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En el final del siglo XX

Historia Oxford del siglo XX

MICHAEL HOWARD (ed.), W. ROGER LOUIS (ed.)

Planeta, Barcelona

Trad. de C. Pages y Víctor Alba

720 págs.

3.900 ptas.

El largo siglo XX. Dinero y poder en los orígenes de nuestra época

GIOVANNI ARRIGHI

Akal, Madrid

Trad. de Carlos Prieto del Campo

456 págs.

3.640 ptas.

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¿Forma ya el siglo XX parte del pasado? ¿Es un tiempo ya cerrado y nos adentramos en una era nueva? Cierto que las fechas no son sino convenciones del calendario y no tienen por qué guardar relación con el devenir histórico. Tampoco los siglos cronológicos. Pese a ello, ha arraigado entre nosotros la idea de organizar nuestro pasado en siglos históricos (que no tienen por qué coincidir con los cronológicos). Así, por ir al hilo de lo que nos sugiere uno de los autores reseñados, el braudeliano sigloXVI , el siglo que va de los descubrimientos (1492) a la Paz de Westfalia (1648): ¿Nos encontramos hoy en el final de una época como aquélla? Y si lo estamos, ¿cómo reconocerlo? ¿Cuáles han sido, por lo demás, las características de ese siglo que ahora parece quebrar? ¿Lo está haciendo realmente? Son cuestiones que se plantean insistentemente cuando el calendario recorre el año 2000.

Hay quien es escéptico respecto a los análisis que dan por terminado el siglo XX histórico. Otros, por el contrario, no dudan en ver en la actual a una sociedad transmutándose más o menos radicalmente. El punto de inflexión es para estos últimos la coyuntura que va de 1989 a 1991, el tiempo de la caída del muro, la guerra en Kuwait y el fin de la URSS; o un tiempo más extenso que tiene que ver con la crisis de las materias primas, la pérdida de vigor de los Estados-nación y la revolución informática. Sea o no el siglo XX definitivamente un tiempo ya consumado, nos adentremos o no en una era nueva, se consolide o no el neoliberalismo en tiempo de globalización, lo cierto es que el siglo XX , largo (1870-) o corto (1914-1989; Bairoch y Hobsbawm), es ya por sí mismo una fase reconocible de la historia de la humanidad, un tiempo que podemos identificar y describir como categoría histórica con sus rasgos y pautas singulares.

Recientemente han aparecido en castellano dos obras ambiciosas sobre este tiempo. Se trata de un estudio de sociología histórica realizado por Giovanni Arrighi, colaborador del Fernand Braudel Center, y, por otro lado, de la Historia Oxford del siglo XX , un trabajo de síntesis histórica con numerosas e importantes colaboraciones coordinada por Michael Howard y W. Roger Louis. Su aparición simultánea ofrece una ocasión inmejorable para reflexionar sobre nuestro siglo XX . Y, dada la radical disparidad de los presupuestos epistemológicos empleados por cada uno de ellos, invita también a adentrarse someramente en ese terreno del estatuto científico en las ciencias sociales y humanas.

El libro de Arrighi, viejo conocido y teórico de los sistemas-mundo, es un ambicioso y notable estudio de sociología histórica analítica sobre los orígenes históricos que puedan explicar la dinámica del siglo XX . Para este autor, la economía, o, más bien, los flujos económicos, juegan el papel central en la explicación del cambio histórico. Su intención es establecer la lógica estructural de lo que él, inspirándose en Schumpeter y Braudel, según un uso que comienza a extenderse, llama largo siglo XX (un tiempo que arranca en la depresión de 18731896 y que todavía no habría concluido). Trata con ello de comprender el crítico momento actual e intuir los cambios que se avecinan. Siguiendo los pasos de Immanuel Wallerstein, elige la longue durée y la formación del capitalismo histórico de Fernand Braudel (siglos XV XX) para explicar este siglo que no sería sino el último de cuatro siglos largos en un sistema recurrente de ciclos a lo largo de los cuales se habría ido desarrollando el sistema capitalista. La cuestión sería, finalmente, saber si con la crisis iniciada en los años setenta –crisis señal que anuncia el final del XX – estaremos asistiendo al momento que predijo Joseph Schumpeter cuando habló del agotamiento final del sistema capitalista en sus propias contradicciones.

