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El Tractatus, irreconocible

Tratado lógico-filosófico

Ludwig Wittgenstein

Valencia, Tirant lo Blanch, 2016

Trad. de Jesús Padilla Gálvez

250 pp. 29 €

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No hay modalidad de trabajo en filosofía que no exija una gran seriedad y que no implique una inmensa responsabilidad por parte de quien aspira a participar en la gran labor colectiva que es la actividad filosófica profesional. Ello incluye a quienes vierten un texto clásico a un idioma distinto del original. Hablar de responsabilidades implica enumerar una serie de condiciones. El traductor responsable es quien pasa dichos exámenes, esto es, quien satisface las condiciones de que se trate. ¿Qué condiciones son esas? Desde luego, «conocer» el idioma del cual se traduce. Nadie discutirá este punto. Ahora bien, esta condición, siendo necesaria, dista muchísimo de ser suficiente. ¿Qué otras condiciones han de cumplirse? Una esencial, es que el traductor conozca su propio idioma. Es obvio que la mera fluidez en el lenguaje oral no basta para garantizar elegancia y belleza literarias. Una tercera condición sine qua non, para tener el derecho moral de atreverse a traducir una obra de valor universal, es saber de lo que está traduciéndose. El mero conocimiento del idioma no sirve de gran cosa si el potencial traductor no es una persona versada en los temas del texto por traducir. Alguien puede jactarse de saber chino, pero si no sabe nada de marxismo, la traducción que haga de un escrito de Mao podría resultar simplemente ininteligible. Cuarta y última condición: realizar un tremendo esfuerzo por entregarle al lector de la versión traducida un texto que recoja y refleje, hasta donde ello sea factible, la originalidad, la claridad y la belleza del original. Sobre esta base, debo afirmar que la «traducción» que ofrece Jesús Padilla Gálvez del Tractatus Logico-Philosophicus ejemplifica a la perfección esa peculiar situación en la que se satisface única y exclusivamente la primera de las condiciones recién enunciadas. El asunto es, pues, delicado, y el panorama, de entrada, alarmante. Intentaré ahora justificar mi afirmación y procederé como sigue: primero me ocuparé del texto introductorio de Padilla y, acto seguido, examinaré la traducción misma, tanto de manera global como puntual, tratando de no extenderme demasiado.

La traducción de Padilla, que es de una de las copias originales del Tractatus (salvo por dos pronunciamientos, exactamente el mismo texto que el que todos conocemos), viene acompañada de una Introducción del traductor. Sus apartados son «Expresión», «Ontología», «Imagen, Modelo, Representación Isomórfica», «Refutaciones y Pruebas», «El Error de Wittgenstein», «Escalera y Suspense» y «Descripción del TS 204». ¿Qué podemos decir sobre esta pieza preliminar?

A decir verdad, el primer gran problema que se nos plantea es por dónde empezar. La redacción hace pensar que lo que Padilla quiere darnos es su «interpretación» global del texto de Wittgenstein, pero, si era ese su objetivo, la verdad es que no llega ni a la mitad del camino. Básicamente, lo que encontramos son algunas divagaciones sobre el lenguaje, sobre la «ontología» y sobre la supuesta paradoja que emerge en 6.54, todo ello plagado de comentarios fuera de lugar y que revelan algo más que mera incomprensión de la filosofía wittgensteiniana, algo así como un desconocimiento profundo del material involucrado. Pero sobre esto regresaré más abajo. Prevengo simplemente al lector de que, si cree que encontrará en la Introducción alguna reflexión sobre las matemáticas, la probabilidad, la naturaleza de los objetos, las funciones de la filosofía, el estatus de la lógica, lo indecible, la diferencia entre elucidaciones y tesis filosóficas, el solipsismo, el sentido de la vida y muchos otros temas sobre los cuales Wittgenstein tiene algo que decir, entonces inevitablemente será víctima de una gran desilusión y de una frustrante decepción. No hay ni una palabra sobre esos temas en la Introducción. Ello tiene la explicación que después se verá; pero ahora quisiera elaborar y ejemplificar rápidamente, sin entrar demasiado en detalles, una especie de catálogo general de las clases de errores que podemos encontrar en el texto de Padilla. Por lo pronto, podemos reconocer las siguientes categorías:

a) Descuidos, errores lingüísticos y banalidades. En tres ocasiones, el autor escribe «strictu sensu» (pp. 15, 17 y 25), por lo que difícilmente podría tratarse de un error de dedo. Esa expresión no existe. La expresión correcta es «stricto sensu»; asimismo, se escribe mal el nombre de uno de los traductores del Tractatus: no es «B McGuinnes», sino «B. F. McGuinness». Hay multitud de errores «tipográficos», como por ejemplo «Thatsache» (p. 17) o «ente» en lugar de «ante» (ibídem) y de redacción («El motivo por la que Wittgenstein», en lugar de «El motivo por el que Wittgenstein» (p. 12), así como numerosos casos de recurso a expresiones semiabsurdas («vivencia vital», p. 14), por no mencionar un sinnúmero de oraciones mal construidas, en las que no se sabe ni de qué está hablándose («Como indica pertinentemente el título mismo, es, además un tratado lógico y filosófico», p. 11), cuando debería ser, por ejemplo, «Como indica pertinentemente el título mismo, el libro es además un tratado lógico y filosófico», dado que es una oración con la que se inicia un párrafo). La puntuación, por otro lado, es sencillamente delirante. Abundan, asimismo, las trivialidades presentadas como verdades profundas, como la oración inicial, demasiado larga como para transcribirla (p. 11).

b) Incomprensiones filosóficas, sinsentidos y falsedades palpables. La primera sensación que se tiene al leer la Introducción de Padilla es que quien escribe no sólo está lejos de ser un experto en los temas del libro, sino que, obviamente, ni siquiera está familiarizado con los tópicos de los que se ocupa el autor. Padilla adscribe a Wittgenstein tesis filosóficas (!), transmitidas además por medio de «aforismos». Eso no es algo que pueda ser tomado en serio. Según Padilla, «Wittgenstein centra sus esfuerzos en renovar los usos del lenguaje filosófico» (p. 11). Esto es lo más absurdo que he leído hasta hoy, aunque sea por el hecho de que, dejando quizá de lado unas cuantas expresiones, sencillamente no hay tal cosa como «lenguaje filosófico». Lo que hay son usos filosóficos del lenguaje natural, pero eso es algo por completo distinto. Encontramos un sinnúmero de afirmaciones que nos dejan perplejos, no sólo porque son fácilmente refutables, sino porque, leídas de manera cándida, revelan un desconocimiento alarmante tanto del contenido del libro como del personaje mismo. Afirma Padilla: «Ciertamente a Wittgenstein no le interesó ese mundo idílico del pasado sino que el libro propone el estudio de los acontecimientos, todo lo que acaece, y está interesado en conocer cómo se transforma el mundo» (p. 16). No tiene mayor sentido polemizar con algo tan disparatado, pero permítaseme un minianálisis de esta afirmación: si a Wittgenstein, efectivamente, le interesaban los «acontecimientos» y «todo lo que acaece», entonces se habría interesado también por los acontecimientos del pasado, idílico o no. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el mundo incluye por igual los hechos que son y los que ya fueron. Por lo tanto, lo que afirma Padilla es pura y llanamente contradictorio. Pero, además, es declaradamente falso sostener que el autor del Tractatus estaba interesado en conocer «cómo se transforma el mundo». Yo diría que, si hay un tema ausente en el libro, ese tema es precisamente el de la transformación del mundo. Mi inquietud es: ¿de qué Wittgenstein nos habla Padilla?

c) Ignorancia filosófica. En un tono absolutamente injustificado (y yo diría que hasta irrespetuoso, por la falta de autoridad filosófica para pronunciarse), Padilla se deleita con aseveraciones como «En esta obra encontramos algunas incongruencias características de una obra primeriza» (p. 23). Que esto es una insolencia lo deja en claro el hecho de que, después de casi noventa años de producción de escritos sobre el Tractatus, esto es, sobre uno de los libros más importantes de la historia de la filosofía, nadie (ni Betrand Russell, ni Frank P. Ramsey, ni Saul Kripke ni…) se ha atrevido a expresarse al respecto con tanto desparpajo. Por otra parte, lo menos que podríamos esperar sería la lista de las «incongruencias» wittgensteinianas. Desafortunadamente, Padilla sólo menciona una, «la más llamativa», y que «tiene que ver con la diferencia entre lo que postula Wittgenstein y el modo como se expresa» (p. 23). Confieso que ignoro qué «postula» Wittgenstein y, por tanto, reconozco que no entiendo en qué consiste la supuesta incongruencia, pero, en todo caso, ello es algo sobre lo cual el lector no encontrará aclaración alguna. La explicación de cómo puede haber una «incongruencia» entre dos cosas tan disímiles como son el modo de expresarse y lo que quiere decirse es una deuda más de Padilla con el lector.

