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Sobre Joyce (Y SOBRE CÓMO CAMBIÉ MI RÉGIMEN ALIMENTICIO)

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La aparición de la tercera traducción española del Ulises ha venido a coincidir con la publicación en Gran Bretaña de una preciosa biografía de su autor escrita por la novelista irlandesa Edna O'Brien, mucho más legible que la todavía imprescindible de Richard Ellmann (1959). Su lectura me ha sugerido algunas de las cosas que pretendo decirles si su paciencia aguanta el siguiente millar de palabras de este artículo. En cuanto a la nueva edición española, en un próximo número de esta revista alguien con mejor criterio que el mío comparará para ustedes las tres traducciones.

Sobre Joyce y sobre su obra fundamental dista mucho de haberse dicho todo, como lo demuestra su siempre creciente bibliografía, las polémicas que desencadena entre los Joyce scholars la aparición de cualquier nuevo «descubrimiento», y la conciencia generalizada entre los especialistas de que la novela esconde todavía algunas claves. Y eso a pesar del ingente trabajo de obras como «Ulysses» Annotated en la que, línea a línea –y siguiendo la hasta ahora canónica edición fijada por Hans Walter Gabler–, se explica cada una de las particularidades del texto joyceano. O, lo que es más significativo, de la existencia de varias publicaciones académicas que, como el «James Joyce Quarterly», de la Universidad de Tulsa, están consagradas única y exclusivamente a la exégesis de la obra del genio dublinés. Como ya se ha citado hasta la saciedad, el propio Joyce, que siempre mostró cierta reticencia a «explicar» su obra, se refirió irónicamente a las «oscuridades» del Ulises con frase memorable: «he metido tantos enigmas y acertijos que [la novela] tendrá ocupados a los profesores durante siglos discutiendo lo que quise decir, y ese es el único modo de asegurarse la inmortalidad».

Lo cierto es que, hasta la fecha, 77 años después de la publicación de la primera edición de su libro, Joyce ha conseguido su propósito. Hace un año, los críticos y especialistas de la prestigiosa Modern Library encabezaban con Ulysses la lista de las 100 mejores novelas del siglo, algo que se ha repetido ad nauseam en muchos de los «balances literarios» con que se nos bombardea en este fin de milenio. Y la revista Time, que viene publicando en sus últimas entregas una nómina (a menudo chauvinista y estúpida) de las más «influyentes» personalidades del siglo XX, sólo incluye entre ellas a un novelista. Adivinen de quién se trata.

Y lo cierto es que, guste o no, el Ulises es posiblemente la novela más representativa –más influyente– de un siglo en el que, a partir precisamente de su tercera década, no eran pocos los que hablaban del agotamiento del género. Joyce, como le pasó a Cervantes, manifestó desde el principio una clara conciencia de la importancia que atribuía a su libro. La fe en el propio trabajo, esa fe neurótica, un punto mostrenca y supersticiosa, de la que hacen gala muchos grandes creadores le guió durante los siete años que duró la composición del libro en Trieste, Zurich y París. Y una de las características de la fe absoluta es que se contagia absolutamente, hasta colonizar de modo total a un reducido, pero influyente, núcleo de seguidores que, como en las sectas, proclamarán la buena nueva. El caso de su benefactora (y enamorada) Harriet Weaver, una de sus primeras editoras, que le envió sustanciosas cantidades de dinero durante toda su vida para que pudiera dedicarse a escribir, o a viajar en taxi (mientras ella lo hacía en ómnibus), es un buen ejemplo de lo que digo. O, sin ir más lejos, el de la propia Sylvia Beach, la propietaria de la librería Shakespeare & Co., que publicó la primera edición de la novela y que aguantó impasible las caprichosas y caóticas correcciones que Joyce incluyó en las galeradas del texto hasta el día antes de que se imprimiera, y aún durante la impresión. El «lanzamiento» de los 1.000 primeros ejemplares del Ulises fue, en mi opinión, una de las más eficaces campañas de mercadotecnia de la historia de la edición mundial: el libro llegó, precisamente, a quienes tenía que llegar para lograr la mayor difusión posible en el momento más adecuado.

