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Fuerzas emergentes y fuerzas tradicionales en la democracia española

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1. Introducción: las imperfecciones de nuestro bipartidismo imperfecto

Las primeras elecciones celebradas en España tras la caída del franquismo arrojaron un esquema partidista susceptible de describirse con relativa concisión: los votantes se dividieron casi a partes iguales entre la izquierda y la derecha, que obtuvieron prácticamente el mismo número de sufragios, aunque por efecto de las distorsiones del sistema electoralLa primera de esas distorsiones se refiere al procedimiento establecido para el reparto territorial de los 350 escaños del Congreso de los Diputados entre los distritos electorales. La decisión del constituyente de convertir las provincias en división electoral del territorio (que acabaría por serlo para las elecciones generales y autonómicas) planteaba un gran problema, teniendo en cuenta las grandes diferencias demográficas existentes entre ellas. A esa opción del constituyente se añadiría después la del legislador orgánico, que dispuso en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General que el número de escaños iniciales asignados constitucionalmente a los distritos provinciales sería de dos, lo que reforzaba la sobrerrepresentación de las provincias despobladas en la misma medida en que infrarrepresentaba a las pobladas. Esa doble circunstancia provocó una gran desproporción en el coste de los escaños entre las diferentes provincias. Pero la conversión de la provincia en distrito electoral dio lugar a otra distorsión: la existencia de un alto número de distritos de tamaño reducido. Así 32 distritos de un total de 50 tienen seis o menos de seis diputados asignados, lo que significa que en todos ellos cualquier fórmula electoral –supuestamente proporcional– ve reducida, de hecho, su capacidad de asegurar la proporcionalidad en cada elección entre el reparto de los votos obtenidos por las diferentes candidaturas y el de los escaños en juego en cada distrito provincial, pues, según es bien conocido, en los sistemas con fórmula proporcional, cuanto mayor es el número de escaños en juego, mayor es la proporcionalidad. En realidad, el resultado final que se deriva de la combinación de esas dos distorsiones no es otro que el de favorecer con claridad a los partidos grandes y medianos, mientras que se perjudica a los pequeños. Basta dividir, tras cada elección para el Congreso, el número total de votos obtenidos por cada partido y comparar luego los cocientes resultantes para constatar la gran desproporción entre partidos grandes y pequeños. No es por ello de extrañar que algunos sociólogos electorales hayan subrayado que, visto en conjunto, nuestro sistema para la elección del Congreso no resulta, en realidad, proporcional, por más que así lo exija el artículo 68 de la Constitución, sino más bien, teniendo en cuenta sus efectos, un sistema que debería incluirse dentro del grupo de los mayoritarios. Me he referido a la dos distorsiones citadas en mi libro La Constitución de 1978, 2ª ed., Madrid, Alianza, 2011, pp. 126 y ss. Véase, además, Monserrat Baras y Joan Botella, El sistema electoral, Madrid, Tecnos, 1996, en especial pp. 169 y ss., el reparto de escaños benefició claramente a la primera: con el 35% de los votos, que le valieron 165 escaños, UCD venció, sin alcanzar, en todo caso, la mayoría absoluta en el Congreso; el PSOE logró reunir algo más del 29% y 118 representantes, a los que pronto se sumaron los seis obtenidos por el Partido Socialista Popular; el PCE consiguió veinte escaños, con algo más del 9% de los votos; y AP, dieciséis puestos en la cámara, con un porcentaje un poco superior al 8% de los votos. El reparto se cerró con los escaños obtenidos por el nacionalismo vasco (ocho el PNV y uno Euskadiko Ezquerra) y el nacionalismo catalán: once el Pacto Democrático por Cataluña y uno Esquerra Republicana. Con este panorama, el sistema de partidos acabaría vertebrándose en la fase inicial de nuestro proceso democrático sobre la base de las seis fuerzas que, por más que con tamaño electoral y parlamentario muy distinto, fueron claves en el debate político que condujo a la aprobación de la Constitución: UCD, PSOE, PCE, AP, PDC y PNV. Aunque la correlación entre ellas se mantuvo sin variaciones destacables en las elecciones de 1979, la situación experimentó muy pronto, sin embargo, un cambio sustancial que, debido a dos fenómenos sucedidos de forma casi paralela, acabó teniendo plasmación en las elecciones de 1982. En ellas se produjo, por un lado, la debacle de UCD, que, como partido de gobierno, hubo de soportar durísimos conflictos internos, finalmente traducidos en su hundimiento electoral: de 168 escaños en el Congreso UCD pasó a obtener tan sólo once, en lo que constituyó un paso previo para su definitiva desaparición como partido. Pero en 1982 tuvo lugar, por otro lado, la crisis del PCE, derivada en gran medida de las luchas fraccionales nacidas de su posición subordinada respecto del Partido Socialista, pero también de la absoluta imposibilidad de los comunistas para hacer frente al vendaval del voto útil que, en beneficio del PSOE, subsiguió al frustrado golpe de Estado del 23 de febrero: el PCE vio reducida drásticamente su representación al pasar de veintitrés a tan solo cuatro escaños, mientras que el PSOE obtenía una victoria impresionante, avanzando de 121 a 202. El PP, por su parte, se apoderaba de una buena parte del antiguo electorado de UCD y pasaba en las elecciones de 1982 de nueve escaños a un total de 107.

Esos comicios marcaron, pues, el inicio de un profundo proceso de recomposición del sistema de partidos español nacido en 1977 y dieron lugar, por tanto, a la configuración de los grandes ejes del que habría de estar vigente desde entonces hasta la aparición de los partidos emergentes de los cuales se tratará aquí. Un sistema de bipartidismo imperfecto, caracterizado por tres elementos esenciales:

19 de octubre de 19821) La existencia de dos grandes partidos estatales (el PSOE y el PP), el primero de los cuales contó, en todo caso, durante un largo período de tiempo con una ventaja electoral muy sustancial sobre el segundo, al ganar por mayoría absoluta, además de las elecciones generales de 1982, las de 1986 y, en la práctica, las de 1989En la práctica porque, aunque el PSOE obtuvo en 1979 un total de 175 escaños, uno menos, por tanto, de la mayoría absoluta, contó con ella dada la ausencia de la cámara de los cuatro diputados de Herri Batasuna, que no llegaron a tomar posesión de sus cargos.. Sólo en las generales de 1993 la ventaja del PSOE sobre el PP se redujo de forma sustancial, al pasar su relación en número de escaños en la cámara baja de 175-107 a 159-141, paso previo a la que sería la primera victoria del PP en 1996, muy corta en número de votos (poco más de un punto porcentual) y de escaños (156 a 141). En los comicios posteriores, los celebrados en el año 1999, logró el PP, al fin, una cómoda mayoría absoluta. Después de esa fecha ha habido en España dos mayorías relativas (las obtenidas por el PSOE en las elecciones de 2004 y 2008) y una nueva mayoría absoluta: la del Partido Popular en las generales de 2011. Y aunque es verdad, como veremos seguidamente, que en el Congreso han obtenido representación parlamentaria otros partidos de ámbito estatal y regional, lo es también que los dos grandes han mantenido un nivel conjunto de apoyo electoral que se ha traducido en una mayoría abrumadora en el Congreso de los Diputados, la cámara verdaderamente relevante en nuestro régimen políticoVéase al respecto mi libro La Constitución de 1978, op. cit., pp. 186 y ss.: desde 1982, la suma de los escaños del Partido Socialista y el Partido Popular ha oscilado entre los 321 de 2008 (un 92% del total de 350 del Congreso) y los 268 del año 1986 (un 77% del total), de forma que en cuatro elecciones legislativas su peso en la cámara baja de las Cortes ha estado oscilando entre el 77% y el 82 % (1986, 1989, 1996 y 2011), en tres entre el 84% y el 88% (1982, 1993 y 2000), y en otras dos, por último, ha superado el 90% (2004 y 2008)Los resultados electorales pueden consultarse con gran facilidad en la página web del Congreso de los Diputados.. Esta situación de bipartidismo parlamentario de facto se ha visto, en todo caso, matizada, según explicaré a continuación, por la presencia de otros partidos, cuya relevancia ha dependido, más que de su tamaño, de su capacidad para ayudar a conformar mayorías cuando la que apoyaba al Gobierno no era absoluta, tal y como sucedió –además de en 1977 y 1979 (UCD)–, en 1993 (PSOE), 1996 (PP) y 2004 y 2008 (PSOE).

2) Junto a los dos grandes partidos y, además de los de ámbito no estatal (regionalistas o nacionalistas), han existido pequeños partidos de ámbito estatal, que sólo raramente han influido de un modo relevante en el funcionamiento de las Cortes, pues su capacidad de presión sobre el Gobierno, aunque por motivos muy distintos, ha sido escasa o nula. El Partido Comunista de España, luego transformado en Izquierda Unida, ha tenido siempre, desde 1977, presencia en el Congreso, pero ni aun cuando ésta resultó numéricamente significativa (veintitrés diputados del PCE en 1979 y diecinueve IU en 1996) consiguieron los comunistas o sus herederos ejercer influencia real en la gobernabilidad. La única excepción se produjo durante las dos legislaturas socialistas posteriores a los comicios generales de 2004 y 2008, cuando los nuevos dirigentes del PSOE cambiaron de forma radical la política de alianzas en el Congreso de los Diputados, claramente anticomunista, que había guiado la ejecutoria presidencial de Felipe González entre 1982 y 1996, aunque lo cierto fue que los resultados de IU y sus aliados resultaron en ambas elecciones (2004 y 2008) muy poco significativos. Además, Adolfo Suárez creó, tras la debacle de UCD, un nuevo partido, el Centro Democrático y Social, que logró obtener diecinueve diputados en 1986 y catorce en 1989, representación que no pudo, en todo caso, actuar como aliada de la mayoría parlamentaría socialista, que fue absoluta en ambos casos. Finalmente, debe señalarse el nuevo intento de configurar un partido bisagra con presencia en el conjunto del país: el que significó la creación en 2007 de UPyD, nueva fuerza que, como las anteriores, tampoco tuvo posibilidades de jugar como bisagra de las mayorías existentes a partir de 2008 (del PSOE) y de 2011 (del PP), año de celebración de las dos elecciones generales a las que concurrió tras su aparición: y es que, más allá de sus diferencias políticas con uno y otro partido, los resultados electorales de UPyD apenas fueron relevantes (un diputado en los comicios de 2008 y cinco en los de 2011), lo que restó al partido de Risa Díez auténtico margen de maniobra para influir en la gobernabilidad.

CiU y PNV, lejos de comportarse como leales socios en la gobernabilidad, lo han hecho como auténticos grupos de presión

3) Es este panorama político el que explica, en gran medida, el hecho de que los auténticos partidos bisagras existentes en España hayan sido, con la única excepción que acaba de apuntarse, los nacionalistas de Cataluña y el País Vasco (CiU y PNV y, en una fase temporalmente posterior, ERC), sin cuyo papel no es posible entender, en su totalidad y complejidad, el funcionamiento del sistema de partidos español. En su totalidad, pues casi todas las mayorías parlamentarias gubernamentales existentes en España (más, claro está, si no eran absolutas) han tenido como referente principal para sus pactos parlamentarios, bien dirigidos a asegurar la gobernabilidad, bien a ampliar la base social de sus acuerdos en las Cortes Generales cuando aquella no estaba en discusión, a las fuerzas que durante mucho tiempo se incluían en España bajo el rótulo común del nacionalismo moderado: CiU y PNV. Y en su complejidad, porque esos partidos –más ERC durante el tiempo que apoyó al presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero–, lejos de comportarse como leales socios en la gobernabilidad, lo han hecho como partidos extractivos, es decir, como auténticos grupos de presión, que, sin entrar jamás en el Gobierno y sin asumir, por tanto, la responsabilidad derivada de su gestión y decisiones, le ofrecían su apoyo parlamentario al ejecutivo del que se tratase en cada caso a cambio de obtener contrapartidas políticas (más poder y competencias) y económicas (inversiones y mejor financiación) del Gobierno del Estado a favor de sus respectivos territorios autonómicos. Como no podía ser de otra manera, ello acabaría por constituir un gran problema en el desarrollo del nuestro proceso de descentralizaciónMe he referido a ese problema, y a sus múltiples y desestabilizadoras manifestaciones, en mis libros Nacionalidades históricas y regiones sin historia. A propósito de la obsesión ruritana, Madrid, Alianza, 2005, pp. 67 y ss., y El laberinto territorial español. Del Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, Madrid, Alianza, 2014, pp. 186 y ss., pero también por influir en el modelo parlamentario español de un modo decisivo.

