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Dos mitos del sertón

Gran Sertón: veredas

João Guimarães Rosa

Alianza, Madrid

Trad. de Ángel Crespo

Los sertones

Euclides da Cunha

Fondo de Cultura Económica, México

Trad. de Florencia Garramuño

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Durante una estancia en São Paulo, un amigo escritor me sugirió la idea de considerar dos libros cumbres de la literatura brasileña, OsSertões, de Euclides da Cunha, y Grande Sertão:Veredas, de João Guimarães Rosa, en paralelo con los dos relatos señeros de la literatura griega clásica, la Ilíada y la Odisea. La comparación es tentadora porque, en realidad, Los sertones es la historia del asedio y destrucción de Canudos («La Troya de estuco de los jagunços») y Gran Sertón:Veredas es un viaje lleno de episodios aventureros por el sertón hasta alcanzar el hogar de retirada. Otra relación procede: hay entre ambas una diferencia semejante a la que distingue la Ilíada –en tanto que expresión y representación del cambio que se origina en la religión y la sociedad griegas, de lo dionisíaco a lo apolíneo– de la Odisea, que es una auténtica novela de personaje en un espacio mitopoético.

Los sertones es un libro, como dice Antonio Cándido, que, «colocado entre la literatura y la sociología naturalista, marca un fin y un principio: el fin del imperialismo literario, el comienzo del análisis científico aplicado a los aspectos más importantes de la sociedad brasileña». Euclides da Cunha es un ingeniero militar, hombre de ideas republicanas y de progreso y de excelente catadura moral. Reaccionando tanto contra el decadentismo como contra el regionalismo folclórico, su obra se convierte en un vigoroso alegato contra la matanza de la jagunçadaJagunços: miembros de la tropa aguerrida y fanática de Antonio Conselheiro. Posteriormente, componentes de las bandas al servicio de políticos locales y grandes hacendados. Sertaneros: campesinos del sertón. reunida en el poblado de Canudos en torno a la figura ascética e iluminada de Antonio Conselheiro; pero Da Cunha no es un mero notario de la realidad, sino un hombre culto con una prosa de primera y una pasión expresiva que, si bien no le hace perder de vista el orden de su formación científica y moral, también le insta a usar la palabra con tanta precisión como alma; de la suma de estas dos características surge un relato formidable y un cambio radical en la literatura brasileña, especialmente por la vertiente realista, pues su ejemplo incita a tomar altura sobre la literatura de corte ruralista y costumbrista y eleva la relación tierra-hombre a una alta cota dramática.

La disposición del relato es perfectamente acorde con la mentalidad del autor. En el centro, esa relación tierra-hombre; en el nudo del conflicto, una rebelión autónoma que es castigada hasta el fin por el Estado, no afrontada y aliviada. El relato se divide en cuatro partes: la primera de ellas es una descripción geográfica del territorio (cuya parte geológica inspiraría a Juan Benet el memorable comienzo de su Volverás a Región), a la que sigue una descripción casi etnológica del hombre, el sertanero y el jagunço. La tercera parte expone los antecedentes del conflicto y, finalmente, la cuarta la ocupa el relato de la campaña y la guerra, que es el más largo y donde la relación entre pensamiento, palabra y narración alcanza una ajustada, rica y convincente expresión literaria. El libro es, pues, un acto de protesta y denuncia que lleva implícito un sentido de futuro y un testimonio moral y cívico, al modo característico de esas conciencias que se desarrollaban en un país emergente que había abandonado la Monarquía a favor de una República en cuya flamante presentación en sociedad cabían también hechos como la matanza de Canudos que se hurtaban o se falseaban a la efervescente opinión pública. La importancia de Los sertones es, por tanto, social y política, pero lo que la afirma en el tiempo es su dimensión literaria sin que por ello merme su interés histórico. Ahí, los contactos con la Ilíada son de lo más sugerente en torno a la representación de un cambio de mentalidad de primera magnitud.

