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España 1917: ¿tres revoluciones, o solo una?

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1917 fue, como se sabe, el año de la revolución en Rusia: el primer acto, en febrero (de acuerdo con el calendario juliano, vigente en aquel país) que culminó con la abdicación del zar Nicolás II, el día 2 de marzo, y la formación del Gobierno Provisional; el segundo y definitivo episodio, en octubre, cuando los soviets, controlados por los bolcheviques, se hicieron con el poder. La Primera Guerra Mundial, por su parte, seguía su curso; en abril, ante la guerra submarina a ultranza desencadenada por Alemania con la esperanza de que el bloqueo marítimo asfixiara a los aliados, los Estados Unidos del presidente Wilson entraron en la guerra contra las potencias centrales.

Tanto la revolución de febrero en Rusia como el cambio en los contendientes en el conflicto armado tuvieron profundos efectos en España, que en 1914 había proclamado su neutralidad. La caída de Monarquía en Rusia propició un verdadero ambiente revolucionario en España. Republicanos, socialistas y anarquistas concibieron la esperanza de que algo semejante ocurriera en nuestro país, mientras que las distintas facciones en que, para entonces, se habían dividido los partidos dinásticos, conservador y liberal, reaccionaron en sentido inverso, con un rey, Alfonso XIII, profundamente conmovido por la suerte del zar Nicolás II. La entrada en la guerra de los Estados Unidos, por su parte, llevó a pensar al presidente del gobierno español, el liberal conde de Romanones, que había llegado el momento de unirse a las potencias aliadas, pero no consiguió convencer a su propio partido ni a la oposición y, sobre todo, al rey Alfonso XIII, que se negó tajantemente a la ruptura con las monarquías de Alemania y Austria-Hungría para unirse a la republicana Francia. Romanones dimitió y fue sustituido en la presidencia del Consejo por el también liberal Manuel García Prieto, marqués de Alhucemas.

Los acontecimientos se precipitaron en nuestro país a partir del mes de junio. El día uno de este mes, hicieron su aparición pública las Juntas de Defensa del Arma de Infantería –una especie de sindicato de los oficiales medios del Ejército- presididas por el coronel Benito Márquez, que de forma amenazante reclamaron su reconocimiento legal al gobierno; García Prieto se negó y Alfonso XIII llamó para sustituirle al conservador Eduardo Dato, que aprobó íntegramente el Reglamento de las Juntas. En julio, se celebró en Barcelona la Asamblea de Parlamentarios, promovida por Francesc Cambó e integrada por catalanistas, republicanos y el único diputado socialista, Pablo Iglesias, cuyo objetivo era la convocatoria de Cortes Constituyentes que democratizaran la Constitución y concedieran la autonomía de Cataluña; la Asamblea fue disuelta por las autoridades gubernativas, sin mayores problemas, aunque los parlamentarios siguieron trabajando en comisiones. En agosto, estalló una huelga revolucionaria, dirigida por los socialistas (UGT y PSOE), con el apoyo de los anarcosindicalistas de la CNT, que fracasó gracias a la intervención del Ejército; en contra de la pretensión socialista de que la huelga fuera pacífica, fue muy violenta: hubo setenta y nueve muertos y cientos de heridos en toda España. En octubre, finalmente, ante la presión de las Juntas y de los nacionalistas catalanes, Alfonso XIII despidió a Eduardo Dato, que fue sustituido por un gobierno de concentración de los partidos dinásticos, presidido por García Prieto, con participación de los catalanistas; ello suponía el fin, después de treinta y seis años, de la alternancia en el poder de los partidos conservador y liberal. Era un cambio fundamental en el sistema previsto por Cánovas al inicio de la Restauración, que ya se había visto esencialmente alterado, meses antes, por la entrada de los militares en la escena política.