Pues bien, este modelo bipartidista peculiar, caracterizado por los elementos jurídicos (sistema electoral) y políticos (sistema de partidos) expuestos hasta ahora de un modo resumido, podría cambiar de forma sustancial si llegasen a consolidarse las fuerzas emergentes de que trata este trabajo. Esa es la razón por la que su estudio debía, cabalmente, comenzar, por el análisis que acaba de exponerse.

2. «A río revuelto, ganancia de pescadores»

El proverbio que da título al segundo apartado de este ensayo –proverbio que tiene equivalencia en otras lenguas: los italianos dicen «A fiume torbido, guadagno di pescatore», los ingleses «It's good fishing in troubled waters» y los franceses «L’eau trouble est le gain du pêcheur»–, resulta, a mi juicio, de gran utilidad como punto de partida para el análisis que me propongo realizar seguidamente. Al explicar su preciso significado, el Centro Virtual Cervantes, perteneciente al Instituto de tal nombre, que «del mismo modo que aparece más pesca cuando las aguas de un río se revuelven, en las situaciones confusas o cuando se producen cambios o desavenencias, hay quienes sacan beneficio aprovechando tales circunstancias». Así ha ocurrido a lo largo de la historia con muchísima frecuencia, y así ha acontecido en España en el breve período histórico en que Podemos, que nació como el proyecto de un pequeño de grupo de personas dirigido por varios profesores de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, se convirtió en un partido político que iba a lograr finalmente alterar algunos de los caracteres básicos del sistema de partidos vigente en España desde 1982 en adelante. Y es que, en efecto, el fenómeno Podemos, como, en otro sentido, el que acabaría por ser en gran medida su contraste –la conversión de un partido netamente catalán, Ciutadans, en una fuerza con presencia en todo el territorio nacional: Ciudadanos– resultan, en mi opinión, incomprensibles sin tener a la vista la coincidencia en el tiempo de una crisis económica gravísima y, muy relacionada con ella, de una crisis política que iba a afectar, por primera vez desde la consolidación de la democracia, a algunos de las principales instituciones sobre las que aquella se había construido.

Obviamente, ni este es el lugar ni yo soy la persona adecuada para profundizar en la naturaleza y caracteres de la crisis económica que se inició en España a partir del año 2008 en el contexto más general de una crisis de la economía mundial, de grandes proporciones y efectos devastadores en muchos países del planetaVéase el sugerente ensayo de Martin Wolf, La gran crisis: cambios y consecuencias. Lo que hemos aprendido y lo que todavía nos queda por aprender de la crisis financiera, trad. de Gustavo Teruel, Barcelona, Deusto, 2015.. Basta decir, por lo que aquí nos interesa, que a la crisis financiera global, que nos afectó en mayor medida que a otros países de nuestra órbita geográfica en Europa, se añadió, en el caso de España, la profunda quiebra de un modelo productivo que se había basado en gran medida en el extraordinaria auge de la edificación (la llamada vulgarmente «crisis del ladrillo») y la crisis subsiguiente de toda la economía derivada de un sector con gran capacidad para actuar como motor de otros muchos de la economía nacional: de hecho, España se sitúo, con gran diferencia, durante los años anteriores al inicio de la crisis, a la cabeza de Europa en número de viviendas construidasVéanse también los trabajos de Julio Rodríguez López, Crisis económica y cambios en el sistema financiero, Madrid, Libros de la Catarata, 2014; y Antonio Sánchez Andrés y Juan A. Tomás Carpi (dirs.), Crisis y política económica en España. Un análisis de la política económica actual, Cizur Menor, Aranzadi, 2014.. El efecto combinado de ambas crisis –la financiera y la derivada del estallido de la denominada «burbuja inmobiliaria»– iba a tener consecuencias de una gravedad sin precedentes, al colocar la economía española no sólo al borde del rescate por parte de la Unión Europea, sino, además, al provocar toda una serie de efectos inducidos que harían crecer el descontento popular, primero con la política económica y, luego, con la política a secas.

Protestas en la Puerta del Sol, junio de 2011

Así, la profunda recesión económica en que entró el país a partir de 2008, según puede verse en el Cuadro 1Los datos oficiales sobre la variación anual del PIB son, para el período 2008-2014, los siguientes:

Año       PIB en millones de €         Variación anual
2014         1.058.469 €                              1,4%
2013         1.049.181 €                             -1,2%
2012         1.055.158 €                             -2,1%
2011         1.075.147 €                             -0,6%
2010         1.080.913 €                              0,2%
2009         1.079.034 €                            -3,6%
2008         1.116.207 €                              1,1%

Cuadro 1. Crecimiento económico en España entre 2008 y 2014

Las diversas previsiones, tanto las del Gobierno de España como las de diversos organismos nacionales (servicios de estudios de los principales bancos españoles) e internacionales (FMI, OCDE), apuntan a que el crecimiento del PIB se situará en España en 2015, previsiblemente, en el entorno del 3 al 3,5%., provocó, en primer lugar, y sobre todo, un aumento espectacular del desempleo, fenómeno que se vio favorecido, sin duda, por la existencia de más de cinco millones de inmigrantes que habían llegado a España al calor del crecimiento económico y la gran oferta de trabajo que caracterizaron la situación de nuestro mercado laboral en los años previos al estallido de la crisis. El paro registrado, que se situaba en España, en numero redondos, en 2.083.000 personas en 2007, experimentó en los años sucesivos un crecimiento realmente pavoroso: 2.262.000 en 2008, 3.328.000 en 2009, 4.048.000 en 2010, 4.231.000 en 2011, 4.600.000 en 2012 y 4.981.000 en 2013, año este último en que se inicia, al fin, el cambio de tendencia, con la reducción del paro y la creación de puestos de trabajo: el paro registrado se sitúa en España en mayo de 2015 en 4.215.000, con una buenas, aunque lentas, perspectivas de creación de puestos de trabajo como consecuencia de las previsiones sobre el futuro crecimiento de la economía nacional. En consonancia con lo que acabo de apuntar, el número de trabajadores afiliados a la Seguridad Social pasó de promedio, también en número redondos, de 19.162.000 a finales de 2007, a 18.182.000 en 2009, 17.362.000 en 2011 y 16.174.000 a comienzos de 2014, momento en el que se produce el cambio de tendencia, con un aumento a lo largo de este último año que sitúa la cifra de trabajadores afiliados en 17.256.395 cuando se escriben estas páginas.

Esta terrible evolución del mercado de trabajo, junto con la profunda crisis financiera, la persistente recesión y la necesidad de los países de la Unión de hacer frente a todo ello sin sobrepasar las cifras de déficit marcadas por las autoridades monetarias y económicas de Europa, dieron lugar a un duro ajuste económico, que comenzó en la fase final del Gobierno socialista (a partir de mayo de 2010) y continuó, ya con un Gobierno del Partido Popular, durante la legislatura que se abrió tras las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011. Fue esta combinación entre recesión y consecuente caída el empleo, por un lado, y ajuste, por el otro –en realidad, las dos caras de una misma moneda, muy devaluada por la crisis económica– la que dio lugar a toda una serie de fenómenos económicos y sociales que acabarían por tener una traducción final en el ámbito político. Sin pretensión alguna de ser exhaustivo, me referiré sobre todo a aquellos que acabaron por provocar el creciente malestar que desembocaría en un movimiento popular –el de los llamados indignados–, que iba a estar en la base de la aparición de nuevas fuerzas políticas y electorales en el mapa de partidos español. La crisis y el ajuste provocaron, así, una caída sustancial de los salarios, tanto en el sector público como en el privado; una reforma del mercado de trabajo que facilitó y abarató el despido; la reducción de algunas prestaciones sociales de resultas de la inevitable contracción del gasto público, originada, a su vez, en una situación de caída en picado de la recaudación fiscal, tanto por impuestos directos como por impuestos indirectos; una subida de impuestos, tanto directos como indirectos y, entre estos, de forma muy especial, del IVA, como única forma de hacer frente al bache creciente entre ingresos y gastos públicos, dada la ya apuntada limitación en la capacidad del Estado para endeudarse; o un aumento del número de personas que no pudieron hacer frente al pago de las hipotecas contratadas en las épocas de bonanza o que no pudieron responder del pago de las rentas de sus viviendas o sus locales de negocios, lo que provocó un incremento exponencial del número de desahucios judiciales.

El malestar individual generalizado sólo necesitaba un catalizador para convertirse en un auténtico malestar social

Cada uno de los fenómenos apuntados por separado, pero mucho más, como es lógico, todos ellos en conjunto, acabaron por provocar un malestar individual muy generalizado que sólo necesitaba un catalizador para convertirse en un auténtico malestar social, es decir, en un malestar no sólo colectivo, sino organizado en torno a un grupo movilizador y a un programa de reformas, por más difuso e incluso contradictorio que aquel pudiera resultar. Eso fue en España, a la postre, el movimiento de los indignadosVéanse Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales en la era de Internet, Madrid, Alianza, 2012; en especial, para el caso de España, pp. 115-155. También, y entre otras obras, Marcos Roitman Rosenmann, Los indignados. El rescate de la política, Madrid Akal, 2012; VV.AA., Nosotros, los indignados. Las voces comprometidas del 15-M, Barcelona, Destino, 2011; VV.AA., Hablan los indignados. Propuestas y materiales de trabajo, Madrid, Popular, 2011; VV.AA. La rebelión de los indignados. Movimiento 15-M: democracia real, ¡ya!, Madrid, Popular, 2011; Pilar Velasco Acedo, No nos representan. El manifiesto de los indignados en 25 propuestas, Madrid, Temas de Hoy, 2011., que comenzó tomando cuerpo en las manifestaciones convocadas el día 15 de mayo de 2011 (15-M) por el grupo Democracia Real Ya (DRY) en algunas de las más importantes ciudades de España (Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia, Málaga o Alicante) con una participación que se calculó en las ciento treinta mil personasTomo el dato de Manuel Castells, op. cit. , p. 248. y que se extendió, con más o menos vitalidad, a lo largo de los años 2011, 2012, 2013 y 2014Véase la útil cronología del movimiento en Manuel Castells, op. cit., pp. 248-258 (para el año que transcurre entre mayo de 2011 y mayo de 2012). En Wikipedia puede verse la evolución desde entonces hasta la primavera de 2014.. El movimiento culminó de alguna manera en la denominada Marcha por la Dignidad, celebrada en Madrid el día 22 de marzo de 2014, pocas semanas antes de que en las elecciones europeas un partido casi desconocido pocos meses antes lograra convertirse en el gran protagonista de la jornada electoral

3. Podemos entra en escena

«Mover ficha: convertir la indignación en cambio político»: tal fue el título del manifiesto que el pequeño grupo de creadores de Podemos lanzó a la opinión pública el 12 de enero de 2014. Aunque Pablo Iglesias no figuraba entre los firmantes del texto, dos días después se convierte en el líder del nuevo movimiento. Y tres días más tarde, el 17 de enero, el propio Iglesias, un personaje ya conocido en amplios círculos de opinión como consecuencia de su frecuente aparición en tertulias de radio y televisión, anuncia en un teatro de Madrid que el grupo concurriría a los comicios europeos de 25 de mayo con la intención esencial de oponerse a las políticas de ajuste fiscal dictadas desde la Unión Europea si lograba obtener el aval de cincuenta mil personas, cifra que los promotores de la idea alcanzan casi de inmediato. Fue así como el 11 de marzo, y cumpliendo las exigencias previstas en la ley, el nuevo partido se inscribe en el Registro existente a tal efecto en el Ministerio del Interior. Una vez dado ese paso, PodemosLa bibliografía sobre Podemos, conformada por textos escritos o no por miembros de la nueva formación, es muy extensa. Entre otras, pueden consultarse las siguientes obras: Pablo Iglesias Turrión, Disputar la democracia. Política para tiempos de crisis, Madrid, Akal, 2014; Pablo Iglesias Turrión, Conversaciones entre Pablo Iglesias y Nega (NCDM). ¡Abajo el régimen!, Barcelona, Icaria, 2014; Jacobo Rivero, Conversaciones con Pablo Iglesias, Madrid, Turpial, 2014; Asis Timermans, ¿Podemos?, Madrid, Última Línea, 2014; Ana Domínguez Rama, Claro que podemos. De la Tuerka a la esperanza de cambio en España, Barcelona, Los Libros del Lince, 2014; Enrique Riobóo de la Vega, La cara oculta de Pablo Iglesias. De Canal 33 a Bruselas, Madrid, ViveLibro, 2014; VV.AA. #Podemos. Deconstruyendo a Pablo Iglesias, Barcelona, Deusto, 2014., ya constituido como partido, comienza una frenética actividad, tanto a través de la recurrente presencia de sus principales líderes en diversos programas informativos y de debate de algunas cadenas de televisión privadas que emiten en abierto (sobre todo Cuatro y La Sexta); de su utilización de las redes sociales, instrumento del que Podemos se servirá en mucha mayor medida que los partidos tradicionales y de una forma mucha más dinámica y eficaz; y de su presencia en la sociedad mediante la constitución de unos llamados círculos de simpatizantes y afiliados. Y todo ello como precedente de una campaña electoral que los dirigentes de Podemos pronto denominarán de nuevo tipo, tras definirla como muy diferente a todas las conocidas hasta entonces.

