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Entre el rosa y el negro, Antonio Saura

Fijeza

ANTONIO SAURA

Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona

382 págs.

2.900 ptas.

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Como escritor, Antonio Saura, más que ocupar un lugar, que es como suele decirse para calzar el perfil de alguien en un determinado panorama cultural, viene a describir más bien una suerte de migración o de trashumancia permanente entre dos talantes intelectuales que se suelen tomar comúnmente por irreconciliables. Encastilladas en su verdad, esas posiciones se resistieron muy a menudo a dejarse contaminar, como si esa su verdad propia dependiera de su exclusividad, lo que es lo mismo decir que de su soledad final, por cierto nunca alcanzada. Así ha sido, más o menos, la dinámica del dogma vanguardista, «como avanzadilla destructora del contrario», responsable al cabo de que el Manual de Historia del Arte Contemporáneo sobre el que hasta hace muy poco no cabían dudas fuera urdido, como dice el propio pintor en uno de sus últimos escritos, como «una narración sincopada, como un hipo continuo, en cierto modo como el encadenamiento de capítulos de una fábula».

Frente a la vanguardia, la modernidad. Y pocos testimonios literarios, pocos textos contemporáneos dan cuenta del desvío que a partir de un determinado momento (también Saura dice a las claras cuál fue ese momento) se produce en la propia entraña de lo moderno para dar a la postre con su negación o con su olvido como los escritos por Antonio Saura, en práctica paralela y nunca antecesora ni sucesora de su misma pintura. El escritor Antonio Saura fue siempre, como decía Abel Martín, «de lo uno a lo otro», y en la permanente travesía de ese viaje de aquí para allá no quiso conciliar, y por lo tanto anular, ninguno de los contrarios, que hubiese sido lo propio de la estrategia sancionada por la vanguardia (y por la antivanguardia), sino pura y apasionadamente viajar, no detenerse, no dar crédito estéril a certeza alguna asentada en la inmovilidad de una posición. Con ello, no hizo otra cosa que remontar a la fuente baudeleriana de la modernidad para la que ese viaje, como muchas veces se dice sin saber por qué, es la situación mental de quien siente la tensión propia de un modo del tiempo en el que se dan cita lo fugaz y lo imperecedero, la construcción y la destrucción, la tradición y la iconoclastia, pero nunca una u otra solas. A ese vórtice, a ese quicio, Antonio Saura acarreó con sus escritos, de un lado, la tradición crítica y racional del regeneracionismo progresista, culto, leído, internacionalista y cosmopolita que se refleja de manera bastante transparente en el «Balance provisional» con el que resumió en 1980 su pesimista y descorazonada visión del fetichismo y la beatería falsamente modernizantes que se observaban en la España cultural de los primeros años democráticos. Por este flanco, los ensayos de Antonio Saura evocan un aroma «furgón de cola» o «palabras de la tribu» que dice bien de uno de los cabos de su perpetua migración, en concreto del que le emparenta con la familia ilustrada de una cierta modernidad hispánica siempre a la busca de su heterodoxia, tal como hicieron los autores de los libros de aquellos dos títulos ya célebres. La raíz de este entronque bien pudiera tener causas históricas relacionadas con la situación generacional del puñado de artistas que protagonizó el apogeo de la pintura española de los años cincuenta, para los que el compromiso colectivo venía abrazado a una revisión y recuperación del pasado intelectual nacional anterior a la guerra civil, y con ello, a los hilos europeos de lo que Saura llama en muchas ocasiones, en consonancia con su propia modernidad ilustrada, «el espíritu de la época».