La verdad es que la lectura que hace Padilla del Tractatus cuando lo presenta como un texto de introducción a la lógica formal es francamente risible. Escribe Padilla: «A partir de este presupuesto se estaría en condiciones de afrontar tres cuestiones que presupone este enfoque: cómo analizar una argumentación, cómo evaluarla y cómo argumentar en filosofía» (p. 20). Dejando de lado el típico estilo padillesco (el «presupuesto» que «presupone» y cosas por el estilo), lo que él afirma es sencillamente grotesco. Confieso que no tengo ni la más remota idea de en qué parte del Tractatus se nos enseña a «evaluar una argumentación». Más aún: no sé ni de qué está hablándose. Pero si tengo razón, y el Tractatus es lo que se quiera menos una introducción a la lógica, ¿cómo nos explicamos afirmaciones tan extravagantes como esas? Mi sospecha es que estamos viéndonoslas con alguien que se pronuncia sobre temas acerca de los cuales no tiene ni idea. Esta sospecha se ve fuertemente reforzada cuando examinamos lo que Padilla tiene que decir sobre las descripciones definidas. Afirma Padilla: «Russell propone dar una solución a las descripciones definidas ya que contienen información relevante» (p. 20). Esta aseveración es filosóficamente infantil. Hasta donde yo sé, Bertrand Russell no se interesó nunca por las descripciones definidas, sino por las proposiciones en cuya expresión verbal aparecen frases denotativas, esto es, descripciones definidas u otras. Por si fuera poco, Padilla se equivoca cuando trata de aclarar lo que está implicado en el uso de descripciones definidas. Todos sabemos que cuando empleamos una oración que contiene una descripción definida implícitamente afirmamos existencia y unicidad. De acuerdo con él, lo que está implicado es existencia y «univocidad» (!) (p. 20). Desde luego que no es un delito no comprender algo, pero lo que ya no es tan fácilmente disculpable es pronunciarse públicamente sobre temas que no son los de uno. En este caso (y en muchos otros), lo único que Padilla logra es mostrarnos no sólo que no está familiarizado con la temática, sino que no lo está ni con la terminología básica. De ahí que lo que posteriormente tiene que decir sobre el tema de la identidad sea realmente de fantasía. Cito: «en el caso de la identidad –expresada en nuestro lenguaje mediante el verbo copulativo– el problema es que hay que saber que, por un lado, “a = b” no es ninguna proposición; por otro, que “x = y” tampoco es una función, por lo que la propuesta russelliana al formalizar “Clase x (x = x)” raya en el absurdo» (p. 22). Yo le rogaría a cualquier alma caritativa que me explicara qué demonios es lo que quiere decirse porque, a menos de que yo esté alucinando, desde luego que «a = b» es una proposición, puesto que «a» y «b» son nombres, y desde luego que «x = y» es una función proposicional (por razones obvias que en verdad hasta da flojera detallar). Respecto a la última parte de la sentencia de Padilla, me declaro incompetente para juzgarla: no entiendo por qué afirmar que el conjunto de todas las x tales que x = x (que supongo que es lo que él quiso decir), «raya en lo absurdo». La única explicación plausible es que Padilla nos tiene reservada una sorpresa y nos demostrará algún día que hay algún objeto que no es idéntico a sí mismo. Yo puedo entender (y estoy de acuerdo con él) el ataque de Wittgenstein a la noción lógica de identidad, pero Padilla ni siquiera parece ser consciente de que entre Russell y Wittgenstein se produjo una polémica en torno a la identidad. Si hubiera estado al tanto nos habría dicho algo, por ejemplo, sobre el principio de identidad de los indiscernibles, pero, por alguna razón, ha optado por hacer unas cuantas afirmaciones descabelladas sobre un tema central en lógica y filosofía de la lógica.

