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De maestros a discípulos

CIENCIA, INCERTIDUMBRE Y CONCIENCIA. HEISENBERG

Antonio Fernández-Rañada

Nivola, Madrid

288 pp.

20,90 €

VIAJE AL REINO DE SATURNO

Juan Julio Bonet Sugrañes

Nivola, Madrid

704 pp.

29 €

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Era una mañana luminosa de mayo de 1985 y la solemne comitiva académica salía ya del salón de actos, después de la investidura como doctor honoris causa por el Instituto Químico de Sarriá del premio Nobel Oskar Jeger, del ETH de Zúrich, cuando el viejo profesor tocó el brazo de su discípulo y padrino, Juan Julio Bonet, para decirle en voz baja: «Sabe usted, don Juan, mi árbol genealógico científico se remonta a Lavoisier».

Poco a poco, las plenas implicaciones de esas palabras, tímidamente pronunciadas, debieron tomar cuerpo en la mente de Bonet. La más importante sería sin duda la de que, como discípulo de Jeger, él también resultaba ser descendiente directo del fundador de la Química moderna. Luego recordaría que Jeger a su vez había sido discípulo de Leopold Ruzicka, a quien Bonet también había conocido personalmente en sus años de Zúrich y, a partir de ahí, se preguntaría: ¿cuáles eran los eslabones de la cadena que unía a Ruzicka con Lavoisier? Esta pregunta acabaría obsesionándole hasta el punto de emprender la ímproba tarea de contestarla, un viaje de ida y vuelta al reino de Saturno que habría de llevarle dos décadas, entre la laboriosa investigación, la escritura minuciosa y los engorrosos trámites de publicación. El resultado de esta insólita aventura es un libro singular, «no hijo del saber sino del amor», como diría Octavio Paz.

Si se bucea en la historia, se comprueba que, con pocas excepciones, la llama de la gran ciencia se transmite de antorcha a antorcha, de maestro a discípulo. Al iniciar su investigación, Bonet encuentra el camino marcado en una nota manuscrita de Leopold Ruzicka, que enumera los hitos del viaje: de Ruzicka a Staudinger, a Vorländer, a Tiemann, a Von Hofmann, a Von Liebig, a GayLussac, a Berthollet, a Lavoisier y, entrando ya en el oscuro bosque de la alquimia, a Rouelle. En suma, un recorrido por tres siglos de avance vertiginoso en el conocimiento de la materia, tanto biótica como abiótica. Por contraste, la biografía de Werner Heisenberg (1901-1976), escrita por Antonio Fernández-Rañada, se mueve en un ámbito temporal más restringido, que es en esencia el de la eclosión de la Física teórica moderna, aunque también rico en excepcionales maestros –Sommerfeld, Plank, Bohr y Born– y rutilantes discípulos: Heisenberg, Schrödinger,Von Laue, Pauli y Pauling, entre otros.

Para remontar el río de su tradición científica, Bonet recluta como acompañante y guía providencial a Gandalf, el mago, quien le asegura la invisibilidad y le permite olvidar las convenciones del tiempo y el espacio para vivir los acontecimientos con sus protagonistas. Al mago, personaje escapado de las páginas de Tolkien, no le interesa tanto la química como la alquimia, por lo que apremiará de continuo al narrador principal –a quien gusta demorarse en los acontecimientos y personajes que le interesan– y en su impaciencia nos resumirá someramente los episodios menos relevantes, hasta que en la última etapa del viaje, ya en el reino de Saturno, tomará la voz cantante para desplegar su visión de la alquimia, con un discurso tan enraizado en la obra de Carl G. Jung (Paracélsica, Psicología y Alquimia y Sincronicidad, entre otros títulos) que, al final, mago y psiquiatra podrán considerarse una misma persona. En el viaje de ida, el lector vive dentro de los acontecimientos y el tiempo va dando sucesivamente un paso adelante (de nacimiento a muerte del protagonista más próximo) y dos pasos atrás (hasta el nacimiento de su maestro), en una especie de fox-trot inverso, mientras que en el viaje de vuelta, vertiginoso y lineal, con algunos altos, lo que se ofrece son imágenes panorámicas, en gran angular.Todos estos artificios contribuyen a la considerable eficacia narrativa del texto, que es claro, ameno y riguroso, y hacen difícil su clasificación: un libro atípico, entre la biografía, la ficción, la historia y la sociología de la ciencia. En cambio, el libro de Fernández-Rañada responde más a un patrón canónico de cuidada biografía científica, vertebrada por una clara descripción de la generación, flujo y fertilización cruzada de las ideas principales, en las que se insertan los otros aspectos biográficos, especialmente los relativos a la ambigüedad moral del biografiado.