Fuera cual fuera el peso relativo de las diferentes razones que motivaron el éxito del nuevo partido, lo cierto es que Podemos recoge sin duda una buena parte de las reivindicaciones y los sentimientos que habían sido expresados por el movimiento de los indignadosJosé Fernández-Albertos, Los votantes de Podemos. Del partido de los indignados al partido de los excluidos, Madrid, Libros de la Catarata, 2015. y los transforma en voto político en una elecciones especialmente idóneas para ello: de un lado, por la baja participación que se produce siempre en las elecciones europeas, fenómeno que perjudica a los dos grandes partidos, con toda claridad, mientras que beneficia en términos relativos a los más disciplinados votantes de las pequeñas formaciones; de otro, por la naturaleza del sistema electoral para los comicios europeos, en los que la existencia de un único distrito electoral nacional para el conjunto del país favorece, sin duda, una alta proporcionalidad en el reparto votos/escaños y aumenta, por tanto, las probabilidades de los partidos con menor número de votos de verlos convertidos en escaños. Con ello a la vista, no cabe duda de que el éxito de Podemos, según puede verse en el Cuadro 2, resultaría incuestionable.


Cuadro 2. Resultado de las elecciones europeas de 2014

Incuestionable, sin duda, porque un partido que sólo existía legalmente como tal desde unas semanas antes de las elecciones logra obtener casi el 8% de los votos expresados, que le otorgan cinco escaños sobre un total de cincuenta y cuatro que estaban en juego en los comicios. Y ello en un contexto político marcado por un notable retroceso de los dos grandes partidos nacionales, que de obtener cuarenta y cuatro escaños en las anteriores elecciones europeas de 2009 (veintitrés el PP y veintiún el PSOE) se quedarán en 2014 tan solo en treinta (dieciséis el PP y catorce el PSOE), lo que supone una caía de casi el 32% de su representación en el Parlamento de Estrasburgo.

El resultado de Podemos, sin duda significativo por sí mismo, tuvo de inmediato, y esto es lo que ahora me interesa destacar, un efecto multiplicador sobre su presencia mediática, algo realmente sorprendente en un partido que, pese a todo, era muy minoritario y carecía de representación en el Parlamento nacional, en los parlamentos regionales y en los ayuntamientos y diputaciones provinciales, pues a ninguno de los comicios para elegirlos había concurrido Podemos dada su reciente aparición. Pero, como acabo de apuntar, ello no impidió que Podemos se convirtiera en el partido de moda, si se me permite expresarlo de ese modo, lo que pronto disparó sus expectativas de voto en las encuestas, tanto en las realizadas por institutos privados de sondeo, como, aunque en menor medida, en las que lleva a cabo mensualmente el Centro de Investigaciones SociológicasPueden consultarse, a ese respecto, los Barómetros mensuales del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), fácilmente accesibles en su página web.. Nada de ello es explicable, en todo caso, sin tener en cuenta dos factores esenciales: en primer lugar, el grave deterioro de la percepción social sobre el funcionamiento de la democracia en España, es decir, de lo que el propio CIS denomina en sus encuestas “Los/-as políticos/-as en general, los partidos y la política”; de otro, el indudable acierto de Podemos a la ahora de encontrar la forma de explicar, de un modo tan simplificador como efectivo, el porqué de ese grave deterioro. Trataré seguidamente de ambas cosas.

4. La casta y la imagen social de la política en España

Si, como se ha visto más arriba, la crisis económica, el terrible aumento del desempleo y el duro ajuste que todo ello trajo consigo permiten comprender en gran medida la aparición del movimiento de los indignados, no cabe la menor duda de que la fuerza social de ese movimiento, así como, posteriormente, la irrupción de Podemos con gran potencia en el panorama político español, resultan inexplicables sin dejar constancia al propio tiempo de la grave desafección que fue consolidándose en España respecto del modo de funcionamiento de nuestro sistema democrático. No contra la democracia misma –debo subrayarlo–, según lo demuestra palpablemente la no aparición en España de movimientos de extrema derecha al estilo del Front National francés o de partidos de similar naturaleza en otros países de la Unión Europea, sino contra una forma de funcionamiento del sistema democrático marcada, desde el punto de vista de amplios sectores de la opinión pública española, por dos fenómenos –la corrupción y el autismo partidista– generadores de una gran indignación social y de una correlativa desafección hacia la política que venía haciéndose en España y hacia sus principales protagonistas: los políticos y los partidos. Es por ello por lo que, antes de entrar en el análisis de la ya citada habilidad con que Podemos se enfrentó a esa situación para intentar rentabilizarla a su favor –es decir para, también en la esfera de la política, al igual que en la de la economía, intentar pescar en río revuelto–, resulta necesario dejar constancia de las principales manifestaciones de la situación misma que iba a servir a la nueva formación para hacerse rápidamente con las más o menos relevantes expectativas de voto que, casi sin excepciones, le atribuían las encuestas.

La financiación pública no es sustitutiva, sino aditiva de las fuentes de financiación irregular de los partidos

Lo primero a lo que debo referirme, por tanto, es a la corrupción política, fenómeno que, como en otros lugares, ha adoptado en España formas diferentes, pero todas ellas relacionadas con su núcleo definidor fundamental: la apropiación privada (personal o partidista) de recursos públicosVéase el excelente estudio de Fernando Jiménez Sánchez, Detrás del escándalo político. Opinión pública, dinero y poder en la España del siglo XX, Barcelona, Tusquets, 1995.. Constatar la relevancia de esa patología política y social resulta esencial para entender la irrupción de nuevas fuerzas en nuestro panorama político, dada la muy estrecha relación que existe entre la corrupción y la desafección social respecto a los partidos ya existentes como instrumentos vertebradores del proceso democrático. De hecho, el aumento de la una ha corrido parejo al de la otra, aunque las curvas de evolución no hayan resultado exactamente coincidentes. Según datos procedentes de los ya referidos Barómetros del CIS, la percepción de la corrupción como uno de los principales problemas de España experimentó un incremento espectacular entre enero de 2012 (12,3%) y diciembre de 2014 (75,5%), tras una apreciable inflexión a la baja entre marzo de 2013 y enero de 2014 (del 44,5% al 39,5%). Por su parte, la percepción social del problema que representarían «los políticos en general, los partidos y la política», fórmula que el CIS utiliza para preguntar en sus Barómetros, parte de un porcentaje mayor de preocupación en enero de 2012 (17,8%), para ascender a un máximo del 31,4% en marzo de 2013, y bajar luego de forma sustancial: el 26,9% en el Barómetro de enero de 2014 y el ya apuntado 21,8% en el de diciembre del mismo año. Realmente, el impresionante crecimiento de la preocupación por la corrupción (63 puntos porcentuales en los tres años transcurridos entre comienzos de 2012 y finales de 2014), percibida por la opinión pública como el segundo problema del país, sólo por debajo del paro –y a cierta distancia respecto de él, que fue reduciéndose de forma creciente a lo largo de todo 2014 (en enero la diferencia era de 39 puntos porcentuales y de sólo 15 puntos en diciembre)– guarda una relación decisiva con el constante estallido de escándalos que, vinculados o no a la financiación partidista, dominaron las portadas de todos los periódicos y las noticias de cabecera de los informativos televisivos y radiofónicos. Ciñéndonos sólo a los más conocidos, entre los que estallaron durante la última década no pueden dejar de mencionarse, al menos, los casos Malaya, Gürtel, Matas, Palma Arena, Pretoria, ERE falsos, Campeón, Millet, Nóos, Pokemon, Bárcenas, tarjetas opacas de Caja Madrid, Pujol o Púnica, casos en los que se verían implicados dirigentes de partidos y sindicatos, representantes institucionales (en activo o ya retirados) pertenecientes al ámbito de la política local, autonómica y estatal, banqueros, empresarios y hasta una infanta de España y su marido.

El efecto que ese goteo constante de informaciones relacionadas con escándalos de corrupción (todos los referidos, a los que habría que añadir otros muchos de menor entidad) acabaría por producir sobre una opinión pública que fue pasando progresivamente de la sorpresa a la irritación iba a verse amplificado, además, por el hecho de que un gran número de los presuntos implicados en aquéllos, de forma más o menos directa, acabasen siendo penalmente imputados: su número, con mil setecientas causas abiertas, superaba los quinientos en abril de 2014. Es verdad, y no quiero dejar de subrayarlo, que el dato procesal de la imputación, que tiene por objeto garantizar que «toda persona a quien se impute un acto punible [pueda] ejercitar el derecho de defensa»Artículo 118 del Real Decreto de 14 de septiembre de 1882, aprobatorio de la Ley de Enjuiciamiento Criminal., equivale, en la perspectiva de gran parte de los ciudadanos, a una condena, pese al hecho de que quien es llamado a declarar como imputado por su presunta implicación en la comisión de un delito lo es en una condición que le garantiza algunos de los derechos fundamentales de los que carecería si fuera citado por el juez en condición de simple testigo. Sea como fuere, lo cierto es que el impacto social de los escándalos vinculados a la corrupción política se ha visto favorecido, además, tanto por el modo en que todos los partidos, sin excepción, han reaccionado frente a las acusaciones que les afectan (cerrando filas en torno a los implicados, es decir, anteponiendo el patriotismo de partido a cualquier otra consideración) y frente a las que afectan a los demás: pasando como una apisonadora por encima del derecho a la presunción de inocencia y exigiendo a los afectados la asunción de responsabilidades que todos se niegan a aceptar cuando son ellos los tocados por las sospechas de corrupción. Finalmente, y por si todo ello fuera poco, tampoco han contribuido a erradicar la corrupción –o, al menos, la vinculada a la financiación partidista– las generosísimas ayudas públicas que reciben los partidos españoles con representación parlamentaria en las Cortes GeneralesPuede leerse un resumen de sus principales caracteres en mi libro La Constitución de 1978, op. cit., pp. 66-68. o en los parlamentos autonómicos, ni la clara conciencia sobre el grave daño electoral que a cada uno de ellos le produce verse envuelto en escándalos de financiación ilegal. En relación con lo primero, hoy puede ya afirmarse sin ningún género de dudas, según puso ya en su día de relieve un conocido politólogo italiano al referirse a la realidad del país transalpino en este ámbito, que la financiación pública (electoral, parlamentaria y ordinaria)Pueden verse, entre otras, las obras de Santiago González-Baras, La financiación de los partidos políticos, Madrid, Dykinson, 1995; Emilio Pajares Montolío, La financiación de las elecciones, Madrid, Congreso de los Diputados, 1998; y María Holgado González, La financiación de los partidos políticos en España, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003. no es sustitutiva, sino aditiva de las fuentes de financiación irregular de los partidos, a las que estos recurren para hacer frente a unos gastos (sobre todo electorales) en constante crecimientoVéase el trabajo de Gianfranco Pasquino, «Contro il finanziamento pubblico di questi partiti», incluido en su volumen Degenerazioni dei partiti e riforme istituzionali, Roma, Laterza, 1982, pp. 45-73..

Pero, junto a la corrupción, e íntimamente vinculado con ella, el ya referido autismo partidista ha contribuido también al desprestigio de los partidos tradicionales y, consecuentemente, a abrir la brecha entre ellos y la sociedad por la que luego han logrado colarse, ensanchándola, Podemos y otras fuerzas emergentes. Un autismo que ha favorecido que los citados partidos –los únicos, obviamente, que conocen los ciudadanos– sean hoy percibidos por millones de españoles como la causa de muchas de las disfunciones del sistema democrático, cuando no como uno de los principales problemas que aprecia la sociedad civil en la realidad de su funcionamiento práctico. Tal percepción, peligrosísima para el futuro de la democracia misma, aparece directamente vinculada al desafío esencial de la democracia interna partidista, que afecta a un perfil de los Estados constitucionales actuales en el que no me canso de insistirHe tratado de la misma cuestión en varios de los ensayos que se incluyen en mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado, sociedad, Madrid, Alianza, 2001.: el problema de la selección inversa de las elites políticas que, directamente relacionado con el de la profesionalización de la propia política como actividad, constituye una de las cuestiones fundamentales para entender el gravísimo conflicto producido por el creciente –y parecería que imparable– desprestigio de los partidos, de los políticos y de la actividad que han terminado por monopolizar. Y es que esa mecánica forma de selección de las elites de partido (tanto orgánicas como institucionales), por virtud de la cual los que están seleccionan a personas de bajo perfil profesional y político para evitar tener competidores potenciales, provoca, cabría decir que casi inevitablemente, que el comportamiento de los seleccionados acabe por estar muy alejado del que debiera ser su objetivo principal: procurar, desde la perspectiva política e ideológica de que se trate en cada caso, la satisfacción de lo que, para entendernos, solemos denominar, quizá con una precisión política manifiestamente mejorable, los intereses generales.

