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La abogada de Dios

EN DEFENSA DE DIOS. EL SENTIDO DE LA RELIGIÓN

Karen Armstrong

Paidós, Barcelona

Trad. de Agustín López y María Tabuyo

450 pp. 26 €

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El propósito de este libro de la prolífica ex monja católica y sedicente «monoteísta freelance» es ambicioso, como muestra ya la combinación de título y subtítulo. Lejos de ser un tratado a favor de la existencia de Dios –que la autora presupone–, pretende constituir una respuesta a las críticas a la religión formulada por los «nuevos ateos» (y, de paso, a los fundamentalistas religiosos de toda índole).
Los traductores Agustín López y María Tabuyo han hecho un buen trabajo. Pocos lapsus son detectables –la mención del siglo XVII en lugar del VII (p. 62), la versión de una cifra errónea de musulmanes (p. 333) o la del adjetivo «superhuman» por el sustantivo «superhombre» (p. 337)–, pero debe tenerse en cuenta que hay diversos errores ya en el texto original, varios de los cuales han sido subsanados en la versión castellana.

Nos hallamos ante un libro de tesis: la religión en su forma tradicional –en diferentes culturas, ya desde las cavernas de Lascaux– habría estado caracterizada por una intuición que se ha perdido y debería ser recuperada: el único modo de acceder al Dios trascendente e irreductible a los esfuerzos humanos por aprehenderlo («El Dios desconocido» se titula la primera parte del libro) es mediante una forma de vida que consiste en el cultivo de una praxis exigente y disciplinada y permite un modo diferente de consciencia, una forma especialmente sutil y profunda de experimentar la realidad. Según Armstrong, en algún momento de la modernidad («el Dios moderno» es el título de la segunda parte) se habría producido una perversión de esa concepción: la conversión de la religión en un asunto de creencia, de tal modo que el asentimiento a ciertos dogmas, y no la praxis, determinaría el valor de la adhesión. En esta concepción –juzgada como reduccionista y errónea– de la religión como un conjunto de postulados sobre la naturaleza de Dios, el mundo y el ser humano coincidirían tanto los creyentes como los ateos modernos.

Lo dicho permite entrever que el libro no es una obra de historia o filosofía, sino de teología; está destinado a rescatar la idea de Dios tanto de sus denigradores como de los más ardientes –en ocasiones, literalmente– fundamentalistas, de tal modo que sustrae la religión a toda posible crítica. La autora sugiere además que el ateísmo es algo llamado a ser superado (pp. 349 y ss., y passim). Todo esto resulta sospechoso en alguien que no se presenta como teóloga, sino como historiadora de las religiones.

Un problema es que la división de Armstrong entre dos visiones de la divinidad y la religión («premoderna» y «moderna») es insostenible. De hecho, las creencias tienden a justificar ciertas praxis, y éstas presuponen a su vez un conjunto de creencias. Las religiones han ofrecido siempre mito, ritual y simbolismo, pero también postulados concretos (verbigracia, que Jesús es Dios encarnado, que murió por los pecados de la humanidad y resucitó de entre los muertos, o que la Eucaristía es realmente su sangre y carne). Así pues, que la religión es (también) un asunto de creencia no es una mala interpretación de sus críticos o de los fundamentalistas, sino un hecho. La misma autora debe reconocer que la obsesión por la ortodoxia es un rasgo del cristianismo antiguo (p. 128).

Otro problema es el uso constante de juicios de valor, identificando la autora ad libitum «religión» con «religión genuina», y ésta con una experiencia máximamente humanizadora (pp. 33-34), calificando lo que no le gusta como idolatría o aberración. Sin embargo, si la religión no es el súmmum de los males que pretende el anticlerical, tampoco es la panacea que ofrece el teólogo sofisticado. Armstrong acusa a los fundamentalistas de leer la Biblia selectivamente, pero no sólo ella hace lo mismo (ignorando, por ejemplo, lo que en la predicación de Jesús hay de violento y agresivo), sino que no puede evitar reconocer la violencia del Apocalipsis, el Deuteronomio o de ciertas aleyas del Corán (p. 327).

De hecho, el libro abunda en generalizaciones injustificadas y fácilmente refutables, como la de que «hasta comienzos de la época moderna nadie leyó una cosmología como un relato literal de los orígenes de la existencia» (p. 39). La erudición y la imparcialidad de la autora no siempre son sólidas: Armstrong denuncia, con razón, la falta de fundamento de algunos mitos pertinaces –como el de la incompetencia del obispo Wilberforce en su disputa con Huxley–, pero en su intento por armonizar religión y razón perpetúa otros de naturaleza apologética, como cuando pone en el mismo plano de intolerancia a Galileo y a los eclesiásticos que lo censuraron (pp. 211-214). La ligereza del tratamiento puede comprobarse en este caso leyendo la monografía Talento y poder de Antonio Beltrán.

En realidad, no sólo no es cierto que las críticas de los «nuevos ateos» sean tan ingenuas y superficiales como la autora pretende, sino que no resulta tranquilizador que Armstrong, que reconoce la existencia de otros ateos más sutiles (Daniel Dennett, pero también otros como Comte-Sponville, a quienes no cita), no afronte sus críticas. Tal ausencia traiciona cierta carencia de hondura intelectual, y pone en cuestión incluso la honradez del enfoque. Esto se hace aún más perceptible en la acusación a los «nuevos ateos» de que «no muestran ningún anhelo por un mundo mejor» (p. 340). Lo cierto es que, por ejemplo, la obra crítica de Richard Dawkins revela una profunda preocupación por el sufrimiento humano.

Para alguien que presume de unir rigor intelectual y fuerza moral, los resultados dejan bastante que desear. Un libro como éste puede, sin duda, proporcionar materia de reflexión sobre los temas que aborda, pero la fragilidad de su defensa de la religión –que aquí no hemos podido sino esbozar grosso modo– no se le escapará al lector crítico.

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Ficha técnica

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