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Escribir en otro lugar

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Así pues, he de hablar de la experiencia de escribir en otro lugar. Aunque, de entrada, me pregunto: ¿se puede escribir en otro lugar? Para ello, hay que encontrarse en otro lugar, naturalmente. Y estar en otro lugar es no estar aquí, mientras que aquí es, precisamente, el sitio en que me encuentro. Las líneas que les leo las he escrito en otro lugar, hace ya algunos días; pero las he escrito para leerlas más tarde en otro lugar, es decir, aquí. ¿Hay pues que concluir que otro lugar es o bien el pasado o bien el futuro? En cierta manera, sí. Pero se pueden considerar las cosas de otro modo. Sin olvidar, sin embargo, que –tal y como acabamos de ver– otro lugar es una expresión peligrosa.

Tomo, pues, otro camino. Si se me ha escogido para hablar de este tema, es seguramente porque se supone que tengo experiencia de él. Y, efectivamente, si tomo el verbo escribir en su sentido pleno, es decir, en el sentido de producir un texto publicable o publicado, puedo decir que a los diez años escribí mi primer texto, y que lo escribí «en otro lugar», es decir, aquí, en París. Me explico. En 1938 había en Francia varias colonias de niños españoles refugiados de la Guerra Civil. Vivía yo por entonces en una de ellas, en París. En otra, que estaba según creo en Orly, los niños disponían de una pequeña imprenta en la que imprimían un modesto boletín. A menudo incluían cartas de sus compañeros de otras colonias. Eran los profesores los que nos animaban a escribirlas y los que nos ponían en contacto. Así fue como, a los diez años, me convertí en un escritor publicado en otro lugar, en el extranjero. Y en español, por descontado.

Tengo gran tentación de jugar con las palabras. Pues a los diez años yo estaba aquí, en esta misma ciudad en la que estoy en este momento, y es aquí donde fui publicado. En aquel entonces, España era para mí otro lugar. Y lo siguió siendo durante cerca de cuarenta años. Cómo no dar un paso más y preguntarme si verdaderamente ha dejado de serlo. La constatación de que un exiliado retornado sigue siendo siempre un exiliado, incluso y sobre todo en su propio país, se ha convertido en un lugar común entre los que comparten tal experiencia. También se puede interpretar el «estar en otro lugar» en el sentido de no estar en la propia casa. Y es en ese sentido en el que puede decirse de modo general que un exiliado durante largo tiempo siempre está en otro lugar: nunca más en ninguna parte volverá a sentirse en casa propia. Aunque quizá se sienta como en casa en cualquier sitio, pues, comprendido así, estar en otro lugar no es algo que se conciba en oposición a estar en casa. Si no tengo casa propia nunca me encuentro en otro lugar.

Pero volvamos a poner los pies en la tierra, preguntémonos lo que todo esto quiere decir para una vida concreta, para una situación real. Un magrebí de la zona parisiense, un turco de Berlín, un indio de Londres, un boliviano de Madrid, ¿están en su casa o están en otro lugar? Tiene sentido decir, por ejemplo, que no es fácil para ellos intentar vivir en otro lugar. Pero también se puede decir que intentan vivir aquí. Escogeremos quizás una u otra expresión en función de que haya nacido en el Magreb o en París. Pero, ¿acaso es verdaderamente así? Un magrebí nacido en París, ¿es verdaderamente de aquí?, es decir, ¿es visto y, sobre todo, tratado como un católico de aquí? Sin embargo, si otro lugar es lo contrario de la propia casa, alguien nacido en las antípodas pero que vive en París no se encuentra, cuando se halla aquí, en otro lugar, sino que se encuentra literalmente en su casa. Las palabras, naturalmente, tienen sentidos figurados que no han de ser ignorados, pero tampoco debe olvidarse por ello su sentido directo.

Así pues, no tenía ni diez años cuando empecé a vivir en otro lugar, es decir aquí, o al menos aquí al principio. Más tarde me fui a otro lugar, es decir, lejos de aquí. ¿O lejos de España? Porque el caso es que, en cierto sentido, todo, excepto España, era para mí otro lugar. Al menos eso era lo que yo oía que decían en torno a mí las personas mayores. Cuando nuestros padres, en México, decían aquí, querían decir en México, aunque, paradójicamente, cuando pensaban en otro lugar, nunca pensaban en España sino en los otros países, incluido México. De manera que aquí y otro lugar pueden ser el mismo sitio, y no sólo en diferentes momentos del tiempo, sino dependiendo del punto de vista. ¿Y los niños? No me atrevo a generalizar, pero para mí aquí era, sencilla y puerilmente, el lugar en que me encontraba. Quiero decir que un niño se siente siempre en su casa. El niño vive en un tiempo natural, un tiempo de cabo a rabo dado, sin alternativas, sin más allá –pudiera decirse–. Como les ocurre a todos los niños, la ciudad en la que me encontraba era mi ciudad, y si evoco mi infancia, me siento siempre de nuevo y cada vez en mi ciudad. De manera que, cuando se me pregunta, como siempre se le pregunta a los exiliados y a los emigrantes, a qué lugar siento que pertenezco, debería preguntar yo a mi vez: ¿en qué época?