Ocurre, claro, que tal satisfacción resulta muy difícil cuando quienes tienen encomendada esa misión están, generalmente, tan preocupados por sus intereses personales o de partido como para que la parte fundamental de su actuación pública se subordine a la consecución de la propia supervivencia en el proceloso mundo de la política competitiva, que es tal no sólo entre los diversos partidos que luchan por hacerse con los votos del cuerpo electoral sino también, en el seno de cada uno de ellos, entre una militancia que pelea cada palmo de poder personal para seguir en el o los cargos que se ostentan, o lograr acceder a aquel o aquellos a los que aspira cada uno.

Un partido –ha escrito Giovanni Sartori aportando una definición digamos laica de la forma moderna de organización de los intereses colectivos– es cualquier grupo político identificado por una etiqueta oficial que presenta a unas elecciones y que puede sacar en ellas candidatos a cargos públicosGiovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos. Marco para un análisis, trad. de Fernando Santos Fontenla, Madrid, Alianza, 1980, p. 91.. De tal definición cabe fácilmente deducir que, si el gran objetivo que persiguen los partidos es situar a sus candidatos en cargos públicos, sirviéndose para ello de diversas vestimentas ideológicas y programáticas que luego se defienden, en no pocas ocasiones, con grados de coherencia que pueden llegar a estar muy alejados de lo proclamado cuando se solicitan los votos del cuerpo electoral, parece convincente afirmar, en consecuencia con todo lo anterior, que la finalidad particular que persiguen individualmente esos mismos candidatos es la de ganar los puestos a que aspiran y, en buena lógica, conseguir permanecer en ellos todo el tiempo que resulte posible finalmente. Según he tratado de explicar con detalle en un trabajo recienteVéase Roberto L. Blanco Valdés, «La caída de los dioses: de los problemas de los partidos a los partidos como problema», en Teoría y Realidad Constitucional, núm. 25 (2015), pp. 149-182., esa realidad resulta a la postre esencial para entender las profundas razones de la creciente ajenidad de los partidos respecto de la sociedad y, como la otra cara de la moneda, de la desafección de esta respecto de aquellos y el tipo de política que acaba por protagonizar.

Ambas manifestaciones de la crisis partidista son, desde luego, apreciables en España, donde los sondeos de opinión vienen poniendo de relieve desde hace años una caída constante, acelerada sin duda por las graves consecuencias sociales de la crisis económica, en la valoración de los partidos, los políticos y la política. Basta, para constatarlo sin contradicción posible, como ya se ha destacado, ir comparando los datos sucesivos que suministra el CIS a ese respecto, tanto a través de sus ya varias veces referidos Barómetros mensuales como por medio de estudios monográficos. El Barómetro de febrero de 2015, por ejemplo, es suficientemente significativo de lo que acaba de apuntarse, pues, sin lugar a ningún género de dudas, confirma una tendencia que viene percibiéndose desde hace muchos meses. El 6,5% de los entrevistados estiman a «los/-as políticos/-as en general, los partidos y la política» como «el principal problema que existe actualmente en España», sólo por detrás del paro (55%) y la corrupción y el fraude (19,2%). Considerados en conjunto (multirrespuesta), los porcentajes para los tres primeros problemas, el representado por «los/-as políticos/-as en general, los partidos y la política», bajan al cuarto lugar (20,1%), tras el paro (78,6%), la corrupción y el fraude (48,5%), y los problemas de índole económica (24,9%). El quinto bloque de problemas, ya muy alejado, para el 10,5% de los entrevistados, sería el que forman los de índole social.

Corrupción + autismo partidista = casta. Esa fue la ecuación fundamental sobre la que Podemos construyó en su día el discurso político

Pues bien, es en el contexto que he tratado hasta aquí de resumir en el que debe situarse el acierto de Podemos al descubrir la idea catalizadora que iba a permitirle llegar a amplias capas del electorado: corrupción + autismo partidista = casta. Esa fue la ecuación fundamental sobre la que Podemos construyó en su día el discurso político destinado a sostener la estrategia de ataque a la fortaleza dominada por los partidos tradicionales que habían hegemonizado la política española desde la consolidación del sistema democrático. Un discurso, de dura oposición, que se basó en dos ideas esenciales: primera, la de que tras muchos años en el poder, esos partidos tradicionales y, de forma muy especial, el PSOE y el PP, habían acabado configurándose como grupos oligárquicos situados por completo al margen de los intereses y preocupaciones de la inmensa mayoría de la sociedad; y como grupos corruptos, dominados, además, por una pulsión de naturaleza patológica: la de seguir en el poder a cualquier precio (cuando estaban en el Gobierno central, en los autonómicos o en los municipales) o la de recuperarlo como fuera (cuando en cualquiera de esos tres niveles se encontraban en la oposición) con la idea, en ambos casos, de utilizar tal poder en su propio beneficio económico, en el de sus miembros y en el de los sectores privilegiados que los partidos de la casta representaban; la segunda idea, íntimamente unida a la anterior, consistía en denunciar que los partidos tradicionales, que perseguían el poder por el poder, eran, por ello mismo, perfectamente intercambiables entre sí al configurarse sus miembros como una casta de gentes poderosas cuyos intereses personales se situaban siempre por encima de los intereses generales y cuyos programas y propuestas no eran más que la añagaza con que conquistar el voto de los ciudadanos para gobernar después en contra de los mismos.

Ese discurso de oposición o, más exactamente, de impugnación radical de la forma de funcionamiento de nuestro régimen político, que recogía en gran medida el prejuicio antipartidista compartido en cualquier sistema democrático por amplios sectores de la sociedad, era conectado habilidosamente por Podemos con la amplia indignación social derivada de las consecuencias de la crisis económica: en palabras de uno sus dirigentes, Íñigo Errejón, se trataría, de «convertir el descontento social en una tendencia electoral». Frente a ello, Podemos se autoubicaba en el más prístino compromiso democrático («ha llegado la hora de la gente», repetirán todos sus líderes una y otra vez, dando a entender, claro, que Podemos y «la gente» eran una misma cosa), afirmaba aspirar a la transformación radical de lo existente («asaltar los cielos», en palabras de su máximo dirigente, Pablo Iglesias) y se presentaba, sin otras credenciales que la palabra de sus miembros, como una organización esencialmente antioligárquica. En efecto, y según su propia versión, Podemos se conformaba como un grupo de gente limpia, que nunca había ejercido el poder y que, por tanto, no estaba contaminada por sus vicios; como un partido nacido del pueblo y para el pueblo, que no perseguía el poder, sino su cambio radical para ponerlo al servicio de la sectores abandonados a su suerte por una política económica diseñada por las oligarquías españolas y europeas en beneficio de los poderosos y «los ricos»; y como una fuerza política de nuevo tipo, abierta a la sociedad y eminentemente participativa, lo que se expresaba, según sus ideólogos, en el tipo de estructura partidista por la que había optado Podemos.

El análisis de la realidad de las cosas iba a poner muy pronto de relieve, sin embargo, la gran distancia existente entre toda esta propaganda –la de quienes demostraban estar encantados de haberse conocido, hasta el punto de juzgar a los demás desde una irritante superioridad moral de origen más bien desconocido–, y la verdadera organización e ideología que sustentaban un proyecto que los líderes de Podemos, y todo el aparato de publicidad puesto a su servicio por los medios de comunicación (cadenas de televisión, de forma destacada) ideológicamente afines, se empeñaban en presentar como la más radical novedad de la política española desde la consolidación del sistema democrático.

En este sentido, y por lo que se refiere a la estructura, Podemos pasó a articularse, tras su constitución como partido, sobre la base de unos llamados círculos de simpatizantes que constituirían la base de un proyecto organizativo que se pretendía hiperparticipativo, hiperdemocrático e hipertransparente, es decir, un partido que se configuraba, según la definición contenida en sus propios documentos, como «la estructura organizativa más democrática, abierta y plural que ha conocido nuestro país». Tales círculos, abiertos a la libre participación de la ciudadanía, se relacionan entre sí en los diferentes ámbitos territoriales de presencia del partido (local, provincial, autonómico), pero sólo van a participar en el proceso decisional a través de votaciones en la Red, lo que libera a cada grupo dirigente, y desde luego al grupo nacional que lidera Pablo Iglesias, de un control continuado y efectivo. Es lo que, siguiendo la denominación acuñada por la socióloga italiana Rossana de Rosa en relación con el Movimento 5 Stelle, el profesor Antonio Elorza ha calificado, a mi juicio con sobradísimos motivos, como el centralismo cibercrático. Sus reflexiones al respecto me exigirán ahora una extensa cita que me eximirá, en todo caso, de profundizar en la cuestión:

El modelo organizativo diseñado por Pablo Iglesias y los suyos responde al mismo criterio de organización dual [del Movimento 5 Stelle], círculos locales y decisiones políticas en el vértice, propio del «centralismo cibercra?tico» de Grillo, más los toques derivados de la experiencia comunista. En principio, es la isonomía, una perfecta participación política de sus ciudadanos –Podemos es una microsociedad que encarna al verdadero «pueblo»–, en condiciones de igualdad. Sólo que participación no supone intervenir de hecho en el proceso de decision-making. Por una parte, pensando en el antecedente de la polis, falta la isegori?a, la capacidad para emitir y recibir información en condiciones de igualdad. Para el centro, no hay problemas: define la línea política, la difunde mediante la Red y la encuentra reflejada en lo que llamaríamos una democracia de la plaza pública, que proporciona la videocracia para toda la sociedad. El circuito es perfecto, pero desde abajo sólo funciona de modo limitado, especialmente a nivel horizontal para cuestiones fundamentales. La banca domina el juego. Y la universalidad no arregla sino la fachada del problema. Es la vieja «democracia de masas» de impronta soviética, sólo que por ordenador. De nada sirve participar si no te dejan oponerte con eficacia al poder en ejercicio. En la propuesta organizativa, todo va bien a escala local. El principio de sustitución, enunciado por Trotski para criticar la configuración militar expuesta en el ¿Que? hacer? de Lenin, funciona sin reservas. La localización de la soberanía, en la base; su efectiva puesta en práctica, en la cima de la organización. Con el agravante del monopolio efectivo de la información. Aquí no hay blog de Beppe Grillo, sino directrices emanadas del líder máximo. Los escalones inferiores se subordinan, una vez elegido sin oposición factible el Portavoz (Pablo Iglesias), a su dirección trienal renovable, y que sólo puede ser revocado por el voto del 30% de todos los afiliados. La Asamblea elige un Consejo Ciudadano, que funciona como el Comité Central de un PCE respecto del Ejecutivo, el Consejo de Coordinación, que designa el Consejo Ciudadano «entre sus miembros a propuesta del Portavoz». Un flujo cerrado de circulación del poder desde el vértice. La representación es abolida. Todos son ciudadanos participantes. Y decide unoAntonio Elorza, «Podemos: la conquista del Estado», en Claves de Razón Práctica, núm. 236 (2014), pp. 58-59..

