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Paz sin arrepentimiento

La diáspora vasca. Historia de los condenados a irse de Euskadi por culpa del terrorismo de ETA

JOSÉ MARÍA CALLEJA

El País-Aguilar, Madrid

350 pags.

2.800 ptas.

Contra la barbarie. Un alegato afavor de las víctimas de ETA

JOSÉ MARÍA CALLEJA

Temas de Hoy, Madrid

304 pags.

2.115 ptas

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En 1997, sólo unas semanas antes del asesinato anunciado y escenificado de Miguel Ángel Blanco, José María Calleja publicó Contra la barbarie, un libro estremecedor sobre el terrorismo de ETA y el sufrimiento de sus víctimas. El nuevo libro de Calleja, La diáspora vasca, es una continuación de Contra la barbarie. Aunque no alcanza igual intensidad dramática –llevamos más de un año sin muertos, hay un proceso de negociación abierto y eso no podía dejar de tener efecto–, La diáspora vasca contiene pasajes memorables sobre una de las cuestiones fundamentales de la violencia política en el País Vasco, ya planteada por Calleja en 1997: la degradación moral del nacionalismo terrorista, degradación que se manifiesta de formas increíbles, casi surrealistas, en el entorno eclesiástico vasco, y la cortedad –cuando no miseria moral y política– que ha impregnado, durante muchos años, la reacción de la sociedad española frente al terrorismo.

ALEGATO A FAVOR DE LAS VÍCTIMAS DE ETA

Ni el nacionalismo, ni la violencia política en el País Vasco son fenómenos nacidos ayer; ya están en nuestra historia del siglo XIX . Pero lo que sí es nuevo en nuestra historia es la persistencia del fenómeno terrorista y la respuesta –la pobre respuesta– que durante años dio la sociedad, tanto en el conjunto de España como en el País Vasco, a esa nueva normalidad del asesinato, la extorsión, el secuestro y el vandalismo callejero.

El libro de José María Calleja, Contra la barbarie, no era un reportaje sobre ETA, o sobre la vida hecha a la violencia y al miedo en el País Vasco, o sobre las acciones contra el terrorismo, o las negociaciones con el terrorismo. Era, sobre todo, una reflexión sobre el sufrimiento de las víctimas del terrorismo –cuando pueden contarlo– y de sus familiares y amigos –cuando no– y también sobre cómo la sociedad española –y, en primer lugar, la sociedad vasca– se acostumbró a convivir con esa situación de violencia y miedo, los mecanismos que nos ayudaban a todos, y en primer lugar a los vascos, a convivir con ese horror casi cotidiano.

El libro de Calleja no era particularmente ameno; no incitaba a «leerlo de un tirón», ni contenía aspectos del problema que habrían podido ser atractivos desde un punto de vista narrativo o periodístico. Era un libro triste, escrito por alguien que, quizás, no había perdido toda esperanza, pero casi. Contra la barbarie contenía dos reflexiones que si no eran del todo inéditas, sí han sido infrecuentes, probablemente porque ambas son dolorosas para todos.

La primera es la terrible soledad, el desamparo y la incomprensión en que se han encontrado la mayoría de las víctimas del terror y de sus familiares y, a partir de aquí, una reflexión sobre cómo puede ver la vida española, nuestras instituciones, su propia vida y sus proyectos una víctima del terror. Es seguro que ninguna acción de, digamos, consuelo gubernamental –pensiones extraordinarias, becas, ayudas psicológicas, etc.– puede compensar el desastre irreparable que es ser víctima del terrorismo –y por víctimas hay que entender, en primer lugar, las directas, pero también sus familias y amigos–. Pero, más allá de esta constatación, no hay más que recordar los últimos veinte años de noticias sobre los crímenes de ETA y la crueldad cínica de su entorno para darse cuenta de la insensibilidad con la que la sociedad española ha ido encajando estos hechos.

La segunda pregunta que se hacía Calleja en 1997 era: «¿Cómo es posible que esto haya durado tanto, cómo es posible que la sociedad española no haya reaccionado antes y mejor frente a la barbarie terrorista?».

