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Murakami: Fan Service

La muerte del comendador (Libros 1)

Haruki Murakami

Barcelona, Tusquets, 2018

Trad. de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara

480 pp. 21,90 €

La muerte del comendador (Libros 2)

Haruki Murakami

Barcelona, Tusquets, 2019

Trad. de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara

496 pp. 21,90 €

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Para quienes nos gustan sus novelas –o, al menos, algunas de sus novelas–, Haruki Murakami puede ser un escritor difícil de defender. Sus dotes como prosista son, en el mejor de los casos, modestas; sus tramas tienen tendencia a lo espontáneo, deslavazado y simplista; sus diálogos parecen hechos de obviedades y pleonasmos, y sus intentos de sentido del humor no son convincentes, al menos en español y en inglés. Es, seguramente, el escritor vivo más odiado. En parte porque tiene mucho éxito (nadie odia a los escritores a los que nadie lee), pero, sobre todo, porque en sus libros hay algo que se presenta poderosamente como «no literario». Aun así, suele tener buenas críticas, es uno de los escritores mimados de revistas como The New Yorker y su nombre lleva años sonando para el premio Nobel.

La muerte del comendador 
pone en drástico relieve las
ya conocidas limitaciones de Murakami como novelista, pero también la persistente ausencia de inspiración
de sus últimas entregas

Una vez oí decir a un escritor que no le gustaban las novelas de Murakami porque al leerlas no encontraba nada que subrayar. Efectivamente, no hay descripciones originales o particularmente vívidas, ni reflexiones memorables, ni paños púrpura horacianos. No se puede subrayar nada, o casi nada, porque el lenguaje da la sensación de quedar en segundo plano, al contrario de lo que ocurre en las novelas que hoy llaman «literarias». En sus mejores momentos, Murakami entra en una zona peculiar en la que se diría que el lenguaje se vuelve superfluo y desaparece, dejando al lector, en apariencia, directamente ante la imaginación del autor. No sucede a menudo, pero, cuando sucede, es una genuina experiencia literaria, aunque difícil de identificar porque, idealmente, el lector se olvida de que está leyendo. Por ejemplo, leemos que un adolescente se sienta en un banco, desenvuelve un sándwich, se lo come tranquilamente, se levanta a tirar el envoltorio a una papelera, se marcha. Estas sencillas acciones, descritas a lo largo de dos o tres páginas y desprovistas no sólo de cualquier simbolismo, precisión lingüística u ornamento, sino del menor propósito de impulsar hacia delante la trama de la novela, resultan por algún motivo completamente absorbentes. De alguna forma (que quizá tiene que ver con su relativo rechazo de las elipsis narrativas), consigue crear una especie de silencio en torno a su escritura que vuelve el lenguaje transparente y produce una ilusión aumentada de realidad. Escenas como esa se recuerdan más como vividas en lugar de leídas. Conozco pocos escritores que logren un efecto parecido.

Quizá parte de su enorme éxito –y de la fidelidad de sus fans– se deba precisamente a ese algo «no literario». Los lectores no sienten que Murakami intenta impresionarlos. No se trata sólo de una simplificación popular de una forma artística (literatura pop, la llaman sus detractores), sino, sobre todo, de un intento de forjarse un estilo personal, como cualquier otro escritor genuino. Un estilo, en su caso, basado en la transparencia del lenguaje y en la reducción de los medios. Sorprende que Murakami dijera, en una reciente entrevista para The New Yorker, que sus novelas son difíciles. En realidad no son difíciles, sino extraordinariamente fáciles, en el mejor sentido y también en otros no tan buenos.

