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Vidas de poeta

Fuegos con limón

FERNANDO ARAMBURU

Tusquets, Barcelona, 1996

610

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Para ser una primera novela, Fuegos con limón manifiesta una ambición literaria considerable, una de esas ambiciones por las que (soy testigo) un poeta dedica ocho años a la forja paciente, tozuda, de una escritura narrativa personal. Ambición de estilo, desde luego, porque su prosa administra con soltura registros y maneras, y logra elegancias que los relatos de estos días no frecuentan y en las que se percibe el eco de nuestros clásicos. Pero su ambición más evidente es tramar una historia entretenida, que enmascara las audacias técnicas y se deja leer con la naturalidad de un clásico. Hilario Goicoechea, su protagonista y narrador, decide ser poeta. En busca de renombre, se anima a participar en los enredos de otros alevines de literato, agrupados bajo el nombre de La Placa, cuyas travesuras y desmanes cuenta aquí. Su relación de empresas más o menos delirantes y de ocurrencias pícaras acumula anécdotas, que prodigan la truhanería incorregible del Pulcro, la inteligencia altiva y las flaquezas de Josu Ruiz (quien inventa la bebida que da título a la obra), la desmesura hilarante de Genaro Zaldúa, y otros personajes tan memorables como el tímido y trapacero Hilario. Los rodea además todo un hormiguero de personajillos que se afanan en sus quehaceres y sus desdichas cotidianas.

En el epígrafe inicial, Maeterlinck nos previene sin embargo de que ese hormiguear, al tiempo que curioso por sí mismo, es imagen de sentidos más amplios. Aramburu, poeta antes que narrador, llega a la novela con la certeza de que el gusto por el lenguaje rico y exacto y la afición a la anécdota entretenida deben servir a una ambición de más calado, la de rendir cuentas de sus preocupaciones esenciales. Su relato acierta a combinar lo divertido con lo patético, la juerga y la travesura que se pretenden inocuas con la desazón y la tragedia, La Placa y sus bribonadas con el universo doméstico en que se desmorona la familia de Hilario o las de sus otros alborotados protagonistas. Y todo lo engarza el trayecto que éste va recorriendo desde los espejismos de la fama literaria al desengaño de una vida rota.

Fuegos con limón, a menudo indiferente a los estrictos requisitos de lo probable, prefiere el episodio significativo a la austera realidad, pero retorna siempre a ésta, socavando poco a poco el alborotar sin culpa ni remordimiento de los personajes. Su realidad es también la del San Sebastián de 1979; incluso la del grupo CLOC «de Arte y Desarte», en el que participó Aramburu por entonces, así que podría leerse como un roman àclef, aunque el esfuerzo no me parece muy productivo. Salpican sus páginas los sucesos que llenaron las de los periódicos locales de aquellos días, y todo transcurre en calles y rincones y entre personajes reales que dibujan una geografía concreta. Pero su realidad es, sobre todo, la desolada de cada ser humano, empeñado en olvidarse en el trajín y el desconcierto. El desenlace impone a las ilusiones fantasiosas de Hilario el término más feroz e irremediable y deja en el lector un regusto amargo, una impresión de fracaso aniquilador.

Sin embargo, la obra no se acomoda en la desolación ni rehúsa al lector toda esperanza: al fin y al cabo, Hilario ha escrito la crónica de sus malandanzas. Aun cuando todo se malogra y la amistad o la gloria son espejismos y apenas otra cosa, la escritura callada de esa confesión tal vez lo redime. Tal vez.

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