Para ello concibe un tiempo histórico evolutivo y a la vez recurrente, con fases de cambio continuo y momentos de discontinuidad; un tiempo organizado en ciclos seculares. Éstos funcionan para Arrighi como ciclos sistémicos de acumulación que atraviesan por una primera fase de formación (finales del XIX y principios del XX ), una segunda de consolidación (1950-1970), para terminar en una fase de desintegración dominada por el capital financiero (momento actual). Cada ciclo estaría hegemonizado sucesivamente por Génova (largo siglo XVI ), Holanda ( XVII ), Inglaterra ( XIX ) y Estados Unidos ( XX ). Su estudio se apoya en dos procesos o sistemas-mundo interdependientes: uno que tiene como resultado la formación de un sistema capitalista de alcance mundial a partir del siglo XV , y un segundo que, desde Westfalia (1648), completa un sistema nacional de Estados. Ambos se relacionarían según la idea de Braudel (heterodoxo en cuestiones de economía) de que el capitalismo triunfa cuando logra identificarse con el Estado. De esa suerte, se daría una evolución desde un «poder capitalista disperso a un poder capitalista concentrado», un proceso de fusión entre Estado y capital que culminaría con Estados Unidos.

El siglo XX emergería tras el caossistémico ocasionado en 1873-1896 en el modelo de acumulación del «imperialismo de libre comercio británico» a causa de la reubicación masiva del capital excedente procedente de la industria y el comercio. Tras un período crítico de beneficios «irrazonablemente» bajos, el capital se habría refugiado en el sector financiero de la City, hipertrofiando su rentabilidad a base de exasperar la competencia interestatal en busca de inversiones. Esta tensión entre Estados ávidos de inversiones para sus economías (Alemania, Gran Bretaña, Francia), habría dado origen al conflicto bélico de 1914 y al fin definitivo del XIX , mientras que el XX se colocaba bajo la égida norteamericana. Este sería para Arrighi un proceso recurrente: al final de cada ciclo sistémico de acumulación se produciría, una crisis señal con una posterior recuperación somera, y una crisis final que definitivamente daría paso a un nuevo ciclo de acumulación bajo la hegemonía de otro Estado.

Frente al siglo XIX inglés, emergió pujante en Estados Unidos un capitalismo corporativo y proteccionista compuesto por empresas comerciales murtidepartamentales verticalmente integradas y gestionadas por una extensa administración con hábitos burocráticos (redes de distribución y comercialización). Éste lograba internalizar los costes de transacción, generando economías que dependían antes de la velocidad de las operaciones y de sus redes comerciales, que del tamaño de la empresa (Alfred Chandler). La guerra de 1914 precipitó la crisis terminal del modelo inglés y confirmó la competitividad del modelo estadounidense. Aquel modelo se afianzó en la segunda posguerra sobre la hegemonía indiscutida de los Estados Unidos en el mundo a partir del sistema monetario establecido en Bretton Woods sobre la base del dólar y la Reserva Federal, un nuevo orden mundial soportado por la guerra fría y el esfuerzo armamentista, y la síntesis a escala mundial entre planificación y regulación de mercado (un New Deal internacional).

Hoy nos encontraríamos en la fase final de este modelo a partir de una triple crisis que arrancaría entre 1968 y 1973: una militar tras la retirada de Vietnam, una crisis financiera con una Reserva Federal incapaz de regular el flujo financiero mundial y una crisis ideológica con el debilitamiento del argumento anticomunista como factor de cohesión interna. Frente a ello estaría surgiendo un modelo de empresa basado en la subcontratación extremadamente estratificada que se practica en la nueva región emergente del este asiático, liderada por Japón. El futuro inmediato, para Arrighi, podría pasar por estas tres posibles vías alternativas: la recuperación en los «viejos centros» (poco probable), por un futuro incierto bajo el liderazgo del este de Asia, o por el «caos sistémico permanente», el final del capitalismo histórico (predicción por la que él parece inclinarse).

