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Del terrorismo y sus víctimas

Contra la barbarie. Un alegato en favor de las víctimas de ETA

JOSÉ MARÍA CALLEJA

Temas de Hoy, Madrid, 1997

303 págs.

ETA, entre España y Francia

SAGRARIO MORÁN

Edit. Complutense, Madrid, 1997

544 págs.

El terrorismo. ETA y el problema vasco

PATXO UNZUETA

Ediciones Destino, Barcelona, 1997

95 págs.

Radicalismo étnico. Análisis comparado de las causas y efectos en conflictos étnicos violentos

PETER WALDMANN

Ediciones Akal, Madrid, 1997

Traducción de Monique Delacre

416 págs.

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Desde la segunda mitad de los años sesenta, buena parte de los países occidentales más desarrollados se han visto afectados por el terrorismo que practican pequeñas organizaciones clandestinas con objeto de afectar, en un sentido favorable para sus intereses o los de quienes eventualmente las promocionan, la distribución del poder. Dicho fenómeno, que viene registrando importantes modificaciones en su configuración y tácticas operativas, se ha revelado muy capaz de incidir gravemente sobre procesos políticos fundamentales comunes a los regímenes democráticos. Una actividad terrorista sistemática y sostenida puede, de hecho, obstaculizar el libre ejercicio de las libertades individuales, alterar el normal funcionamiento de las instituciones representativas, dificultar el tratamiento de los asuntos públicos que competen a las autoridades elegidas o perturbar el autónomo desenvolvimiento de la sociedad civil. Combinada con otros factores que tensionan el sistema político, supone un riesgo, cuando no una evidente amenaza, para la estabilidad de las democracias. Todo ello unido a las innumerables tragedias humanas que ocasiona. Casi tres décadas después, la sociedad española se encuentra entre aquellas que padecían entonces el terrorismo y lo siguen sufriendo ahora con una intensidad todavía notable. Pero sería un gravísimo error sostener, como inopinadamente hacen algunas personas, incluso de relevancia pública, que la persistencia de dicha violencia equivale a un gradual empeoramiento del problema. Un error desde luego comprensible ante la indignación y el dolor que suscitan las más recientes atrocidades causadas por una violencia degenerativa. En realidad, al menos desde el inicio de los ochenta, el terrorismo que todavía subsiste entre nosotros se encuentra en paulatina decadencia, tanto por lo que se refiere a su efectividad letal como a la consistencia organizativa o el potencial de movilización, en términos de respaldo social.

De aquí, entre otras razones, la importancia que tiene una reflexión histórica acerca del tema que, por una parte, nos ayude a evitar el siempre posible desistimiento ciudadano en su oposición al terrorismo y, por otra, estimule la afirmación colectiva de nuestro legitimado modelo convivencial. De aquí, en suma, la oportunidad de libros como el de Patxo Unzueta, un breve pero enjundioso y aleccionador análisis de la evolución experimentada por ETA a lo largo de la transición democrática española, escrito con precisión y agilidad por un excepcional conocedor del tema. ¿De qué hablamos en concreto? Se trata, en palabras del propio autor, de «un terrorismo de inspiración nacionalista y que tiene como objetivo último la independencia del País Vasco». Un terrorismo cuya estrategia actual consiste en «crear entre la población una situación de temor y ansiedad que acabe condicionando la vida social y política hasta el punto de obligar a las autoridades a aceptar una negociación en la que se reconozca la legitimidad de la lucha armada de ETA para pactar un nuevo marco político». El mantenimiento de semejante programa terrorista en un contexto democrático se debe, de acuerdo con el argumento central desarrollado en su obra por Patxo Unzueta, que personalmente comparto, a tres factores principales. En primer lugar, la obcecada voluntad de los sucesivos dirigentes etarras que, al contrario de lo ocurrido con muchos otros antiguos terroristas, no aceptaron como vía de salida la amnistía concedida por el gobierno en 1977 ni se atreven hoy a aceptar las posibilidades de reinserción social todavía vigentes. En segundo término, a la guerra sucia practicada ocasional e irresponsablemente (es decir, sin que nadie haya asumido responsabilidad política alguna por ello) desde el aparato estatal entre el inicio de la transición y la segunda mitad de los ochenta. Guerra sucia que, lejos de incidir negativamente sobre el terrorismo etarra, facilitó justificaciones ideológicas adicionales y, con ello, la reproducción generacional necesaria para dar continuidad al entramado clandestino. Por último, la ambigua actitud de los nacionalistas moderados, de la que se ha beneficiado sobremanera el abertzalismo radical, al haber impedido tanto un sólido consenso antiterrorista entre los partidos democráticos como la estigmatización de los violentos, que durante años se han desenvuelto con la mayor impunidad.