Casi todas se basan, por ejemplo, en un sistema muy sencillo que podemos llamar mecanismo de abreacción. Según el psicoanálisis, una abreacción es una sacudida emocional mediante la cual una persona revive un hecho traumático de su pasado y se libera de él. Es el resorte de incontables películas comerciales, sitcoms, dramas televisivos y novelas baratas: el protagonista vive oprimido por una muerte de su pasado (su padre, su mujer, su hijo, etc.) y la historia que se nos cuenta le permite enfrentarse de nuevo a su pérdida para, por fin, dejarla atrás y convertirse en una persona mejor. (Esto se basa en el persistente mito de que nuestras vidas pueden efectivamente arreglarse.) En la Poética de Aristóteles, la kátharsis (purga o purificación) era cierto efecto de la tragedia sobre el espectador: le hacía sentir piedad y miedo por el terrible destino del héroe y lo aliviaba así de esas dos pasiones y de otras similares. La purgación de las novelas de Murakami tiene más que ver con las pep talks de los gurús de la autorrealización personal que con Esquilo. Sus libros tienen finales serenamente felices y el héroe, al acabar la novela, casi siempre inicia una nueva vida tras haberse purificado de sus traumas pasados. Para los personajes de Murakami, el modo de lograr esto es hundirse en lo profundo del inconsciente. La imagen famosa es la del protagonista de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo pasando días en el fondo de un pozo seco, imagen que Murakami también utiliza en las entrevistas para describir su propia zambullida interior como escritor.

Su última novela, La muerte del comendador (cuyo protagonista también pasa una ordalía purificadora en el fondo de un pozo), es un regreso quizá forzado a la forma larga tras la obligatoria novela media entre esta y su enorme y enormemente exitosa 1Q84 (2009-2010). Habría sido una novela corta entretenida –aunque insustancial–, pero, inflada hasta ocupar dos volúmenes y más de mil páginas, La muerte del comendador pone en drástico relieve, por una parte, las ya conocidas limitaciones de Murakami como novelista y, por otra, la grave y persistente ausencia de inspiración de sus últimas entregas. En otros tiempos, conseguía que funcionase lo imposible a base de la pura potencia de su imaginación novelística (que no consiste, por cierto, en imaginar cosas imposibles, sino en imaginar cosas que se imponen como reales en la imaginación del lector, independientemente de lo probables que sean), pero cuando el pozo de la imaginación se seca, el lector se queda solo ante un escritor mediocre que parece haberse visto obligado a llenar páginas para mantener a flote un gran negocio.

Murakami empezó a escribir tarde y, aunque sus dos primeras novelas, Escucha la canción del viento (1979) y Pinball, 1973 (1980), son intentos inmaduros de adoptar el estilo inexpresivo y plano de cierto minimalismo norteamericano, había ya en ellas cierta extraña poesía levemente cómica que alcanzaría la madurez mucho más tarde. Con la tercera, La caza del carnero salvaje (1982), encontró uno de sus tonos característicos, esa mezcla de los dos Raymond (Carver y Chandler) en una narración absurdista y posmoderna. El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (1985) era mitad novela fantástica y mitad relato ciberpunk y, como en La caza del carnero salvaje, había un núcleo de rara belleza que lograba salir a flote a pesar de lo torpe y recargado del conjunto. En 1987, Tokio Blues, una novelita realista y sentimental sobre reminiscencias universitarias de los años sesenta que fue un inmenso éxito en Japón –en especial entre la melancólica y sentimental juventud japonesa–, convirtió a Murakami en una superestrella mediática. Así lo explicaba el propio autor a Paris Review: «A mí no me gusta el estilo realista. Prefiero un estilo más surrealista. Pero con Tokio blues tomé la decisión de escribir una novela cien por cien realista. […] Podría haberme convertido en un escritor de culto si hubiera seguido escribiendo novelas surrealistas. Pero yo quería llegar al gran público, así que tenía que demostrar que podía escribir un libro realista. Por eso escribí ese libro. Tal como yo esperaba, fue un superventas en Japón». El tono mercenario y jactancioso de estas declaraciones podría parecer una muestra de cinismo o de pura guasa, pero Murakami suele hablar con un candor desarmante. Habiendo ya logrado la fama deseada en Japón, no fue hasta la publicación de su primera novela verdaderamente importante, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (aparecida en tres gruesos volúmenes entre 1994 y 1995), cuando su nombre empezó a sonar en Occidente. Había en ese libro una nueva y algo caótica frescura posmoderna, con elementos «no realistas» («surrealistas», como dicen los despistados críticos estadounidenses y el propio Murakami) mejor imbricados con el realismo de base y un tono más sosegado y menos paródico que La caza del carnero salvaje y El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. Se convirtió en un clásico instantáneo. La fiebre Murakami empezaba a subir. En 2005, al publicarse la traducción inglesa de Kafka en la orilla (2002), sin duda su mejor libro, esa fiebre pareció llegar a su apogeo, pero aún quedaba techo. Para cuando se publicó la edición inglesa de la larguísima y fallida 1Q84, en 2011, Murakami ya no tenía lectores: tenía fans. La novela era un ejercicio exhausto y, hacia el final, obviamente atropellado que vendió un millón de ejemplares tan solo en el primer mes. Parecía escrita para «contentar a los fans»: era enorme, como les gusta a ellos, y contenía nuevas versiones de los ya clásicos elementos murakamianos: realidades paralelas, adolescentes taciturnas, ominosos diálogos en la oscuridad, criaturas sobrenaturales entre cómicas y terroríficas, detalladas descripciones del protagonista preparando platos en su cocina de soltero. A pesar de ello, aún había algo vivo y, por momentos, fascinante en 1Q84, particularmente en la primera parte. Los años de peregrinación del chico sin color (2013), sin embargo, una novela de mucha menor extensión, era un libro desleído, mecánico y francamente aburrido que vendió un millón de ejemplares en la primera semana. El nivel bajaba vertiginosamente y las colas de fans se alargaban.

