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El eco de Francisco Pino

Siempre y nunca

FRANCISCO PINO

Edición de Esperanza Ortega Cátedra, Madrid

304 págs.

9 €

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Nunca es tarea fácil someter a selección la complejidad de una trayectoria literaria, menos aún si en ella se dan circunstancias como las que concurren en la descrita por Francisco Pino en su larga vida de noventa y dos años. Hay escritores que dibujan con su producción un camino, un ir hacia algún sitio, perceptible en cierta medida para lectores o críticos y susceptible por tanto de sometimiento a escala. Otros, en cambio –y sería el caso de Pino, según reconoce su editora y antóloga–, parecería que nunca se hubieran encaminado propiamente, sino que acabaran constituyéndose ellos mismos en encrucijada. Una encrucijada dinámica que, por definición y por voluntad, no dejó de quererse estática, inscrita en ese aquí profundo que en el poeta castellano constituía toda una declaración de intenciones. Resumir un trayecto, cifrar un periplo, es misión hacedera; lo complicado es representar un quedarse, un quedarse que, como el de Francisco Pino, ha supuesto un descenso a lo hondo, por él ilustrado de modo muy plástico con la imagen del pájaro equivocado.

Sin embargo, este Siempre y nunca a cargo de Esperanza Ortega no es la primera antología que se ofrece de quien compuso unos sesenta títulos de poesía, la tercera parte de los cuales podrían catalogarse bajo la marca común de lo experimental, con un carácter eminentemente visual/espacial pero en realidad de muy varia concreción, sumadas las poeturas, los libros de agujeros , el mail art o las piedras escritas, junto con otras propuestas siempre lúcidas y personalísimas. Contábamos con selecciones debidas a Mario Hernández, Antonio Piedra o la propia Esperanza Ortega, la mayoría fechadas en la segunda mitad de los años noventa, cuando podría decirse que culmina la recuperación de la muy necesaria visibilidad de Pino, etapa abierta a finales de los años setenta con la salida en Hiperión de sus Antisalmos y continuada por la serie de libros acogidos por esa misma colección, y en especial por la publicación de Distinto y junto (1990), tres volúmenes también agotados en la actualidad que integraron la totalidad de los títulos de poesía versal o lineal publicados hasta aquel momento. El responsable de esta edición fue asimismo Antonio Piedra, autor, años después, de la monografía La tensión poética en Francisco Pino (1998).

El signo de lo paradójico reaparece cuando el lector contrasta, por una parte, lo que sabe sobre el día a día de Pino, su biografía íntima e intelectual, su decisión de asumir una vida retirada, en todo ajena al ruido cultural y a las vanidades sociales, y, por otra, el atentísimo cuidado puesto en la edición de sus textos, tanto en los publicados para lectura estricta de los más próximos, durante una etapa bien amplia, como en los dispuestos para una circulación mayor, contadas aquí compilaciones y antologías. En cuanto a lo primero, es tan diáfano como amargo el poema «Punto de puntuación», que puede leerse en la serie «Común en luna», de Siyno sino, y también en el volumen En no importa qué idioma. Casi una proyección de su posición etopoética e incluso de su modo de entender la actividad comunicativa humana; casi una declaración sobre la inconveniencia de escribir o al menos sobre la desconfianza en la posibilidad de fundamentar conocimiento desde «la palabra que queda» (recuérdese que, en origen, eso es lo que quiso decir literatura). Son claves que hunden sus raíces en la teoría agustiniana del signo, como no ocultó el lema que abría el libro Revela velado (1972), y que conducen a una comprensión de la poesía que Esperanza Ortega ha explicado con eficacia en su extenso, preciso y bien trabado estudio introductorio. En definitiva, poco Aristóteles y algo más de Platón, nada de mímesis o de sus derivaciones y sí algo de anamnesis y de expresión, a menudo sometidas como en el Platón inicial a una forma de furor o extravío, al descontrol y al yerro, a la errata deseada y deseante incluso, tal y como compromete uno de los primeros libros de Pino, Méquina dalicada, publicado por vez primera en 1981, pero en lo fundamental escrito a principios de los años treinta.

