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La opulencia literaria

El séptimo velo

Juan Manuel de Prada

Seix Barral, Barcelona

Premio Biblioteca Breve 2007

644 pp.

21,50 €

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La amplitud del lienzo es fundamental en las novelas de Juan Manuel de Prada, vastas no sólo en páginas sino además en ambientes. Las máscaras del héroe (608 páginas), su aclamado debut en el género, recrea la bohemia española de principios del si­glo xx y despliega una vívida galería de figuras. La tempestad (con 340 páginas, su novela más breve) se traslada a Venecia, donde un profesor de arte desembarca tras las huellas de Giorgione y, en pocos días, presencia un asesinato, se enamora de una mujer y descubre una red de falsificadores de cuadros. En Las esquinas del aire (544 páginas), un joven aprendiz de escritor descubre a una poeta olvidada y, al reconstruir la increíble historia de su vida, recorre prácticamente la historia del si­glo xx español. Pese a la amplitud histórica, no es ésta la novela más ambiciosa del autor. En La vida invisible (534 páginas), Prada cruza el Atlántico y divide la acción entre España y Estados Unidos; el narrador es ahora un joven escritor que se obsesiona con la vida de Fanny Riffel, una especie de Bettie Page ficticia que refracta la historia norteamericana.

De estas novelas, que en poco más de una década instalaron al autor en el canon español contemporáneo, se desprenden constantes y temas predilectos. Hay, para empezar, un testigo, o investigador intelectual, que se enfrenta al desorden poco libresco y fascinante de la vida. Hay intrigas. Hay muchos personajes secundarios, minuciosamente descritos y distribuidos por diversos estratos sociales. Y entre ellos, o detrás de ellos, arrecia la fuerza bruta de la Historia. Es bien sabido que un personaje de Joyce afirmó que «la historia es una pesadilla de la que quiero despertarme»; otro de Saul Bellow respondió: «La historia es una pesadilla durante la que uno quiere echarse una siesta». Los personajes de Prada pendulan entre estas posiciones. Fanny Riffle, en La vida invisible, quiere olvidar el destino de icono erótico-pop que en un momento dado le impuso la cultura norteamericana; el narrador de Las esquinas, en cambio, ve en el pasado los sueños de los héroes.

Llegamos así a El séptimo velo, cuyo argumento navega por la corriente turbulenta del si­glo xx europeo, anclando en la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, los esfuerzos de la resistencia, el armisticio, la depuración francesa, el franquismo y la huida de varios jerarcas nazis a la Argentina. Los escenarios no desentonarían en una novela de Ian Fleming: de los Pirineos pasamos a París, de allí a Barcelona, Madrid, de nuevo París, Buenos ­Aires y un pueblito de Córdoba, Argen­tina. Hay personajes alemanes, franceses, argentinos, rusos, españoles y hasta un proverbial espía ingles, «Lloyd, James Lloyd». Quienes vean en estas palabras una alusión a la divisa de James Bond no se sorprenderán de que el argumento deba tanto al cine, a la hollywoodización de los hechos, como a la erudición de los «cientos» de «volúmenes leídos o consultados para documentar el período histórico». Hay en Prada, como veremos enseguida, una propensión al melodrama, un gusto por cierta teatra­lidad de capa y espada, que socava la ilusión realista que persiguen sus novelas.

No obstante, la estructura de El séptimo velo se asienta en una sólida serie de mediaciones y narraciones enmarcadas. Todo empieza con Julio, un profesor de literatura cincuentón que a la muerte de su madre, Lucía Estrada, descubre un gran secreto familiar. Quien dice ser su padre en rea­lidad no lo es; su padre biológico es Jules Tillon, un francés que abandonó misteriosamente a Lucía poco después de que ella quedara embarazada. Pero, ¿cuáles fueron sus motivos? ¿Y por qué ocultaron la historia? ¿Es posible que Jules aún esté vivo? Las preguntas de Julio coinciden con las del lector y sus descubrimientos informarán la novela.

Pero para ello debe rastrear a distintos testigos. El primero es el padre Lucas, un cura anciano y algo tumultuoso que conoció a Lucía y a Jules en su juventud. Jules perdió la memoria a finales de la Segunda Guerra Mundial, lo que hace más difícil desvelar la intriga de su identidad. Ni siquiera Lucía tuvo acceso a su pasado. La primera parte de la novela, pues, representa sólo lo que sabe el padre Lucas y narra las peripecias de los amantes desde que se conocen hasta que se separan. Y no son pocas. Lucía y su padre, exiliados republicanos, ­regentaban en Francia un circo ambulante que servía a una red de espionaje aliada y ayudaba a refugiados judíos a huir del territorio ocupado. Un día Lucía encuentra a Jules, herido de bala en la cabeza y amnésico, en un descampado cerca de París. Jules pronto se enamora de su salvadora y se une al circo como prestidigitador y escapista, profesión para la que se descubre sumamente dotado. Finalizada la guerra, la pareja vuelve a París, donde descubren que Jules es un verdadero héroe de la resistencia (su alias era, acertadamente, Houdini). Pero su pasado le resulta perturbador y ajeno, y retomar su vida de antaño es como usurpar la de otro; siguiendo un impulso de Lucía, decide acompañarla a España, donde acaso sea posible una vida nueva.