Haruki Murakami

Un breve paréntesis sobre el llamado fandom. Según se cuenta, nació con Sherlock Holmes. Los fanáticos guardaron luto público cuando Arthur Conan Doyle mató al inquilino del 221B de Baker Street y se dieron cuenta de que podían seguir habitando el «mundo» de su personaje favorito escribiendo ellos mismos nuevas aventuras de Sherlock Holmes. Así nació ese pseudoarte parasitario, la fan fiction, en el que la obra se convierte sólo en una plantilla de la que emana un mundo que sobrepasa sus límites. Los fans eligen qué quieren leer o ver, en lugar de aceptar la obra de un despótico autor, algo que ya va siendo cosa del pasado. El fandom exige y, a menudo, obtiene. Los furiosos fans de una serie de televisión recogen cientos de miles de firmas para cambiar el argumento o resucitar un personaje y los escritores, directores y demás esclavos del fandom repiten que hay que «contentar a los fans». Pero el fan, por definición, carece de criterio. El fan, en el fondo, sólo ama a los otros fans, porque les gusta lo mismo que a él (y porque odian lo mismo que él). El fan, por encima de todo, no quiere nada nuevo, quiere que las cosas sigan como están. En realidad, el fandom es la negación no sólo del sentido crítico, sino del placer artístico, que se sustituye por el sentimiento de pertenencia a un club y por una especie de narcisismo adolescente. Si Murakami escribe una novela, los fans la aceptan sólo en la medida en que se parece a las novelas que definieron el concepto de Murakami para el fandom. De ahí a que los propios autores se pongan a escribir fan fiction, sólo hay un paso.

Pero volvamos a la novela que nos ocupa. El trauma que tiene que purgar el innominado narrador de La muerte del comendador es la muerte de su hermana pequeña cuando era niño. Muchos años después, su mujer –de quien se enamoró porque le recordaba a su hermana– lo abandona sin dar explicaciones. Tras la separación, decide dejar para siempre su lucrativo pero alienante trabajo como retratista y, tras un breve road trip por el norte de Japón, se instala en una aislada casa en la vertiente de un valle boscoso. En el desván, descubre la pintura La muerte del comendador, obra del viejo propietario de la casa (un famoso pintor, padre de un compañero de la facultad), que representa una escena similar a la muerte del commendatore a manos de Don Giovanni en la ópera de Mozart, pero con vestuario tradicional japonés. Nuestro narrador comienza a pintar de nuevo obras más personales, cosa que no hacía desde que empezó a hacer retratos, pero de pronto le encargan un nuevo trabajo. El dinero que ofrecen es una tentación demasiado fuerte, así que nuestro narrador y protagonista, a pesar de que había decidido no volver a pintar un retrato, accede (primera vez). El retratado resulta ser Menshiki, un millonario de atuendo impecable y de cabello blanco como ala de garza, una especie de Jay Gatsby, que vive en la mansión blanca que ve nuestro pintor desde su terraza, justo al otro lado del valle. A todo esto, el insistente sonido de una fantasmal campanilla que no deja dormir al narrador lo lleva a pedir ayuda al millonario. Este le pide permiso para traer unas máquinas excavadoras y derribar el templete del bosque cercano de donde parece provenir el sonido. El narrador tiene un mal presentimiento, pero accede (segunda vez). Bajo el templete, descubren una especie de antiguo pozo en el que encuentran una vieja campanilla budista. El misterioso sonido cesa, pero un homúnculo con ropas tradicionales japonesas, aparentemente salido del cuadro del desván y que dice ser «una idea», comienza a aparecerse al narrador, quien no parece darle mucha importancia. Finalmente, el retrato queda terminado y Menshiki, cambiando de tema, le confiesa que cree que Marie Akikawa, una niña de trece años que vive en el mismo valle y que asiste a las clases de pintura que imparte el narrador en el pueblo cercano, es su hija ilegítima. De hecho, Menshiki compró la mansión blanca para poder espiar a la niña con unos potentes prismáticos que tiene instalados en la terraza.

