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En la raíz del Quijote

EL TEXTO DEL «QUIJOTE». PRELIMINARES A UNA ECD"TICA DEL SIGLO DE ORO

Francisco Rico

Universidad de Valladolid, Valladolid

568 pp.

28 €

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En la primera página de las Obras completas de un importante escritor español del si­glo xx, que han empezado a publicarse hace pocos meses, hay una falta de ortografía; en una bella edición ilustrada de una de las obras de ese mismo autor, en lugar de la letra l en varias palabras nos topamos con el número 1. Si suceden estas cosas en nuestros tecnológicos días, cuando las formas electrónicas y digitales de captación, transmisión, corrección y publicación de textos parecen haber estrechado los márgenes del error, pensemos por un momento qué sucedería durante el proceso de impresión, a principios del si­glo xvii, de un texto de no pocos centenares de irregulares y mal ordenados folios, escrito a mano por un autor que no concedía importancia –porque entonces no la tenían– a la regularidad caligráfica ni a la observancia ortográfica, y que para convertirse en el volumen que conocemos como primera parte del Quijote (impreso durante las últimas semanas de 1604, pero publicado ya con la fecha del año nuevo) debía superar mediaciones diversas tras pasar por diferentes manos.

Primero pasaba por las de uno o varios amanuenses profesiona­les que sacaban una copia en limpio (un apógrafo que cabe llamar «original», ya con inevitables alteraciones, pero necesario para la posterior revisión del autor e imprescindible para el trabajo de los tipógrafos); después, por las de alguno de los censores del Consejo de Castilla, tras cuya sanción quedaba en teoría listo para caer «en los brazos de la estampa», aunque en la imprenta le esperaban otros interventores: el oficial que contaba el texto para calcular los pliegos que se necesitarían y marcaba los lugares en que se producirían los saltos de plana y pliego; el corrector que, además de revisar el texto para identificar posibles gazapos del autor o del amanuense, tomaba decisiones y daba algunas pautas orto-tipográficas para acomodarlo a los requisitos mínimos de su oficio y a los usos y costumbres de la casa; los cajistas, que no componían el texto de forma continua, sino que, siguiendo en lo posible la cuenta del original, montaban los tipos para formar las páginas discontinuas de cada una de las caras del pliego (las llamadas formas, interior y exterior); así, componiendo y tirando, forma a forma y pliego a pliego, iba avanzándose en la impresión del volumen. Además, sabemos que en el caso del Quijote, desde el verano de 1604 en adelante, entre la inquietud del escritor, la impaciencia del editor (el «librero» Francisco de Robles), la presteza del impresor y los apremios de los oficiales, todo se hizo con precipitación y sin descanso.

En esas condiciones, suponer que la primera edición de cualquiera de las dos partes del Quijote es el reflejo inmaculado de la intentio auctoris y que todas sus páginas transmiten con minuciosa pureza la voluntad de un escritor genial no es solamente un error histórico y crítico que ha contado con muchos adeptos, sino una ingenuidad mayúscula que no se compadece con los procedimientos de impresión del libro antiguo ni con la atención debida a la obra más importante de la literatura española. Parece mentira, pero es así: salvo unas pocas excepciones de buena voluntad y corto alcance, el cervantismo ha vivido casi siempre ajeno a la preocupación de saber cómo se hizo materialmente la obra maestra de Cervantes. Por eso El texto del «Quijote», más que un libro fundamental (como lo son sin duda otros de Francisco Rico: La novela picaresca y el punto de vista, Vida u obra de Petrarca, El pequeño mundo del hombre, El sueño del humanismo…), es un libro fundacional: nos enseña muchas cosas que no sa­bía­mos y propone una ética editorial que, lejos de desenvolverse en un plano teórico, contiene y plantea, a cuenta del Quijote, un protocolo de edición de nuestros clásicos que ningún filólogo que se precie podrá dejar de seguir en el futuro, pues «poco menos que todos los grandes títulos tienen que volver a estudiarse y a editarse teniendo siempre ante los ojos el panorama de la imprenta de antaño» (pp. 54-55).

A pesar de que una afirmación tan cierta como la anterior puede parecer, sacada de su contexto, demasiado taxativa, el mérito principal de este libro reside en el hecho de que ninguna de sus importantes conclusiones se alcanza con la arrogancia y el despliegue de una erudición que sabemos portentosa, sino con la honestidad de un esfuerzo de varios años que afronta el problema desde su raíz, desmontando con paciencia los encallecidos prejuicios de una inercia crítica de siglos, examinando con meticulosidad los muchos loci suspecti de las primeras ediciones y ofreciendo con inteligencia conjetural –o con simple sentido común, cuando éste basta– las mejores soluciones a centenares de problemas que a veces ni siquiera habían sido identificados como los palmarios gazapos que son en muchos casos, sino que se tenían «por discreciones y lindezas» surgidas de un talento infalible.