Un problema, claro está, que se agrava cuando la ciberparticipación representa un porcentaje relativamente bajo o muy bajo del potencial censo electoral, lo que ha venido ocurriendo en Podemos, de forma continuada, desde la designación como secretario general de Pablo Iglesias, que fue elegido con un alto porcentaje de los votantes, pero que representaban, sin embargo, un bajo porcentaje de quienes estaban inscritos como electores en la RedEl diario El País informaba al respecto lo siguiente: «Iglesias fue elegido secretario general con el voto –por Internet– de más de 95.000 simpatizantes (el 88,6% de los 107.000 votos emitidos), a mucha distancia de los otros 60 candidatos que optaban al mismo cargo. Se trata de un porcentaje de participación parecido al de la votación de los documentos internos realizada en octubre. Es decir, votaron menos del 50% de los 250.000 inscritos en la página web de Podemos. Los 62 miembros del Consejo Ciudadano que fueron elegidos formaban parte de la lista presentada por el equipo de Iglesias, y todos recibieron un apoyo por encima del 70%».: tal participación fijó, por lo demás, un tope que, salvo excepciones muy puntuales, no ha hecho otra cosa que caer y caer desde esa fecha. En la culminación de ese proceso, en el que un discurso de máxima participación convive con una realidad organizativa claramente oligárquica y un mando interno muy centralizado, Podemos vivió su más grave crisis interna por cuestiones de tipo organizativo como consecuencia de la aprobación por su dirección, a finales de junio de 2015, del sistema para la elección de candidatos al Congreso de los Diputados a través de una circunscripción única, sistema que implicará que sólo habrá candidaturas estatales, de modo que los simpatizantes que voten a los candidatos lo harán sin saber de antemano por qué provincia se presentarán a las elecciones generales, decisión esta que quedará enteramente en manos de la dirección de Podemos. Un procedimiento que ha acabado, al fin, por poner en pie de guerra a una parte del partido y que acaba de provocar el anuncio del nacimiento de otra plataforma de izquierda impulsada por Ahora en Común que, previsiblemente, competirá con Podemos en las próximas elecciones generalesEl diario El País informaba el 7 de julio de la existencia de un amplio movimiento en el partido en contra del procedimiento de elección establecido por la dirección de Podemos: «Alrededor de 5.000 simpatizantes de Podemos, entre los que se encuentran, de momento, unos 700 cargos autonómicos, municipales e internos, se han plantado ante la convocatoria de primarias anunciada la semana pasada por la dirección de partido. Los promotores de la iniciativa llamada Podemos es participación, que empezó el fin de semana a recoger firmas para frenar el proceso de votación interna que culmina el 24 de julio, afirman que la formación debe hacer “un esfuerzo más, de generosidad, de unidad y de participación”. Rechazan los tiempos y la circunscripción estatal elegida para votar la candidatura al Congreso de los Diputados. Entre los firmantes se encuentran la líder del partido en Andalucía, Teresa Rodríguez, y la navarra, Laura Pérez Ruano, el alcalde de Cádiz, José María González, «Kichi», los eurodiputados Miguel Urbán y Lola Sánchez, y decenas de diputados autonómicos y concejales electos el pasado 24 de mayo. Destaca la ausencia de Pablo Echenique, secretario general en Aragón, que en el pasado estuvo encuadrado en el llamado sector crítico».

Un discurso de máxima participación convive con una realidad organizativa oligárquica y un mando interno muy centralizado

El contraste entre el discurso político que se sostienen desde la organización y sus terminales mediáticos y lo que se piensa (o se hace) en realidad no será menos evidente en el terreno de la ideología, esfera donde el partido que dirige Pablo Iglesias está muy lejos de ser lo que pretenden éste y los restantes miembros del grupo dirigente: la encarnación del pueblo mismo convertido en una organización que nace para devolver el poder a quienes –los ciudadanos–, con malas artes, les ha sido arrebatado por los partidos tradicionales del sistema político español. Y es que Podemos será desde el principio el claro ejemplo de un partido populista, que recoge, sin jerarquizarlas ni hacer distingos, la mayoría de las reivindicaciones de los movimientos del 15-M, por más contradictorias que aquellas pudieran resultar entre sí al contrastar unas con otras. Un fuerza política que comenzó situándose en la extrema izquierda radical y cuyo programa originario –que trató luego, como veremos, en una operación descaradamente oportunista, de moverse hacia un supuesto centro equidistante entre la izquierda y la derecha– será deudor de la ideología característica de un partido antisistema. «Sus rasgos ideológicos iniciales combinan en mayores o menores dosis recetas extraordinariamente simplificadas de neopopulismo, antieuropeísmo, antipartidismo y antisistema, así como un izquierdismo maximalista aplicado sin muchos matices a todas las causas, todos los líderes, todos los países»: tal era la definición que aportaba de la ideología de Podemos el prestigioso politólogo José Ramón Montero Gibert en los momentos inmediatamente posteriores a la concurrencia de la nueva fuerza política a las elecciones europeas. En una línea similar se manifestaba, meses después, el exdirigente socialista Joaquín Leguina:

¿Qué quieren los de Podemos? Lo han dicho ellos: «asaltar los cielos» y, aunque no tienen aún programa electoral, ya han dejado suficientes señales para poder asegurar que, desde su populismo izquierdista, y a la vista del trasvase de votos que detectan las encuestas, su objetivo es ganar las elecciones generales, y eso pasa por la destrucción del PSOE. Sólo así podrían alcanzar la hegemonía electoral en el campo de la izquierda, pues los votos que Podemos puede arrancar al PP son –siempre según la encuestas– muy escasos.

La reflexión de Leguina es doblemente interesante. En primer lugar, porque confirma un diagnóstico, el del propio Montero Gibert, con el que coincido plenamente: Podemos es un partido populista que se sitúa ideológicamente en la izquierda radical desde su mismo nacimiento. Pero Podemos es, además, en segundo lugar, un partido controlado por una oligarquía de políticos oportunistas que han demostrado estar dispuestos, como seguidamente apuntaré, a esconder su ideología si tal ocultación resultaba necesaria para llegar al poder, desplazando para ello al PSOE, más moderado, cuyos electores aspira a conquistar Podemos. Sirvan como confirmación de esa operación de travestismo las tan sorprendentes como cínicas afirmaciones vertidas por Pablo Iglesias, quien, tras declarar su ideología izquierdista radical, mantiene en una reciente entrevista concedida a la prestigiosa New Left Review lo que sigue: «En este momento no tiene sentido centrarse en polémicas que nos alejarían de la mayoría, que no está a la izquierda. Y sin mayoría, no es posible tener acceso a la maquinaria administrativa que nos permitiría disputar estas batallas en otras condiciones».

5. La ilusión de los sondeos y el supuesto giro al centro

Sobre el radical izquierdismo de Podemos no cabe discutir. Así lo demuestra, por ejemplo, no sólo la abierta simpatía política, sino también la cercanía continuada y archidemostrada de sus principales líderes con el régimen chavista venezolano, para el que varios de ellos han trabajado como asesores políticos y técnicos y al que defienden incluso en situaciones en las que aquel vulnera de un modo directo las libertades democráticas, según aconteció, por ejemplo, cuando el Gobierno de Maduro procedió a ordenar la detención de significados dirigentes de la oposición, como el alcalde de Caracas. También, y por mantenernos en el plano de las afinidades políticas internacionales, el izquierdismo político de Podemos se pone de relieve en su cercanía ideológica y su apoyo político sin fisuras a la Syriza griega, cuyo líder Alexis Tsipras ha participado en los mítines de Podemos, al igual que Pablo Iglesias lo ha hecho en los de la Syriza, partidos que se han presentado como hermanos en tanto que portadores de proyectos históricos de cambio radical que guardarían gran similitud.

No es necesario, sin embargo, recordar cuáles son las principales fuerzas o regímenes políticos con los que Podemos se ha identificado fuera de las fronteras españolas para constatar los rasgos de un proyecto político antisistema que se resume en una promesa expresada con toda claridad por Pablo Iglesias el mismo día en que fue elegido secretario general de su partido: la de «acabar con el régimen de la Transición», aprovechándose para ello de la «ventana de oportunidad» creada por la crisis política y económica a la que me refería páginas atrás, una ventana que debería aprovecharse, a juicio de Podemos, sin pérdida de tiempo: «Si la crisis económica parece que tendrá un largo recorrido, la ventana de oportunidad abierta puede cerrarse mucho antes si se consuma la ofensiva oligárquica con un cierto reposicionamiento subordinado de un PSOE algo oxigenado y si las elites proceden a una restauración por arriba que asuma la parte más inofensiva de las demandas ciudadanas que hoy no tienen cabida en el orden de 1978 y el rol semicolonial en la Unión Europea». El contenido y el propio lenguaje de tal declaración, redactado por Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Juan Carlos Monedero, Carolina Bescansa y Luis Alegre, es esencial, porque el proyecto político de la nueva formación, más allá de declaraciones genéricas que pueden ser compartidas sin problemas por un amplio abanico de fuerzas de signo político distinto (la lucha por la igualdad de oportunidades, un reparto más justo de la riqueza nacional, la mejora de la calidad democrática, la lucha contra la corrupción), va dirigido en realidad a la ruptura con «el orden de 1978 y el rol semicolonial de la Unión Europea». Aunque tal afirmación podría ser entendida, claro está, en sentidos diferentes, es evidente el objetivo que con ella pretendía Podemos cuando la formuló: impugnar tanto el orden constitucional surgido de la Transición, sobre el que ha descansado el gran consenso fundamental de nuestro régimen político, como el proceso de integración europea, sin el que es imposible comprender las claves esenciales del desarrollo de la vida política y económica española durante las tres últimas décadas.

¿Por qué ese partido antisistema, de izquierda radical, que venía haciéndose portador de todas las banderas reivindicativas del movimiento del 15-M, que se sumaba a las más duras críticas contra el proceso de la Transición y el régimen nacido de la misma (proceso que Podemos tildaba de entreguista respecto de los herederos del franquismo, traidor a los intereses del pueblo y negador de una verdadera democracia política y social) y que consideraba nuestra integración en Europa como una subordinación colonial a los intereses de las grandes potencias mundiales y a los del capitalismo en su peor versión más liberal, se reconvierte de pronto en un partido que dirige su mensaje a todo el mundo (un catch-all party) y que afirma, sorprendentemente, no estar «ni en la derecha ni en la izquierda»? ¿Por qué, pese a la evidencia de sus orígenes de extrema izquierda, Podemos pasa a defender que una de las claves de su éxito es lo que llama, el «cambio de eje», es decir, que el juego izquierda-derecha forma parte de la vieja política, que «la política entre izquierda y derecha es una estafa», según afirma Pablo Iglesias, pues ahora la contradicción se daría entre los de abajo y los de arriba, «oligarquía frente a ciudadanía», «pueblo contra la casta», de modo que «el problema de este país no es la izquierda y la derecha. El problema de este país es que hay una minoría de privilegiados, una oligarquía de sinvergüenzas que está robando a la mayoría»? ¿Por qué aquel Pablo Iglesias que había afirmado la necesidad de abandonar el euro de inmediato y proceder a una consecuente devaluación de la moneda para luchar contra la crisis afirma no muchos meses después, y con la misma berroqueña convicción, que «la moneda única es ineludible»? ¿Por qué el mismo partido que había planteado reformas radicales en materia de deuda, renta básica y jubilación en su programa de las elecciones europeas, renuncia a ellas en gran medida en su programa para las elecciones generales que deberán celebrarse a finales del año 2015? ¿Por qué, en suma, ese supuesto giro al centro?Véanse al respecto diversos reportajes publicados por el diario El País a lo largo del mes de noviembre de 2014, bajo los siguientes titulares: «Programa para gobernar ya» (10 de noviembre), «Podemos aparca el impago de la deuda y la renta universal» (27 de noviembre), «Las claves del plan de Podemos: de la renta básica a la gestión de la deuda» (28 noviembre) y «Podemos: el rápido viaje ideológico hasta la socialdemocracia» (30 noviembre). Una lectura crítica del cambio ideológico de Podemos puede verse, por ejemplo, en Fran Delgado, «El precio del poder. Posibilismo y pragmatismo. Los cambios en Podemos».

Último acto de Podemos en la campaña andaluza

La respuesta, a mi juicio, es evidente: porque, tras su entrada espectacular en el sistema de partidos español a través de la puerta de las elecciones europeas, los excelentes resultados que le atribuían de cara al futuro las encuestas sobre intención de voto consiguieron asentar en los dirigentes de Podemos la profunda convicción de que, a la vista de la gravedad de la crisis económica y política que atravesaba nuestro país, es decir, dado el gran tamaño de la ventana de oportunidad que se había abierto con aquéllas, existía la posibilidad de llegar a desplazar al PSOE de su posición hegemónica en la izquierda y de llegar, tras ese desplazamiento, al Gobierno de España, para, desde allí, poner en práctica el auténtico programa de Podemos, que ese viaje hacia el poder exigía pasar momentáneamente a la reserva. En efecto, buenos conocedores de las reglas de la política en general y de las de la española en particular, los dirigentes de Podemos –aunque pronto se demostraría que no todos– asumieron la necesidad de plantear una oferta que superase los límites estrictos de una opción que era percibida por los electores españoles en el momento en que se celebraron las elecciones europeas como la situada más a la izquierda que ninguna en España a excepción de Bildu: según un sondeo poselectoral llevado a cabo por el CIS, los mismos electores que colocaban al PSOE en un 4,68 (siendo 10 la derecha y 0 la izquierda), situaban a Podemos en el 2,46, posición en la que sólo tenían a su izquierda a la ya citada Bildu (2,04), partido heredero de Batasuna y, por tanto de la banda terrorista ETA.