Como es de suponer, la España de principios del franquismo no es un lugar favorable a las utopías personales. Jules y Lucía, artistas de variedades venidos a menos, apenas logran insertarse en su apagada sociedad. Y el fantasma del pasado aún les ronda. En particular, Jules se enfrenta a una organización que ayuda a ex nazis a escapar hacia la Argentina de Perón. Lo que sigue es imposible de resumir sin estropear la intriga, pero Jules pasará varios años en un hospital psiquiátrico, recuperará la memoria y descubrirá que su vida no fue tan heroica como en principio creía. Cincuenta años después, su hijo Julio duplicará este viaje de descubrimiento gracias a dos testigos clave: un médico psiquiatra y una mujer que dirige una fundación en memoria de la shoah. Julio es también un hombre quebrado en busca de alivio. La reconstrucción de la vida del padre coincide con la redención del hijo.

Uno de los indudables aciertos de Prada es el movimiento retrógrado de la novela: los efectos aparecen primero que las causas, y conforme avanza la narración retrocedemos en el tiempo de lo narrado. El pasado dilucida el presente, pero es el presente el que crea la perspectiva. Detalles incidentales, relatos múltiples y reconstrucción histórica conforman una novela rica en incidentes. Pero esta tendencia es también uno de sus mayores problemas; el tamaño mismo de El séptimo velo es un falso signo de opulencia literaria. En realidad, la novela sufre de hipertrofia explicativa, de una manía por conectar todas las historias que, paradójicamente, mina su credibilidad. Todo significa y es asaz sonoro; poco, sin embargo, ejerce un grado suficiente de persuasión. Muy influido por autores norteamericanos como Don Delillo, Thomas Pynchon o Richard Powers, Prada ha importado a la novela española también muchas de sus falencias, plasmadas en lo que el crítico inglés James Wood denominó «realismo histérico»: «Este estilo de escritura no debe criticarse porque carece de realidad, sino porque parece evadir la realidad mientras que se sirve del propio realismo».

El ejemplo más obvio es el de Jules. Aunque el argumento que lo contiene pretende ser realista, es apenas fabuloso. Jules no escapa una, ni dos, sino tres veces a la muerte, la primera tras una sesión de tortura, la segunda tras un fusilamiento fallido y la tercera tras recibir un tiro en la cabeza. Esto último le causa una lesión cerebral que le hace perder la memoria, pero un oportuno hipnoterapeuta lo ayudará a recuperarla. Recordar es arrepentirse, y Jules no encuentra mejor manera de expiar su culpa que enterrándose en un pueblo perdido de Argentina, donde oficiará de sepulturero. No hay en esta serie un puro problema de inverosimilitud, sino una evasión de la sutileza novelesca. Si el personaje escapa tres veces, puede escapar mil; si puede ser héroe, traidor, prestidigitador y sepulturero, puede ser cualquier cosa. Deja de poseer un «yo» diferenciado para convertirse en un héroe de atributos arbitrarios, una caricatura. Como en el melodrama, los personajes de Prada cambian, pero sus cambios no parecen ser necesarios. Esta gramática narrativa en la que el argumento determina la realidad del personaje trae aparejado un problema fundamentalmente moral. Dado que no presenta seres creíbles, la novela resulta mo­ralmente hueca, como un cómic. Y esto, en el momento de mayor conmoción moral del si­glo xx. Primo Levi una vez apuntó que es más fácil imaginar horrores que a uno no le tocó vivir que aquellos que de verdad conoce. Prada es capaz de imaginar todo tipo de atrocidades, pero ni en sus momentos más inspirados imagina que a veces hay que rendirse al silencio.

La prosa de Prada es, asimismo, profusa y acrobática. Pero no siempre las piruetas son deseables. Cuando Julio ve a su madre muerta, piensa: «En aquel ataúd sólo acechaba la nada absoluta, la nada voraz, la ininteligible nada, ávida de esa otra nada que mora en toda vida y crece sigilosamente, día a día, como una gangrena insidiosa, la nada que había dejado su semilla dentro de mí desde el instante de mi concepción». Acaso en oraciones así piensan quienes caracterizan esta prosa de «envolvente» o «hipnótica». Pero este histrionismo, este gran gesto de la escritura, conduce en realidad al cliché, a un tipo de expresión vaciado de emoción genuina. Las expansiones líricas del narrador incluso caen en el sinsentido: «La armonía de las esferas fluía sigilosa en la noche», se dice en un momento. ¿Puede la armonía fluir o ser sigilosa? La metáfora es un embrollo. A veces, hasta el experto vocabulario de Prada cae en cultismos que no son sino barbarismos invertidos: «Había asomado en el cielo una luna tensa y expectante, casi núbil de tan llena». Es difícil imaginar cómo una luna pueda ser «núbil» (esto es, «en edad de contraer matrimonio»). Lo evidente es que el estilo de Prada, con su raudal de cláusulas y registros, está más atento a sus propias sonoridades que al mundo que describe. Como notó Conrad, sin embargo, el lenguaje puede llegar a interponerse en el camino; imaginar bien, «hacernos ver» una realidad, requiere un modesto paso al costado. 

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