A este elenco de factores cabría probablemente añadir otro al que, en mi opinión, la obra apenas aludida no le concede el suficiente tratamiento, aun cuando su autor es consciente de la importancia que tiene. Me refiero al contexto internacional. Es posible aludir con ello, por una parte, al apoyo directo o indirecto que para obtener armamento, recibir entrenamiento y conseguir acceso a determinadas esferas diplomáticas, ha recibido ETA en el pasado de algunas dictaduras comunistas, ciertos gobiernos árabes radicales y distintos grupos armados palestinos, sobre todo mediante la intervención de Ilich Ramírez Sánchez, más conocido como Carlos. Por otra, al hecho de que, incluso en países de nuestro entorno europeo más inmediato, han existido responsables de carteras ministeriales, funcionarios de la burocracia judicial, intelectuales establecidos, medios de la prensa o sectores localizados de la población renuentes, si no contrarios, a adoptar una disposición inequívocamente hostil hacia el terrorismo protagonizado por ETA. Así, la prolongada existencia de un verdadero santuario etarra al otro lado de la frontera española, en territorio francés, ha sido fundamental para que el terrorismo no entrara en una fase de decadencia mucho antes. Aún hoy cabe razonablemente exigir a las autoridades francesas una cooperación más intensa en este sentido, apelando además al proceso de integración europea en que estamos implicados.

Al análisis de las circunstancias que han determinado la cooperación antiterrorista entre España y Francia va dedicado, precisamente, el libro de Sagrario Morán, obra que supone una primera y esforzada aproximación al tema. Aunque su autora presenta dicha obra planteando con cierta ingenuidad, algunos interrogantes cuya elucidación escapa al propósito y contenidos de la misma (por ejemplo, «¿Hubiera nacido ETA sin Franco?») y las fuentes orales recabadas son en algunos aspectos claramente insuficientes, el texto pone de manifiesto cómo ETA ha venido condicionando decisivamente las relaciones hispanofrancesas desde hace tres décadas. Durante la transición política, el gobierno galo sostuvo reiteradamente que el terrorismo nacionalista vasco era un asunto exclusivamente español, al tiempo que cuestionaba la efectiva democratización de nuestro sistema político y mostraba una irritante ignorancia respecto a los logros del régimen autonómico establecido en la Euskadi peninsular con la mayoritaria aprobación de los ciudadanos vascoespañoles, pues los vascofranceses no disfrutan de estas singularidades. Cierto que las cosas han ido mejorando progresivamente, en especial desde mediados los ochenta, con la celebración de los seminarios interministeriales cada semestre y, sobre todo, desde que los atentados perpetrados en suelo francés por fundamentalistas islámicos hicieran que las autoridades galas se replantearan su tradicional doctrina del santuario y mostraran por primera vez una inequívoca disposición a cooperar internacionalmente contra el terrorismo.

Una buena manera de entender aún mejor el problema vasco, de situarlo en perspectiva, consiste en compararlo, por similitud o contraste, con otras situaciones conflictivas vividas en las sociedades industriales avanzadas. La magnífica invitación que nos formula Peter Waldmann en este sentido supone, sin lugar a dudas, una ocasión irrenunciable. A partir de un magistral estudio de los casos de Euskadi, Irlanda del Norte y Quebec, el profesor alemán sostiene, entre otras tesis sobre las causas y consecuencias de los conflictos violentos que merecerían singular atención, una idea sugerente y plausible, elaborada a partir de algunas teorizaciones criminológicas. De acuerdo con ella, los movimientos sociales violentos únicamente logran subsistir si, tras un impulso inicial habitualmente protagonizado por emprendedores políticos que pertenecen a clases acomodadas, se apoyan en las clases media baja o baja. Sería en estos estratos de la sociedad donde resulta más verosímil que la violencia sea percibida como el único recurso eficaz para hacer avanzar reivindicaciones colectivas, dados los limitados medios económicos existentes y una no menos escasa capacidad de influencia. La violencia es concebida, por tanto, como método para ejecutar y resolver conflictos característicos de las clases bajas. De hecho, a estos segmentos de la sociedad han pertenecido la mayoría de los varones jóvenes que se convirtieron en miembros del IRA o de ETA durante los años setenta y ochenta. Por el contrario, el hecho de que esta ampliación de la base popular del nacionalismo radical no haya tenido lugar en Quebec o Cataluña contribuiría a explicar por qué las movilizaciones etnonacionalistas ocurridas en la provincia francófona canadiense o en el territorio catalán apenas abandonaran los cauces legales de acción política o, de otro modo, que el FLQ o Terra Lliure no se perpetuaran más allá de un período muy limitado de tiempo, feneciendo relativamente pronto debido sobre todo al aislamiento social.