El movimiento estratégico llevado a cabo por Podemos para tratar de acercarse al grueso del electorado, que se autobica en España en posiciones centrales en la escala –posiciones que van del 3 al 5 (16,2% en el 3; 14,8% en 4; 19% en el 5)– tuvo, pues, su origen, en mi opinión, en la idea de que con él se afianzarían las expectativas electorales que apuntaban los sondeos. Y es que la gran mayoría de ellos, tanto los elaborados por institutos privados como por entidades públicas, indicaban un tan espectacular ascenso de Podemos como para llegar a hacer creer a los dirigentes de una formación casi recién nacida que la posibilidad de ganar las elecciones generales posteriores a la legislatura 2011-2014 no era sólo una quimera. El pistoletazo de salida lo dio un sondeo de la empresa Metroscopia para el diario El País realizado en el mes de octubre de 2014, cuya estimación sobre voto válido para unos hipotéticos comicios generales que se celebrasen de inmediato colocaba a Podemos como primera fuerza nacional (con el 27,7% de los votos), seguida muy de cerca por el Partido Socialista (26,2%) y, a mayor distancia, por el Partido Popular (20,7%). El Barómetro del CIS del mismo mes difería, sin embargo, sustancialmente de ese resultado, por más que situara a Podemos, con una estimación del 22,5% de los sufragios, entre los tres partidos más votados en el conjunto del país en unas futuras elecciones generales, sólo tras el Partido Popular (27,5%) y el Partido Socialista (23,9%), y a gran distancia, en todo caso, del que la estimación del CIS situaba en cuarto lugar, Izquierda Unida (4,8%). De entonces a acá han sido muchos los sondeos publicados, y nada irrelevantes las diferencias entre ellos, aunque todos, en general, han coincidido en atribuir a Podemos unas expectativas electorales que sitúan a la organización de Pablo Iglesias entre las tres primeras fuerzas que conforman nuestro sistema de partidos. No tendría sentido en este estudio profundizar más en la cuestión, pues lo apuntado resulta más que suficiente para ilustrar la tesis que sostengo: que el aparente giro ideológico hacia posiciones menos radicales impulsado por los dirigentes de Podemos fue una mera táctica directamente relacionada con la creencia que aquellos acabaron compartiendo sobre la posibilidad de llegar a ser el primer partido de la izquierda española e, incluso, el ganador de las próximas elecciones generales. Sin embargo, y como seguidamente hemos de ver, ese giro político abriría la primera crisis de importancia en el seno de Podemos, crisis que, junto con otros problemas que trataré de exponer seguidamente con la necesaria concisión, obligó a soportar amargas hieles a una fuerza política que no había conocido hasta la fecha más que mieles.

6. Las primeras duras réplicas de la historia

Réplicas de la historia: la conocida expresión del gran ensayista y profesor Norberto Bobbio resulta de indudable utilidad para describir la situación a que Podemos va a tener que enfrentarse tras su fulgurante aparición en la política española, cuando toda una serie de fenómenos más o menos conectados entre sí obligaron a sus dirigentes a rebajar el optimismo que dominó la vida del partido durante los primeros meses posteriores a su constitución.

A mediados de noviembre de 2014, el diario El Mundo publicó una información según la cual uno de los tres principales líderes de Podemos, Íñigo Errejón, (licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense, al igual que Juan Carlos Monedero y Pablo Iglesias, con los que Errejón formaba, de hecho, el triunvirato de dirigentes del partido), estaría incumpliendo las obligaciones derivadas de un contrato firmado en marzo del mismo año con la Universidad de Málaga destinado a la realización de un estudio bajo la dirección de un profesor de aquella universidad, vicepresidente de una fundación de la que Errejón, a su vez, era vocal. Aunque la rectora malagueña sostuvo en un primer momento que el comportamiento del dirigente de Podemos se ajustaba a la legalidad, finalmente, y tras el gran debate público que suscitó el asunto, se le abrió un expediente informativo que dio lugar, primero, el 4 de diciembre, a la suspensión de empleo y sueldo de Errejón –quien menos de dos semanas después presentó la renuncia a su contrato– y que acabó, ya en marzo de 2015, con la propuesta, por parte de la inspección técnica de la universidad, de la máxima sanción contemplada en su régimen disciplinario, que comporta la inhabilitación definitiva del afectado para trabajar en la institución universitaria mencionada. Casi sin solución de continuidad, y cuando los ecos del «caso Errejón» aún no se habían apagado, el número tres de Podemos, Juan Carlos Monedero, se vio envuelto en una investigación llevada a cabo por la Agencia Tributaria respecto al modo, presuntamente irregular, en que aquel había liquidado los impuestos debidos por sus ganancias derivadas de su labor de asesoría a varios gobiernos latinoamericanos. En medio de acusaciones cruzadas procedentes de las restantes fuerzas políticas (desde la de haber defraudado al fisco hasta la de haber utilizado sus contratos de asesoría como una tapadera para la financiación ilegal de Podemos), tanto el partido como el propio Monedero, al igual que antes Errejón, proclamaron la radical falsedad de todas las acusaciones, que no perseguirían, supuestamente, otro objetivo que atacar a Podemos y a sus dirigentes y dañar sus buenas expectativas electoralesSegún la estimación de voto del Barómetro del CIS de enero de 2015, Podemos lograba colocarse como segunda fuerza política española, con el 23,9% de los votos, por encima del PSOE (22,2%) y sólo por debajo del PP (27,3%).. El «caso Monedero» se mantuvo en la primera línea informativa a lo largo de los meses de enero y febrero de 2015, hasta que el número tres de Podemos hubo de reconocer que había cometido una irregularidad fiscal, realizar una declaración complementaria y pagar lo que debía legalmente para evitar ser formalmente acusado de fraude tributario.

Más allá del juicio que puedan merecer ambos escándalos, sobre todo a la luz de otros sin duda de mucha mayor gravedad que estaban produciéndose simultáneamente en la vida política española, lo cierto es que los casos Errejón y Monedero (segundo y tercero en la jerarquía de Podemos) tuvieron un indudable efecto de pérdida de la virginidad ética que la nueva fuerza política había convertido en uno de sus patrimonios esenciales. Pues un partido que afirmaba que el eje izquierda-derecha se había visto desplazado en la política española por el que enfrentaba a las fuerzas emergentes (limpias y honradas) con la casta (sucia y corrupta), y que el problema del país era –antes lo apuntaba– «que hay una minoría de privilegiados, una oligarquía de sinvergüenzas que está robando a la mayoría», tenía a la fuerza que experimentar un sufrimiento muy profundo ante la opinión pública cuando dos de sus tres primeros dirigentes se veían inmersos en los escándalos que ellos mismos habían criticado con una dureza extraordinaria cuando los afectados eran los militantes de los partidos de «la casta».

Las cosas se complicaron para Podemos cuando Ciutadans decidió convertirse en Ciudadanos

Fue en este contexto profundamente enrarecido –marcado por la aparición de las primeras divergencias en el seno del grupo dirigente de Podemos, tanto en relación con la forma en que Pablo Iglesias y su gente de confianza se habían enfrentado al «caso Monedero» como respecto del giro estratégico al que me he referido páginas atrás–, en el que se celebró la primera consulta electoral a la que el partido concurrió tras los comicios europeos: las autonómicas andaluzas del 22 de marzo. Pero antes de referirme a los resultados de esos comicios, muy importantes por lo que luego se dirá, debe señalarse otro hecho que vino a complicar un objetivo que Podemos había podido abordar durante meses sin problemas: recoger una gran parte del voto indignado, por tratarse de la única fuerza relevante que concurría con esa bandera en el conjunto del país. Las cosas se complicaron, sin embargo, y mucho, para Podemos, cuando un pequeño partido que sólo había competido realmente en Cataluña decidió echar el resto para hacerlo en todo el territorio nacional: me refiero a la decisión de Ciutadans de convertirse en CiudadanosSobre Ciutadans-Ciudadanos puede consultarse, entre otras obras, la firmada por Félix de Azúa, Albert Boadella, Francesc de Carreras, Arcadi Espada, Félix Ovejero, Xavier Pericay y Fernando Savater, Ciudadanos. Sed realistas: decid lo indecible, Madrid, Triacastela, 2007, un libro constituido por las aportaciones de un grupo de intelectuales de gran prestigio, la mayoría de los cuales estuvieron entre los fundadores del movimiento que llevó a la creación de la nueva fuerza política. También pueden leerse los estudios de Álex Sàlmon, El enigma de Ciutadans. Un misterio político al descubierto, Madrid, La Esfera de los Libros, 2007; Jordi Bernal, Viajando con Ciutadans, Madrid, Triacastela, 2015, y Antoni Robles, La creación de Ciudadanos. Un largo camino, Madrid, Triacastela 2015.. Fundado en el año 2006 en Barcelona, a partir sobre todo de la plataforma cívica denomina Ciutadans de Catalunya, el partido que lidera Albert Rivera había tenido hasta las elecciones europeas de 2014 una dimensión primordialmente catalana, aunque había concurrido, con muy escasa capacidad competitiva y nulo éxito, a otros comicios celebrados fuera de su propio territorio. Así, frente a la evidente mejora de los resultados de Ciutadans en las consultas electorales celebradas en Cataluña (tres escaños sobre 135 en las elecciones autonómicas de 2006, tres en las de 2010 y nueve en las de 2012), sus resultados fueron prácticamente irrelevantes en las elecciones municipales de 2007, en las generales de 2008 (0,18% de los votos en el conjunto de España) y en las elecciones autonómicas andaluzas de 2008 (0,13% en el conjunto de la Comunidad).

Tras decidir no concurrir a las municipales de 2011 y dar el salto adelante ya indicado en las catalanas de 2012 –en las que multiplicó por tres su número de escaños–, la entrada de Ciudadanos por la puerta grande de la política nacional se produjo, al igual que en el caso de Podemos, en los comicios europeos de 2014, en los que el partido de Rivera se colocó como octava fuerza política española, con 495.114 votos (el 3,16% de los expresados) que le valieron dos escaños en el Parlamento de Estrasburgo. Ciudadanos iba a vivir a partir de finales de 2014 un proceso de relanzamiento nacional, inverso al que iba a acabar experimentando Podemos, un proceso que, ya anunciado con toda claridad por las encuestasEn efecto, el Barómetro del CIS de enero de 2015 atribuía a Ciudadanos un estimación de voto del 3,1% en el conjunto de España, mientras que el de abril, tres meses después, la asignaba el 13,8%. La evolución de las expectativas electorales de Podemos era justamente la contraria: del 23,9% en enero al 16,5% en abril. Véanse los estudios 3050 (enero) y 3080 (abril)., tuvo su manifestación sobresaliente en las elecciones andaluzas de 2015, cuyos resultados, antes aplazados, retomamos ahora.

Celebrados el 22 de marzo de 2015, esos comicios dieron una apretada victoria al Partido Socialista, que, con el 35,4% de los votos, obtuvo 47 escaños –lejos, por tanto, de la mayoría absoluta en un parlamento de 109 diputados–, seguido por el Partido Popular, que consiguió 33 escaños con el 26,8% de los votos expresados y que experimentó una fuerte caída (perdía diecisiete asientos en la cámara), caída que no beneficiaba al PSOE, pues éste repetía exactamente sus resultados parlamentarios del año 2012. IU, tercer partido presente en la cámara autonómica durante la legislatura previa a los comicios, sufría, por su parte, una derrota estrepitosa: perdía casi la mitad de sus votos (del 11,3% al 6,9%) y más de la mitad de sus escaños: de doce a cinco. ¿Qué había sucedido, pues, si perdían todos? Es fácil: que, por primera vez en unas elecciones de ámbito interno (no europeas), el bipartidismo imperfecto cuyas características se describían al inicio de este estudio había saltado literalmente los aires. No sólo Podemos entraba en el nuevo parlamento autonómico con una presencia muy notable (quince diputados, con el 14,8% de los votos), sino que lo hacía igualmente Ciudadanos, que, con un 9,3%, alcanzaba nueve escaños.