Calleja no respondía directamente a esa pregunta, pero sí sugería una respuesta: una de las razones por las que ETA seguía matando, treinta años después de su primer asesinato, es porque, simplemente, le habíamos dejado hacerlo. La sociedad española y la sociedad vasca acogieron las primeras acciones criminales de ETA –y, en particular, el asesinato de Carrero Blanco– como parte de una lucha legítima contra el régimen de Franco; después, todo fue una cuesta abajo, en la que los clichés de la lucha contra la dictadura ayudaban a cerrar los ojos ante el ritmo ascendente del terror, éste inyectaba dosis crecientes de temor y de complicidad amedrentada en el País Vasco y en toda España, y esto, a su vez, daba nuevos ánimos a los terroristas en sus delirios.

Contra la barbarie contenía una conclusión fundamental: por diversas razones, la respuesta de la sociedad española a ETA y a sus cómplices ha sido débil, vacilante, a veces, francamente cínica. Nos guste o no reconocerlo, ha sido la respuesta de una sociedad degradada moralmente y esa degradación ha tenido una de sus manifestaciones más evidentes en la corrupción terrorista del lenguaje, en la que todos, unos más y otros menos, hemos caído.

LA CORRUPCIÓN NACIONAL- TERRORISTA DEL LENGUAJE

La corrupción nacional-terrorista del lenguaje viene de lejos, de cuando la cobertura del antifranquismo contribuyó a que muchos adoptasen –adoptáramos– una actitud si no complaciente, sí pasiva, o indiferente, hacia los primeros crímenes del terrorismo en el País Vasco. Aprovecha la, no por ridícula menos perniciosa, tendencia hacia el eufemismo y el lenguaje «políticamente correcto», tan extendida hoy en todas partes. Y, sin duda, como el terrorismo ha demostrado tener un brazo largo, es más seguro para quien lo utiliza: el mismo J. M. Calleja tuvo que alejarse del País Vasco, amenazado de muerte por HBETA, por haber cometido un único, pero imperdonable, pecado: no aceptar la corrupción terrorista del lenguaje (en castellano, por supuesto).

La sopa propagandística del nacional-terrorismo vasco contiene dos categorías de ingredientes. En la primera están los más burdos: «organización armada» para designar una banda terrorista, integrada por fanáticos y asesinos desalmados; «lucha armada» (o «acciones armadas», «acciones militares», etc.), para designar el asesinato de ciudadanos pacíficos que no van, claro, jamás, armados; «normalización lingüística», para designar el proyecto de imponer el uso del euskera a quienes no tienen el menor deseo, ni necesidad, más allá de cualquier «recuperación»; «radicales» («entorno radical», «jóvenes radicales») para denominar a las «opiniones políticas» que se expresan mediante el incendio, la agresión física, las amenazas, el vandalismo callejero; «presos políticos» para designar a los condenados o acusados de crímenes graves, a veces crímenes horrendos (verdugos, colaboradores, organizadores); «impuesto revolucionario», o sea, la extorsión bajo amenaza de muerte; etc.

En la segunda categoría están los más refinados, aquellos cuyo contenido, algo más complejo, al no ser inmediatamente accesible, tienen mayor capacidad de expansión y se defienden mejor contra la evidencia de la realidad. Algunos ejemplos serían: «conflicto político vasco», «déficit de derechos individuales y colectivos en el País Vasco»; «movimiento vasco de liberación nacional».

Pero la cuestión no es sólo que el nacionalismo terrorista haya inventado y trate de imponer esas falsificaciones del lenguaje. Aún más penoso y terrible es la frecuencia con la que, todavía, hoy, en 1999, muchas personas, libres de cualquier sospecha de connivencia con el terror, caen en esa misma corrupción.

El uso del lenguaje corrupto del nacional-terrorismo no es intrascendente, ni supone, en modo alguno, un paso hacia la pacificación. Todo lo contrario: es situarse en un plano de complicidad con la violencia, real o potencial, elegir, aunque sea confusamente y sólo en la materialidad de lo que se escribe y se dice, el lado de los criminales y no el de las víctimas, comprando, así, la indiferencia o tolerancia de los terroristas y de sus cómplices. El lenguaje «político» del terrorismo nacionalista vasco sería sólo una jerga grotesca si no hubiera estado apoyado durante décadas por el asesinato, el secuestro, la extorsión, la violencia callejera y las amenazas. Pero chorrea, literalmente, sangre, y ninguna persona decente debería utilizarlo.