Una brillante conjetura a la que precede una minuciosa descripción de los anteriores ciclos sistémicos de acumulación: el genovés, el holandés y el británico. Arrighi compara, analiza hechos militares, de la política o de las finanzas, interpreta acontecimientos cruciales, observa recurrencias y movimientos pendulares (por ejemplo, el que hace que a una fase de libertad económica le suceda otra de regulación y viceversa), y emplea numerosas categorías. Una propuesta holista para una interpretación global de la historia de los últimos cinco siglos. Sólo así, dice, se explica el siglo XX .

Arrighi, lúcido braudeliano, trata de superar las «limitaciones teóricas» de su maestro (pág. 9). Pero su esfuerzo nomotético y deductivo, le hace olvidar la parte idiográfica de su trabajo. Su afán por obtener una teoría general sistemática, hace que descuide en ocasiones los hechos históricos, o los interprete con audacia excesiva retorciéndolos para sumergirlos en la lógica de sus ciclos sistémicos. De este modo el nazismo no sería sino un epifenómeno de un proyecto nacional alemán (capitalismo corporativo) fracasado frente al modelo inglés, y la posterior frustración que ello generó (pág. 322); el conflicto social, guerra o revolución, se daría como resultado de un estado generalizado de caos sistémico en los finales de ciclo; la guerra fría sería un puro cálculo estratégico para reproducir el modelo americano de capitalismo en un necesario contexto de carrera armamentista (pág. 88; págs. 354 y ss.); el movimiento cartista se produciría como simple respuesta modelo de libre mercado británico durante su siglo de hegemonía (pág. 313). Así aunque es sabido que la lógica económica del XIX no la rompió primero el modelo americano de empresa integral sino las tendencias intervencionistas y autárquicas que se desarrollan durante la Primera Guerra en la propia Europa, Arrighi prefiere obviarlo para no empañar una teoría racionalmente impecable. Y así un largo etcétera que sería prolijo detallar. En general, hay un inmenso esfuerzo –y de ello se resiente la obra– porque todo concierte en la formulación de los ciclos sistémicos de acumulación.

Hay otras consideraciones que dificultan también una aceptación plena de la propuesta de Arrighi. Su discurso es un relato despersonalizado, en el que la iniciativa humana apenas si juega un papel más allá de la lógica que impone la sucesión de los fatídicos ciclos. Ni el corto plazo o la contingencia tienen alguna consideración; tampoco la diplomacia o las decisiones de gobierno o militares que rectifiquen una lógica determinada; el liderazgo o la acción colectiva no son sino productos del sistema descrito, sin que en ningún momento intervengan en él para rectificarlo. Su teoría de la hegemonía (capítulo I), ciertamente muy matizada, resulta cuanto menos objetable desde el momento en que ignora todos aquellos factores que no sean los de la primacía de un modelo económico capitalista asociado a un país. En general se aviene mal con la realidad de los hechos (un siglo XVII sin España, un XIX exclusivamente inglés, olvidando el magma europeo de potencias, o un siglo XX sin la URSS, resultan poco ajustados a la realidad del tiempo). Por lo demás, reducir el campo de la economía desde el XVI al campo del flujo mercantil y financiero, resulta verdaderamente reductivo en una economía productiva basada en la agricultura, el excedente por renta y el autoconsumo, situación que no variará hasta la industrialización y la universalización de la economía capitalista en el siglo XIX.