Concurre, por tanto, el poeta a una de las vías que la modernidad –de Mallarmé a Cage– ha instituido, la de un lenguaje liberado de la servidumbre referencial, la de una voz que se hace canto, eco o algoritmo ensimismados y que propende a la música o al silencio como culminación del arte, algo no tan ajeno en cualquier caso a la modulación primitiva de la lírica. Por ello no debería extrañar la impronta ascética o mística, tampoco una negatividad entendida en el sentido adorniano –si bien más dialógica que dialéctica, por cuanto no reconoce la inevitabilidad ni la supremacía de la síntesis– que en ocasiones llega a abrir un espacio irónico de impugnación de ciertos valores universales o de sus representaciones más esclerotizadas.

La «Introducción» dispuesta por Esperanza Ortega para la antología Siempre y nunca pasa revista a asuntos ineludibles, como la relación del poeta con Juan Ramón, el 27, las vanguardias históricas o la neovanguardia, con particular atención al creacionismo y a la dudosa deriva surrealista, bien matizada por la editora. Postula Ortega, entiendo que bajo la dependencia biográfica ya perceptible antes en los textos críticos de Antonio Piedra, una organización de la obra de Pino en cuatro etapas: curso (1942-1969), cadozo (1969-1978), corriente subterránea (1978-1993) y desembocar (1998-2002). Otras claves principales en las que se apoya el estudio introductorio son las siguientes: la opción del autor por establecer su vida y su poesía en la dimensión simbólica de lo fantástico y en un «presente absoluto», su aproximación a una poética de lo efímero y lo paradójico, la tendencia de Pino a un pensar analógico orientado a lo trascendente y a la religación con lo sagrado, la constitución en su poesía de una teoría del paisaje castellano y de la propia identidad de Castilla en vínculo estricto con lo anterior –«poesía es aquí», dice un verso de Este sitio –, la vivencia experiencial de un dualismo dialógico manifiesto en diversos órdenes –inocencia/ironía, misticismo/sátira o historicidad/ actualidad, por ejemplo–, la prioridad poiética de la mirada y, en fin, la ausencia de jerarquía interna en la sucesión de los textos y libros publicados. Esto último no parece tan claro, a diferencia del resto de argumentos presentados por Esperanza Ortega en su medido análisis.

Querría tomar de éste algunos hilos con los que tejer una apostilla. Tiene que ver con el fuerte compromiso deíctico de la poesía de Francisco Pino, tan abocada en sus funciones a lo que él mismo llamó manifestación, un concepto que interesaría poner en más directo diálogo con pautas definitorias de la estética y la poética de la modernidad ya a partir de la presentez enunciativa de la que habló la fenomenología ingardeana como marca del discurso lírico, o del aparecer en el que se sustenta la estética de Nicolai Hartmann, o incluso del desvelamiento heideggeriano. Casi toda la obra del poeta vallisoletano nace, en efecto, de la experiencia presentativa de lo fenoménico, a menudo leída la realidad próxima y concreta con mirada epifánica y no pocas veces –lo resaltó Juan Carlos Suñén– henchida de rara piedad. Las tres partes de Cuaderno salvaje se rotularon «Nada más que mirar», «Más que mirar» y «Mirar». El segundo poema de ese libro autoimpugnatorio, titulado «El mirar», comienza así: «Mira y di lo que ves; no añadas nada / de poesía a tu mirar». Es mucha la insistencia, no sólo ahí, en esta clave poética, que al lector le recordará el proceder habitual de poetas de otras latitudes, William Carlos Williams o cierto e.e. cummings. Poetas propicios a la reinterpretación de lo que Wordsworth llamó spots of time, instantes que de modo inesperado se vuelcan a la revelación de lo profundo. Pero hay más, como ha sabido explicar Miguel Casado. Y es que el poeta destacaba sobre ello, sobre la vivencia epifánica, «ese no / quedar», un renunciar a la huella para que la mirada, la conciencia, la escritura, la vida… fueran apenas el rastro de una nube. Con todo, nueva paradoja, cerrado el círculo fenomenológico, creyó naturalmente Francisco Pino también en la idea, en la esencia a la que cualquier cosa se reduce, con un operativo que incluso aplicó a la historia.

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