DESPUÉS DE LA TREGUA

El segundo libro de José María Calleja, La diáspora vasca se ha publicado tras varios meses de la «tregua» decretada por los terroristas y cuando está abierto un proceso de negociación y pacificación en el que, incluso los escépticos, tienen que proclamar creer. La diáspora vasca es un libro menos conmovedor, menos vibrante y menos dramático que Contra la barbarie, algo que parece lógico dado el cambio de las circunstancias; pero, aun así, contiene, como dijimos al principio, pasajes memorables, y algunas reflexiones extremadamente lúcidas sobre el significado de la actual situación y sus posibles «trampas».

El pasaje más inolvidable de este segundo libro de Calleja es el relato de la entrevista de dos concejalas del Partido Popular, María San Gil y María José Usandizaga, con el obispo de San Sebastián, señor Setién (capítulo XIII, páginas 199 a 216).

La entrevista se realizó el 5 de septiembre de 1998 y era, al parecer, la primera vez que el señor Setién se veía con representantes del Partido Popular en el País Vasco o con amigos o familiares de víctimas del terrorismo. Conviene recordar que por entonces ETA había asesinado ya a siete concejales del PP y a la esposa de uno de ellos.

En estas circunstancias, como las visitantes expresaran su impresión de que el obispo parecía estar más cerca de los familiares de los presos de ETA que de los concejales y militantes del PP, a los que se estaba asesinando, y expresaran su sensación de desamparo, la réplica de Setién fue: «Pero, ¿dónde está escrito que haya que tratar por igual a todos?». Poco después, María San Gil, intentando romper la frialdad del obispo, le dice, refiriéndose a los no nacionalistas y, en particular, a los militantes del PP: «Sentimos que no formamos parte de la grey» escogiendo, dice Calleja, el término que mejor podía encajar con el vocabulario de Setién. Lo que pasó después lo cuenta Calleja así: «El obispo se quedaba frío, mejor, seguía frío, como desde el principio, ante esa confesión abierta. Ni se inmutaba, se limitaba a hilvanar frases contradictorias […] sin la menor voluntad de arropar a aquellas dos mujeres que se estaban jugando la vida por el mero hecho de ser concejalas del PP en un Ayuntamiento vasco». Y Setién, finalmente, les concede: «Está bien que vengáis a contarme estas cosas, por aquí han venido de casi todos los partidos, menos del vuestro, y está muy bien que vengáis vosotras, porque si no me lo contáis, no sé lo que os pasa».

Es difícil decidir cuál de las dos declaraciones citadas de Setién es más increíble: si la afirmación de que un obispo no tiene ninguna obligación de «querer a todos los hijos por igual», o la afirmación de que como los militantes y concejales del PP no le informaban, él no conocía bien su situación en septiembre de 1998.

Más adelante, ante la queja de las concejalas de que en ninguna parroquia de San Sebastián podía escucharse en los sermones de los domingos la menor frase de consuelo para las familias de las víctimas del terror y sus compañeros de partido, Setién respondió: «Yo no puedo estar encima de todos los curas que ofician misa para decirles lo que tienen que decir cada domingo. Decírselo vosotras, yo no puedo».

La entrevista se iba, poco a poco, centrando. «Sí –les decía Setién a las dos concejalas– a ustedes les matan, pero a otros les encarcelan y hay muertos por ambas partes y este es un problema muy complicado y aquí hay errores por las dos partes y hay que dialogar […] aquí se violan los derechos de mucha gente.» Un poco más adelante, las concejalas le dicen a Setién: «¿Sabe lo que están pasando nuestros hijos con esta situación nuestra, todo el día con la escolta, con miedo a que nos maten, teniendo que enterrar a nuestros compañeros, saliendo a la calle sólo para manifestarnos o para ir a un funeral, viviendo a escondidas, sin apenas salir de casa?». Y Setién responde: «No tengo ni idea, yo no me puedo poner en esa situación, porque no tengo hijos y, si los tuviera, no me podría poner nunca en su lugar».