Esto no le parece siniestro a nuestro afable narrador. El millonario, del que el protagonista sólo sabe que pasó una temporada en la cárcel, le propone que le pida a la tía de la niña, mediante mentiras, que Marie se convierta en su modelo para que así Menshiki pueda dejarse caer un día y ver a la niña en persona. El narrador, a pesar de que no tiene ningún interés personal en el asunto, de que lo que están pidiéndole es obviamente deshonesto y de que no conoce las verdaderas intenciones de Menshiki, accede (tercera vez). Al comenzar el retrato de la niña, el narrador se percata de que Marie (a quien supuestamente ya conocía) es clavadita a su hermana muerta. Mientras, se intercalan capítulos sobre la historia del pintor de La muerte del comendador en la Viena del Anschluss (una absurda estilización sentimentaloide de clichés pseudohistóricos sobre la que no merece la pena detenerse, entre otras cosas porque no aporta nada al resto de la novela). Después, Marie desaparece y el homúnculo –con el cual Murakami no ha sabido qué hacer durante más de setecientas páginas– le dice al narrador que, si quiere salvarla, debe matarlo a él con su propia espada e internarse en una especie de mundo paralelo. Al parecer, derribar el templete y abrir el pozo fue una terrible idea, aunque no queda claro por qué. El narrador accede (cuarta vez) y entra en el mundo paralelo. Tras llegar a un lugar abstracto, con un río abstracto y una abstracta y uterina cueva, pasa un mal rato y regresa a nuestro mundo a través del vaginal pozo del bosque. No parece haber cambiado en nada, pero la novela está a punto de terminar. La niña, por su parte, vuelve a casa, aunque no parece que haya ninguna relación entre su regreso y el viaje interdimensional del narrador, pues nos enteramos de que ha pasado tres días oculta en la casa de Menshiki sin que este lo supiera y que, después, ha regresado por su propio pie. Por último, la mujer del narrador vuelve con él (sin motivo) y resulta estar esperando un hijo suyo –a pesar de no haberlo visto durante más de un año y de haber estado saliendo con otro hombre–, pues el narrador, poco después de la separación, tuvo un sueño erótico con ella que, en realidad, fue un viaje astral durante el cual la dejó embarazada.

Lo peor es la total falta de control sobre los personajes (planos y rígidos, por cierto), cuyas conductas se prestan
a interpretaciones cómicas o perversas sin duda ajenas
a las intenciones del autor