Entre los interrogantes que esta interpretación plantea, uno básico se refiere a las condiciones que facilitan un eventual desbordamiento interclasista del radicalismo étnico. Pregunta a la que Peter Waldmann responde, sistemática y empíricamente, destacando tres elementos decisivos: por una parte, los antecedentes históricos o tradiciones previas de enfrentamiento agresivo entre colectividades; por otra, la quiebra efectiva del liderazgo desarrollado por capas superiores y de los mecanismos de dominio ejercidos por éstas; finalmente, la ocurrencia de circunstancias nuevas y excepcionales, como vivencias prolongadas de una represión lo suficientemente indiscriminada por ejemplo, desbaratadoras de aquiescencias previamente existentes. Este diagnóstico causal sobre las condiciones que producen y hacen avanzar confrontaciones violentas se torna más especulativo y discutible cuando se trata de postular, desde una óptica normativa, medidas de contención, en concreto respecto al caso de Euskadi. Aquí, el renombrado académico alemán parece confiar, sobre todo, en que el fortalecimiento del autogobierno vasco reduzca de manera duradera los niveles de violencia terrorista. Algo que viene ocurriendo, de hecho, desde el inicio de los ochenta y pese a los graves errores ocasionalmente cometidos en materia de política antiterrorista. Ahora bien, la propuesta, cabal sin duda, tiene dos serias limitaciones. Una, que el propio autor advierte: todo terrorismo prolongado adquiere una lógica propia que trasciende a las circunstancias en el marco de las cuales resultó posible su aparición. La supervivencia misma de una organización clandestina puede constituir su principal finalidad y la de sus dirigentes, por encima de cualesquiera objetivos programáticos declarados. Otra que, como apuntaba recientemente José Antonio Ardanza, lehendakari del Gobierno vasco, al cumplirse diez años desde la firma del Pacto de Ajuria Enea, la violencia etarra es cada vez menos expresión de un presunto contencioso entre el Estado y los nacionalistas vascos, siendo cada vez más la manifestación de un conflicto entre quienes son demócratas y quienes no lo son. Es decir, de un conflicto interno entre los propios vascos, aunque las consecuencias del problema alcancen al conjunto de los ciudadanos españoles.

En otro sentido, es frecuente hacer referencia a las consecuencias que el terrorismo tiene sobre la integración social, la gobernabilidad de los regímenes políticos o la evolución de la economía. Mucha menos atención suele prestarse, más allá de las dramáticas y a la postre efímeras imágenes que transmiten los medios de comunicación masiva cuando acontece algún atentado con resultado de muertos o heridos, a lo que son los efectos más inmediatos y trágicos de dicha violencia. Es decir, al irreparable daño a las víctimas y al inconsolable dolor de sus allegados, a las secuelas personales y familiares, en fin, causadas por la barbarie terrorista. Ocurre incluso que, al hablar de las víctimas de esta fanática agresividad, suele aludirse a una distinción falaz: la que diferencia entre unos atentados aparentemente selectivos y otros de carácter indiscriminado, como si los muertos accidentales fueran los únicos realmente inaceptables. Lo cierto es que, en rigor, las acciones terroristas perpetradas por organizaciones clandestinas son intrínsecamente indiscriminadas. Paradójicamente si se quiere, las víctimas mortales provocadas incluso por grupos armados autocalificados de revolucionarios proceden en su inmensa mayoría de los estratos sociales menos favorecidos y suelen ser abatidas de improviso por vestir un determinado uniforme, hacer uso de sus derechos civiles o transitar despreocupados por lugares públicos, incapaces de haber podido negociar su suerte con los terroristas al carecer de otro valor de cambio que no sea el de su propia vida, cruelmente mediatizada por la violencia.

El lacerante absurdo de las tragedias humanas asociadas al terrorismo llega a su máxima expresión cuando los violentos matan, mientras algunos aplauden y numerosos otros callan. José María Calleja, periodista de rigor, lo denuncia en su documentado libro, con el que defiende la voz de las víctimas del terrorismo y sus familiares, expresando llanamente lo que casi todos pensamos pero sólo unos pocos han tenido la valentía de decir en voz alta y desde el seno de la sociedad vasca: «Durante muchos años, en Euskadi los muertos parecían tener que pedir disculpas. Durante muchos años, en Euskadi se ha muerto en silencio». Los terroristas consiguieron arrebatar a unos la vida y a tantos otros vascos el verdadero sentido de la libertad. ETA es, a este respecto, lo que realmente nos queda del franquismo. Pero a muchos les ha arrebatado también la conciencia, al menos transitoriamente, y viven intelectualmente secuestrados en su propio país, sufriendo un peculiar síndrome colectivo de Estocolmo que, como le pasa al portavoz del Partido Nacionalista Vasco, les hace temer «más a España que a ETA», según sus propias palabras. Por eso hay quien llega a menospreciar o calumniar a las víctimas del terrorismo, dando pábulo con ello a los terroristas. Esta vigencia del despotismo etarra en la vida cotidiana, aunque cada vez más contestado, sobre todo desde los sectores no nacionalistas de la población que empiezan a perder el miedo impuesto, es el auténtico problema de la sociedad vasca. Muy probablemente la sociedad europea donde es más fuerte e insoportable el control social que una minoría radicalizada ejerce sobre la gran mayoría de los ciudadanos.

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