Siguiendo a Braudel, su análisis no estima el cambio tecnológico y la innovación, para apreciar sólo el impulso de las «ventajas posicionales» que confiere la geografía y su devenir histórico (págs. 28 y 30). Una disposición que, en vista de los cambios que en todo el mundo está produciendo la revolución telemática, resulta difícil de mantener. De aquí su dificultad para comprender este final de siglo, tiempo en el que sobrevalora el papel del sudeste asiático (pág. 405), sin apreciar la recuperación económica y de liderazgo que en los últimos años se está produciendo en los Estados Unidos (debe advertirse que el original es de 1994). Apegado a la general visión braudeliana de la sucesión de espacios geográficos (Mediterráneo, Mar del Norte, Atlántico; Europa, América), es incapaz de ver hoy la internacionalización y desubicación de la sociedad en general (el world society de John Burton). Sociedad mundial o globalizada que es especialmente cierta para el mundo de la economía y los negocios.

Muy distinto es el planteamiento de la Historia Oxford del siglo XX , que se adentra en el período con las herramientas heredadas de la historia whig británica (empirismo interpretativo y estilo elegante) y algunas lúcidas aportaciones de la historiografía analítica más narrativa. A diferencia del de Arrighi, se trata del clásico libro de síntesis realizado por prestigiosos profesores de Oxford y otras universidades anglosajonas. Se trata de una obra de alta divulgación que no obstante, dada la carencia de interpretaciones solventes sobre el siglo XX y la calidad de los historiadores reunidos, resulta de gran interés también para el especialista.

La Historia Oxford del siglo XX adolece de un problema de signo contrario al de Arrighi: renuncia expresamente a construir el siglo XX como un tiempo histórico, con sus rasgos y sus procesos peculiares. Renuncia a formularlo como categoría histórica, en favor de la pura cronología. Ello hace que le falte al libro cierta coherencia comprensiva, corriendo el riesgo de convertirse en un cúmulo de hechos dispersos. No ocurre así si tomamos aisladamente cada capítulo. Pero la debilidad de los dos capítulos de arranque y final realizados por los editores, hacen que el libro se deslice por esa pendiente del empirismo puro.

Merece ser destacada la extraordinaria posdata, «Hacia el siglo XXI » de Ralf Dahrendorf, donde se ofrece una panorámica exhaustiva y exacta de la compleja coyuntura actual. El proceso de globalización acelerado, con sus aspectos inquietantes y aquellos otros esperanzadores, son los ejes del breve capítulo. Por lo demás, señala los factores de cultura imperantes (pragmatismo en los escenarios de futuro, nueva moralidad ante los retos globales y prevención ante la nueva ola de relativismo) a partir de los cuales se pudieran recuperar, en un horizonte de incertidumbre, los valores de la Ilustración, para que éstos tengan mejor suerte que en el siglo XX.

El libro cuenta con una buena bibliografía complementaria (aunque apegada a la tradición anglosajona), una detallada cronología, y un índice temático y onomástico. A esa sección instrumental la acompaña una bien planteada disposición de los temas. En ellos se da cuenta de la estructura del siglo, se dedican dos bloques a Europa y Estados Unidos, y se atiende también a la evolución de los otros continentes (Asia, Latinoamérica y África), sin la cual no cabría entender este siglo; muy especialmente éste, si nos atenemos a la llamada Historia Contemporánea.

De acuerdo con la fe que los autores profesan en la ciencia y la tecnología como factores de progreso, bienestar y cambio social, se les dedican dos importantes y extensos capítulos (Steven Weinberg y John Maddox). La cultura y las artes tienen también un lugar destacado (Alan Ryan y Norbert Lynton). Pero falta, sorprendentemente, la sociedad y la cultura material al modo de Macaulay. Hay, sin embargo, un bien ordenado estudio de la evolución económica del siglo (Robert Skidelsky), que el autor divide en cuatro períodos: el del mercado liberal (hasta 1913), el de la autarquía (1914-1950), el del mercado administrado (1950-1973), y, finalmente, el del neoliberalismo. Se trata de una compleja exposición, en la que hay espacio para la política económica como factor de liderazgo y toma de decisiones, y para los errores como factores, ambos, que determinan decisivamente el decurso de las economías (un análisis que dista bastante del planteamiento de Arrighi).

