, Barcelona

336 pp. 20 €

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El problema con las teorías conspiratorias es doble: nunca acaban de encontrar la clave definitiva del secreto y, en su búsqueda, acaban por rizar el rizo de la contradicción: todo acaba por ser, o por parecer, cierto, tanto lo que se afirma como lo que se niega. Pero, entre tanto, el morbo público por lo que se intuye oculto crece con el tiempo, al ritmo en que se multiplican las ventas de los libros de los que juran haber encontrado las claves definitivas del misterio. Una tendencia innata de la naturaleza humana se inclina con fruición por la pendiente de lo desconocido en un benemérito esfuerzo de superación de la realidad, y lo que en la inmensa mayoría de los casos se traduce en la creencia de un Ser Supremo situado en el más allá de la experiencia cotidiana, en otros tantos, sin ansias sobrenaturales, se concreta en la negación de lo que nos es accesible por datos empíricos. Así, el carácter prosaico de los acontecimientos puede transformarse en un diseño casi celestial en el que las piezas encuentran el mágico encaje que la ruda cotidianeidad les niega. En lo literario, y dejando de lado sus evidentes diferencias cualitativas, escritores como Alejandro Dumas, Dan Brown o Umberto Eco son conspicuos y exitosos practicantes del arte de la conspiración. Bien que Eco la utilizara para desmontar sarcásticamente sus mecanismos en El péndulo de Foucault, barroca e inteligente broma a costa de aquellos que todo lo ven «sub specie» retorcida. Su máxima es bien conocida: siendo tan bella la ficción, ¿por qué debemos aceptar la realidad? El conspirador por excelencia es un frustrado demiurgo que, ayuno de cualquier otro elemento de compensación, pretende configurar la realidad con las narraciones que mejor cuadran a sus gustos, sus preferencias, sus ideas, sus obsesiones o sus complejos. Y la conspiración tiene sus evidentes ventajas sobre la realidad: allí no hay esquinas oscuras, motivaciones inciertas, vacilaciones o dudas, sino que todo es claro y nítido, sin la espesura fangosa que la humanidad de carne y hueso aporta a las historias de los mortales.

El golpe de Estado que tuvo lugar en España el 23 de febrero de 1981 ha entrado ya definitivamente en ese ámbito privilegiado en el que, según sus trovadores, nunca llegaremos a saber suficientemente lo que pasó y, en la medida en que proliferan los cantores de su gesta, aparece como inevitable que así sea. Han pasado ya treinta años del infausto y vergonzoso acontecimiento y el poder de su morbosa atracción sigue intacto, acrecentado incluso, alimentado a medias por los que no aceptan la verdad de lo que vieron y por aquellos otros que por subterfugios varios están dispuestos a darles razón. Menos mal que las cámaras de televisión y los micrófonos de las radios pudieron captar en vivo la primera media hora de aquella barbarie, porque de otra manera hubiera resultado posible negar incluso la carnalidad del esperpéntico guardia civil del tricornio y el bigote subido en la tribuna del Congreso de los Diputados mientras empuñaba una pistola en su mano derecha. Y, si bien se mira, poco faltó a los defensores de los golpistas para afirmarlo así, pues, si se recuerdan sus argumentos, aquello fue poco menos que una excursión campestre organizada por no se sabe bien quién. O, mejor, según algunos, sí se sabe perfectamente: organizada por el rey. Esa fue consistentemente la línea argumental seguida por los cabecillas de la rebelión, Armada y Milans del Bosch, personajes que tanto presumían de su fidelidad monárquica y que hicieron lo posible para evadir sus evidentes responsabilidades en el desaguisado y descargarlas sobre el titular de la monarquía. De aquellos polvos vienen estos lodos. Al menos Tejero tuvo la peculiar gallardía de aceptar la responsabilidad de sus actos y confesar por derecho las razones de su desvarío: España, según él, se iba al garete, y era necesario salvarla. Si preciso fuera, a tiros.

En el itinerario, y a medida que el 23-F iba convirtiéndose en un voluminoso anaquel bibliográfico, los apuntes de sus analistas y exégetas han ido precisando el blanco de sus intenciones, añadiendo coloraciones políticas a lo que en principios parecía un simple acertijo detectivesco. Desde esa perspectiva, Gabriel Cardona, en lo que habría de convertirse en su obra póstuma, ha escrito un texto de izquierdas. Jesús Palacios lo ha hecho desde la orilla de la derecha. Para ambos, en lo que imagino es una involuntaria coincidencia, España se encontraba en situación terminal. Tanto que el golpe resultaba inevitable.