De todo ello se ocupa en este libro Roberto Villa que, después de su polémico estudio sobre las elecciones de 1936 (escrito junto a Manuel Álvarez Tardío) y de su innovadora biografía de Alejandro Lerroux, vuelve a agitar las aguas de la historiografía españolaManuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, Madrid, Espasa, 2017. Roberto Villa García, Lerroux. La República Liberal, Madrid, Gota a Gota, 2019. Ambos libros han sido reseñados en Revista de Libros por Enrique Moradiellos (13/09/2017) y José Manuel Macarro (22/07/2019), respectivamente. Se trata de una extensa investigación, que descansa en una amplia base documental – bibliográfica y de numerosos archivos- con una atención particular a la historia comparada, en concreto, a la situación política de los demás países europeos. Es un estudio riguroso y bien escrito, como nos tiene acostumbrados este autor, de una capacidad de trabajo envidiable.

Villa pretende cambiar la interpretación habitual de la crisis española de 1917, según la cual se trataba de tres revoluciones distintas

Con esta obra, Villa pretende cambiar la interpretación habitual de la crisis española de 1917, según la cual se trataba de tres revoluciones distintas: la de las Juntas de Defensa, que perseguía únicamente los intereses castrenses; la de la Asamblea de Parlamentarios, que trataba de reformar la Constitución y conseguir la autonomía de Cataluña; y la de socialistas y anarquistas cuyo fin era acabar con «la sociedad burguesa». Así se desprendía del precursor estudio del periodista Fernando Soldevilla, de la obra clásica sobre el acontecimiento, de Juan Antonio Lacomba, y de los más recientes estudios de Miguel Martorell y Francisco J. Romero SalvadóFernando Soldevilla, Tres revoluciones (Apuntes y Notas). Las Juntas de Defensa. La Asamblea Parlamentaria. La Huelga General, Madrid, Julio Cosano, 1917. Juan Antonio Lacomba Avellán, La crisis española de 1917, Madrid, Ciencia Nueva, 1970. Miguel Martorell Linares, «”No fue aquello solamente una guerra, fue una revolución”: España y la primera guerra mundial», en Historia y Política 26 (julio-diciembre 2011) 17-45. Francisco J. Romero Salvadó, “’España no era Rusia’. La revolución española de 1917: anatomía de un fracaso”, Hispania Nova 15 (2017) 416-442.. La tesis de Villa es que aquellas tres revoluciones eran en realidad una sola que «se inspiró directamente en el modelo revolucionario ruso» (p. 13). «Frente a las interpretaciones tradicionales, esta investigación –escribe el autor- muestra la revolución española de 1917 como un proceso único. No hubo tres revoluciones inconexas, sino iniciativas que, aun con protagonistas distintos, acabaron enlazándose […] en una acción revolucionaria común» (p. 16).

Esta controversia sobre la unidad o diversidad de los sucesos de 1917 en España recuerda el debate sobre la unidad o diversidad de la Revolución Francesa: frente a la tesis tradicional, que el socialista Albert Soboul resumía considerando la Revolución como un bloque -una «revolución burguesa»- el «revisionista» François Furet afirmó la existencia de varias revoluciones -legal, urbana, campesina, y jacobina- con protagonistas y fines diferentes. La tesis de Furet fue fundamental para que se pusiera en cuestión la interpretación marxista de la historia (en boga en Europa occidental a mediados del siglo XX): el curso inevitable de la historia, que hacía necesaria la «revolución burguesa» y precedía a la «revolución proletaria». En el caso de 1917 en España, los papeles están cambiados: Villa, tan próximo a Furet por su afán «revisionista», niega la habitual interpretación de la variedad de revoluciones para afirmar su unidad.

El fondo y el alcance de la polémica sobre 1917 en España es, sin duda, mucho menor que el de la Revolución Francesa, pero no deja de ser importante para la interpretación de la historia española del siglo XX. La idea predominante hasta ahora es que 1917 -la Asamblea de Parlamentarios, en concreto- fue una ocasión perdida para la democratización de la Monarquía de la Restauración. En contra de esta idea, Villa afirma que los promotores de la revolución -izquierdas republicanas y obreristas, nacionalistas y militares junteros- «no fueron fuerzas democráticas a las que un sistema oligárquico se negaba a integrar, sino […] adversarios doctrinales de la democracia liberal, que quedaba subordinada cuando no abolida, a una serie de proyectos maximalistas –la república de izquierdas, el socialismo en sus distintas vertientes, el Estado catalán- que excluía en todo caso la supervivencia del modelo constitucional de 1876». Por ello, concluye que hay “ligereza en considerar hoy como precursores de la democracia actual a las fuerzas que, en 1917, y a izquierda y derecha, se coaligaron para destruir una monarquía democrática ya en ciernes» (p. 17). El análisis que el autor lleva a cabo tanto de la situación española como de los distintos actores revolucionarios es coherente con este planteamiento.

