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El retrato español

El retrato español. Del Greco a Picasso

JAVIER PORTÚS PÉREZ (ed.)

Museo Nacional del Prado, Madrid

398 págs.

30 €

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El día 3 de septiembre de 1533, el embajador de Carlos V ante la República de Venecia, Lope de Soria, escribía al secretario imperial, Francisco de los Cobos, informándole de sus gestiones cerca del Dux para conseguir el traslado de Tiziano Vecellio a la corte española: «Yo di al duque de Venecia la carta de Su Majestad –dice– para que dé licencia a Ticiano». A ello fue respondido con una negativa, ya que el artista debía realizar ciertos trabajos en el palacio ducal. «Yo le repliqué –continúa– que para tales pinturas hallarán otros muchos pintores que lo harán tan bien como el Ticiano, el qual las Majestades del Emperador y Emperatriz no quieren sino para hazer retratos».

La anécdota resulta elocuente de las dificultades de la corte española para encontrar retratistas capaces de expresar a través de su arte la majestad y dignidad real, tal como era el deseo de Carlos V, quien, sin duda, había quedado encantado con las primeras experiencias retratísticas con el artista italiano, que se remontaban al no lejano 1529. En la misma fecha de 1533, el emperador había otorgado a Tiziano la patente de nobleza, sin duda el signo máximo de distinción al que podía aspirar un artista en la época. En el documento llegaba a calificarlo de «Apeles de nuestro siglo».

Varias décadas antes, cuando los nuevos aires renovadores del Renacimiento comenzaban a soplar todavía con debilidad en nuestro país, los Reyes Católicos experimentaron una dificultad similar para encontrar retratistas y, como sucedería más tarde, recurrieron a artistas extranjeros, esta vez los nórdicos Juan de Flandes y Michel Sittow, que realizaron una de las mejores series de retratos que conocemos en relación con la corte española, dentro de la denominada «manera flamenca» que entonces dominaba el norte de Europa.

Puede señalarse, en fin, un caso similar a principios del siglo XVIII. El advenimiento de la nueva dinastía borbónica con sus nuevos gustos afrancesados, unido a la muerte de los últimos representantes de la tradición retratística barroca unos años antes, dejaba una vez más el panorama de retratistas de corte completamente desarbolado, lo que explica la llamada a Jean Ranc para cubrir este aspecto tan necesario en la representación real. El carácter internacional de la Monarquía Hispánica, así como el gusto cosmopolita de buena parte de los monarcas que gobernaron nuestro país tanto en el período habsbúrgico como en el de los primeros Borbones, unido al deseo de encontrar siempre obras de máxima calidad, indujo a la corte a recurrir a los servicios no sólo de los mencionados Flandes, Sittow, Tiziano o Ranc, sino a los no menos relevantes Antonio Moro, Leon y Pompeo Leoni, Pedro Pablo Rubens, Anton van Dyck, Antonio Rafael Mengs, etc., por citar tan solo a los artistas más importantes. Y no descubrimos ningún secreto historiográfico, sino que más bien recurrimos a un tópico sabido, si recordamos que estas firmas se hallan en la base de la llamada «escuela española de retratos», que posee ejemplos tan señeros como los de Alonso Sánchez Coello, Juan Pantoja de la Cruz, Diego Velázquez, Juan Carreño de Miranda o Francisco de Goya.

Fue, por tanto, la corte el lugar donde, desde principios del siglo XVI hasta la época de Francisco de Goya, se produjeron las mejores realizaciones en el campo del retrato y el lugar donde el género adquirió una continuidad formal, estilística e iconográfica, perfectamente perceptible en la colección real de pinturas, que constituye la base, como es sabido, del actual Museo del Prado.

Que la corte española haya sido el principal –y cosmopolita– lugar de continuidades e intercambios en nuestro país no quiere decir que haya sido el único. Uno de los máximos retratistas del arte español, como es el caso de El Greco, estableció su carrera precisamente en los márgenes de la corte madrileña de Felipe II tras los conocidos problemas con el rey en El Escorial. Pero los personajes por él retratados no se encontraban en absoluto tan alejados del ambiente cortesano: pensemos, por ejemplo, en fray Hortensio Félix de Paravicino, cuyo retrato es una de las joyas de la exposición El retrato español. Del Greco a Picasso, que se celebra en el Museo del Prado, y su concepción del género era especialmente deudora de la manera veneciana de Tiziano y, sobre todo, de Jacopo Tintoretto, como lo demuestra su famoso Caballero de la mano en el pecho, pintado al poco de su llegada a España.