Parecería que la plataforma sobre la cual erige Padilla su versión del Tractatus es la idea de que Wittgenstein hablaba austríaco, no alemán

La verdad es que podríamos seguir eligiendo al azar el párrafo que quisiéramos y nos encontraríamos en cada caso con aseveraciones incomprensibles, con formulaciones defectuosas y con meras pseudoexplicaciones, por lo que no tiene mayor sentido seguir con este autocastigo. Me parece más interesante preguntarnos: ¿cuál es el fundamento de toda esta colosal distorsión del Tractatus? A ciencia cierta, no lo sé, pero me parece discernir entre todo lo que Padilla suelta a diestra y siniestra una cierta convicción que, si no estoy equivocado, no sólo es errónea, sino fantasiosa y hasta absurda: parecería que la plataforma sobre la cual erige Padilla su versión del Tractatus (y de otras obras de Wittgenstein, como el Big Typescript, sobre cuya «traducción» podría yo decir muchas cosas) es la idea de que, por decirlo de manera caricaturesca, pero no por ello menos real, Wittgenstein hablaba austríaco, no alemán. Que el lector no se sonría pensando que estoy inventando algo. Hay varios pronunciamientos del traductor sobre el tema (pp. 13 y 15, por ejemplo). Obviamente, dicha «presuposición» es no sólo abiertamente falsa, sino infantil y, por si fuera poco, sumamente dañina. Es un asunto no de «conocimientos», sino de sentido común y de principios explicativos. Hay tanta diferencia entre el austríaco y el alemán como la hay entre el español que se habla en México, en Colombia y en Castilla-La Mancha. Hablando por mí, debo decir que nunca he tenido el menor problema de comunicación en ningún país iberoamericano en el que haya estado, y ello teniendo en cuenta los localismos, argots y demás giros que prevalecen en cada uno de ellos. Todos por igual leemos (y disfrutamos) a Cervantes, a Borges, a García Márquez o a Alfonso Reyes. Lo mismo pasa en inglés y, aunque Padilla crea lo contrario, también en alemán. Sería bueno que alguien le hiciera ver de una vez por todas que no hay traducción del Tractatus del austríaco al alemán. La idea de fondo es, pues, sencillamente absurda.

Debemos dejar aquí el examen de la Introducción de Padilla al texto que afirma él que ha traducido para pasar a la traducción misma, a la que, por razones de extensión, podremos dedicar solamente unas cuantas páginas.

Es mi deber empezar señalando que, si el caso de la Introducción es enervante, el de la traducción es desesperante. Lo que ha hecho Padilla (cuando lo hizo, y sobre esto regreso un poco más abajo) ha sido simplemente traspasar de manera burda las palabras del alemán al castellano. Dado que eso no es traducir, el resultado no podía ser más que monstruoso. Si un hablante alemán se expresara en español como traduce Padilla, nos percataríamos de inmediato de que es un extranjero y de que, aunque se da a entender o inclusive que habla bien, no está expresándose del todo correctamente, como un hablante nativo. Pero, además, la versión de Padilla está plagada de irresponsables errores de traducción. ¿Cómo es posible que el gran conocedor del alemán, que es como siempre se presenta Padilla, no sepa cosas que hasta un neófito sabe, como que la palabra «wenn» se traduce como «cuando», pero también como «si» (condicional)? Como es natural, traducir mecánica y sistemáticamente esa palabra como «cuando» resulta no sólo errado, sino equívoco, y tiene connotaciones temporales que sencillamente no vienen a cuento y que distorsionan el pensamiento de Wittgenstein. Pero eso no es más que el inicio de una traducción que resulta francamente abominable. Por ejemplo, es evidente que los usos de los artículos en alemán y en español sencillamente no coinciden, de manera que cuando en alemán se habla de, digamos, «una proposición», eso en español corresponde a «las proposiciones» o a «toda proposición», etc., según el caso. La labor del traductor serio consiste en ir viendo qué traducción es la apropiada en cada caso particular y no limitarse (como haría un robot) a poner sistemáticamente la palabra que se nos enseñó a correlacionar con el término alemán en la escuela primaria. Eso es lo que Padilla hace y el resultado es el que tenemos enfrente. Los sentidos de términos clave del texto, como «Tatsache» y «Sachverhalten», quedan sencillamente desfigurados. El primero es traducido como «cuestión de hechos», pero, ¿en qué cabeza cabe afirmar que el mundo es una totalidad de cuestiones, sean de hecho o de materia prima? Es simplemente absurdo, además de que, con la importación de una expresión típicamente humeana, lo único que se logra es confundir al lector e imponer al pensamiento de Wittgenstein un tono epistemológico absolutamente fuera de lugar. Con «Sachverhalten» sucede lo mismo, y además es a veces «estados de cosas», a veces «asuntos» y en ocasiones «acontecimientos». Otro término fundamental, a saber, «Bild», es traducido de la peor manera posible, esto es, como «imagen», con lo cual la famosa y universalmente conocida como «teoría pictórica» queda automáticamente reconstruida como una teoría de la mente, lo cual representa una subjetivización inadmisible de la posición wittgensteiniana. De igual modo, hubiera sido conveniente entender que, desde que Wittgenstein escribió, ya se introdujeron convenciones que son sumamente útiles y universalmente aceptadas, como el uso de las comillas simples y dobles. De hecho, Wittgenstein (como muchos otros) recurre a la técnica del entrecomillado aunque, naturalmente, lo hace de una manera, por así decirlo, espontánea. Pero su aplicación del entrecomillado puede sistematizarse. Se puede entonces señalar explícitamente cuándo está refiriéndose a palabras, cuándo está hablando de conceptos, cuándo cita, etc. Sin embargo, a la manera de un ordenador infectado por un virus imposible de controlar, Padilla se olvida de toda clase de mecanismos, procedimientos, avances, etc., y no se toma la molestia de aplicar el entrecomillado, como ciertamente podría y debía haber hecho. El resultado es un texto ininteligible, o casi, y el «casi» tiene una razón que, por lo menos desde mi perspectiva, es importante dar.