La tercera tesis fundamental que defiende el libro -además de la unidad y el propósito de la revolución- se refiere a sus efectos. Según Villa, fue «el punto de ruptura más trascendental de la Historia de España en toda esa centuria», porque la hondura de la crisis «no solo impidió un reequilibrio democrático, sino que ofreció la coyuntura ideal para que triunfara la primera dictadura de 1923» (p. 19) y por ello condicionó «nuestra vida política en sentido contrario a la democracia durante las seis décadas siguientes» (p. 15).

Esta reseña se centrará brevemente, en primer lugar, en el análisis de la España de la Restauración a la altura de 1917 y, a continuación, en las tres tesis fundamentales que, a mi juicio, se contienen en el libro: el carácter de las fuerzas revolucionarias, la unidad o diversidad de la revolución y su trascendencia. Por último, se hará un breve comentario sobre la actuación del rey Alfonso XIII en aquellas circunstancias.

1. «La España de 1917 -escribe Villa, a mi juicio acertadamente- no era esa “caricatura” todavía vigente en muchos libros de texto y ensayos de divulgación, de “oligarquía y caciquismo”, un país estancado o fracasado, sino “una nación dinámica y progresiva […] un país inmerso en un proceso de cambio acelerado» (p. 15). Entre las citas que apoyan esta conclusión destaca la de Ramón Pérez de Ayala -fundador, más adelante, de la Agrupación al Servicio de la República- que en 1918 escribió que «el cuerpo vivo de la nación mostraba patentes signos de robustecimiento y regeneración […]. La España de 1914 era comparada con la España de 1894, una España más culta, más adelantada, más fuerte, más rica en el amplio sentido económico, y el progreso se había verificado no conforme a una ratio lenta y morosa, sino conforme a una ratio rapidísima» (p. 59). No obstante, la vida económica se había visto profundamente alterada por la primera guerra mundial y eran muchos los motivos de descontento social en todos los sectores, especialmente entre los obreros industriales, los funcionarios civiles del Estado y los militares, cuyos salarios no se habían visto incrementados al compás del «fantasma de la inflación».

En cuanto al sistema político, el entramado de reglas e instituciones de la Monarquía alfonsina «era equiparable al de cualquier otro país liberal». En este caso, Villa acude en apoyo de su tesis, entre otros, a Adolfo Posada -un catedrático de Derecho Constitucional, republicano y vinculado a la Institución Libre de Enseñanza- que, ya en el franquismo, reconoció «que nunca España estuvo más cerca de una evolución democrática» como en la Restauración (p. 17).

2. El carácter de los promotores de la revolución. A pesar de sus diferencias doctrinales, anarquistas y socialistas eran enemigos declarados del sistema: a ambos «les unía el odio a la civilización liberal, a la que llamaban despectivamente ‘capitalismo’» (p. 65). Su objetivo no era alcanzar la democracia liberal sino establecer la sociedad sin Estado y sin clases. También sus respectivos sindicatos, la CNT y la UGT, tenían tácticas diferentes, pero su actividad, subraya el autor, no tenía como finalidad mejorar las condiciones materiales de sus afiliados, sino debilitar el «orden burgués» y su «aparato coactivo», para construir «los fundamentos de la sociedad del futuro». Otra cosa es que sus afiliados compartieran las mismas ideas: se apuntaban a los sindicatos para «estar a buenas con sus compañeros de trabajo, obtener protección, evitar coacciones y conseguir mejoras en sus condiciones de trabajo» (p. 88). Después del éxito de una huelga general de un día, en diciembre de 1916, la UGT y la CNT se pusieron de acuerdo, en marzo de 1917, para convocar una huelga general indefinida que, esperaban, fuera también revolucionaria.