El texto de Cardona tiene un marcado tinte autobiográfico y poca o ninguna voluntad historiográfica. Cardona era en aquel momento oficial del Ejército de Tierra, pertenecía a la Unión Militar Democrática, la clandestina UMD, que tantos temblores suscitaba en el seno de las Fuerzas Armadas, y su relato y vivencia del golpe viene teñido por la ambivalencia de su situación profesional y personal. No añade gran cosa al relato canónico de lo sucedido en aquella aciaga noche y se recrea, sin embargo, en las insuficiencias materiales y políticas del ejército franquista y en la voluntad renovadora que aportaban sus colegas en la clandestinidad militar. Y, curiosamente, en un reflejo que traduce adecuadamente la variedad de sus sentimientos, tiene sus mejores aciertos estilísticos y descriptivos en las páginas que dedica a la Guardia Civil, al carácter sacrificado y doblemente benemérito de sus integrantes, a las condiciones extremas en que sus miembros debían prestar sus servicios, al desapego con que les trataba la sociedad a la que tantos favores prestaba. Tanto como para, sin decirlo abiertamente, mostrar una básica simpatía personal por Tejero, el oficial querido por compañeros y subordinados, al que un exasperado sentido del deber arrastra por la cuesta del desatino. Y no es que el resto carezca de interés. La misma historia de la UMD y el pánico que la evocación de su mismo nombre suscitaba en los sectores teóricamente más abiertos de la jerarquía militar –en el mismo general Gutiérrez Mellado, por ejemplo, y tengo experiencias personales de mis tiempos como miembro por UCD de la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados que lo corroboran– resultan llamativos y, hasta cierto punto, incomprensibles. Pero en lo demás, e intentando por todos los medios subrayar que el ejército que da el golpe es el más directamente vinculado con el franquismo y la Guerra Civil, no puede evitar el manoseo de lo consabido, con los ine-vitables deslices hacia las tesis de Armada sobre la responsabilidad del jefe del Estado y las negras tintas utilizadas para describir el panorama político y social del momento. Como tantos otros, y es una interesante piedra de toque en las narraciones del 23-F, acepta como dogma indiscutido el de que los estadounidenses «sabían», hasta el punto de que el entonces embajador en Madrid, Terence Todman, «la misma mañana del día 23 se había reunido con su gabinete de crisis en una sala a prueba de interferencias que había hecho preparar unos días antes. Después, abandonó la embajada en su coche oficial y con fuerte escolta, sin que nadie pudiera decir dónde estaba hasta altas horas de la madrugada» (p. 264). Ese tipo de afirmaciones, vertidas sin ninguna verificación documental, son parte de lo que los castizos han venido en llamar leyendas urbanas. Tanto más cuanto que Cardona, que también cae en la tentación de creer que Todman era poco menos que un peligroso fascista, mantiene que el estadounidense «era embajador en Santiago de Chile en 1973, cuando Pinochet se sublevó contra el gobierno de Salvador Allende» (ibídem). Todman, como puede comprobar cualquiera que se tome la molestia de consultar su currículo profesional, nunca fue embajador en Chile. Al encontrarse con errores tan de bulto en la elemental descripción de los hechos, el lector no puede por menos de preguntarse cuál es el grado de fiabilidad de otros datos ofrecidos en el mismo volumen con el carácter de incontrovertidos.