Aunque el éxito de ambos parecía, pues, indiscutible, la reacción de uno y otro frente a lo acontecido en las elecciones resultó ser muy diferente. Ciudadanos celebró por todo lo alto su resultado que, mucho mejor de lo esperado (el sondeo preelectoral del CIS para Andalucía le otorgaba un 6,4% de los votos y cinco diputados) demostraba, por ello mismo, su notable capacidad para competir, en el centro, por el voto de los sectores sociales descontentos con la gestión del Gobierno de Mariano Rajoy. La reacción de Podemos, de indisimulada decepciónToda la prensa nacional y andaluza dejo muestras de ese sentimiento colectivo de Podemos. El Diario de Sevilla titulaba al día siguiente de las elecciones «Podemos celebra con decepción sus “quince piedras en los zapatos”». El diario El País titulaba, por su parte, el mismo día «Podemos reconoce que no ha dado “un paso suficientemente largo”»., fue justamente la contraria, pese a que su resultado –pasar de cero a quince– resultaba objetivamente excepcional. Y es que tal resultado no sólo se quedaba, en el plano subjetivo, claramente por debajo de sus expectativas (el mismo sondeo del CIS que acabo de citar le otorgaba el 19,2% de los votos y 21-22 diputados), sino que desmentía rotundamente, sobre todo, la perspectiva de Podemos de llegar a desplazar al Partido Socialista para situarse como la primera fuerza de la izquierda. Es verdad que los partidos tradicionales del sistema andaluz (PSOE, PP e IU) perdían apreciablemente peso electoralPP, PSOE e IU habían sumado el 86,9% de los sufragios en las autonómicas de 1986, el 84,3% en las de 1990, el 92,1% en las de 1994, el 91,8% en las de 1996, el 90,4% en las de 2000, el 89,5% en las de 2004, el 93,8% en las de 2008 y el 91,4% en las de 2012, porcentajes todos muy superiores al 68,9% de las autonómicas de 2015., pero también lo era que el que lograban conservar entre los tres (el 68,9% de los sufragios expresados) estaba muy lejos de significar la desaparición de las fuerzas tradicionales del sistema y su sustitución por los dos partidos emergentes, que sumaban en conjunto el 24,1% de los votos.

Andalucía resultaba, ciertamente, un territorio electoral especialísimo, al ser el único en que no se ha producido alternancia política desde la primeras elecciones autonómicas de 1982: el PSOE ha gobernado allí, ininterrumpidamente, desde esa fecha, en solitario o con algún apoyo externo, lo que resulta demostrativo de una capacidad de resistencia electoral desconocida no sólo en España, sino en el contexto europeo comparado. Pero ni siquiera esa circunstancia pudo evitar que los conflictos internos en el seno de Podemos (que ya habían aflorado con fuerza tras haberse manifestado, como consecuencia del «caso Monedero», distintas posiciones sobre la forma en que debería haberse afrontado) dieran lugar a la primera ruptura pública del grupo dirigente: el propio Monedero, en abierto desacuerdo con el giro táctico hacia la moderación impulsado sobre todo por Íñigo Errejón, dimitió de todos sus cargos el día 30 de abril, afirmando en una entrevista radiofónica que su partido había caído en «el contacto permanente con aquello que queremos superar, pues a veces [hace que] nos parezcamos a lo que queremos sustituir. Eso es una realidad». Monedero criticaba que «Podemos cae en este tipo de problemas porque deja de tener tiempo para reunirse con un pequeño círculo, porque es más importante un minuto de televisión o es más importante aquello que te suma a la estrategia colectiva». El dirigente de la formación cargó «contra sus compañeros señalando que se siente “decepcionado” con la actual trayectoria de una formación que, según dijo, ha perdido su “frescura” y se parece cada vez más a aquellos partidos a los que pretende superar, pero también “traicionado y engañado” por una concepción de la política en la que incluyó a Podemos». Días mas tarde, el propio Monedero concedía una entrevista al diario El País, en la que, tras acusar de traidores a otros dirigentes de su formación cuyo nombre no citaba, y de entre los que excluía con toda claridad a Pablo Iglesias, manifestaba una dura crítica a la estrategia de la moderación («Hay otro problema: nuestra moderación. La moderación desarmaría a Podemos») y denunciaba la, a su juicio, peligrosísima posibilidad de acabar dilapidando las oportunidades de futuro abiertas para una fuerza alternativa al sistema por la ya aquí varias veces aludida ventana de oportunidad generada por las crisis política y económica: «Si perdemos esa ventana de oportunidad es terrible: estaríamos engañando a mucha gente que creyó que éramos el cambio». Las elecciones municipales y autonómicas del 24 de mayo, que se celebraron poco más de una semana después de que aparecieran publicadas estas declaraciones del ya exdirigente de Podemos, iban a poner de relieve hasta qué punto seguía o no abierta esa ventana en la que las fuerzas emergentes confiaban desde su constitución. Con tal análisis podremos ya punto final a este trabajo.

7. A modo de conclusión. Partidos tradicionales y fuerzas emergentes: las lecciones de unas elecciones

La diferente naturaleza entre los dos tipos de elecciones que se celebraron en mayo de 2015 (locales y regionales), y el hecho de que Podemos no presentase candidaturas como tal partido a las primeras, aconsejan un tratamiento diferenciado de unas y de otras, única forma, a mi juicio, de aquilatar bien las conclusiones que cabe extraer de los primeros comicios en los que tanto Podemos como Ciudadanos competían, y lo hacían a la vez, en el conjunto del territorio nacional en una consulta no europea.

a) Las elecciones locales se celebran en España con el mismo sistema que se aplica para las elecciones generales, salvo que el distrito electoral es, lógicamente, el municipio. Por lo demás, los candidatos se presentan en listas cerradas y bloqueadas y la fórmula electoral es proporcional (sistema d’Hondt), aunque aquí con una notable diferencia, derivada del número de concejales a elegir –superior o muy superior al de los escaños que tienen atribuidas en el Congreso de los Diputados gran parte de las provincias españoles–, circunstancia que determina que el sistema resulte ser en realidad mucho más proporcional que el que rige, de hecho, para la designación de la cámara baja en las elecciones generales. Una vez elegidos los concejales, el alcalde es designado por ellos, como se sabe, con arreglo al procedimiento previsto en la Ley Electoral: constituida la corporación municipal, se celebrará una votación para elegir alcalde, a la que podrán concurrir como candidatos los cabezas de lista de todos los partidos o coaliciones que hayan obtenido representación municipal y de la que saldrá elegido el que de ellos obtuviera la mayoría absoluta. Pero, si ninguna la obtuviera, se proclamará alcalde al concejal que encabece la lista que haya obtenido más votos en el correspondiente municipioVéase el artículo 196 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General.. Ello significa, dicho en dos palabras, que el auténtico ganador de los comicios es el partido o coalición que obtiene la mayoría absoluta de los concejales o el que es capaz de configurarla con alianzas, y no el que obtiene el mayor número de concejales, pues de no alcanzar la mayoría absoluta, o de carecer de aliados para conformarla, puede quedarse sin la alcaldía a pesar de ser la lista más votada.

Aclarado lo necesario respecto de las reglas de juego de los comicios locales, y dado que no es posible entrar en un análisis detallado de los recientes resultados electorales, me limitaré a destacar lo que me interesa a los efectos de profundizar en el objeto de este estudio. En primer lugar, el hecho de que los dos grandes partidos españoles perdieron en las elecciones municipales un importante número de votos (el PP pasó del 37,5% al 27% de los sufragios expresados y el PSOE del 27,8% al 25%), aunque la derrota del Partido Popular iba a acabar siendo muy superior a la del Partido Socialista, no sólo porque la pérdida de sufragios fue mucho más abultada (casi diez puntos el primero por menos de tres el segundo), sino además porque, tras la constitución de los ayuntamientos y los pactos que el PSOE cerró, sobre todo, con las fuerzas situadas a su izquierda o con los nacionalistas, los socialistas ganaron poder municipal, en tanto que los populares lo perdieron de forma muy significativa. En efecto, el Partido Popular pasó a gobernar en diecinueve capitales de provincia, algo más de la mitad de las treinta y cuatro en que tenía alcalde con anterioridad a los comicios, y fue desalojado del gobierno, por tanto, en otras quince, debido a la pérdida en ellas de las mayorías absolutas que había conseguido en 2011. En contraste, los referidos pactos cerrados entre el Partido Socialista y las fuerzas situadas a su izquierda o de carácter nacionalista (Bloque Nacionalista Gallego, Partido Nacionalista Vasco, Compromís en la Comunidad Autónoma de Valencia o diversas fuerzas nacionalistas en las Islas Baleares) significaron para los socialistas pasar de contar con ocho alcaldías a asentarse en un total de diecisiete. Además de ello, el PNV se hizo con dos alcaldías de capital de provincia y CiU, BNG, IU, Coalición Canaria, Bildu y Compromís con una. En el conjunto de España, el PP sumó 22.750 concejales y 20.823 el PSOE.

Podemos y Ciudadanos demostraron, aunque en diferente medida, una capacidad de penetración en el cuerpo electoral nada despreciable

El resultado para las fuerzas emergentes (Podemos y Ciudadanos) resultó, por su parte, digno de mención, aunque por razones muy distintas. Ciudadanos, que sí concurrió a los comicios con sus siglas, obtuvo, partiendo de cero, casi un millón y medio de votos (el 6,5% de los expresados), superando a la que había venido siendo hasta entonces tercera fuerza de ámbito estatal del sistema de partidos español, Izquierda Unida, que vio cómo sus sufragios se reducían hasta el 4,7%. Ello se tradujo en que Ciudadanos obtuviera 1.527 concejales, menos, sin embargo, que los de IU (2.217) por efecto de la dispersión territorial de sus votos. La otra gran novedad de las elecciones municipales iba a llegar de la mano de coaliciones políticas autodenominadas de unidad popular que, aunque apoyadas por Podemos, sólo con muchos matices podrían considerarse candidaturas de ese partido. Y es que con denominaciones muy diferentes (Ahora Madrid, Barcelona en Comú-E, Zaragoza en Común, Marea Atlántica, Por Cádiz sí se puede, Compostela Aberta, Ferrol en Común), las citadas coaliciones consiguieron hacerse con la alcaldía de ciudades muy significativas: por un lado, con la de las dos mayores de España (Madrid y Barcelona) y, por otro, con las de ciudades de la importancia de Zaragoza, La Coruña, Cádiz, Santiago de Compostela o Ferrol. En otros importantes núcleos urbanos, además, no alcanzaron la alcaldía, aunque sí consiguieron resultados electorales de notable importancia o, al menos, de la suficiente como para acabar cogobernando los respectivos municipios con los socialistas u otras fuerzas, o apoyando al PSOE para formar mayorías alternativas a las del Partido Popular (el caso de València en Comú, por ejemplo) allí donde el PP se convertía en la fuerza más votada, acercándose incluso a la mayoría absoluta, pero sin conseguirla. De hecho, la importancia municipal de Podemos residió en su contribución a esas denominadas candidaturas de unidad popular, aunque sea muy difícil valorar el paso relativo de su aportación a cada una de las que alcanzaron el poder o cosecharon un destacado resultado electoral.

b) Por lo que se refiere a las elecciones autonómicas, el sistema electoral no presenta tampoco diferencias con el de las elecciones generales (distritos provinciales, salvo en alguna Comunidad uniprovincial, listas cerradas y bloqueadas y fórmula electoral proporcional con regla d’Hondt), debiendo repetirse aquí, en todo caso, lo ya apuntado para las municipales en relación con la mayor proporcionalidad del sistema electoral: por ser el número de diputados a elegir en cada distrito bastante o muy superior al de los que se eligen en la gran mayoría de las provincias en las elecciones generales, el sistema resulta mucho más proporcional, lo que beneficia, como es lógico, a las fuerzas que obtienen menos votos frente a los dos grandes partidos de ámbito estatal.

Podemos concurrió con sus siglas, igual que Ciudadanos, a estos comicios, donde se elegían los trece parlamentos autonómicos de las Comunidades llamadas de vía general, es decir, de aquellas que no accedieron a la autonomía a través del sistema previsto en el artículo 151 y en la disposición transitoria 2ª de la Constitución: según es bien conocido, todas las de España, salvo el País Vasco, Cataluña, Galicia y Andalucía, territorios que celebran sus elecciones regionales con calendario propio. Al igual que anteriormente, no me referiré aquí tampoco con detalle al resultado global de los comicios, pues será suficiente con poner de relieve que los dos grandes partidos (PP y PSOE) perdieron también, como en las municipales, un número significativo de sufragios en las trece Comunidades, pérdida que fue en general muy superior en el caso del Partido Popular –que había obtenido en las anteriores autonómicas los mejores resultados de su historia en regionales– que en el del Partido Socialista, cuyos datos de 2011, ya muy malos, colocaban el umbral de voto socialista tan bajo que resultaba muy difícil perder en 2015 mucho más.