A pesar de sus diferencias doctrinales, anarquistas y socialistas eran enemigos declarados del sistema

Los catalanistas de la Lliga Regionalista, y su líder Cambó, se presentan empeñados en crear un Estado catalán: eran nacionalistas y no regionalistas, afirma rotundamente Villa. «La Lliga se consideraba el vehículo para crear una conciencia nacional que identificaba a los habitantes de Cataluña como miembros de una comunidad natural, anterior y superior a la voluntad de sus individuos, y definida en términos de un idioma y un derecho común propios y distintivos. Esta toma de conciencia […] excluía cualquier identificación con España, entidad puramente estatal y superpuesta a las “nacionalidades ibéricas” por imposición del imperialismo castellano». Sus objetivos eran «abolir toda jurisdicción de las instituciones nacionales en Cataluña […]; pretendía que el Gobierno central renunciara en Cataluña a funciones básicas como recaudar impuestos o levantar ejércitos. El catalán debía ser, en exclusiva, la lengua oficial. Todos los funcionarios, jueces y magistrados, debían haber nacido en Cataluña y sus tribunales debían fallar pleitos y causas en última instancia. Unas Cortes propias tendrían pleno poder legislativo y fiscal, y sus tropas solo prestarían servicio dentro de la región. Todo “gobierno interior” se reservaba por tanto a un Estado ligado al resto de España por una política exterior y aduanera comunes y esta última porque debía asegurarse a la producción catalana el mercado nacional» (pp. 150-152). Estos eran los verdaderos objetivos de la Lliga, que «velaban» en Madrid con términos como «descentralización» y «autonomía integral» y que, «mientras fortalecían su movimiento», graduaron en las Cortes españolas «en función de la coyuntura para obtener concesiones parciales» (pp. 152-153).

Para el autor, son erróneos los numerosos trabajos históricos que consideran que la meta de los nacionalistas catalanes en aquel momento era «la autonomía en un Estado como el de la Constitución de 1978». Pero cabe pensar que la tesis de Villa es todavía más presentista –de 2017, en adelante-. Desde luego, la actuación política de Cambó, en 1917 y los años inmediatamente posteriores, no se entiende en función de objetivos que podrían ser los últimos del movimiento pero que no eran los que se defendían en aquellas circunstancias. Por otra parte, ¿eran los catalanistas «adversarios declarados de la democracia liberal»? La Lliga -como cualquier nacionalismo, en sentido estricto- incluía una «veta antiliberal» porque, en último término, «subordinaba las libertades individuales que la Constitución de 1876 reconocía a todos los ciudadanos españoles que residían en Cataluña, a la comunión con una supuesta comunidad nacional en construcción» (p. 151). Pero es preciso no olvidar que el proyecto impulsado por Cambó en la Asamblea de Parlamentarios era transformar la Constitución «doctrinaria» de 1876 en una Constitución democrática y establecer un auténtico sistema parlamentario, además de conseguir la autonomía de Cataluña.

En cuanto a los republicanos, tanto el Partido Reformista –que afirmaba la accidentalidad de las formas de gobierno- como el Partido Radical –la única formación que tenía «una apariencia nacional» entre el resto de grupos que pretendía la abolición de la Monarquía- desempeñaron un papel secundario en todo aquel proceso revolucionario, como correspondía a la decadencia en que se encontraban. Lo que resulta más discutible es la afirmación de Villa de que pretendían la creación de «una república antiliberal» (p. 289) en el sentido de que «se arrogaban el monopolio de la representación del pueblo», y consideraban «inimaginable que pudieran gobernar la república aquellos que no se sentían concernidos o se oponían a los principios que encarnaba, unos principios consustanciales con la verdadera expresión de la “voluntad nacional”». Los republicanos podrían aspirar a una sociedad homogénea y no pluralista, pero, en absoluto, proponían limitar los derechos individuales ni suprimir las elecciones.

Por último, los militares no tenían ningún sentimiento antimonárquico, aunque sí censuraban a Alfonso XIII, responsable en último término de la política de ascensos y recompensas seguida en los últimos años. En el seno del Ejército, «desde el desastroso fin de las guerras coloniales», como decía la Exposición de la Junta de Infantería de 1 de junio, se estaba gestando un profundo sentimiento antiparlamentario -la conciencia de que eran los auténticos representantes de la Patria y que su legitimidad era superior a la de las Cortes- pero las demandas de las Juntas distaban mucho de clausurar el Parlamento. Por otra parte, «sentían poco aprecio» por los que pretendían ser sus compañeros de viaje: «la mayoría de los oficiales tenía en baja estima a los antimonárquicos […] y mantenían su repulsa a los “separatistas” de la Lliga» (p. 294).

