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La causa del hombre

Entre lobos y autómatas

Víctor Gómez Pin

Espasa Calpe, Madrid

Premio Espasa de Ensayo 2006

312 pp.

20,50 €

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Este libro de Víctor Gómez Pin constituye una ejemplificación de las funciones que Habermas (La filosofía como vigilante e intérprete, 1980) pensaba que podía seguir de­sem­pe­ñan­do la filosofía contemporánea. La transformación de la filosofía experimentada en este siglo ha destruido las pretensiones de una filosofía primera, autoconcebida como tribunal de la razón, como fundamento de toda pretensión de conocimiento, y la ha convertido en un interlocutor más en la «conversación de la humanidad» (la expresión es de Richard Rorty), sin un saber específico (más allá de ser depositaria de la tradición), y sin un modo de conocimiento garantizado. En estas condiciones, sigue siendo posible para la filosofía actuar como intérprete, como mediadora entre las diferentes especialidades y disciplinas para evitar la disgregación cultural y contribuir a elaborar nuestra autoconcepción humana, y acercarla al gran público. Y como vigilante de que no se produzcan derivas injustificadas o incoherentes, o amenazas a lo que consideramos esencial.

Esta concepción de la filosofía, que confluye con el naturalismo filosófico, es la que se manifiesta en general en este libro, por donde desfilan neurocientíficos como Damasio, lingüistas como Chomsky o Pinker, escritores como Proust o Kafka, y filósofos como Aristóteles o Kant, pero también figuras de la cultura de masas como Diana de Gales, Zinedine Zidane, Lance Armstrong o Ferran Adrià. Y todo ello al servicio pretendido de la «causa del hombre», el humanismo en general, y sin otra base teórica que una alegación genérica al sentido común. Esta defensa del «hombre» (que incluye también una defensa de «hombre» como término genérico) se concreta en la tarea de denunciar y combatir dos concepciones de lo humano, que son consideradas como una nueva ortodoxia contemporánea, y que lo reducirían a animal en un caso y a máquina-robot en el otro.

Su tesis positiva es que «el hombre» (en genérico) es distinto tanto del lobo (animal) como del autómata (robot). El título elegido, al vincular a ambos rechazos con un «entre», sugiere además que la naturaleza humana se sitúa entre medias de ambos, como si tuviera algo de lobo y algo de autómata, sugerencia que conduce a confusión (al imponer la analogía con la vieja antropología que concebía al hombre como animal divino), pues de lo que se trata no es de sostener que el hombre es un animal (una entidad biológica, viva, sintiente) con capacidades mentales computacionales, sino de atribuirle una naturaleza específica, irreductible.

Puestos a singularizar a los humanos como especie, frente al resto de animales, no hay precisamente escasez de candidatos. Considérese: ser racional, desarrollar espontáneamente sistemas notacionales, no tener cola, caminar erguido, transmitir a la siguiente generación el conocimiento acumulado, arte, religión, simbolismo, matemáticas, fabricación de herramientas para fabricar herramientas (versus simplemente usar herramientas), sentido moral y desarrollo de códigos morales. En su gran mayoría, son capacidades también ajenas a los robots, por lo que la tarea planteada de partida no parece especialmente difícil. Por supuesto, algunas de estas características exclusivamente humanas pueden ser interdependientes o derivarse de alguna más fundamental. La elección del autor al respecto es doble: lo específicamente humano sería el thymós (capítulo 1) y el lenguaje (capítulo 3). Thymós es el término griego que remite a la afectividad humana, a la pasión y el sentimiento, y se plantea como calificativo del tipo de inteligencia humana, una inteligencia sintiente, frente a la mecánica que sería posible en un robot (y por tanto, la prueba del nueve de que no somos robots). Pero, a diferencia de los animales, la capacidad de lenguaje separa también esa inteligencia sintiente de la de los animales, que quizá sienten, pero como no hablan, no podemos saber con seguridad qué sienten («allí donde no se da lenguaje, hablar de conciencia y subjetividad constituye una mera hipótesis, que no puede ser verificada», p. 81). En cuanto al lenguaje, el autor declara su aceptación de la concepción chomskiana, como capacidad innata y fundamento de la flexibilidad y no mecanización de la mente humana (por su creatividad y apertura). No obstante, el autor lleva su planteamiento bastante más lejos, al tratar de sostener que el lenguaje, aun siendo producto de la evolución biológica, va más allá de sus principios de adaptividad y selectividad, creando así la posibilidad de un orden distinto, que denomina «vida del espíritu» (p. 179) y que incluiría desde la autonomía de la cultura hasta la singularidad de cada persona.

Más allá de esta reveladora propuesta, cabe plantear la cuestión de si son ciertamente tan significativas e influyentes las dos tendencias antropológicas que el autor denuncia y rechaza. En cuanto a la cuestión de la animalidad, es cierto que algunos primatólogos han sido acusados de «ver demasiado» en la conducta de los chimpancés, en proyectar sobre ellos categorías y capacidades humanas; es el caso de Sue Savage-Rumbaugh y su pretensión de que el bonobo kanzi no sólo entiende el inglés, sino que lo hace del mismo modo que los humanos (si no fuera por sus limitaciones articulatorias, su conducta lingüística sería tan impresionante como su comprensión, según esta primatóloga). Y algo parecido ocurre con las interpretaciones que Frans de Waal hace de sus observaciones conductuales en términos de categorías políticas o morales. Tanto en un caso como en otro, sus métodos observacionales carecen del control experimental requerido para sustanciar su visión antropocéntrica de los chimpancés y, por ello, sus propuestas han sido recibidas con escepticismo entre la comunidad primatológica (aunque puede ser cierto que sean mejor valoradas entre los defensores de los derechos de los animales).