La novela de Guimarães Rosa opera de manera radicalmente distinta. En ella seguimos la historia de Riobaldo, un muchacho del sertón que pierde a su madre y es recogido en la hacienda de un tío suyo que resulta ser su padre. El descubrimiento de este hecho le afecta de tal modo que escapa de la casa y se echa a la aventura, convirtiéndose en un jagunço. Con esta gente recorre el sertón, a las órdenes de unos y otros jefes míticos de las partidas hasta que, tras la última batalla, se asienta y se retira de la vida nómada. El narrador es el propio Riobaldo retirado, que habla a un interlocutor que no se manifiesta nunca como tal, del que sólo sabemos que escucha la narración de los hechos de la vida de Riobaldo y que éste lo considera hombre culto y venido de afuera. «Sólo soy un sertanero, entre tan altas ideas navego mal. Soy muy pobre cuitado. Envidia mucho tengo de gentes conforme usted, con toda lectura y suma doctoración».

La escritura de Guimarães es lo contrario de la prosa, llamémosla ingenieril, elegante y terminante de Da Cunha. Es una escritura torrencial, ante todo porque es la creación de un habla y de un habla muy especial, basada sin duda en la expresión popular, pero reconstruida literariamente hasta un extremo extraordinario de creatividad, de manera que se convierte en singular y única. Al igual que en el de Da Cunha, en su relato tiene una importancia extraordinaria el paisaje, la tierra y la relación tierra-hombre, pues, aunque dedicados al nomadeo y el bandidaje, toda esta gente vive pegada a la tierra que recorre constantemente. El conflicto central se establece siempre entre los soldados de la República y los jagunços al servicio de los terratenientes, aunque la batalla más cruenta se librará entre dos facciones de ellos, la gente de Joca Ramiro y la gente de Hermógenes, cuando este último mata a Ramiro y se protege con la soldadesca. La narración es tan vibrante como puede serlo en voz de uno de los aventureros, pero se hace desde la distancia, desde la memoria, por vívida que ésta sea en ocasiones, porque quien habla es un Riobaldo ya viejo y asentado y lleno de experiencia. Lo más llamativo, desde el primer momento, es la pasmosa invención de la lengua, que obliga al lector a comprometerse verdaderamente con ella si quiere seguir leyendo. En este sentido, el contraste entre la limpieza y precisión de Da Cunha y el abarrocamiento populista de Guimarães parece el mundo al revés. El ingeniero es lineal, un narrador razonablemente objetivo (y digo razonablemente porque su opinión media) y el ex jagunço, en cambio, subjetivo y tumultuoso hasta decir basta. Sin embargo, el relato de Riobaldo no es enredoso ni confuso; muy al contrario: su pensamiento va creciendo con el relato y al final entendemos que ha expuesto una visión del mundo que es coherente con su experiencia.

Gran Sertón: Veredas es una novela de episodios. Como en la Odisea, hay una mujer que espera contra toda esperanza el regreso de su prometido, Otacilia; pero hay también mujeres que dejan en el protagonista una impronta inolvidable, como Ñoriña, cuyo recuerdo persiste como el efecto de un filtro. Hay grandes héroes que son magnificados y admirados como tales por toda la tropa, empezando por el propio Riobaldo: Joca Ramiro, Medeiro Vaz, Zé Bebelo, u odiados como Hermógenes y Ricardón, pero gigantes del combate al fin. Son personajes casi míticos. Aureolados por su valor, su libertad, sus correrías. Están los campesinos, los sertaneros propiamente dichos, gente de campo que se entiende con unos y con otros para sobrevivir, gente dura y fiel con el patrón en una tierra seca y dura como ellos, pegados al paisaje. Es un escenario abierto, un espacio mitopoético que la voz de Riobaldo llena de sentido.Y lo llena porque si el habla del narrador es dislocada, reiterativa, inventada, abundante en arcaísmos y neologismos, en aliteraciones, metáforas e imágenes, lo que consigue es sobre todo dos efectos: de coralidad, por una parte, y de una musicalidad significante, por otra. El efecto coral producido por una sola voz advierte ya de la riqueza y variedad (y del inteligente y rítmico uso de la reiteración también) que ésta desarrolla; la sensualidad del lenguaje, a su vez, deja ver una intensidad que va más allá de la sola emoción estética. Si Los sertones retrata una realidad brasileña en un momento histórico decisivo, Gran Sertón retrata el transcurso de la vida en un sertón convertido en espacio mitopoético, como decía antes. Pero ambos relatos tienen un solo y único asentamiento: Brasil, el sertón, el hombre, la tierra.

