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Épica, picaresca y testimonio

Ladrón de lunas

ISAAC MONTERO

Taller de Mario Muchnik, Madrid, 1998

711 págs.

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Durante años los críticos han valorado la narrativa de Isaac Montero ante todo por su proyección ética y moral, hasta el punto de calificarla en ocasiones como una prolongación de la novelística social o de testimonio que gozaba de plena vigencia en el momento en que el autor publicaba sus primeros escritos. Estas opiniones no dejan de ser acertadas, ya que antes o después se percibe en sus novelas una actitud vertebrada por la reflexión y el análisis de los comportamientos humanos y sus relaciones con la sociedad. No obstante, y ya desde los comienzos de su carrera, pueden destacarse en su obra otros mecanismos que proporcionan a la narración un sentido inequívoco de transformación literaria con el objeto de dar a la realidad histórica una visión distinta a través de la ironía, el sarcasmo o la parodia.

Abundando en esta línea, Isaac Montero consigue con Ladrón de lunas –conviene decirlo de entrada– una de las mejores novelas españolas de los últimos tiempos. Por encima de modas al uso, prefabricadas para entretenimiento de lectores pasivos y complacientes, ha creado un mundo narrativo tan autónomo, con normas y leyes propias, como apasionante. Su compleja urdimbre totalizadora atiende en igual medida, por un lado, a la actitud ética del testimonio social e histórico, a la reflexión sobre la existencia humana y la lucha del invididuo por la supervivencia, al análisis de las relaciones personales y la implicación del destino y la fatalidad; y por otro, a unos modelos narrativos que, si bien arraigan en la tradición de la épica y la picaresca, apuestan por la renovación mediante una escritura de carácter envolvente que rectifica constantemente la aparente linealidad cronológica como las ondas concéntricas de un oleaje que se desplaza sin cesar desde el epicentro discursivo.

La novela, meticulosamente fechada en el final de la guerra civil y la inmediata posguerra, entre 1939 y 1945, recrea la peripecia existencial de su personaje narrador, con referencias constantes a la vida colectiva de los españoles, que avanzaba a duras penas entre las consignas políticas y las dificultades económicas. Una realidad social escindida entre la prepotencia y la revancha de los vencedores, al menos de la minoría establecida en el poder, y la resignación subyugada, no sólo de los vencidos, sino también de un pueblo que soportó primero la guerra sin entenderla y luego asistió atónito, mientras se buscaba la vida, al espectáculo de una reconstrucción nacional por las bravas, basada en la depuración y la venganza.

Hasta aquí el marco totalizador del testimonio histórico, social y ético, que sirve de trasfondo al discurso y al vivir narrado del protagonista. Ladrón de lunas describe, sin embargo, un arco argumental de gran movimiento temporal y espacial que trasciende la actitud testimonial, porque, como él mismo escribe, «cuando al fin me atreví a mirar estos años de España en que viví partido en dos, me obsesionó explicarme cómo me las había arreglado para no sentir un desprecio suicida». La narración del protagonista, el oficial republicano Antonio Sanahuja que en el momento de la victoria nacionalista asume la identidad del falangista fusilado Antonio Sinesterra y se instala con hábiles mañas en las esferas del poder del nuevo orden político, es, en efecto, una historia cargada de simbolismo: la bifurcación de los «dos Antonios», el vencido que se niega a desaparecer y el vencedor que triunfa en sus empresas, reproduce la bifurcación de las «dos Españas», la vencida, y por tanto silenciada y separada de la historia, y la vencedora, con mando absoluto en plaza.

Cuenta igualmente la lucha por la vida y por encontrar un lugar en el mundo de un personaje contradictorio, con fuertes vaivenes entre la autenticidad y la suplantación, entre la vejación de sus propios principios y el arrojo del animal acorralado. Paso a paso, y sin pausa, «los dos Antonios» van encajando las piezas de su existencia vigilada y vigilante para conducir el destino con golpes de mano o evitar los de la fatalidad en un rompecabezas arriesgado y asfixiante. Y es ahí, en ese torbellino laberíntico de verdades y mentiras a medias, de ocultaciones y reconocimientos, o quizá de ausencia de todo y de nada para sobrevivirse a sí mismo, donde la novela alcanza sus cotas más intensas de humanismo reconfortante. Antonio Sanahuja/Sinesterra es un complejo de muchas caras en donde se reflejan la doblez y la generosidad, la mentira y la lealtad, la cobardía y la pasión, un modo de ser y estar en el mundo que suscita en el lector más preguntas que respuestas –ése es uno de los fines de la literatura– en la aventura de conocerse a sí mismo.

Ahora bien, esa visión del mundo deja de ser historia y se transforma en ficción pura cuando la voz del narrador impone su canon de verosimilitud novelesca sobre una trama en apariencia real e histórica. Como sucede en las grandes obras épicas, que levantan gestas de gran belleza donde sólo hubo destrucción y sucesos terribles, el narrador de Ladrónde lunas narra los hechos y las circunstancias de la guerra y de la posguerra, tanto personales como colectivos, con igual intención, es decir, modificando el dramatismo de la realidad histórica con el tamiz de la memoria, los sentimientos personales y el artificio de la peripecia. Así, la confesión del protagonista para dar fe de su vida, escrita en el presente y dirigida a sus nietos, en la que relata su impostura para salvar la vida, su bigamia, su doble identidad y sus actividades a dos bandas, pero también la fuerza y lealtad de sus pasiones y sentimientos, prevalece sobre lo colectivo que pueden registrar las crónicas históricas.

Sin duda, el lector se encuentra ante una voz narrativa muy familiar: la del buscavidas que de modo tan excepcional creó nuestra picaresca. Tanto su modo de recordar como las anécdotas recreadas remiten a alguien que, como dice él mismo, fue «una mezcla de pícaro y herido de guerra» (pág. 200). Montero demuestra una gran maestría para novelar con la verosimilitud que transmite la memoria, pues se trata de una memoria mitificada e imaginaria al mismo tiempo, que actúa con la ayuda del distanciamiento que reporta la ironía socarrona o la parodia y con el caos ordenado del tiempo y el espacio que caracteriza a todo discurso confidencial y oral. Porque, y en esto corrige el modo tradicional de la picaresca, su confesión se reviste de una notable distorsión caricaturesca y su relato cronológico se fragmenta de manera sistemática, rompiendo por tanto su linealidad posible, a través de continuas idas y venidas sobre el espacio y el tiempo del argumento y la trama, hasta configurar una totalidad en que importa poco que los principios, los medios y los finales sean previsibles si al cabo, como sucede aquí, son coherentes.

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Ficha técnica

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