En plena coherencia con esta situación, y con la bajada también generalizada de IU en los territorios autonómicos, Podemos y Ciudadanos demostraron, aunque en diferente medida, una capacidad de penetración en el cuerpo electoral nada despreciable, tal y como puede apreciarse con claridad en los Cuadros 3 y 4, en los que, respectivamente para Podemos y Ciudadanos, queda constancia del número de votos (absoluto y en porcentaje) obtenidos por cada una de esas fuerzas, su número de escaños dentro de cada parlamento regional (con el número total indicado entre paréntesis) y la posición que ocupan en el ranking de cada Comunidad entre las fuerzas que concurrieron a los comicios regionales.


Cuadro 3. Resultados de Podemos en las elecciones autonómicas de 2015

 


Cuadro 4. Resultados de Ciudadanos en las elecciones autonómicas de 2015

Según puede apreciar el lector, en ninguna de las trece Comunidades en que se celebraron elecciones fue Podemos ni primera ni segunda fuerza; sí fue tercera en nueve, cuarta en tres y quinta en una. No alcanzó el 17% de los escaños en diez comunidades y sólo superó, en menos de un punto, el 20% en tres: Aragón, Asturias y Madrid. Por lo que se refiere a Ciudadanos, cuyo punto de partida –debe  subrayarse– era muy distinto –pues las encuestas no llevaban meses asignándole, como a Podemos,  una posición de preeminencia– en el sistema de partidos español, fue cuarta fuerza en siete Comunidades, quinta en dos, sexta en una, séptima en dos y octava en una. No alcanzó el 10% de los escaños en ocho Comunidades y lo superó muy ligeramente en cinco: Castilla y León (10,3%), La Rioja (10,5%), Madrid (12,1%), Valencia (12,3%) y Murcia (12,5%).

A la vista de todo ello, y con la máxima prudencia que aconsejan las circunstancias, pues, en gran medida y debido a los motivos apuntados –por un lado, la profunda crisis económica que arranca en 2008 y cuyos gravísimos efectos no empezaron a amortiguarse hasta bien avanzado 2013 y, por otro, una crisis política de confianza en el sistema de partidos que arrastramos desde hace años–, el electorado español viene demostrando un alto grado de volatilidad, creo que, en el momento de escribir estas líneas, podrían extraerse, ya como punto final de este trabajo, algunas conclusiones esenciales:

Primera: los resultados de las elecciones municipales y autonómicas apuntan en un sentido similar al de los comicios regionales andaluces: tanto Podemos como Ciudadanos están, al menos de momento, muy lejos de poder sustituir en sus espacios respectivos al Partido Socialista y al Partido Popular, quienes, pese a su disminución sustantiva de sufragios tanto en una como en otra elección, han demostrado ser capaces de hacer frente a las fuerzas emergentes, que, en general, no consiguen desplazarlos de las dos primeras posiciones ocupadas tradicionalmente por el PP y PSOE en nuestro sistema de partidos en los distritos en que no compiten organizaciones nacionalistas: de forma destacada, PNV y CiU.

Segunda: es verdad, en todo caso, que el peso conjunto del PSOE y del PP disminuye casi sin excepciones, tanto en elecciones municipales como autonómicas, de forma que nuestro bipartidismo imperfecto, en los términos que fue descrito al comienzo de este estudio, es hoy más imperfecto y menos bipartidista que antes de los comicios de mayo de 2015. Es esa una tendencia que ya se había apuntado en las elecciones europeas del año 2014 y en las autonómicas andaluzas del año 2015, y que ahora no hace más que confirmarse.

Tercera: sólo en algunos lugares en los que las fuerzas políticas y sociales que están a la izquierda del PSOE se han presentado a las elecciones municipales, con distintas fórmulas y denominaciones, a través de las autodenominadas candidaturas de unidad popular, han sido esas fueras capaces de hacerse con una mayoría suficiente como para, con o sin el apoyo socialista, desplazar del poder a los partidos tradicionales gobernantes (el PP o CiU), lo que ha sucedido de forma muy destacada en los ayuntamientos de Madrid y Barcelona. Debe apuntarse, en todo caso, a este respecto, que la experiencia demuestra que, en ese tipo de elecciones, el peso de los candidatos que presentan los partidos es mayor que el que estos tienen en elecciones generales y autonómicas, en las que los estudios poselectorales acreditan de un modo concluyente que los electores no votan en función de la personalidad de los candidatos (que habitualmente ni identifican, ni conocen) sino de las siglas bajo las que concurren en cada caso.

Cuarta: los resultados de las elecciones municipales y autonómicas de 2015 han puesto de relieve que la incapacidad de Podemos y Ciudadanos para desplazar al PP y al PSOE de la primera y/o segunda posición que ocupan en los distritos locales y provinciales no ha impedido que una u/y otra fuerza haya/-n entrado en tales distritos con presencia suficiente como para condicionar la elección de los respectivos alcaldes y presidentes autonómicos, lo que ha sido más frecuente en el ámbito de la izquierda que en el de la derecha, no sólo por la mejor posición relativa de Podemos (o las candidaturas de unidad popular que ha apoyado) respecto a Ciudadanos, sino también por el hecho de que en tanto que al PP no le ha quedado disponible, en términos generales, más aliado potencial que Ciudadanos, el PSOE optó por cerrar pactos con otras muchas fuerzas, bien nacionalistas, bien situadas a su izquierda. Podemos ha sido, bien directamente (en las comunidades autónomas), bien a través de las llamadas candidaturas de unidad popular (en los ayuntamientos) el socio preferente del PSOE, lo que ha supuesto un rotundo mentís al elemento esencial sobre el que su argumentario político e ideológico se había construido: la teoría de la casta y la idea que con ella resultaba plenamente coherente, es decir, la de la intercambiabilidad política entre el PSOE y el PP, que serían, según Podemos, fuerzas perfectamente equivalentes, en cuanto que igualmente despreciables. Tras las elecciones, y sin que los dirigentes de Podemos se hayan sentido obligados a dar al respecto ni una sola explicación, la teoría ha pasado a ser, de facto, la de que existe una casta buena (el PSOE y los nacionalistas) y una casta mala (el Partido Popular), de modo que con la primera puede pactarse e incluso gobernarse con el objetivo de evitar que la segunda se haga con posiciones de poder o que las conserve.

Nuestro bipartidismo imperfecto es hoy más imperfecto y menos bipartidista que antes de los comicios de mayo de 2015

Quinta: vistos los porcentajes obtenidos por Podemos y Ciudadanos en las elecciones autonómicas, parece razonable pensar que una y otra fuerza accederán con seguridad en las próximas elecciones generales, y en un número significativo de provincias, al Congreso de los Diputados, aunque esta posibilidad quedará muy condicionada por un sistema electoral que, como ya se puso de relieve en su momento, no es proporcional, de hecho, en treinta y dos de los cincuenta distritos provincialesVéase nota 1 supra., donde lo habitual es que sólo obtenga representación parlamentaria el primer y el segundo partido en liza. Dado que, como sabemos que el comportamiento electoral tienden a ser dual, de modo que la expresión del voto en elecciones locales o autonómicas no tiene por qué reproducirse en generales, parece razonable pensar que los electores tenderán a concentrar el voto en las segundas opciones más cercanas a sus preferencias por la izquierda y la derecha en aquellos casos en que las primeras preferencias tengan muchas menos posibilidades de transformar sus votos en escaños. Dicho de otro modo, el mismo sistema electoral que ha favorecido el voto a Podemos y Ciudadanos en las elecciones autonómicas podría dificultar ese voto en las generales, dada su mucha menor proporcionalidad, lo que tendería a impulsar a los votantes de Podemos hacia el PSOE y a los de Ciudadanos hacia el PP en aquellos distritos en que las fuerzas emergentes tengan aparentemente mucho más complicado traducir sus votos en escaños.

Sexta: todo lo apuntado previamente no debe llevarnos a suponer que Podemos y Ciudadanos –y, eventualmente, las candidaturas de la llamada unidad popular que pudieran ser o no apoyadas por Podemos, aunque los últimos acontecimientos parecen avalar la segunda opción– no puedan alcanzar representación parlamentaria en el Congreso de los Diputados en una proporción que las coloque en situación no sólo de condicionar la mayoría parlamentaria que pudiera apoyar la formación de un futuro gobierno del Partido Popular o del Partido Socialista, sino, incluso, de vetar la configuración de una mayoría que pudiera sostener la propia formación de un gobierno de uno u otro signo, lo que sería muy distinto y daría lugar a un gravísimo problema de estabilidad gubernativa. De hecho, es razonable predecir que, o mucho cambian las cosas, o en las próximas elecciones generales el partido más votado (sea el PP, como parece más probable, o el PSOE) y el que le siga se quedarán por debajo del resultado que ambos obtuvieron en 1993 (159 escaños el PSOE, 141 el PP) y en 1996 (156 el PP, 141 el PSOE). A ello hay que añadir algo nada irrelevante: que CiU, el principal socio del PSOE en 1993 y del PP en 1996, es hoy, por su deriva secesionista, un socio político imposible.

Séptima: los pactos cerrados por el Partido Socialista en ayuntamientos y Comunidades tras las últimas elecciones generales y autonómicas han estado condicionados en la inmensa mayoría de los casos por lo que podría denominarse sin exageraciones una política de cordón sanitario frente al Partido Popular, destinada a lograr que éste ocupe el menor número posible gobiernos municipales y regionales. Ello ha llevado a los socialistas a pactar, prácticamente a discreción, con fuerzas de extrema izquierda (nacionalista o no), bien para hacerse con tales gobiernos, bien para que se hagan con ellos las fuerzas mencionadas, cerrando así el paso al PP incluso donde ha sido, con mayor o menor ventaja, la lista más votada. Una política, pues, en la que ha primado el objetivo de aislar al PP como partido por encima de las, en ocasiones, abismales diferencias políticas e ideológicas entre el PSOE y sus nuevos socios radicales. A la vista de las reiteradas declaraciones de dirigentes socialistas en las que confirman su voluntad de alcanzar los pactos que en el futuro pudiesen resultar –eventualmente– necesarios para hacerse con el Gobierno nacional tras las elecciones generales previstas para finales del año 2015, todo hace pensar que el PSOE estaría dispuesto a reeditar esa política de cordón sanitario, ampliando el abanico de socios potenciales tanto como fuera necesario para arrebatar el Gobierno al Partido Popular, aun en el caso de que aquél fuese la fuerza con mayor número de diputados en el Congreso tras las elecciones legislativas. De ser así, la decisión del PSOE rompería la costumbre constitucional de que en el ámbito estatal forme gobierno el partido más votado, siempre que su número de diputados le permita llegar a un pacto que asegure la gobernabilidad, en la medida en que se constituyese frente a él una especie de cártel de partidos de izquierda y extrema izquierda, mucho más unido por sus acuerdos en negativo (evitar un Gobierno del PP) que por acuerdos en positivo, es decir, por un auténtico y coherente programa de gobierno, muy difícil de imaginar entre el PSOE y gran parte de las fuerzas (nacionalistas o no) situadas a su izquierda. Si, además, el peso relativo del PSOE en esa gran coalición anti-PP no superase de forma sustancial los cien diputados, la ingobernabilidad resultaría de nuevo prácticamente inevitable, lo que, en un especie de bucle sin salida, podría detener la clara mejoría de la economía española en el último año y quebrar aún más la confianza en el funcionamiento de nuestro régimen democrático de partidos. Ese es, a la postre, el otro gran peligro al que creo que nos enfrentamos y para el que las fuerzas emergentes no ofrecen ninguna solución. Pensando en los intereses generales del país, la ventana de oportunidad en la que Podemos ha puesto todas sus esperanzas podría servir, en suma, sólo para dar, desde ella, un salto hacia el vacío.

Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Sus últimos libros son La Constitución de 1978 (Madrid, Alianza, 2003), Nacionalidades históricas y regiones sin historia (Madrid, Alianza, 2005), El valor de la Constitución (Madrid, Alianza, 2007), La aflicción de los patriotas (Madrid, Alianza, 2008),  La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del constitucionalismo europeo (Madrid, Alianza, 2010), Los rostros del federalismo (Madrid, Alianza, 2012) y El laberinto territorial español. Del cantón de Cartagena al secesionismo catalán (Madrid, Alianza, 2014).

Este trabajo constituye una versión resumida del que se publicará
próximamente en la revista italiana Diritto pubblico comparato ed europeo

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