Si existe, pues, un elemento histórico que proporcione continuidad al género retratístico tal como se desarrolló en España a lo largo de la Edad Moderna es precisamente este del retrato cortesano, al que se dedica la segunda sección de la referida exposición del Prado. En ella, por medio del arranque de dos pinturas señeras, una de Tiziano, Felipe II (1551), y otra de Antonio Moro, Doña Juana de Austria (ca. 1559), se nos presentan obras de Sánchez Coello, Pantoja y Velázquez, del que destacaremos el magnífico préstamo del Kunsthistorisches Museum de Viena, La infanta Margarita en traje azul (ca. 1659).
Si en la primera de las secciones de la muestra, bajo el título «Los orígenes», podemos admirar el famoso Retrato de una infanta de Juan de Flandes (ca. 1496), procedente del Museo Thyssen-Bornemisza, buen ejemplo del mencionado retratista flamenco de la corte de los Reyes Católicos, el visitante se sorprende con la aparición de obras como Santo Domingo de Silos (1474-1477) de Bartolomé Bermejo o Ezequias (ca. 1490) de Pedro Berruguete, que, obviamente, no son retratos. Aunque la justificación de su presencia por parte del comisario Javier Portús es la de explorar los límites del género retratístico, su aparición en la muestra parece responder más bien a uno de los parti pris más polémicos e interesantes de aquélla, presente, sobre todo, en su desarrollo real en las salas del Prado, antes que en las páginas del catálogo: el de probar la existencia de un «retrato español», caracterizado sobre todo por su intensidad realista, el énfasis en lo característico y, en ocasiones, la fealdad misma del modelo.

Con todo, si se hace difícil aceptar el concepto de la existencia de unos caracteres nacionales que se manifiestan como un continuum a través de los siglos, más lo es tratar de asimilar el concepto de retrato, tal como se estableció en la teoría clásica de los géneros, con el de realismo. Es más, si recurrimos a los escritos más conspicuos de esta teoría, no sólo a los idealistas Lomazzo o Zuccaro, sino a afirmaciones al respecto del retrato vertidas por personajes tan poco sospechosos como algunos de los grandes coleccionistas de las pinturas realistas de un Caravaggio –como el marqués Vincenzo Giustiniani–, nos encontraremos con las recomendaciones habituales de la búsqueda de un equilibrio entre realidad e idealización, inspiración en la naturaleza y afán constante de recurrir a lo específicamente artístico, que caracteriza la idea de retrato en la Edad Moderna.

Una de las ideas esenciales para comprender el género del retrato en estos momentos históricos es la de tener en cuenta su naturaleza esencialmente representativa. Nos referimos al hecho de que, a través de la imagen del personaje que se efigia, no sólo se pretendía su representación verosímil (que no «realista») y reconocible, sino la expresión de su status, de la naturaleza de su cargo o del ejercicio de su actividad profesional, de manera que, al final, aquello que vemos resulte memorable. Desde este punto de vista, el «realismo» es sólo uno de los métodos posibles para alcanzar semejantes objetivos y, desde luego, no el único que utilizaron los pintores españoles de los siglos XVI y XVII. La consideración, por ejemplo, de la teoría política de «los dos cuerpos del rey», por la que se consideraba que el monarca poseía una doble naturaleza –mortal, por un lado, y representativa de una idea política de majestad, por otro–, y que ambas debían aparecer en sus retratos, constituye uno de los mejores ejemplos de lo que venimos diciendo. Una idea que explica la pretendida naturalidad de los retratos de Velázquez, expresión del peculiar ceremonial cortesano habsbúrgico, basado en la rigidez y hieratismo del monarca antes que en una presentación directa, cercana, natural y realista del rey, tal como nos explica Portús en su ensayo del catálogo, pero que es reiteradamente negada en el desarrollo real de la exposición. Igualmente sorprende la no aparición en la misma, al menos en su catálogoDecimos esto ya que, en una sala adyacente a la exposición, se expone la sucesión de retratos ecuestres derivados del Carlos V, a caballo, en Mühlberg de Tiziano, acompañado de dos obras de Rubens (sin duda, el gran ausente de la muestra), junto al velazqueño retrato ecuestre del Conde-duque de Olivares. Pero esta sala, como decimos, no aparece como tal en el catálogo., de ninguna efigie de Carlos V, cuyas especiales características fisionómicas, por no hablar de su importancia histórica y la otorgada a algunos de sus retratos, resultan esenciales para establecer una tradición española en la imagen retratística cortesana.

