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El memorioso chamaco del cementerio

EMILIO, LOS CHISTES Y LA MUERTE

Fabio Morábito

Anagrama, Barcelona

166 pp.

16 €

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Casi nadie lee ya a Saroyan, decía alguien en un blog español hace un par de años, pero debe de ser un fenómeno limitado a España. Hace poco, la colombiana Laura Restrepo declaraba su deuda con el narrador armenio-californiano, impagable autor de El atrevido muchacho del trapecio, Mi nombre es Aram y un prodigio incombustible: La comedia humana. Sobre todo esta última me parece que Fabio Morábito la ha tenido que leer muy bien, y asimilado mejor; una clara demostración de ello sería su primera novela, de título tan atípico que resulta desafiante, provocativo: Emilio, los chistes y la muerte.

La anécdota es simple: Emilio, el hijo de un matrimonio que acaba de separarse, y su mamá, que trabaja como traductora, se han ido a vivir a un edificio muy cerca del cementerio de la ciudad. Emilio padece una anomalía psíquica compulsiva (incontinencia mnemónica) que le hacía memorizar los letreros con los nombres de las calles, y ahora los de las lápidas, en esa necrópolis donde la vida avergüenza a la muerte con una densa vegetación.

Un día, una mujer de unos cuarenta años, que acude todos los miércoles a llevar margaritas al nicho donde reposan los restos de su hijo, aborda a Emilio preguntándole si sabe de un sitio recatado donde poder orinar, porque en el cementerio no hay aseos. Emilio sabe, y la conduce al lugar.

Esta mujer, Eurídice, es masajista y vive sola. Y a partir del instante en que se dirige a Emilio, se establece entre ambos una relación especialísima, en la que paso a paso van imbricándose Adolfo, el jornalero que limpia las tumbas y las mantiene en buen estado (aunque también se permita bromas geniales que motivarán su despido); Apolinar, el policía de guardia; la mamá y el papá de Emilio; el monaguillo de cara tan delicada que parece una niña y acompaña al cura en las exequias religiosas; el obrero, Severino, que anda excavando en el subsuelo del cementerio; y en fin, una especie de fantasma de pelo rizado cuya personalidad no revelaré.

Emilio se halla en un momento de suspensión temporal de actividades, porque no irá a su nueva escuela hasta después del Día de Difuntos, así es que pasa horas y horas deambulando por el cementerio, aprendiendo los nombres de sus invisibles moradores, y una y otra vez buscando y encontrando a Eurídice, con pujos de pubertad en ciernes a los que ella se presta de un modo oblicuamente incestuoso. O bien Emilio está con su madre, preocupada por esa anomalía del hijo, que parece haber sido al menos en parte la causa de su separación conyugal. Mucho más no sucede en la novela. Pero uno la lee tan acuciado como si fuese un thriller.

El final, vertiginoso, son siete páginas que me hicieron pensar en un «Informe para ciegos», pero no a la manera de Sábato, sino de Mark Twain. O sea, bastante más convincente.

Digo que se lee como si fuese un thriller, pero estoy seguro de que haciéndolo en voz alta se oiría como un grupo de cuerda asimismo atípico, donde Emilio es el primer violín, Adolfo el segundo, Eurídice y la madre las violas, el padre y el policía los violonchelos, y Severino el contrabajo: de vez en cuando irrumpen fuga[z]mente el flautín del monaguillo y el oboe del fantasma. Están todos perfectamente caracterizados, como en Pedro y el lobo de Prokofiev. La impresión musical se refuerza por el virtuoso uso del ritornello y de los leitmotivs, algo que también me hace pensar en una lectura bien digerida de Saroyan.

Perdí la cuenta de las veces que Emilio explica (esto es: tiene que explicar, hay una causa siempre) por qué no puede decirle su nombre a nadie dentro del cementerio, hasta no estar seguro de que hay en él un muerto que se llama igual; pues si no, los muertos intentarían que se muriera, para ganar ese nombre que no poseen. Ni siquiera acepta la solución trunca de la E. de un «José E.» que la parienta del finado le asegura que significa Emilio.

Perdí la cuenta de las veces que Emilio explica que esa vara de metal que lleva en la mano es un detector de chistes: «Ella le preguntó cómo funcionaba, y él le explicó que el foco rojo se encendía en presencia de cualquier chiste que se hubiera pronunciado en los últimos dos o tres días, que era el tiempo promedio de conservación de un chiste a temperatura ambiente. Había lugares, sin embargo, como los cementerios, donde los chistes podían conservarse una semana».

Y perdí la cuenta de las veces que Emilio cuenta el chiste que detecta. Pero es justamente ese juego de repeticiones no mecánicas (en el texto) de lo que sí son repeticiones mecánicas (en la vida), lo que me sirve para sostener que a veces suena como si fuese el Saroyan de La comedia humana. Y algo más: percibir que Morábito posee como él ese sexto sentido especial necesario para instalar de manera creíble a un niño en el papel protagónico de un relato. Escasos son los libros donde un autor consigue tal milagro. Lo que suele pergeñar la mayoría son adultos con un discurso pueril, aniñado, o puzles verbales de la banda sonora de películas de Walt Disney.

Emilio sí es un niño, y se queda grabado en nuestra memoria. Él es de la estirpe del lazarillo de Tormes, Nils Holgersson, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, Kim de la India, Peter Pan, el principito de Saint-Exupéry y, sobre todo, del menos famoso Wouterje Pieterse, ese quijote infantil de Multatuli, el neerlandés autor de la primera novela anticolonialista de la historia, la admirable Max Havelaar. Bienvenido al club, Emilio, y enhorabuena: es bastante exclusivo.

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Ficha técnica

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