Luego, como explica con particular gracia la ya citada señora O'Brien, vinieron los secuestros, los procesos y los autos de fe –con quema de ejemplares incluida– con que organismos como los Servicios Postales estadounidenses o la Aduana británica premiaron al libro y contribuyeron a crear el morbo imprescindible en toda leyenda (literaria o no). La obscenidad del libro –más llamativa en el célebre monólogo interior de Molly Bloom, pero presente en todas sus secciones– fue la ocasión y el pretexto para el escándalo. Y, dicho sea de paso, hasta 1934 –12 años después de su primera publicación– no existió una edición «legal» americana, y sólo en 1937 pudo adquirirse una edición impresa en Gran Bretaña.

La obscenidad del Ulises, que como indicaba el propio James Joyce, puede leerse también en «las páginas de la vida», resulta todavía hoy escandalosa y, si se me permite, magnífica. Y su transmisión a la lengua española, como ya indicaba la profesora Conde Parrilla, es algo que no han logrado plenamente ninguno de los traductores anteriores de la novela. En parte, claro, porque los pasajes obscenos –y a veces directamente «pornográficos»– del libro están impregnados de la música soez, liberadora y difícilmente traducible, que todavía puede escucharse, cuando la parroquia ya está pasada de guinness, al otro lado de una partition de un pub dublinés de barrio popular: Joyce tenía un oído para la lengua que dejaría en pañales al del propio profesor Higgins de Pygmalion. Y a Joyce le encantaba la obscenidad. Lean, si aún no las conocen, las magníficas cartas que escribía a su inseparable Nora Barnacle («barnacle», por cierto, significa «percebe», un crustáceo que se adhiere fuertemente a la roca). «Mi dulce putita Nora: hice lo que me dijiste, niña lasciva, y me pajeé dos veces mientras leía tu carta» (8-XII-1909). O: «siento unas ganas locas de hacerlo de un modo indecente, de sentir tus cálidos y lascivos labios chupándomela sin parar, de follarte entre tus tetitas de pezones rosados» (6-XII1909). Para Joyce la obscenidad era también una forma de celebración de la vida y del ser humano. Y, que nadie lo olvide, la odisea de Leopoldo Bloom es un canto a la vida. Un elogio profundo del transcurrir terrenal del hombre corriente, de un Odiseo dublinés que, como el original, también merece el epíteto de pol ´ytropos, de muchas mañas, de muchos caminos: los que le llevan a recorrer un Dublín que ostenta la exactitud topográfica de un vademécum municipal. Y en el interior de la mente de ese hombre, como en la de usted, hipócrita lector, mi semejante, se funden los sueños, los deseos, las obsesiones, los recuerdos y –quién lanza la primera piedra– la obscenidad. Lo que no le gustaba a los victorianos del Servicio Nacional de Correos, es que alguien les mostrara su interior: Ulises es, sobre todo, una novela realista.

Lo anterior está escrito el 16 de junio, el Bloomsday, la jornada en que transcurre Ulises. Debí comenzar el día, como hago otros años, desayunando unos riñones de cerdo fritos acompañados de un buen vino blanco. Pero puse la radio –error– y me enteré de cómo va el asunto de los pactos postelectorales, del peligro que corro bebiendo Coca-Cola, de lo encantados que están Blair y Schröder de haberse conocido. Y, qué quieren, con todo ese material en el aire me olvidé de los riñones y del señor Bloom y me zampé un par de albaricoques. Ahora es temporada.

REFERENCIAS


JAMES JOYCE, Ulises. Edición de Francisco García Tortosa. Cátedra. Madrid, 1999, 910 págs.
JAMES JOYCE, Cartas escogidas (2 vols.). Lumen. Barcelona, 1982, 378 y 310 págs. «Ulysses» Annotated. Ed. de Don Gifford y Robert J. Seidman. University of California Press, 1989, 576 págs.
EDNA O'BRIEN, James Joyce. Orion. Londres, 1999, 128 págs.
EDNA O'BRIEN, «Joyce's Odyssey» en The New Yorker, June, 7, 1999.
RICHARD ELLMANN, James Joyce. Oxford University Press. 1983, 888 págs. (traducción española en Anagrama).
Mª ÁNGELES CONDE PARRILLA , Los pasajes obscenos de Molly Brown. Dip. de Albacete, 1994, 216 págs.

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