Jesús Palacios pone la contundencia de su investigación al servicio de una tesis medianamente novedosa: el golpe del 23 de febrero de 1981 lo montó el CESID –hoy CNI, los servicios gubernamentales de información e inteligencia– con la anuencia y el conocimiento del rey.  Y su libro, que ciertamente se lee con la facilidad de que pueden presumir las buenas novelas, añade datos sustanciosos –por ejemplo, el nombre del militar cuya pluma se escondía bajo el pseudónimo «Almendros» en los artículos en los que el diario ultraderechista El Alcázar ofrecías consignas y claves en las semanas previas al golpe– en la complicada trama de conspiraciones, cábalas y contubernios de aquellos oscuros días de finales de 1980 y principios de 1981. Su tesis de fondo, en la que en lo fundamental coincide con la expuesta por Cardona, es que Suárez había llevado a España al borde del precipicio y, en la frase tópica del momento, «había que hacer algo». Fuentes no le han faltado para dotar de armadura a su tesis. Un seguimiento atento de las mismas, sin embargo, revela que la inmensa mayoría se encuentran en las filas de los que dieron el golpe o de aquellos que tiene razones para intentar justificar su participación o su neutralidad ante el mismo. En el momento de la verdad, es decir, en la tesitura de presentar sin afeites la constancia documental del caso, la solidez de la arquitectura deja paso al artificio de la poética. Por ejemplo al comenzar el octavo capítulo, ya de por sí titulado ominosamente «La política autonómica de Suárez es suicida», el autor se pregunta enfáticamente: «¿Por qué el 23-F? ¿Cuáles fueron las razones que decidieron su puesta en marcha? ¿Por qué el rey Juan Carlos consintió que se llevara adelante? ¿Por qué dio luz verde a la operación montada desde el CESID?». Resulta palmaria la intención de condicionar la respuesta con la misma formulación de la pregunta, pero ni en el texto de Palacios ni en el más elemental de los análisis lógicos de la historia, aquel en que uno debe preguntarse cui prodest, a quién beneficia que tal o cual cosa tuviera lugar, se encuentra rastro alguno de las pesadas implicaciones que el texto destila. En efecto, y devolviendo la pregunta a su origen, ¿qué interés podía tener el rey en prestar su anuencia a un golpe de Estado, cuyo principal objetivo era derribar a Suárez, si este había anunciado su dimisión el 26 de enero anterior –y no el 29 de enero, como erróneamente afirma Palacios– y probablemente presentado la misma al jefe del Estado el 23 de enero? O, ¿cómo es posible mantener que «la figura del general Armada había sido aceptada por la nomenclatura del sistema para presidir un gobierno de consenso unos meses atrás, su nombre publicado y bendecido institucionalmente» (pp. 42-43), o que «la inmensa mayoría de los diputados habían aceptado unos meses atrás» (p. 44) la candidatura de Armada como presidente del Gobierno? Tiene razón Palacios, como Cardona, y como tantos otros que sobre el tema han escrito, en subrayar las irresponsabilidades de muchos, a izquierda y a derecha, a la hora de imaginar soluciones anticonstitucionales para sus propias frustraciones políticas, pero el trecho que transcurre desde la conspiración hasta el tejerazo solo lo recorrieron los que con tanta estupidez como mala fortuna imaginaron que con la utilización de la violencia salvaban a la patria. Yo fui uno de los trescientos cincuenta diputados secuestrados por la vesania del guardia civil y sus compinches militares. Durante muchas horas temí lo peor para el futuro de mi país, que tan trabajosamente estábamos intentando levantar con el esfuerzo de todos los españoles. Lo que nunca hubiera admitido, y no conozco a ninguno de mis compañeros y colegas del momento que pensara de diferente manera, es que bajo la amenaza de las armas el cuerpo legislativo aceptara votar a otro candidato a la presidencia del gobierno que aquel cuya investidura había sido interrumpida por la algarada, Leopoldo Calvo Sotelo. Si Armada, al entrar aquella noche en el Congreso, pensaba de otra manera –y era evidente que él se sentía convocado a grandes misiones–, estaba aquejado de un gravísimo delirium tremens.

Palacios se explaya también copiosamente en la tesis de la conspiración exterior, en la que estarían igualmente implicados Estados Unidos y la Santa Sede, siempre con el sano propósito de expulsar a Suárez de sus funciones ejecutivas, y lo hace con tal profusión de datos (véase, por ejemplo, la pagina 58) que el profano tiene la tentación de admitir a pies juntillas lo que, sin una precisa prueba documental, no pasa de ser un hábil recurso literario más propio de Tom Clancy que de Stanley Payne. Para quienes busquen una más precisa información sobre el tema, es sumamente aconsejable la lectura del artículo «Tejero Connection», debido a la pluma de David López y publicado en el número de febrero de 2011 en la versión española de Vogue, que ofrece conclusiones radicalmente contrarias a las mantenidas por Palacios. Y como yo mismo narré en su momento (España en la OTAN: relato parcial, Barcelona, Plaza y Janés, 1986), Suárez, en enero de 1981, después de vacilaciones varias, había tomado ya la decisión de patrocinar la entrada de España en la Alianza Atlántica, objetivo fundamental para los intereses de Washington en el futuro de sus relaciones con la España democrática. ¿Estarían los norteamericanos tan mal informados sobre las realidades patrias como para pensar que dos gerifaltes de antaño como Armada y Milans del Bosch procederían mejor que Suárez a la modernización y a la democratización del ejército franquista?