3. La unidad de la revolución. La precisa y minuciosa narración de los acontecimientos que van de junio a octubre -a la que se dedican más de 200 páginas del libro- es un excelente relato de lo sucedido. Gracias a él conocemos mejor el origen de las distintas iniciativas, los intentos de alianzas por parte de sus promotores, la actuación de las fuerzas del orden, el proceso político y el desenlace de la revolución o revoluciones. La conclusión que queda es que cada uno de los protagonistas actuó por su cuenta, no ya sin contar con todos los demás sino provocando la oposición de, al menos, alguno de ellos. Por tanto, nada fundamental que no fuera ya conocido viene a alterar la versión tradicional de la diversidad de sujetos revolucionarios.

La aparición política de los militares fue saludada con júbilo por todos los críticos del sistema -como reflejó Ortega y Gasset en su resonante artículo «Bajo el Arco en Ruinas»José Ortega y Gasset, El Imparcial, 13 junio 1917.– pero las demandas de las Juntas no fueron respaldadas por los partidos de oposición. Los nacionalistas catalanes contaron con el apoyo de republicanos y socialistas en la Asamblea Parlamentaria, pero el intento de Cambó de ganarse el apoyo de las Juntas a través del coronel Márquez se saldó con un fracaso, porque los militares -nada favorables a las demandas catalanistas- se inhibieron; con ello permitieron la disolución de la Asamblea por las autoridades. La huelga general revolucionaria fue un asunto propio de socialistas y anarquistas que, a lo sumo, contó con la expectativa benevolente de republicanos y nacionalistas catalanes, pero fracasó por la intervención activa del Ejército. Es decir, la unidad de las revoluciones, según Villa, no provino del sujeto -diverso- sino de la finalidad -la oposición al sistema-.

Caricatura del presidente del gobierno Eduardo Dato aparecida en La Campana de Gracia de Barcelona titulada La muerte política del Sr. Dato. El pie dice: De esta sí que no te escapas, Eduardito.

Cabe objetar, sin embargo, que existían importantes diferencias en los fines que cada uno pretendía alcanzar. Los militares, movidos por intereses corporativos, se contentaban con que Antonio Maura gobernara con la Constitución de 1876; pero este, que despreciaba profundamente a los junteros, se negó a que intercedieran en su favor ante Alfonso XIII para que le confiara el poder; más adelante se mostraron conformes con que Juan de la Cierva fuera ministro de la Guerra del primer gobierno de concentración. Cambó, más allá de pretender reformar la Constitución de 1876 para establecer un sistema plenamente parlamentario, estaba dispuesto a transitar de la Monarquía a la República con tal de conseguir la autonomía de Cataluña; pero de hecho, cuando gracias al Rey logró romper el turno, no solo aceptó la Monarquía sino que participó en el Gobierno Nacional de Maura, en 1918, como ministro de Fomento y, de acuerdo con Alfonso XIII, promovió al año siguiente una campaña por la «autonomía integral» que acabó sin resultado a causa de la huelga de la Canadiense en Barcelona. Los republicanos sí apostaban por derribar la Monarquía, y socialistas y anarquistas querían, además, acabar con aquel modelo de sociedad. En definitiva, el modelo revolucionario ruso estaría presente en estas últimas fuerzas, pero no en militares junteros y catalanistas. Es decir, que para quien esto escribe, la interpretación tradicional se resiste a morir a manos de Roberto Villa: los argumentos en favor de que hubo tres revoluciones y no una sola, porque tanto los sujetos como los fines revolucionarios fueron diferentes siguen siendo poderosos.