Riobaldo es hombre valiente, pero también astuto. «Usted sabe: el sertón es donde manda quien es fuerte, con las astucias. ¡Dios mismo, cuando venga, que venga armado! Y una bala es un pedacito de metal…». Observa y atiende y saca conclusiones. Muchas de su observaciones contienen las conclusiones («Tirado para morir con el suelo en la mano», bellísima imagen, o: «Miedo, no; pero perdí las ganas de tener valor»). No acaba de saber adónde va, aunque el recuerdo de Otacilia lo acompaña, porque «yo atravieso las cosas ¡y en medio de la travesía no veo!». Só Candelario es el único que sabe el motivo por el que cabalga: busca la muerte. El sertón («vivir es un negocio muy peligroso») es un mundo fantástico, alucinante, real, lleno de creencias y supersticiones de toda laya: es miseria, ignorancia y salvajismo también y junto a ello, en Riobaldo, al relatar, hay también un deseo de dar fe de vida y sucesos acontecidos que me recuerda en cierto modo la figura del viejo Bernal Díaz del Castillo vuelto a España y dedicando sus últimos años a relatar la verdad de lo que vio y vivió en un centón. «El sertón es donde el pensamiento de uno se forma más fuerte que el poder del lugar», dice Riobaldo; esa fuerza está en él cuando relata.

Y Riobaldo tiene un compañero, el elemento más sorprendente de la historia: Diadorim. Un amigo al que conoce siendo niños ambos, por el que se siente atraído, fascinado y por el que, aunque le cuesta aceptarlo, siente verdadero amor. Ambos cabalgan juntos desde que se reencuentran con la gente de Joca Ramiro, del que Diadorim dice ser hijo. El personaje, alguno de cuyos hábitos arroja sombra sobre su persona, hábitos que hacen sospechar de su verdadera naturaleza, como la costumbre de bañarse aparte y a una hora distinta de los demás, mantiene esa relación ambigua y es un misterio el sentido último de su ubicación en la novela. Antonio Maura ha señalado la posible procedencia de la voz Diadorim como «don divino» y también como «travesía del dolor» y ambas denominaciones tienen sentido; en cuanto al don divino, Diadorim es un verdadero regalo para Riobaldo, pero un regalo cuya sustancia divina le hace incompatible con lo humano: la relación de ambos es una relación de distancias en el fondo, llena de anhelos y tentaciones incumplidas. «Travesía del dolor» lo es en la medida que para Riobaldo la relación con lo femenino no consigue afincarse nunca ni tomar un lugar en su vida errabunda. El final de la batalla de Tamanduá será el que se encargue de cerrar toda esta aventura y colocar a los que han muerto en el lugar que les corresponde. La muerte de Hermógenes, verdadera representación del mal, cumple la venganza por Joca Ramiro; la de Diadorim revela su verdadero ser. La irrupción de Euclides da Cunha en la literatura supuso la llegada del que podríamos llamar precursor de la modernidad, pues no me parece correcto aplicarle el calificativo concreto de modernista en el sentido que lo fueron Brecheret, Portinari,Tarsila do Amaral o Mário de Andrade. Supuso también un firme apoyo en el que se sustentaría una novela social y regionalista de gran altura que le sigue, como sucede en las obras de Lins do Rego o Graciliano Ramos. Pues bien, la literatura de Guimarães Rosa es el punto donde se encuentran estas dos tendencias: modernismo y regionalismo, entendiendo ahora por regionalismo no el retrato folclorista, sino la vena realista y social de verdadera altura literaria de un Graciliano. El esfuerzo de Da Cunha y Guimarães, separados por un siglo de literatura, hay que calificarlo de excepcional, su trascendencia conjunta es incuestionable y de esta manera el puente entre ambos gigantes queda tendido y afirmado para mayor fortuna de las letras brasileñas. El relato de la guerra y destrucción de Troya y el camino del guerrero de la guerra a la tierra están dados en estas dos grandes novelas a su manera, evidentemente, y su semejanza con la posición y el contenido de los dos relatos clásicos griegos me parece indudable. No es ajeno a todo este juego de parecidos el hecho de que Guimarães manifestara siempre una alta vena poética en su prosa ni que las imágenes de la prosa de Da Cunha emerjan del paisaje como si la tierra, seca y dura, pero altamente expresiva, le prestase su aliento.

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