«Lejos de lo que algunos sostienen –escribe Calleja– José María Setién no mantiene una postura equidistante entre los que asesinan y los que son asesinados, no; Setién toma claramente partido a favor de los que asesinan. Le preocupan mucho más los presos de ETA, encarcelados por matar, que las víctimas, a las que no considera sujetos de derechos, con la incalificable argumentación de que las víctimas, lo que se dice víctimas, están muertas, y que, en todo caso, más que víctimas habría que hablar de familiares de víctimas a los que no corresponderían los mismos derechos.» Resulta, en resumen, perfectamente claro que a Setién las cerca de mil muertes provocadas por ETA le dejan frío, porque comparte, al parecer, el delirio nacional-terrorista, según el cual entre Euskadi y España hay una guerra, y en las guerras, desgraciadamente, hay muertos, y todos son igual de culpables o inocentes. Dada su posición como cabeza visible de la Iglesia nacionalista, no es de extrañar la declaración de un grupo de sacerdotes de Vizcaya que, comenta Calleja, «lejos de pedir a los terroristas que pidan perdón a las víctimas del terrorismo […] tienen el cuajo de autocriticarse y pedir perdón a los presos terroristas ¡por no haberles tratado adecuadamente!».

Superando el estupor que produce la degradación de las conciencias de los nacional-terroristas, hay que preguntarse –y eso es lo que hace Calleja– por el significado de la tregua y los caminos que esa tregua y la consiguiente negociación pueden abrir. La preocupación de Calleja –como de otros muchísimos españoles– es que, desgraciadamente, no está claro que esta tregua pueda significar, de verdad, paz, perdón y reconciliación, ni siquiera teniendo en cuenta que –como proclaman los más optimistas– el tiempo juega, probablemente, contra los violentos.

El nacionalismo terrorista está dispuesto a apoyar la «suspensión de las ejecuciones»; pero no condena la violencia –los centenares de ataques a personas y propiedades y actos vandálicos llevados a cabo durante la tregua y la negativa de HB-EH a condenarlos lo prueban–, ni tampoco a renunciar a matar si volviese a resultar políticamente conveniente. Pero hay más: no ha habido por parte de ETA, ni de HB-EH, la menor señal de arrepentimiento, petición de perdón, ni nada parecido (con algunas escasísimas excepciones de presos cumpliendo condenas en la cárcel). Los terroristas creen que lo han hecho bien, que estaba justificado matar a cerca de mil personas y lo que buscan ahora es la amnistía; y la amnistía significaría, en realidad, la aceptación por el poder público de que había, efectivamente, alguna justificación para cometer esos asesinatos.

La tregua tampoco ha significado cambio alguno en la posición del nacional-terrorismo respecto a otros componentes perversos de su estrategia, como la reivindicación de un «ámbito vasco de decisión» que incluiría provincias francesas y Navarra (donde el sentimiento «vasquista» es casi inexistente o muy minoritario); y tampoco ha traído cambio alguno en su rechazo a la Constitución, al régimen estatutario y al respeto a la representación política alcanzada en las elecciones autonómicas y materializado en el Parlamento vasco: la idea de la «Asamblea de Municipios» –como señala Calleja citando a José Luis de la Granja–, no es más que un intento de atribuir igual representación a un concejal de una aldea de cien habitantes que a un concejal de Bilbao, San Sebastián o Vitoria, lo que implica, evidentemente, un desprecio radical a los principios democráticos más elementales.

Sin embargo, a pesar de todo, la renuncia al asesinato y al secuestro es un paso esencial; quizás, hay que dar tiempo para que los profesionales y simpatizantes del nacional-terrorismo puedan ir cambiando, superando su postración moral y sus delirios políticos y permitiendo, así, que toda la sociedad vasca cure sus heridas, lo que tampoco será fácil, ni rápido.

¿PAZ SIN ARREPENTIMIENTO?

Pero el problema está, hoy, como ha estado siempre, con tregua o sin tregua, en no ceder al terrorismo, real o potencial.