Confieso que mis dudas sobre la fiabilidad de las fuentes consultadas por Palacios se vieron acrecentadas al leer lo que en el libro escribe sobre mi secuestro a manos de ETA, en noviembre de 1979, y que es presentado, y razón no le falta en ello, como índice añadido de las dificultades por las que el país atravesaba en aquellos momentos. Escribe Palacios que el secuestro fue realizado con facilidad, pero pierde el hilo cuando afirma que en el comando terrorista figuraba una mujer «que se acercó a él [Rupérez] y pudo ganarse su confianza». No hubo ni acercamiento ni confianza. Y remata que el Gobierno «cedió al chantaje terrorista» y Rupérez fue liberado. Como también he relatado con cierta prolijidad (Secuestrado por ETA, Madrid, Temas de Hoy, 1989), el Gobierno no cedió al chantaje y mi vuelta a la normalidad se debió a una política de hábil firmeza desarrollada por Adolfo Suárez con mano maestra. Pero, en fin, esa es otra historia. Siento que Jesús Palacios no me haya tenido como lectura de cabecera para la ilustración de algunos de sus capítulos.

Porque lo que destila esta literatura tardoconspiratoria, tanto en la izquierda como en la derecha, y probablemente en algunos casos de manera inconsciente, es la noción, tan querida por el temprano zapaterismo, de que la transición española hacia la democracia había sido una experiencia tutelada y, por lo tanto, frustrada y, en consecuencia, necesitada de una revisión radical que comenzara por poner en duda los términos del pacto nacional encarnado en la Constitución de 1978. Tanta es la insistencia con que se pintan los problemas por los que atravesó el país durante los primeros años después de la muerte de Franco, y tan oscura la pintura utilizada para describir a sus principales protagonistas, principalmente el rey y Adolfo Suárez, que la conclusión inevitable desembocaría en un total revisionismo del período y de sus consecuencias, y una correlativa justificación de un volver a empezar que, naturalmente, tiene como punto de referencia el año 1931 y la experiencia republicana. El golpe de 1981 serviría de demostración práctica del carácter fallido de la democracia española.

No puedo estar más en desacuerdo con la tesis y con sus expositores. Pocas veces en los últimos ciento cincuenta años han vivido los españoles con más esperanza y con mejor éxito una etapa histórica como la que supuso la transición a la democracia a partir de 1975. La narración pormenorizada de los males que aquejaban al país en el primer posfranquismo constituye también un valioso catálogo de las dificultades que hemos debido superar en relativamente poco tiempo, y el golpe del 23 de febrero aparece en esa perspectiva como la última y desesperada salva de los nostálgicos, al tiempo que como el más poderoso y definitivo antídoto contra aventuras extraconstitucionales o violentas. Y por mucho que quieran retorcerse los argumentos en búsqueda de fama y fortuna, el golpe se vio abocado al fracaso por la definitiva intervención del rey en su papel de representante de la Constitución. ¿Qué interés podía tener el monarca en otro tipo de comportamiento cuando había hecho de la restauración democrática la piedra de toque de su propia restauración dinástica e institucional?

Estoy convencido de que con el paso de los años seguiremos preguntándonos quién mató a Kennedy, quiénes fueron los autores intelectuales de la matanza del 11 de marzo de 2004 en Madrid, quién manda realmente en ETA o cuáles fueron los interlocutores políticos de Armada antes de entrar en el Congreso de los Diputados la noche del 23 de febrero de 1981. Y siempre nos encontraremos con nuevos y complejos argumentos que alimenten nuestra fantasía y nuestra vocación de inagotables sabelotodos. No cabe, cierto es, desdeñar las aportaciones novedosas ni censurar a priori su aparición ni desconocer, por otro lado, que la realidad, en sus infinitas facetas, puede revelarnos aspectos hasta ahora desconocidos en tiempos por fuerza confusos y primerizos dominados por personajes situados en el gozne de la Historia. Pero, con todo y con ello, creo saber lo que es necesario saber del 23-F y sus circunstancias. Y a lo mejor, para recordarlo, lo más conveniente sería recurrir a la narración del hecho que, con técnicas de ficción, acaba por revelar la compleja realidad del evento. Me refiero a Anatomía de un instante, de Javier Cercas. Ahí está casi todo.

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