Ludwig Wittgenstein

Como algunas personas saben, yo hice hace muchos años una traducción del Tractatus. Con el tiempo he venido detectando algunos detalles que ya no me dejan del todo satisfecho, como algunos tiempos de verbos, un cierto orden de palabras, etc. En general, sin embargo, yo estaría dispuesto a defender mi traducción. De hecho, Padilla alude a ella sin mencionarme, en la página 19 de su Introducción, cuando se refiere al hecho de que «se ha trasladado» «Bild» como «retrato». Tratando de no caer en dogmatismos injustificables, yo reconozco que sigo prefiriendo mi versión de «Bild» a la alternativa oficial, que es «figura». Sin embargo, la de Padilla, a saber, «imagen», me parece un retroceso. Es cierto que por casualidad coincide con la traducción del término que hiciera Gilles-Gaston Granger al francés, pero eso no es un argumento y no basta para darle el visto bueno. Sin duda puede debatirse sobre el tema, pero lo que quiero señalar es otra cosa. Quiero dejar bien claro que, desde mi perspectiva, lo único aceptable en la traducción de Padilla son sus «coincidencias» con mi traducción. Es evidente para quien confronta las dos versiones que, en múltiples ocasiones, y a lo largo y ancho del texto, lo único que Padilla ha hecho es cambiar ciertas expresiones por otras equivalentes y mantener su absurda traducción de algunas palabras, como las mencionadas más arriba. Es decir, él tomó mi traducción y fue confeccionándola a su antojo. Yo puedo citar numerosos ejemplos en los que mi traducción y la suya son de hecho una y la misma, y en los que las aportaciones de Padilla se reducen a, por ejemplo, cambiar sinónimos por sinónimos: donde yo digo «mediante», él pone «por medio de», y cuando yo digo «por medio de», él pone «mediante». A menudo sólo cambia una coma o quita o pone una palabra, como, por ejemplo, cuando, en lugar de «Quizá este libro» escribe «Quizá, este libro», y todo ello aunque sea a costa de una redacción rayando en lo agramatical. A guisa de ejemplo, véase el último párrafo del Prólogo y contrástese con las otras tres versiones oficiales. Los anteriores traductores, coincidamos con ellos o no, tienen todas sus propias formulaciones, pero Padilla, descaradamente, prefiere adoptar la mía y, sobre ella, hacer sus arreglos. Este fenómeno se reproduce en todo el texto, como podemos fácilmente constatarlo en 2.0211, 2.02331, 2.1512, 4.002 (a), 4.113, 4.221, y así indefinidamente. En todos esos casos puede fácilmente contrastarse mi traducción con las de los otros traductores y con lo que Padilla ofrece como suyo. Para colmo de males, todo ello lo hace con una desfachatez digna de mejores causas y sin siquiera darse cuenta de las implicaciones de sus «cambios». No repara en lo absurdo que es afirmar algo como «La imagen es una cuestión de hecho» (2.141), utiliza negligentemente la palabra «tipo» sin que le venga siquiera a las mientes una importante teoría lógica (4.003 (b)), es decir, no tiene sensibilidad para la selección del léxico apropiado, emplea la expresión «lenguaje ordinario», quizás inspirándose (aunque lo dudo, además de que, si así hubiera sido, habría sido un error, por razones obvias) en la expresión inglesa «ordinary language», sin reparar en que «ordinary» no tiene en inglés las connotaciones que tiene en español. Y así ad nauseam. El resultado es un auténtico desastre filosófico. Esta «traducción», digámoslo ya sin titubeos, es una vergüenza editorial.