En lugar de limitarse a atacar esta anecdótica actitud extrema –y hacerlo mediante la descalificación directa y la acusación de falta de sensibilidad moral de quienes la adoptaren (que son llamados sucesivamente redentores, narcisistas (casi) impúdicos, agradecidos a Dios por ser militantes de la buena causa, intelectuales que utilizan argumentos científicos a modo de coar­ta­da, antihumanistas y apóstoles de falsos problemas)–, uno esperaría una discusión del Proyecto Gran Simio, por ejemplo, o propuestas matizadas y razonadas comparables. Al ofrecer solamente una descalificación de una caricatura, el autor no proporciona en realidad razones para cuestionar siquiera un programa como éste (del que ni siquiera hay referencia alguna). El Proyecto Gran Simio, por ejemplo, no sostiene que los primates superiores sean personas, sujetos morales, sino que son objetos moralmente valiosos, con respecto a los cuales tenemos obligaciones, por su «inteligencia sintiente».

Quien se oponga al reconocimiento de derechos animales podría recurrir en este punto al socorrido argumento de que no hay derecho sin obligación correlativa, por lo que en la medida en que los chimpancés no tienen obligaciones (no son sujetos jurídicos), no pueden tener derechos. Pero el argumento es incorrecto, en un triple sentido. En primer lugar, es cierto que tener un derecho supone constitutivamente obligación recíproca (igual que si alguien compra es que alguien vende), pero de ahí no se sigue que si alguien tiene un derecho tiene también obligaciones (en general, los derechos de uno remiten a las obligaciones de otros, no de uno mismo). En segundo lugar, aunque en el caso general esta correlación de derechos y obligaciones sea recíproca y la base de la comunidad moral, hay casos de derechos sin obligaciones correlativas para sus titulares; por ejemplo, el caso de los incapacitados, los menores de edad o incluso los muertos (tenemos la obligación moral de enterrarlos y tratarlos con respeto, por mucho que no podamos exigirles nada). Y en tercer lugar, es posible alegar, con Kant, que la obligación de actuar de determinada manera hacia X puede no tener que ver con el estatus moral de X per se, sino con nuestra propia autoconsideración moral: es decir, puede alegarse que está mal tratar a X de determinada manera porque al hacerlo nos degradamos moralmente. Incluso para un kantiano es correcto incluir a los animales en el dominio de lo moralmente relevante (aunque podría alegarse que la razón última tiene que ver con las capacidades psíquicas de tales animales, en particular, sentir dolor).

En cuanto a la otra tendencia, la que sostendría que somos autómatas, el autor tampoco nos ofrece una presentación equilibrada de los trabajos o de­sarrollos científicos objeto de su preocupación. Su caracterización del problema se basa en bibliografía filosófica secundaria y en alusiones a obras de ficción, y se presenta como una amalgama que incluye la realidad virtual, los cyborg, el desarrollo de Internet y la difusión extraordinaria de las tecnologías de la información en nuestra sociedad. No es fácil identificar el punto clave del que se deriva de todo ello nuestra supuesta esencia automática (del mismo modo que del desarrollo del teléfono no se infiere nuestra esencia telefónica, al menos sin premisas adicionales). La tecnificación de nuestra existencia es un proceso que no obliga a una determinada concepción antropológica, y va mucho más allá de las fantasías en torno a los cyborgs, seres mitad hombre, mitad máquina (precisamente, la idea del cyborg sólo tiene sentido si se parte de negar que los humanos sean máquinas, de ahí lo turbador y desafiante de la simbiosis, aunque una visión más equilibrada incluiría alguna referencia a las bombas de insulina o a los implantes cocleares).

Para finalizar, el libro muestra sostenidamente un acabado poco fino: costuras manifiestas y transiciones sin solución de continuidad; remisiones a desarrollos posteriores no redimidas (especialmente notable por lo que se refiere a la cuestión del estatus moral de los animales, cuyo despliegue se anuncia al final del primer capítulo, pero no llega a producirse); repeticiones, incluso literales (como un párrafo que aparece en la página 28 y la 44, irónicamente en un contexto de denuncia del «copy & paste» como técnica de escritura); así como múltiples errores (no únicamente tipográficos). El estilo es sincopadamente argumentativo, la estrategia discursiva se basa en la exposición asombrada («fijaos lo que dicen», «hay que ver», con recurso ocasional a las admiraciones cómplices); y en el uso de recursos retóricos (adjetivos descriptivo-valorativos, como llamar «bestias» a los animales, o abuso del «sic» donde no hay error tipográfico alguno). Ello se explica, finalmente, en el epílogo, porque en el fondo, el objetivo es ofrecer un diagnóstico cultural, no entrar en una discusión racional: los defensores de las dos tendencias denunciadas padecerían algún tipo de «virus cultural», serían el «síntoma» de males profundos de la civilización actual. Entre los mejores hallazgos del libro destacaría que consigue citar a Fodor y a Deleuze en la misma página (la 137), y el chiste de los tres «michelines» (p. 143) a los que aspiran los cocineros creativos, a pesar de servir «escuálidas raciones» (es decir, añado yo, raciones para tiburones). 

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Ficha técnica

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