Los resultados del trabajo de Francisco Rico son de una importancia capital. Mencionaré sólo algunos para completar el apretado resumen de los párrafos anteriores. Si queremos entender y editar cabalmente nuestra literatura clásica no podemos seguir ignorando «cómo se hacía un libro en el Siglo de Oro», pues el conocimiento detallado de ese proceso nos ayuda a reconocer y nos permite rebajar la «formidable cantidad de erratas» (p. 209) de las ediciones príncipes de las dos partes del Quijote. En el caso de la primera de «1604», impresa con el método habitual «por formas», y no linealmente como alguna vez se había dicho, resulta imprescindible su cotejo con el mayor número de reediciones antiguas para analizar y calibrar las ­correccio­nes espontáneas y los nuevos deslices de sus más atentos lectores contemporáneos, empezando por los correctores y cajistas de otras imprentas, pues «hasta las erratas menudas de las ediciones secundarias resultan instructivas» (p. 48). Queda demostrado que la «Tabla» de la primera parte depende de un texto manuscrito, y no de las pruebas de imprenta, a diferencia de lo que sucede con la segunda parte de 1615. El asunto de las contradicciones en el episodio del robo del rucio, estudiado de un modo exhaustivo y probatorio, nos permite ver la mano de Cervantes, a ese y a otros propósitos, en los zurcidos de la segunda edición madrileña de 1605 y en las puntadas de la tercera de 1608. La célebre «polionomasia» no es un comodín para dar por buenas todas las variaciones antroponímicas de la novela, puesto que en más de un caso –y enseguida aludiré al mejor ejemplo– nacen de un desliz tipográfico.

Un tercio del volumen es ocupado por media docena de «Excursos» sólo aparentemente segregados de un conjunto con el que dialogan (a veces «con la prolijidad inevitable en las argumentaciones filológicas», como acepta el mismo Rico en la página 312) y que, difundidos durante la última década en los más prestigiosos canales del hispanismo internacional, ya habían empezado a remover los cimientos del cervantismo. A pesar de su carácter complementario y altamente especializado, es en estos excursos donde el autor sacude con más razón algunas idées reçues: el trabajo precursor de Robert M. Flores contiene premisas viciadas y es refutado; la tirada de la primera edición estuvo por encima de los mil quinientos ejemplares, y muy posiblemente se acercó a los mil setecientos cincuenta; el examen del primer pliego del Quijote nos lleva, entre otras evidencias, a la conclusión de que Cervantes no escribió la dedicatoria al duque de Béjar, de modo que caen por su peso las interpretaciones de ese texto (apócrifo, anodino y zurcido a última hora para que el volumen no apareciese sin él) como reflejo del irónico desdén del autor; es bastante probable que el nombre de «Don Quijote» no figurase en el título primitivo, entre otras cosas porque en la cédula de provisión, el privilegio y la tasa figura el de El ingenioso hidalgo de la Mancha, después alargado por razones editoriales y aun tipográficas con el nombre de guerra del protagonista, motivos afines a los que explican la anomalía del título de la Segunda parte, donde el ingenioso hidalgo se ha convertido en ingenioso caballero; en las primeras páginas de la novela, y a propósito de las famosas conjeturas sobre el apellido real del protagonista, «Quexana» es una errata por «Quixana», como en efecto corrigen ya algunos ejemplares de la princeps y certifican la segunda de 1605 y la de 1608; la estrecha colaboración entre Cervantes y su editor nos permite, en fin, maliciar que el autor del Quijote escribió dos dedicatorias firmadas por Francisco de Robles e incluidas en sendos volúmenes impresos a costa del «librero».

Ojalá todos los libros que hoy se publican en el terreno de las humanidades contuviesen una pequeña parte de las novedades reales y aun palpables que ofrece El texto del «Quijote». En otro orden de cosas, se equivocará quien piense que, por el hecho de hablarnos de cuadratines, gramajes, prensas, resmas, tildes, tipos y jornadas de trabajo, el autor se sitúa y nos sitúa en un paraje alejado de la literatura. Al contrario, nunca habíamos estado tan cerca de la idiosincrasia lingüística y creativa de Cervantes, y aunque en el saneamiento de unas pocas erratas tal vez cabría aventurar otras hipótesis, la identificación de las «marcas de fábrica» y el estudio comparado de los estilemas cervantinos –a veces con sencillos y recomendables auxilios informáticos– propicia excelentes ejemplos de la mejor crítica literaria.

Francisco Rico, que ha trazado en otros estudios la historia y los ideales de una filología a la medida del hombre, nos propone ahora una ecdótica a la medida del libro y al servicio del lector, porque ni el método estemático –mal llamado «lachmanniano»–, ni la bibliografía textual o tipofilología, ni la histoire du livre, ni la editorial theory valen gran cosa si no nos ayudan a entender, editar y leer a los clásicos: «la prueba de fuego de la ecdótica está en el clear text de las obras maestras» (p. 324). A tal propósito, las páginas conclusivas sobre «va­riantes y versiones» (pp. 325-336), tan sagaces y sensatas que sería im­propio resumirlas aquí, nos reconcilian con la disciplina porque comprendemos que la crítica textual también es un ejercicio de la inteligencia. Hace ya muchos años que sabemos que el autor de El texto del «Quijote» tiene –por decirlo de un modo coloquial y en una lengua que él domina– «una marcia in più». Al margen del aluvión de los centenarios y de los jubileos del tiempo, que todo lo arrastra, este libro sobre la obra maestra de Miguel de Cervantes quedará, tal vez, como la obra maestra del ingenioso filólogo Francisco Rico. 

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