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FARGO

Fargo

Director: Joel Coen. Productor: Ethan Coen. Guión: Joel y Ethan Coen. Fotografía: Roger Deakins. Música: Carter Burwell. Intérpretes: Frances McDormand, Willi

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En mis años de estudiante universitario algunos sedicentes expertos distinguían entre maestros del cine y artesanos del cine, siendo normalmente estos últimos los que hacían mejores películas, de modo que, pasado el tiempo, algunos de aquellos maestros han quedado viejos y gastados, mientras que los artesanos han alcanzado categoría de clásicos. A primera vista estos hermanos Coen –Ethan, productor, Joel, director, y ambos guionistas– tienen por fuerza que ser artesanos, porque dudo mucho que a maestro alguno se le ocurra compartir la autoría de una película, como según se dice que ellos hacen. Compartir siempre ha sido cosa menestral, algo privativo de gentes de taller. Y éste debe de ser el caso. Los Coen son unos artesanos, bien que espléndidos, algo que todavía no eran en sus películas anteriores, ni siquiera en la tan celebrada Muerte entre las flores, en la que más bien tendían a ser maestros. No sé si me explico. Fargo es otra cosa. En primer lugar, y esto es relevante, la historia que se cuenta es verídica, o sea, un suceso real; algo que viene a ser privativo de los artesanos y a lo que nos tienen acostumbrados, por cierto, y para mal, algunas cadenas privadas de televisión, en las que el telefilme de cada sobremesa está inevitablemente basado en un suceso real. Elevarse por encima de ese tipo de cine es, pues, el primer mérito de Fargo, que si algún parentesco tiene con algo previo sería con la extraordinaria A sangrefría de Truman Capote, llevada al cine por Richard Brooks en 1967.

Y luego el paisaje, en primer plano, un paisaje que es parte importante de la historia, aplastado por la nieve, uniformemente blanco, que parece explicar el andar lento y el discurrir ralentizado de los personajes, como si fuera el fundamento natural de esa morosidad estética que caracteriza el estilo de los hermanos Coen. Con Minneapolis, la gran ciudad, al fondo, como oasis de negocios y codicia en ese desierto de nieve. Se habla en la película impropiamente de «Las dos ciudades». Son las Twin Cities (Ciudades Gemelas), St. Paul y Minneapolis –tan cerca la una de la otra que comparten servicios–. St. Paul, mayoritariamente poblada por irlandeses, cuna de Scott Fitzgerald, y Minneapolis, poblada por escandinavos. El arranque de la historia es sencillo: Jerry Lundergaard, un apocado vendedor de coches, abrumado por las deudas, contrata a dos matones para que secuestren a su mujer y cobren un rescate del acomodado padre de ésta. Los dos matones son erráticos, caprichosos, imprevisibles. Uno es silencioso como un muerto, el otro enormemente locuaz y además exige que se le conteste. Basta verlos un instante para sentir la inminencia de la explosión. Tanto más si han de ir juntos durante horas en un coche por una carretera entre la nieve. Es como si dos empedernidos fumadores, encendiendo cerilla tras cerilla, jugaran a las cartas en medio de una gasolinera.

Lo que nos lleva a la magnífica caracterización de los tipos, de todos ellos, trazados con mano segura, a la que le bastan unos pocos toques precisos. La jefa de policía Marge Gunderson (Frances McDormand), por ejemplo, encargada de investigar los asesinatos ocurridos en su pequeño condado cercano a Minneapolis. Pocas veces el contraste entre «policías y ladrones» se presenta con tal nitidez, sin continuidad posible entre las maneras de unos y otros. Marge es prudente, amable y sencilla. Podría ser la encargada de una tienda de ultramarinos o la farmacéutica del condado. Además está en avanzado estado de gestación. Es no sólo la representación del bien, sino una representación físicamente muy abultada. Que sepamos, es la primera investigadora embarazada de la historia del crimen. Todo un tipo. Y no es un ama de casa, porque el amo de casa, el amo de la casa literalmente, parece serlo su mimado marido, que pinta, que caza y que pesca y que ve la televisión. Cuando les vemos por primera vez, les vemos juntos en la cama, una cama angosta para el corpachón del marido y para el ocasionalmente abultado de ella, pero les vemos y eso sí es novedad hoy, no haciendo el amor, sino durmiendo, ella duerme al lado del teléfono lo cual es todo un símbolo, mientras que él es quien maneja el mando a distancia de la televisión.

Salvadas las distancias, el drama de Lundergaard, el marido que planea el secuestro de su esposa, recuerda al del Montgomery Clift de Un lugar en el sol (de Georges Stevens, otro «artesano»), adaptación de la novela de Dreisser: Una tragediaamericana. Pero lo que allí había de pasión amorosa y de codicia, aquí sólo es codicia. Fargo es así una tragedia escandinava del Medio Oeste. Porque mucho de escandinavo hay en los protagonistas principales, desde el ya mencionado Lundergaard que trabaja de vendedor de coches para su suegro, hasta su suegro, Gustafson (Harve Presnell), el millonario, que mira a su yerno por encima del hombro, decidido, calculador y duro, pero, a la postre, cuando de dinero se trata, mucho más apasionado que cualquier latino..

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