El principal problema, por culpa del cual nada puede funcionar en esta novela, es que no hay ningún impulso. Murakami no da ninguna razón, ninguna excusa para seguir leyendo. No hay, por así decirlo, punto de fuga. Las cosas que en este breve resumen suenan ridículas son, en efecto, ridículas, aunque serían elementos perfectamente aceptables en una novela con una mínima unidad orgánica. En esta, todo está conectado sólo de forma mecánica y convencional, por lo que la imaginación del lector no acepta nada y el horror va acumulándose. En una reciente entrevista sobre La muerte del comendador, su autor hablaba sobre el proceso de escritura: «No tenía planes, no tenía programa, no tenía argumento: partí de un párrafo o dos y seguí escribiendo. […] Si tienes un plan, si conoces el final desde el principio, escribir una novela no es divertido». En primer lugar, hay otros placeres inherentes a la lectura –y escritura– de novelas que me parecen más intensos que el mero suspense (recurso completamente válido, por otro lado, e incluso deseable), y la prueba está en que casi siempre disfrutamos mucho más la segunda vez que leemos una gran novela, aunque recordemos el final. En segundo lugar, el método improvisado le ha funcionado sin duda en otras ocasiones, pero ponerse delante de la pantalla del ordenador y escribir lo primero que surja hasta llenar más de mil páginas comporta riesgos. El novelista va abriendo puertas y puertas, pero después tiene que cerrarlas y, en cierto modo, el arte de la novela es el arte de cerrar las puertas que se han abierto. Murakami tiene una impresionante energía e imaginación para abrirlas (si no se abren, no hay nada que cerrar más tarde), pero poco interés en cerrarlas, y suele valerse de una imprecisión metafísica para dejar sus líneas temáticas y argumentales en el aire, lo cual unas veces funciona y otras veces no. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, por ejemplo, es uno de sus libros más poderosos, pero, de forma típica, la segunda parte es un amasijo que arrastra por el suelo y, aunque contiene escenas memorables, es difícil recordar en qué acababa todo. Kafka en la orilla es su mejor novela en parte porque se percibe una poderosa unidad interna, aunque a veces misteriosa, desde el principio hasta el final.

En La muerte del comendador, en cuanto termina el planteamiento inicial (las primeras cien páginas), todo empieza rápidamente a torcerse. Las diferentes líneas argumentales tienen solo una relación nominal entre ellas y los rasgos y acciones que definen a los personajes son curiosamente convencionales y carentes de vida. Además, lo limitado del escenario en una novela tan larga –en contraste con las otras novelas de Murakami, en las que la ambientación más cosmopolita permitía variedad y color a un escritor muy poco versátil– produce un efecto de estancamiento y hace que se repitan escenas casi palabra por palabra. Los elementos sobrenaturales, como el comendador o el irrisorio viaje astral impregnador, funcionan exactamente como dei ex machina: no tienen realmente un lugar en la trama, sino que se sitúan fuera de esta y ayudan con problemas que el autor no sabe resolver de otra forma. Los problemas o situaciones de base, como el amor que aún siente el protagonista por su mujer o su éxito como retratista, son convencionales e inverosímiles (durante todo el libro, por ejemplo, se asume tácitamente la idea cómoda y primitiva de que pintar a alguien es «atrapar su esencia»). Los personajes, insertados en una trama inmóvil, hablan en círculos (¡oh, esos pleonasmos y repeticiones que antes nos parecían tan encantadores, tan japoneses!) y toman decisiones cruciales «por curiosidad». Y lo peor es la total falta de control sobre los personajes (planos y rígidos, por otra parte), cuyas conductas se prestan a interpretaciones cómicas o perversas sin duda ajenas a las intenciones del autor.

El narrador, por ejemplo, pretende ser el típico protagonista de Murakami a quien las cosas meramente le ocurren pero que, gracias a su infalible intuición de tipo normal y corriente, toma todas las decisiones correctas. Sin embargo, el autor ha perdido completamente la orientación de sus personajes y lo convierte en un tonto útil que facilita mediante mentiras los avances de un desconocido sobre una niña de trece años, que mantiene en secreto las salidas nocturnas de esta incluso cuando la busca la policía, y que, al final, felizmente y sin un ápice de ironía, regresa a su alienante trabajo como retratista porque así gana más dinero. Igualmente, duele ver los esfuerzos de Murakami por hacer fascinante a Menshiki, un personaje vacío, incoherente e involuntariamente siniestro. Para conseguirlo, se vale, por una parte, de numerosas e interminables descripciones de su vestuario y, por otra, del encantamiento: «Le había parecido un personaje muy interesante. Sumamente interesante, le había corregido yo. –Un personaje muy muy interesante –dije en voz alta».