En la página 20 de La diáspora vasca, se contiene la idea central de José María Calleja sobre la paz en el País Vasco: «Sólo se avanzará en la paz si se ve la situación vasca con la mirada de las víctimas del terrorismo, sólo será posible la convivencia cuando se les pida perdón a todas las víctimas y cuando se llame para que vuelvan al País Vasco a todos los que tuvieron que abandonarlo por el terrorismo».

Hace bien Calleja en comparar el enorme ruido que ha hecho, hace y seguirá haciendo, el nacionalismo vasco respecto a los presos etarras condenados, muchos de ellos, por delitos horrendos, y el silencio que rodea a todos aquellos vascos que tuvieron que irse de su tierra durante los últimos treinta años, bien por estar amenazados directamente, ellos o sus familiares, bien porque habiendo sido víctimas del terror, la vida allí se les hacía insoportable. Ni siquiera sabemos cuántos son, ni dónde están, porque, por razones obvias, ellos mismos se han cuidado de llevar una vida discreta, a veces, casi clandestina.

Resulta obvio que la tarea del Gobierno –del actual y de todos los que vengan– en relación a este asunto es extremadamente difícil, que las ocasiones para el error son múltiples y que la responsabilidad es inmensa. Pero la política vive bajo una constante presión corto-placista –en todos los terrenos, también en éste– incluso cuando existe una conciencia lúcida del problema y una capacidad demostrada para conducirlo correctamente. Por eso, no está de más que personas conocedoras del problema, como Calleja, insistan en los riesgos de una paz sin arrepentimiento y sin verdadera reconciliación: esto es, con seguridad, más importante incluso que el formalismo democrático y su significado va más allá de la exigencia moral, porque sin arrepentimiento, perdón y reconciliación, será muy difícil alcanzar realmente una situación de paz y de libertad en el País Vasco semejante a la que existe en el resto de España y a la que desea una mayoría de vascos.

El Estado español y la sociedad española no tienen ningún derecho a pedirle a nadie –ni siquiera a un terrorista convicto de los más espantosos crímenes– que abandone su aspiración a la independencia del País Vasco, o que se sienta español si no se siente tal. A nadie se le puede pedir que se arrepienta de sus sentimientos. Pero aunque cierta hipocresía es inevitable como formalismo que ampare la neutralización de los elementos más fanáticos y agresivos del entorno terrorista, la sociedad española y, dentro de ella, la sociedad vasca, tienen todo el derecho a exigir que no se mienta en el «proceso de paz», a exigir respeto a las víctimas y a las formas de actuación política democrática, y eso requiere necesariamente el arrepentimiento de los asesinos y la reconciliación. Porque, ¿cómo va a alcanzarse, de verdad, la paz en el País Vasco si el nacionalismo terrorista sigue proclamando que hicieron bien en matar a quien mataron y que guardan en el arsenal de su «política» volver a matar si lo consideran necesario?

Aunque estas dudas y reservas están, en nuestra opinión, perfectamente justificadas, es claro, por otra parte, que el Gobierno –el actual y los que vengan después– tiene que tomar decisiones en esa zona pantanosa, como si estuviera seguro de que, sean cuales sean las manifestaciones de los terroristas y de sus colaboradores y aliados políticos, el fin de la violencia es, en la práctica, irrevocable. Para decirlo claramente, tiene que actuar aunque los terroristas y sus aliados no hayan pedido perdón, ni piensen pedirlo, incluso aunque repitan una y otra vez que la violencia asesina está sólo «suspendida». Parece evidente que el Estado democrático ha vencido al terrorismo, pero esta victoria no ha supuesto la rendición incondicional de los terroristas, ni su conversión clara a los principios y métodos de la política democrática; sería, probablemente, un grave error esperar a que esto sucediera para que las instituciones democráticas dieran pasos hacia la pacificación. Por ello, la reflexión que hace Calleja, lúcida respecto al fondo del problema, no implica, con seguridad, el rechazo a la negociación iniciada por el Gobierno en el terreno de la tregua, aunque sea un terreno lleno de zonas oscuras, ambigüedades y posibles contratiempos.

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