Según confiesa, Bonet sitúa las relaciones entre maestros y discípulos en un marco no muy distinto al propuesto por Steiner en Lessons ofthe Masters (recientemente traducido: Madrid, Siruela, 2004). Para el estadounidense, es en la ciencia donde con más frecuencia estas relaciones alcanzan un ideal de intercambio, un eros de confianza recíproca, de amor, una ósmosis mediante la cual el maestro aprende de su discípulo incluso cuando enseña, y donde son más raras las patologías que representan los maestros que destruyen a sus discípulos o los discípulos que traicionan y arruinan a sus maestros. Aunque Steiner haya podido llegar a esta amable idea por exclusión, a partir de su experiencia en el ámbito más inhóspito de las humanidades, y los científicos podamos pensar otra cosa al respecto, lo cierto es que Bonet consigue apoyar la línea de Steiner, a pesar de que las relaciones por él documentadas no hayan estado exentas de contratiempos. Así, por ejemplo, Jeger veneró a Ruzicka hasta su muerte, a pesar de que éste lo excluyó injustamente como coautor de su trabajo más importante, y el tiránico Ruzicka se preocupó hasta los últimos detalles del bienestar de Staudinger, en la derrotada Alemania, sin tener en cuenta que éste lo había echado prácticamente de su laboratorio y, más tarde, se había opuesto a que fuera su eventual sucesor en Zúrich.Tampoco las disputas de paternidad intelectual refrenaron el encendido y sincero elogio a Gay-Lussac que Von Liebig pronunció con motivo de la Exposición de París de 1867. A pesar de todo, las relaciones entre los físicos, descritas por Fernández-Rañada, nos parecen más próximas al ideal de Steiner –el de la pura confrontación intelectual– que las de los químicos. Se diría que el carácter individual y teórico de la labor de los primeros es menos proclive al conflicto personal que el colectivo y experimental de la de los segundos. Sin embargo, como señala Fernández-Rañada, el puro debate científico acabó devastado por el nacionalismo de muchos de sus participantes y por su connivencia más o menos tácita con el régimen nazi. El eventual desencuentro (moral) entre Heisenberg y Niels Bohr, cuyos detalles ya nunca se desvelarán, representa tal vez el conflicto maestrodiscípulo por antonomasia.

En ambos textos encontramos ejemplos de maestros superados por sus discípulos o, si se quiere, de maestros que acaban brillando a través de sus discípulos. Así, Leopold Ruzicka recibió el premio Nobel muchos años antes que su maestro Hermann Staudinger, y Max Born, maestro de Heisenberg, lo consiguió sólo después de que varios de sus discípulos lo lograran.

Hasta mediados del siglo XIX no se institucionaliza la relación de aprendizaje en la ciencia y se entra en un marco profesional, reglado y sistemático. El de Liebig es el primer laboratorio de química según este planteamiento, que supone una nueva relación entre la ciencia y el poder político. Los sinsabores del ilustre químico para encontrar el necesario apoyo institucional no son muy distintos de los de cualquier científico contemporáneo. En este contexto, Bonet recrea con gracia las relaciones de Liebig y de Hofmann con la realeza. Así por ejemplo, por deseo expreso de las reinas bávaras Marie y Teresa, y del rey Ludwig, Liebig pronuncia una conferencia ante la corte y hace una demostración de la combustión del sulfuro de carbono en óxido nítrico gaseoso: se produce una luz azul clara, extraordinariamente brillante, y el público queda tan maravillado como para rogar que se repita el experimento, lo que esta vez termina en una tremenda explosión, con la reina Teresa y el príncipe Luitpold heridos y el mismo experimentador salvado de un daño irreversible por una tabaquera de oro que llevaba en el bolsillo del pantalón.

En las etapas iniciales de la ciencia moderna, las relaciones entre maestros y discípulos son de carácter privado y casi familiares. Por ejemplo, un Gay-Lussac se incorpora a la familia de su maestro Berthollet, ya en la casa de París, ya en la propiedad campestre de Arcueil, y a través de ella entrará en contacto con lo más florido de la ciencia de su tiempo. El propio Berthollet y su maestro Lavoisier asistieron a las míticas clases privadas que, a tanto el alumno, impartía Guillaume François Rouelle. Este último no dejó texto escrito alguno y se limitaba a plasmar sus explicaciones en una pizarra que borraba con su peluca, pero afortunadamente para los que le siguieron, Diderot recogió y corrigió las lecciones de Rouelle durante los dos años en que fue su alumno. En éstas cabían desde la alquimia hasta la teoría del flogisto que, aunque errónea, estaba concebida desde una óptica moderna. De ella y contra ella partiría Lavoisier para fundar la química que hoy conocemos.

A principios del siglo XXI la ciencia ha pasado de ser un río profundo y caudaloso a convertirse en un inmenso mar bidimensional del que se ignora el origen de sus aguas. El entramado conceptual de la ciencia moderna es de tal dimensión y complejidad que el joven científico que intenta abarcarlo corre el peligro de perder toda noción sobre su génesis. Si olvidamos de dónde vienen las ideas de nuestro tiempo, corremos el peligro de desconocer adónde nos llevan. Libros como los que nos han brindado Bonet y Fernández-Rañada contribuyen a salvarnos de ese peligro.

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Ficha técnica

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