4. Los efectos de la crisis de 1917. Finalmente, como se ha indicado, Villa afirma que fue «el punto de ruptura más trascendental de la Historia de España en toda esa centuria». Es decir, que, según el autor, la apertura del «periodo constituyente» –«la búsqueda de una forma estable de gobierno» que, según Raymond Carr, se inició en 1923 y no se cerró hasta 1978- no empezó con la dictadura de Primo de Rivera, sino que la historia ya estaba prácticamente escrita desde 1917. Resulta paradójico que el autor, que expresa una opinión tan positiva del sistema político de la Restauración antes de 1917 –«homologable al resto de los países liberales»- acabe coincidiendo con quienes piensan que, en 1923, estaba completamente desahuciado, que era un enfermo terminal al que Primo de Rivera terminó de rematar, en lugar de un recién nacido -por las muestras de vitalidad del Parlamento- que fue ahogado en su cuna, según la expresiva imagen de Carr.

El libro no se ocupa de la historia entre 1917 y 1923, por lo que la afirmación de Villa no es más que una hipótesis. A mi juicio, exagerada. Supone desdeñar los defectos que antes de 1917 arrastraba el sistema político de la Restauración y, sobre todo, lo ocurrido en los últimos seis años de la Monarquía constitucional. Antes de 1917, los dos partidos dinásticos se habían dividido: el conservador en mauristas e idóneos, y el liberal en romanonistas y garciaprietistas. Las facciones en ambos no harían sino aumentar. Los gobiernos de unos y otros eran más débiles al no contar con la suficiente mayoría parlamentaria dada la división en sus propias filas; a esto se sumaba la disminución de los distritos electorales en los que siempre ganaba el candidato ministerial –por la presión gubernamental o por fraude- como consecuencia del aumento de lo que en la época se llamaron distritos propios, aquellos en los que, gobernara quien gobernara, se imponía un candidato debido, generalmente, a la utilización de medios clientelaresEl aumento de los distritos propios, en Carlos Dardé, «Elecciones y reclutamiento parlamentario», en Javier Moreno Luzón y Pedro Tavares de Almeida (eds.), De las urnas al hemiciclo. Elecciones y parlamentarismo en la Península Ibérica (1875-1926), Madrid, Marcial Pons/Fundación Práxedes Mateo Sagasta, 2015, p. 35. Una visión regional, por Comunidades Autónomas, de la evolución electoral en la Restauración, en José Varela Ortega (dir.), El poder de la influencia. Geografía del caciquismo en España, 1875-1923, Madrid, Marcial Pons/Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001.. Aquello facilitó, por otra parte, la injerencia del Rey en la vida política; Alfonso XIII ya no se veía limitado en la elección del presidente del Consejo por la existencia de líderes indiscutidos, sino que podía elegir a su gusto.

En cuanto a lo sucedido entre 1917 y 1923, la tesis de Villa supone despreciar el impacto que sobre el Ejército tuvo el desastre de Annual (julio de 1921) y la petición de responsabilidades en las Cortes de 1922 y 1923; también, el efecto que en Miguel Primo de Rivera -capitán general de Cataluña, en septiembre de 1923- tuvieron los «años del pistolerismo» en Barcelona (1919-1921) y, en vísperas del pronunciamiento, el recrudecimiento de la violencia en la ciudad condal y la deriva independentista de los nacionalistas catalanes y vascosEl mismo Primo de Rivera, cuando posteriormente escribió una especie de brevísimas Memorias, en el epígrafe «Génesis de la Dictadura», se refirió especialmente a dos circunstancias de Barcelona: el terrorismo y el separatismo. Citado por Javier Tusell, Radiografía de un golpe de Estado. El ascenso al poder del general Primo de Rivera, Madrid, Alianza,  1987, pp. 48-49. Por otra parte, no tiene suficientemente en cuenta los cambios que en aquellos seis años se efectuaron en el sistema político; en particular, dos reformas estructurales realizadas por el Gobierno Nacional de Maura, en 1918: la reforma de los Reglamentos de las Cámaras -que evitaron el obstruccionismo parlamentario sistemático- y el «Estatuto de Maura», relativo a los funcionarios civiles del Estado, que privó a los partidos de la bolsa de empleos públicos que era la base de su política clientelar. Por no citar la reforma constitucional, en sentido democrático, incluida en el programa del último gobierno constitucional, la coalición liberal-reformista.