Ese talante crítico, de mayoría de edad intelectual, que se percibe en su examen del arte español del franquismo, del estado museístico del arte más reciente o del desmoronamiento vanguardista y de su postrera pervivencia como frigidez pseudoconceptual, ha impregnado siempre los escritos de Saura desde los revulsivos artículos y manifiestos que, junto a sus textos de estricta creación literaria, acompañaron sus primeras andaduras de pintor. De hecho, es esta faceta de polemista la que probablemente, y con razón pero sin tino, identifique su actividad literaria. Desde sus viejas polémicas con López Ibor en 1952 a cuento del surrealismo, o con Zabaleta, unos años después, en plena discusión española sobre la abstracción y la figuración, o con los «normativos» con los que venía la primera glaciación antipictórica de los años sesenta, hasta las más recientes sobre el traslado del Guernica, sobre la celebración de ARCO o sobre la colección imposible del Museo Reina Sofía, la recalcitrancia de Antonio Saura fue muy conocida y, como él mismo supo, muy mal entendida. En esa cerrazón, en esa Fijeza (acertado título de la edición de sus ensayos, que anuncia la próxima de sus artículos –Crónica–, de sus textos poéticos –Marginalia– y de sus reflexiones paralelas –Escritura como pintura–), que no es otra cosa que fidelidad a la propia pasión íntima, hubo siempre una vuelta de tuerca a las razones, siempre más simples pero no menos razones, de la opinión contraria. Esas polémicas solían aparecer en momentos en que la discusión se aferraba a posiciones antagónicas igualmente beatas. Saura sabía que cabía algo más que decir, que quedaba por decir lo otro. Y su afilada y punzante escritura resonaba en voz rota para hacer saber algo irreductible que casi siempre fue confundido. «Contra el Guernica» se titulaba el libelo aquel de las ampollas de 1982 en el que se trataba, por ejemplo, de desviar el enfoque, reducido a cuestión de mitología histórica nacional, y dirigirlo a la verdadea cuestión en liza, no otra que la necesidad de despojar a la pintura Entre el rosa y el negro, –ensuciando lo más barrido– de la vulgarización simbólica, haciendo ver la «fenomenología» (otra de sus recetas preferidas), es decir, la aparición pura del pensamiento plástico en que consiste la modernidad formal de la pintura. Sólo Bergamín –uno de su raza– y pocos más acertaron a entender aquella «erudición transformada en esperpento». Y así, con el recuerdo de Bergamín, aparece como por sorpresa el otro lado, el otro polo, el otro cabo del viaje sin término del Antonio Saura escritor, un lado por el que también a menudo ha sido confundido, quizá asociándolo a otra modernidad virada al irracionalismo de sus orígenes surrealistas o al cetrino infierno trágico que transitó de por vida, llevado por la advocación de eso que José María Moreno Galván, escribiendo de sus pinturas de 1971, llamó «Theologia diabolis». El propio Moreno Galván, como ahora Emmanuel Guigon, a quien se deben las grandes recuperaciones saurianas del Museo de Teruel, detectaba el carácter moral de la pintura negra, antiangélica, antivirtuosa, antibella de Antonio Saura, pintada por un «ojo que piensa», como a él le gustaba decir, que «nunca quiso dejarse atar por la ligadura mítica de la abstracción ni por la de su contraria». Moral, entiendo, en la misma medida en que resultan ser moralistas Unamuno, Bergamín o Ramón Gaya, quizá el único pintor y escritor con el que se puedan comparar –diferenciándolos, claro, contraponiéndolos en todo– los ensayos de Saura. Y a Gaya se debe la observación de esa cerrazón, de esa fijeza española, de esa indeclinabilidad que es rasgo y matriz de un pensamiento particular muchas veces tergiversado como irracionalismo, como antimodernidad. (Y no se quiere decir aquí que haya una modernidad rosa y otra negra, una en sentido formal y otra en sentido moral, una pura y otra impura, una ilustrada y otra romántica, una racional y otra animal, sino que precisamente la modernidad de Saura parece consistir en ir de lo uno a lo otro, en asumir esa contradictoria condición errática.) Las relaciones entre España y la modernidad, en Gaya y en Saura, se hacen diálogo de antípodas en el que se salvan una a la otra, precisamente por no coincidir, es más, por no querer coincidir. En «El caso del arte español», Saura anduvo lejos, sin embargo, de encastillarse en el orgullo letal de la «diferencia» española. Su ilustración racional y crítica no se lo hubiera permitido. No era eso, no es eso la tal diferencia, parece decirnos, sino un desapego por las teorías estéticas –por estéticas, no por foráneas– que constituye una excepción del pensamiento occidental en la que los medios expresivos son reducidos a una nada, sacrificados por el logro vivo de la intensidad y olvidados al cabo –su especulación, su programa–, en la soledad de una «elegante rudeza». A esa cuerda expresiva intransferible, Antonio Saura la llamó «la mirada cruel», y la creyó ver en Las meninas, pintura a la que dedicó un hermoso ensayo tras su restauración; en las Pinturas negras de Goya, sobre todo en ese Perro en el que se creyó ver a sí mismo y en el que desde luego vio un adiós a la pintura que es un saludo a esa modernidad contradictoria de la pintura: el de un ser sin espacio, sin consuelo, sin fundamento ni teoría que lo ampare, un ser que sólo está ahí para conseguir, por fin, que la propia pintura se funda con la imagen. Creyó verla en Tintoretto, en El Greco, en Rembrandt, en Turner, y de ahí en adelante a esa línea genealógica (Picasso, Ensor, Munch, Shiele, Giacometti, Dubuffet, De Kooning, Pollock, Asger Jorn…) también le dio nombre, y la llamó «la nueva subjetividad».

