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Andalucía, el viaje como pretexto

El corazón manda. Viaje sentimental por una Andalucía insólita

Manuel Mateo

Junta de Andalucía/Point de Lunettes, Sevilla

224 pp.

12 €

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A lo largo de más de dos mil años, las tierras andaluzas han sido motivo de recorrido y descripción por parte de osados transeúntes. Arrostrando caminos inexistentes y alojándose en posadas aisladas donde el mayor de los peligros no venía de los múltiples bandoleros que pululaban a su alrededor sino de los feroces mesoneros, siempre dispuestos a aplicar el conocido dicho de «Ave de paso, cañazo», viajaron por unos lugares yermos y feraces, de campiña y de serranía, pero arrebatados por una belleza misteriosa que habría de encandilarles para siempre.

Tierra invadida desde los comienzos de su historia, Andalucía ha visto pasar, al menos, a tartesios, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, visigodos, musulmanes y castellanos. Todos dejaron huella, su lengua y su cultura, en esta tierra, dicen que de María Santísima, y se llevaron parte de su misterio a las páginas de miles y miles de libros tratando de desentrañarlo. Vano empeño que intentaron los ya clásicos César, Estrabón o Festo Avieno. Inútil tratar de encerrar en sus rihlas el alma andaluza por parte de al-Bakri, Muhammad al-Edrisi, al-Saqundi, Ibn Idhari, al-Jatib, Abulfeda, Ibn Batuta, Abd al-Bäsit o Abd al-Rahman ben Jaldun, autores de algunas de las innumerables narraciones de viajeros, geógrafos e historiadores islámicos que, hasta el siglo xv, dejaban constancia de las asombrosas tierras de al-Andalus, tan sólo comparables a Bagdad o Estambul. Al poco de la toma de Granada por Isabel y Fernando, escribieron de ellas caballeros cristianos que, bajo el influjo de la peregrinación compostelana, no se resistieron a bajar Despeñaperros, como los polacos-teutones Nicolás de Popielovo o Jerónimo Münzer, dejándonos un testimonio impagable de cómo eran aquellas ciudades poco antes musulmanas y que bien pronto se convertirían en completamente cristianas.

Los escritores renacentistas Guicciardini, Vital, Navagero, Cavalli o Vandenesse dejaron paso en sus más o menos detalladas descripciones de aquella tierra mágica, más preocupados casi siempre por los aspectos diplomáticos que por el alma andaluza, a los barrocos del siglo xvii. Así, Bartolomé Joly, consejero y limosnero del rey de Francia, con su brutalidad hacia una tierra que siempre le pareció bárbara, o madame d’Aulnoy, tan alabada como criticada por sus viajes, considerados por los expertos sencillamente perfectos o burdamente inventados, o los también galos Antoine de Brunel, François de Bertaut y Albert Jouvin, protestantes y católicos, siempre temerosos del implacable tribunal de la Inquisición que hacía y deshacía a su antojo por estos lugares.

La época de las Luces, que en esta antigua y maltratada tierra no representó mucho más que la tenue iluminación de un candil, nos dejó por aquí dos tipos diferentes de viajeros: patrios y foráneos. Los de fuera viajaban, tomaban notas y publicaban sus impresiones y osaban explicar a sus compatriotas la idiosincrasia de una tierra por la que transitaban cómodamente escasas semanas en el mejor de los casos (salvo honrosas excepciones, como los británicos Alexander Jardine, William Dalrymple y Joseph Towsend o los diplomáticos franceses Saint-Simon y Bourgoing). Los de aquí, en cambio, cargados con una orden real como único bagaje, se aventuraban por un país del que se ignoraba casi todo y al que tenían que conocer en forma apresurada para realizar un diagnóstico que permitiera a los gobiernos reformistas, al menos en teoría, su reconstrucción histórica tras una decadencia que se había hecho interminable.

El Romanticismo fue el que trajo la explosión de viajes, viajeros y libros sobre una pintoresca Andalucía. De repente, todo aquello que había hecho de esta tierra un lugar maldito por su abrupta orografía, por su despótico estilo de gobierno, por la inquebrantable obediencia de su ignorante pueblo amante de las reliquias y las imágenes celebradas por la Iglesia romana, se convertiría, por arte de magia, en el paradigma de la modernidad: todos, y digo todos, los famosos escritores del mundo entero debían pasearse por aquí para conocer de primera mano los exóticos monumentos musulmanes que todavía permanecían en pie, describir alguna fugaz relación sentimental con bellas cigarreras de ojos negros y navaja en la liga, arrostrar valientemente un asalto de bandoleros trabuco en ristre, o taparse un ojo y mantener el otro bien abierto mientras rutilantes matadores se embarcaban en sangrientas corridas que duraban de sol a sol. Franceses, ingleses, alemanes e italianos como Victor Hugo, Alejandro Dumas, Richard Ford, George Borrow, George Sand, los hermanos Humboldt, Alexandre Laborde, Edmundo de Amicis, Washington Irving, Stendhal, Teófilo Gautier, Próspero Mérimèe, Charles Davillier acompañado de Gustavo Doré, Balzac, el danés Hans Christian Andersen o David Roberts, quien con sus dibujos contribuyera a la restauración de la Alhambra, se esforzaron en mostrarnos una Andalucía de charanga y pandereta mucho más que su triste realidad.
A mediados del siglo xx, y prescindiendo de los siempre interesantes relatos de Simone de Beauvoir, John Steinbeck, Waldo Franck, Gerald Brenan, John Dos Passos o Truman Capote, con el estallido de la novela social presagiado por Carmen Laforet en Nada, surge una brillante generación de literatos autóctonos o del resto del país que, siguiendo la estela marcada por aquel primer Cela en su viaje alcarreño, la Castilla profunda de Delibes o los recorridos almerienses de Juan Goytisolo, recurrieron a la literatura viajera para dejar testimonio de la injusticia que sufría bajo el franquismo una Andalucía siempre en poder de unos pocos, como antaño. De esta manera, Alfonso Grosso, José Manuel Caballero Bonald, Francisco Candel, Antonio Ferres o Armando López Salinas, entre otros, se vistieron de viajeros o caminantes y, a través de la primera persona protagonista en sus libros de viajes, se integraron en un paisaje rico para el extraño y hostil para el oriundo, explorando concienzudamente una tierra que, como en el siglo XVIII, había que transformar lo antes posible, en la que el testimonio y la denuncia marchaban indisolublemente unidas.