La actuación del rey Alfonso XIII merece comentario aparte. En el libro se señala la oposición del Monarca a las Juntas y cómo le afectó la Exposición del 1 de junio, hasta el extremo de manifestar su deseo de abdicar; un propósito del que le disuadió especialmente la Reina madreDesde su acceso al trono, Alfonso XIII se había reservado un control particular de todo lo relativo al Ejército. Por eso le afectaron tanto los párrafos de la Exposición en los que se decía que el Ejército se encontraba «desorganizado, despreciado y desatendido en sus necesidades», tanto de orden moral como técnico y económico, ya que «oficialidad y tropa se hallan peor atendidas que las de cualquier otro país y también en condiciones inferiores a las de las clases civiles, análogas, del propio»; además, «a estas causas de malestar crónico se han añadido últimamente las producidas por la injerencia del favor, que anula el mérito y desmoraliza al que para lograr un beneficio que se le debe, tiene que mendigarlo del personaje influyente arrastrando a sus pies su dignidad». Exposición en Fernando Soldevilla, El año político, 1917, Madrid, Julio Cosano, 1918, p. 208.. El Rey se entrevistó con Gumersindo de Azcárate tratando de mejorar sus relaciones con los republicanos. Estuvo al corriente de la iniciativa de Cambó y llegó a ofrecerle «dos o tres ministros» en un gobierno de concentración que nombraría si el líder catalanista se avenía a no celebrar la Asamblea de Parlamentarios; como el proyecto siguió adelante, se negó a entrevistarse con el enviado del coronel Márquez y de Cambó. Todo ello es muestra del creciente intervencionismo de Alfonso XIII en la vida política. La evolución parlamentaria del sistema estaba en retroceso desde 1913.

Tanto el Partido Reformista como el Partido Radical  desempeñaron un papel secundario en todo aquel proceso revolucionario

La cuestión principal respecto a la conducta del Rey radica en las crisis de gobierno de junio -en admitir la dimisión de García Prieto y nombrar a Dato- y en octubre -despedir a Dato y llamar a García Prieto que formó el primer gobierno de concentración al mes siguiente-. Es cierto, como dice Villa, que el Rey no se salió de sus facultades constitucionales, ya que entre estas se encontraba la «libre» elección de sus ministros (que, además, debían contar con el apoyo de la mayoría de las Cortes, en aquel régimen de las dos confianzas). Las crisis de gobierno eran responsabilidad en último término de la Corona. Ese era el problema del que ya alertó Cánovas: el peligro que para la Monarquía suponía la actuación política del Rey, de un Rey que, en contra de la tesis de Benjamín Constant, reinaba y también gobernaba en aquel aspecto fundamental (lo que para Cánovas era necesario, porque no existía un electorado independiente en España). Pero que Alfonso XIII no actuara al margen de la letra de la Constitución de 1876 no significa que lo hiciera de acuerdo con su espíritu, que era esencialmente civilista. En las dos crisis que estamos considerando, el Rey se rindió a la imposición de las Juntas (en octubre, juntamente con la presión de Cambó). Villa considera que prácticamente no había otras soluciones, pero, en mi opinión, sí existían: en junio, sostener a García Prieto o llamar a Maura; en octubre, no «expulsar» a Dato. Ello probablemente hubiera costado un alto precio: el enfrentamiento de las tropas constitucionales -que efectivamente obedecían al Rey- y las anticonstitucionales de las Juntas. Sin embargo, Alfonso XIII no quiso entonces afirmar la supremacía del poder civil sobre el militar, lo mismo que hizo en 1923. ¿Por qué? Esa es otra historia.

En cualquier caso, las polémicas tesis de Roberto Villa explican el interés que ha despertado este libro. Y este es un mérito que cabe reconocerle: que se hable de la historia contemporánea de España, más allá de la II República, la Guerra Civil y el Franquismo. También hay que agradecerle que plantee cuestiones de fondo que llevan a replantearse ideas firme y largamente establecidas. Las discrepancias manifestadas en esta reseña sobre el molde en que se trata de encajar los hechos, no suponen ninguna infravaloración de una investigación sólida, que mejora sustancialmente nuestro conocimiento de lo ocurrido en España en la segunda mitad de 1917.

Carlos Dardé es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Cantabria, jubilado. Su último libro, en vías de publicación, es La Corona y la Monarquía Constitucional en la España Liberal, 1834-1923, escrito con Juan Ignacio Marcuello Benedicto.

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