Todos esos términos saurianos, generalmente de clara filiación vanguardista y de tronco bretoniano y surreal, no ocultan el lado Zeitgeist de la retórica de su autor y, en alguien interesado sobre todo en el modo en que ciertas obras niegan el curso de la historia y del tiempo, esta es una contradicción más, y una más de su propio vanguardismo. Si la modernidad es algo, o todavía puede serlo, como el propio Saura también la entendió, resultará ser lo que se resiste a cualquier correspondencia con espíritu alguno, sea el del tiempo, sea el del pueblo, sea el de la naturaleza, sea el de la historia. Pero la fidelidad de Antonio Saura al árbol genealógico que él mismo plantó, a su propia fijeza, fue creciendo con él a la vez que el escritor emprendía la poda de la hojarasca gregaria que la teoría y la historia del arte reúnen luego en una sobreposición de estilos, grupos, tendencias y programas. Y así sustituyó –esa era la empresa– la historia del arte por una historia de la intensidad. Tan es así que su mirada no parece tener en cuenta la parcelación canónica de las artes o de las especialidades profesionales en que se convierten. Sirva el ejemplo del que sin duda es el mejor ensayo escrito sobre la tauromaquia como arte, y a fin de cuentas como arte moderno, y su manera de señalar la trasparencia, la fugacidad y el riesgo de una sustancia artística memorable y fugaz, tanto como debiera serlo la propia pintura, fulgurante y milagrosa, que crece «como un ser vivo», muy distinta de la generalmente desgraciada pintura taurina resuelta en un pobre e incapaz reflejo que deja indigente a la memoria. En la tauromaquia vio Saura, en consonancia con su pesquisa genealógica, otra premonición del espíritu moderno, otra mezcla de la razón, de la inteligencia, de la monstruosidad y de la poesía. Además de con Bergamín, coincidió en eso con Michel Leiris, el autor de La literatura considerada como una tauromaquia, inserta en su L'Âge d'homme, y a veces en términos muy similares. «Vanos encantos de bailarina» llamaba Leiris al arte moderno sin la modernidad contradictoria y dinámica de la tauromaquia, y en «La fiesta por dentro» se lee por primera vez en los ensayos de nuestro escritor ese diálogo inconcluso del negro y el rosa, de la razón y sus monstruos, del tiempo y la eternidad, de la belleza y el mal, de la libertad y de la muerte, y de todas las demás latitudes antagónicas que los modernos de su estirpe visitan una y otra vez en su errancia trashumante. Esa contradicción la vio Saura en Goya, o mejor, la personificó en el Goya padre espiritual de su raigambre, el Goya rosa de los cartones y el Goya negro de la Quinta, el afrancesado y el español, el ilustrado y el popular. Pero en su apasionada y meticulosa búsqueda, el reflexivo, el crítico, el irreductible Saura, remonta las fuentes históricas y se allega al barroco más pensante para encontrar otras premoniciones modernas, para hacer al cabo de la modernidad una condición a la vez dentro y fuera del tiempo. «Se trata, en realidad –decía en «Fin de siglo», a mediados de los años ochenta– de hacer de la modernidad una poética.»

Y ¿cuál es esa poética? En 1953, Antonio Saura, después de sus primeros tanteos surrealistas y de sus contactos con Pórtico y Dau al Set, se incorpora en París al grupo surrealista de Breton y colabora en Medium y en las actividades de Phases. En 1954 ya había abandonado, con Simon Hantaï, aquel convivio, pero del comercio con el surrealismo le quedó para siempre el afán por la búsqueda de ese momento milagroso de la aparición de la imagen, el célebre satori que en su día definió Julien Gracq. Las fuentes de todo aquello eran, sin embargo, muy antiguas. Saura las reconoció en la pintura «a lo valentón» del «toque bravo», como él dice, de Velázquez o, lo que es lo mismo, en la complejidad intelectual de la imagen barroca de aquella pintura española alla prima, de «crueles borrones», como decían los tratadistas, en la que vio el antecedente de la pintura que alcanza su propia independencia y liberalidad como pintura y como pensamiento, desmintiendo, de paso, el baldón del antiintelectualismo o del irracionalismo barroco. La modernidad, su modernidad, es desde luego barroca, pero lo es en tanto que batalla contra los principios de identidad y de contradicción, en defensa de la complejidad de ese punto milagroso en que confluyen el pensamiento y la pictoricidad. No resulta extraño, por tanto, que su permanencia en academia alguna, sea la surrealista, sea la informal (en 1957 fundó El Paso y en 1959 ya estuvo dispuesto a deshacer el grupo), fuese siempre descreída y breve. Ni que sus ríspidas críticas a la neovanguardia del fin de siglo encontraran en la pía devoción por Marcel Duchamp, «uno de los ejemplos a mi juicio más pernicioso de la vanguardia», el último atajo por el que la modernidad, suprimiendo uno de los cabos de su permanente tensión (en este caso por el pseudoingenio de publicista que niega el lado retiniano de la pintura), se pierde a sí misma, haciendo imposible de nuevo la contradicción, la libertad, lo complejo y rico de la aventura a que invita el trashumante viaje.

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