Si estar en casa puede ser a la vez estar en otro lugar, existe naturalmente un conflicto, y me parece que ello se da de manera particularmente clara en la experiencia del niño. Cuando siendo niño yo vivía durante algún tiempo en una ciudad «extranjera», en la que iba al colegio y en cuyas calles jugaba con niños del lugar, sentía ciertamente esa ciudad como mi ciudad con más intensidad que los exiliados adultos cuyas raíces, mucho más desarrolladas, estaban en otra parte. Al mismo tiempo, los adultos no me permitían ignorar que yo venía de otro lugar. Los adultos de uno y otro lado. Para un niño, sentirse rechazado en el medio en el que vive es simultáneamente más doloroso y menos doloroso que para un adulto. Más doloroso porque no tiene verdaderas raíces en otro lugar: en realidad vive por delegación el drama de los adultos y de sus raíces arrancadas; le falta, pues, el refugio de la nostalgia, y también, si es caso, el de la esperanza, ya que para él la esperanza del retorno no es la esperanza de las raíces reencontradas. Menos doloroso porque, de hecho, él no es un verdadero desarraigado: puede vivir, al menos cuando se le da la ocasión de dejarse llevar, en el presente sin condiciones de la infancia, en ese otro arraigo que es la pertenencia «natural» a nuestro entorno, aquello que precisamente constituye la dramática impotencia del exiliado adulto.Sé muy bien que yo no soy una buena muestra de una literatura de exilio, ya sea español o cualquier otro. No soy un verdadero exiliado, soy más bien un hijo de exiliados. La verdadera literatura del exilio es, desde luego, la de los exiliados adultos. Sin embargo, he observado en mi medio lo frecuente que es que los hijos del exilio asuman ellos mismos la nostalgia de sus padres. Por descontado, aprecio esa herencia y esa fidelidad, pero en lo que a mí se refiere, lo que he recibido de esta experiencia es otra herencia. Desde muy pronto dejé de compartir tal nostalgia. Mi nostalgia era otra, mi esperanza era otra. Por decirlo en una palabra: escogí la poesía. No es así del todo, pues otros jóvenes en torno a mí escogían también la poesía, aunque con el fin de buscar en ella la expresión del dolor y la nostalgia de un mundo usurpado, y el encuentro con esas raíces que sus padres habían perdido. Mucho tiempo más tarde, José Bergamín, con el que volví a coincidir en París en los meandros de nuestros diferentes exilios, me dijo que la lectura de algunos de mis poemas le había sorprendido mucho: «Eres un poeta alemán», dictaminó. Siempre he reivindicado este veredicto de quien me aventajaba en edad. Algo más tarde, en el 68, habría podido manifestarme en París llevando una pancarta que dijera: «Todos somos poetas alemanes».

He dicho muchas veces que, para mí, el exilio ni es un tema ni es un asunto de reflexión, sino una condición. Soy exiliado del mismo modo que soy masculino, diestro o miope. Evidentemente, esas circunstancias condicionan mi vida y mi escritura, y dejan sin duda rastro en una y en otra; pero no soy nada partidario de convertir en un tema mi masculinidad, ni el hecho de ser diestro o miope. Mi literatura es seguramente la de un exiliado, del mismo modo que es la de un humano masculino, y puedo comprender que haya comentaristas que se interesen más por descubrir las huellas del exilio que las de la masculinidad. Es, ciertamente, más interesante, pero cuando me parece distinguir en la lectura de mi obra algún vago reproche sobre dicho tema, como había sin duda en el comentario de Bergamín, siempre me vienen ganas de proclamar: todos somos poetas alemanes.

Tal cosa no debería necesariamente impedir mi interés por la literatura del exilio, español o cualquier otro, por la búsqueda de sus rasgos esenciales y por la comprensión de su naturaleza. Pero es posible adivinar que me es prácticamente imposible hacer de ello un objeto de estudio, pues para mí se convierte inmediatamente en problema, se me presenta como interrogación dramática y como exigencia de una toma de postura. La mía personal se separa mucho o poco del consenso general. Pero si me decido a hablar no es porque me crea representativo y porque imagine que a través de mí se pueda uno hacer idea de la literatura de un exilio o de los exilios; es porque me parece que la confrontación de mi experiencia con ese consenso podría poner cierta luz sobre la una y la otra. En lo que a mí respecta, inevitablemente, sitúo en el centro de mi historia de exiliado, o más bien de hijo de exiliados, no la experiencia de la pérdida, sino la de la extranjería. Me parece que en este siglo que empieza, la cuestión central para Occidente va a ser la del no ciudadano y la del no integrado. Como esto es algo que he conocido desde mi infancia y casi antes de tiempo, pienso que he aprendido de esta circunstancia más que de la pérdida de un terruño o de las jóvenes raíces que estuviera empezando a plantar en él; pues en fin de cuentas la mayor parte de los humanos adultos han perdido en este mundo cambiante el entorno material de su infancia, y no hay necesidad de estar exiliado para vivir la nostalgia de la infancia bajo forma de nostalgia de los lugares abandonados o convertidos en ruinas, de las personas alejadas, de las costumbres perdidas. Por el contrario, el nativo y el extranjero, el arraigado y el no integrado no son en absoluto intercambiables.

Es esta una reflexión en cierta medida diferente sobre el sentido de escribir en otro lugar. En tanto que hijo del exilio, sé profunda y visceralmente lo que es estar integrado y lo que es no estarlo. En cierto modo, siempre he escrito en otro lugar, siempre he sido un poeta alemán. Visto de otra manera, el lugar en el que escribo no es nunca otro lugar, está siempre aquí, pues todos somos poetas alemanes. Y si en mi vida soy igualmente solidario con los inmigrantes no integrados que con los inmigrantes integrados de nuestros descorazonadores extrarradios, en mi escritura trato de encontrar tanto lo que de mi tradición –de mis tradiciones, de mis terruños– me enriquece, como lo que uno puede llevarse consigo cuando escapa a esas tradiciones.
 

Traducción de Amelia Gamoneda

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