El único capítulo de la novela que despierta genuino interés (la aventura del narrador con una desconocida durante su viaje posdivorcio y la aparición del amenazador «hombre del Subaru blanco») parece una semilla perdida de otra novela que Murakami no consigue encajar aquí, y en cuanto al descenso del narrador a los infiernos para obtener su esperada abreacción, todo se pierde entre tramas históricas e historias de fantasmas y carece en realidad de interés porque Yuzu, la mujer del narrador, es una perfecta no-entidad, un verdadero fantasma.

Hay rudimentarios esfuerzos por crear interés. Los capítulos terminan con un elemental mecanismo de suspense –a veces una frase que pronuncia un personaje y que se repite al comienzo del capítulo siguiente, como en una vieja serie televisiva antes y después de la pausa publicitaria– y hasta tres veces Masahiko Amada, el hijo del viejo pintor dueño de la casa, anuncia que tiene algo muy importante que decirle al narrador, pero decide que aún no ha llegado el momento: hacia el final del libro, por medio de diálogos de asombrosa torpeza, desvela un secreto a medias sabido y apenas interesante, sobre todo porque era fácil sospechar otro más sensacionalista que finalmente no se materializa, otro ejemplo de la incapacidad de Murakami para leer entre líneas su propia novela.

Los capítulos terminan con un elemental mecanismo de suspense
–a veces con una frase que se repite al comienzo del capítulo siguiente, como en una vieja serie televisiva antes y después de la pausa publicitaria–

Existe un concepto en el manga y el anime, epítomes de la cultura fandom y de su narcisismo sentimental, llamado fan service (o, en su adaptación fonética nipona, fan s?bisu). El fan service consiste en hacer que un personaje femenino muestre las braguitas o el sujetador como por accidente en algunas escenas. Esto se considera una especie de bonus para el lector o espectador y sucede incluso en cómics o anime orientados al público infantil. En las novelas de Murakami siempre me han hecho gracia sus escenas sexuales, que obviamente pertenecen sólo al mundo de las fantasías titilantes: desde la casual masturbación del protagonista adolescente de Kafka en la orilla a manos de una mujer desconocida de inaudita benevolencia hasta cierta larga y excesiva escena de sexo con una chica de dieciséis años en 1Q84, en la que todo, desde los detalles físicos del personaje femenino hasta el ritmo de la narración, está sacado directamente de la precisa iconografía de los manga pornográficos llamados hentai. En La muerte del comendador, curiosamente, no hay apenas escenas de sexo (aunque sí una chocante sexualización de la niña Marie, de cuyo pecho poco desarrollado se habla con frecuencia y a la que se compara varias veces en belleza con su tía, de casi cuarenta, a pesar de que se nos dice que es una niña perfectamente normal y que incluso aparenta menos edad de la que tiene), pero todo, desde la descripción de los platos que prepara el narrador (se venden libros con las recetas de las novelas de Murakami) y los escogidos discos de jazz y de música clásica mencionados (se venden discos con la música de las novelas de Murakami) hasta la insensata repetición de motivos y efectos de otras novelas exitosas, está pensado para contentar a los fans.

Se me ocurre una hipótesis que es únicamente eso, una hipótesis, pero que no es imposible. No es imposible que la novela mejor acabada de Murakami, Kafka en la orilla, fuera el producto de una excelente labor de recorte y ordenamiento por parte de uno o varios editores anónimos, y que si esos editores no hubieran hecho su trabajo, Kafka en la orilla habría sido una novela, como mínimo, parcialmente fallida, como el resto de los libros de Murakami. Y no es imposible que La muerte del comendador la haya escrito directamente un equipo de amanuenses o guionistas particularmente ineptos que han intentado repetir la fórmula del éxito y contentar a los fans. Desde luego, las ventas del libro, al menos en Japón, confirman su triunfo. Es curioso que, al final de la novela, el narrador abandone su idea de pintar los cuadros que de verdad le gustan, de hacer arte verdadero, y vuelva a dedicarse a los retratos comerciales. «El trabajo me proporcionaba unos ingresos fijos y eso era lo importante. Al fin y al cabo, tenía una familia a la que sacar adelante». Algo totalmente comprensible.

Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).

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