En el siglo XXI, con una situación política, económica y social bien distinta, libros como el de Manuel Mateo Pérez, todavía joven escritor, es un aliento fresco que recuerda los pasos anteriores de aquella generación casi olvidada y anuncia una que puede ser mejor. Manuel Mateo, nacido en La Carolina, uno de los poblados fundados en Sierra Morena por orden de Carlos III bajo el auspicio del limeño Olavide, y que dirige uno de los más novedosos empeños editoriales, ¡ay!, en nuestro país, Tinta Blanca, es, además, director editorial de la colección La Biblioteca de la Alhambra.

El subtítulo del libro, magníficamente editado, representa una observación inquieta, más que una mirada apasionada, que también, sobre rutas y lugares de una Andalucía no tan insólita como se pretende, sino marcada por la huella indeleble de un pasado que, no por olvidado, resulta menos espectacular. Comenzando el viaje ferroviario por Despeñaperros –nombre alusivo, según Jan Potocki, a los moros («perros» les llamaban los cristianos vencedores) despeñados tras su derrota en las Navas de Tolosa de 1212– y siguiendo por Cervantes y su viaje quijotesco, las innumerables palmeras cordobesas que dieron cobijo al médico del siglo x Ibn Yulyul, la leyenda de Zaida, los omnipresentes olivares y olivareros no siempre tan altivos como quisieran, Mateo llega hasta la estación de Jerez y se transmuta en caminante para visitar, detenida y cultamente, la isla gaditana de las cortes liberales. Más tarde, la sombra de Arias Montano se proyecta en la cueva onubense donde traduciría la Biblia Políglota de Amberes siguiendo instrucciones de un Felipe II que, al final de sus días (de ambos), le abandonó en su favor real.

Precisamente, en la cima de la peña donde habitó Benito el hebraísta, Mateo nos deja una de sus interesantes descripciones: «Los vecinos del pueblo son muy dados a contar a los visitantes historias de fantasmas y apariciones que achacan a la presencia hace siglos de los eremitas. El viajero nunca vio fantasma alguno, pero sí contempló una tarde de tormenta y viento sobre la calva de la peña. En pocos minutos el cielo se cubrió de nubes grises y cerúleas que descargaban agua y violencia sobre el paisaje apacible de la sierra. El piar de los pájaros cesó y sólo se escuchó el ruido del agua sobre la tierra empapada y el descalabro de los truenos por mitad del valle. Bajo la lluvia incesante, bajo el soplo de los aires y el latigazo de los rayos sobre los murallones y empalizadas de los cerros, Alájar pasó a ser el escenario donde hechiceros y nigromantes confabulaban con las fuerzas de la naturaleza».

Y Sevilla, casi nada. Barrios, monumentos, costumbres y muchos de sus personajes desfilan ante nosotros ataviados por la historia pero también con su tradición, esa leyenda que los andaluces, con sabiduría, han elevado a cotas de realidad incontestable. Sevilla, con sus olores, sus colores, sus sabores. Y con sus calores.

Más tarde, Mateo, nuevamente convertido en viajero, deambula por el desierto de Almería emulando y recordando aquella España de más de cincuenta años atrás recorrida por el Goytisolo de Campos de Níjar. Ya nada es igual, pero todavía flota la esencia de una gente que ha debido sobreponerse a bancales olvidados en paisajes desolados o pelear duramente con el mármol de Macael, tal y como hiciera Miguel Ángel con el de Carrara. Unos personajes que echan en falta las nieves de antaño y que se resisten a envejecer mientras se asombran con los centenares de adosados que, implacablemente, van ganando terreno al parque, aseguran que natural y protegido. El viajero recorre caminos que parecen no llevar a ninguna parte, pero en los que el sol, como diría el escritor catalán, brilla como un tumor de fuego derritiéndolo todo.

Granada es su siguiente parada y fonda. El cantaor Enrique Morente, «heterodoxo e impuro», le muestra claramente que «el agua ensimismada» es, ni más ni menos, el espejo líquido y tembloroso de las fuentes del Generalife. Como la de los Leones, que unos viajeros (Münzer, en el siglo xv, o Towsend, en el xviii) aseguraban formadas por trece félidos carnívoros en piedra en lugar de los doce que acostumbramos ver.
Las monumentales Úbeda y Baeza, donde el esplendor musulmán ha desaparecido totalmente dando paso a un renacimiento y barroco distinguidos por la UNESCO, y la catedral de Jaén son la cuna adoptiva del manchego Andrés de Vandelvira, maestro entre los arquitectos. Y de don Antonio Machado, con anécdotas incluidas.

En fin, un libro espléndido que nos sirve de reencuentro con una Andalucía que, no por menos conocida, parece menos diferente y que, manteniendo las diferencias de tiempo y espacio, nos remite a las mejores páginas escritas sobre esta tierra increíble, ampliando, si cabe, impresiones y vivencias que habían pasado inadvertidas hasta para el lector más atento. Como usted y como yo, claro. 

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