Si he de ser franco, habré de reconocer que la lectura de la traducción de Padilla me dejó a menudo estupefacto, en ocasiones me hizo enojar, en otras me hizo reír, pero lo que realmente me indignó fue leer las últimas secciones del libro: la profundidad y la belleza del pensamiento de Wittgenstein se desvanecieron en un santiamén. No sólo la transcripción es, como en todas partes del libro, inexacta, vaga y pesada, sino que pasajes vitalmente decisivos quedaban ahora como mutilados, carcomidos o desbaratados. Consideremos, por ejemplo, las siguientes diferentes traducciones de 6.5 (a):

a) Enrique Tierno Galván: «Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta tampoco puede expresarse».
b) Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera: «Respecto a una respuesta que no puede expresarse, tampoco cabe expresar la pregunta».
c) Luis M. Valdés Villanueva: «Si una respuesta no puede expresarse, la pregunta que le corresponde tampoco puede expresarse».
d) Alejandro Tomasini Bassols: «Para una respuesta que no se puede formular, tampoco se puede formular ninguna pregunta».

Independientemente de cuál de todas sea más fiel al texto original, y cuál recoja mejor el pensamiento expresado, lo que sí podemos sostener con confianza es que todas son inteligibles y reflejan un interés filosófico genuino. Comparémoslas entonces con la de Padilla:

e) Jesús Padilla Gálvez: «Aquella respuesta que no pueda formularse, tampoco puede formularse ninguna pregunta».

En nuestro idioma –yo lo afirmo–, las palabras que Padilla yuxtapuso no expresan ningún sentido inteligible. Todo lo que Wittgenstein tiene que decir sobre el sentido del mundo, lo indecible, la eternidad, la muerte (según Padilla, Wittgenstein reflexiona sobre la palabra «muerte»: véase su Introducción, p. 16. No hay palabras para calificar aseveraciones tan burdas y que revelan tanta incomprensión), queda reducido a un fantástico conjunto de absurdos. Así es la «traducción» que Jesús Padilla Gálvez ha entregado al lector hispanohablante del Tractatus Logico-Philosophicus.

A pesar del carácter trágico que reviste el evento editorial que fue la publicación de esta «traducción», no creo que debamos sentirnos perdidos. Siempre hay alguna salida o solución para los problemas que nos agobian. En este caso, es el mismo Wittgenstein quien acude en nuestra ayuda. Como todos sabemos, él pensaba que sería muy útil escribir un libro de filosofía que sólo contuviera chistes. Es, en verdad, una idea muy atractiva cuando uno reflexiona un poco sobre la naturaleza, la variedad, los efectos, etc., del humor. He de decir que a mí esa idea siempre me ha seducido, pero debo confesar que no me he sentido capaz de escribir un libro así. Pero creo que ya no tenemos que ir muy lejos para encontrarlo: Jesús Padilla Gálvez nos lo entregó en bandeja de plata. Pienso, por consiguiente, que podemos encontrar una utilidad a esto que, tomado al pie de la letra, es una barrabasada mayúscula: hay que evitar a toda costa tomar esta traducción en serio y verla como un texto intitulado «Tratado Logico-Philosophicus», cuyo autor quiere hacernos creer que tiene algo que ver con el famoso Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein y el cual ejemplifica a la perfección lo que no es trabajar seriamente en filosofía.

Alejandro Tomasini Bassols es investigador en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM.

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Ficha técnica

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