En el bloque sobre Europa y EEUU entre 1900 y 1945 se incluye una correcta exposición sobre la última fase de los imperialismos decimonónicos (W. Roger Louis), un brillante aunque tradicional análisis sobre los orígenes de la Primera Guerra como conflicto entre potencias en clave internacional y del papel crucial de Hitler en el estallido de la Segunda Guerra (M. Howard). Rusia y su revolución son tratadas muy sucintamente, considerando tan sólo factores en la cultura de masas que presagiaban catástrofes inminentes hacia 1900, sin un contexto europeo (la ola revolucionaria de los veinte) que lo explique y sin apenas referencia a causas endógenas (R. Stines). Hay también ajustados relatos sobre Estados Unidos y Japón (H. Brogan y A. Iriye).

Se echa de menos en este bloque una discusión sobre los regímenes políticos que compitieron para hacerse con el liderazgo en la reconstrucción de una Europa de masas tras la desaparición del mundo burgués decimonónico (Charles Maier), una competencia que derivó en guerra civil a la altura de 1940 para toda Europa. Y falta una referencia más extensa al Holocausto y al mundo del gulag.

En una tercera parte se aborda el mundo europeo y ruso tras la segunda posguerra. L. Freedman le ve un origen ideológico a la guerra fría antes que un conflicto entre potencias. Mientras tanto, J. Patterson y A. Brown hacen una historia de Estados Unidos y la URSS como si se tratara de historias nacionales con implicaciones en política exterior, perdiendo a veces la ocasión de hacer un relato más trabado en clave de historia mundial. En fin, hay breves pero jugosos capítulos dedicados a la Unión Europea, África, América Latina y Asia. El libro incurre en un cierto optimismo retrospectivo al apreciar los logros del siglo. Tal vez porque, a pesar de su vocación no eurocéntrica (de ahí los capítulos sobre otras partes del mundo), ha sido hecho sin remedio por occidentales. Occidentales afincados en la Gran Bretaña, para ser más exactos, lo que explica un injustificado capítulo sobre la Commonwealth de consumo interno para aquel país.

Llegados este punto, en un contexto de crisis e incertidumbre general sobre el estatuto epistemológico de las ciencias sociales y humanas, cabe preguntarse sobre la capacidad explicativa que éstas tienen de los cambiantes contextos socioculturales, económicos y políticos en que se produce la vida social. Los dos libros que comentamos se alejan en cierta forma del punto de encuentro o equilibrio al que debieran aspirar las ciencias humanas. Uno, en la dirección de un racionalismo neocartesiano, y, el otro, en la de un cierto relativismo empirista.

El libro de Arrighi, con su teoría de los ciclos, su abrumadora lógica estructural, sus recurrencias y la ausencia de toda acción humana, elabora una pauta de evolución histórica excesivamente fiada en las grandes teorías explicativas. Por el contrario, la Historia Oxford descuida, en su planteamiento general –que no siempre en las colaboraciones–, las posibilidades de la disciplina histórica de elaborar sus propias categorías o incorporar conceptos de otras disciplinas.

Tal vez si en las ciencias de la sociedad se moderara, de un lado, la búsqueda de leyes generales y cerradas (como lo hizo Michael Mann), y se aspirara, de otro, a conceptualizar una serie de mecanismos causales que expliquen los hechos singulares como resultado histórico de una sucesión de acontecimientos; si se corrigiera la búsqueda de imposibles teorías generales en favor de causalidades complejas y variadas sobre los mecanismos de la acción humana y las relaciones sociales, cabría concebir un punto de encuentro que hiciera avanzar las síntesis explicativas de la historia universal.

Volviendo a nuestros libros de referencia, a pesar de la indeterminación con la que responden a nuestra pregunta inicial (¿Es ya historia el siglo XX?), uno por excesivamente ambicioso, otro por su indefinición conceptual, son dos excelentes trabajos, que no hacen sino enriquecer y elevar nuestro conocimiento sobre el siglo XX .

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