La sección cuarta de la muestra, «Retrato y realidad: Ribera, Zurbarán y Murillo», vuelve a sorprender por razones muy parecidas. Otra vez el concepto historiográfico decimonónico de «realidad» confunde al espectador con una heterogénea mezcla de géneros, donde el propiamente retratístico, con obras señeras como el Don Alonso Verdugo de Albornoz de Francisco de Zurbarán (1635), procedente de la Gemäldegalerie de Berlín, el Retrato de un jesuita (1638) de Jusepe de Ribera, del Museo Poldi-Pezzoli de Milán, o el siempre sorprendente Magdalena Ventura, con su marido («La mujer barbuda») (1631) del mismo Ribera, expuesto habitualmente en el Palacio de Tavera de Toledo, aparece junto a otras obras que no son retratos. Realmente es en este último caso donde podemos explorar el tema de los límites del retrato ya que Ribera, como explícitamente se dice en la inscripción, se interesó por «un gran prodigio de la naturaleza» al pintar el caso de «una mujer italiana de apariencia milagrosa que se nos muestra como un admirable monstruo lactando a un niño», por encargo, nada menos, que del duque de Alcalá Fernando II, virrey de Nápoles. El tema del «prodigio» y el del «milagro», resueltos con una explícita llamada a un caso real, pintado con un realismo extremo con el fin de adornar la galería de un culto coleccionista aristocrático, sí que nos hace reflexionar sobre los confines del retrato y sus complejas relaciones con la realidad, antes que los ejemplos de imágenes de filósofos de Ribera o de pinturas de género (no retratos), como las muy interesantes Cuatro figuras en un escalón (ca. 1655-1660) del Kimbell Art Museum de Fort Worth, de presencia no explicada en la exposición.

El discurso acerca del «realismo» no es el único sistema articulador de la muestra. Junto a él, parece abrirse paso otra idea recurrente de la historiografía del arte español de la primera mitad del siglo XX, como es la de la existencia de grandes genios o «picos» en la evolución de nuestro arte, frente a períodos menos fecundos, el más llamativo de los cuales sería el siglo XVIII. Naturalmente, las grandes cimas del arte español serían El Greco, Velázquez, Goya y Picasso. Y estos son, precisamente, los artistas que llevan el hilo conductor de la muestra que se desarrolla a lo largo de la galería central de la planta alta del Prado, hasta su rotonda última, integrando la Sala XII, la central del museo, dedicada a Velázquez desde finales del siglo XIX.

Se trata de un hilo conductor algo laberíntico ya que, desde un principio, la cronología aparece fuertemente conculcada. Por ejemplo, una pintura de El Greco, La adoracióndel nombre de Jesús (Alegoría de la Liga Santa) (ca. 1577-1580), aparece ya en el primer espacio, «Los orígenes». El mayor conjunto de obras del maestro de Creta se instala en una de las paredes del siguiente espacio (que el catálogo agrupa bajo el epígrafe «El Greco»); y otra pintura del artista vuelve a ocupar un papel central en la sala dedicada al retrato eclesiástico (concebido casi como un subgénero autónomo propio de la tradición española), con el ya mencionado y maravilloso Fray Hortensio Félix de Paravicino (ca. 1609-1613) del Museo de Boston. De esta manera, la pintura del Greco, que tan perfectamente encaja en la tradición venecianista tan ricamente representada en España, se instala, primero, en un contexto más arcaizante –como es el primer espacio de la muestra dominado por la pintura de Bartolomé Bermejo– y, finalmente, en el de la pintura de eclesiásticos de Juan de Valdés Leal o Bartolomé Esteban Murillo, ya en el siglo XVII avanzado.

Pero no sólo esto: la sala central del museo –presidida, como es habitual desde hace décadas, por Las meninas –, se dedica a un peculiar «diálogo» entre Velázquez y Goya, oponiendo obras como La infanta Margarita (ca. 1665) (obra, por lo demás, de Juan Bautista Martínez del Mazo) con La condesa de Chinchón (1800), los retratos ecuestres de Felipe IV de Velázquez (ca. 1635-1636) con el de Carlos IV de Goya (1800), o las mencionadas Meninas con la goyesca Familia deCarlos IV (1800).

Estas comparaciones, sobre todo esta última, que deberíamos completar con el diálogo entre La familia del pintor de Juan Bautista Martínez del Mazo (1664-1665) (Viena, Kunsthistorisches Museum) y La Familia del infante don Luis de Goya (1783) (Fundación Magnani-Rocca de Parma), resultan particularmente elocuentes. Es cierto que Goya, además de a Rembrandt y a la naturaleza, tuvo a Velázquez como uno de sus maestros. Pero también lo es que su evolución estilística (sólo explicable desde la cronología) es realmente espectacular y de ninguna manera puede observarse como un todo compacto. Es claro que el joven Goya de Carlos III, cazador (ca. 1788) emula al Velázquez de los retratos de cazadores de la Torre de la Parada, pero también lo es que fracasa rotundamente al elaborar el sistema espacial de La familia de Carlos IV en referencia a Las meninas velazqueñas. Leamos al respecto la opinión de Alfonso Pérez Sánchez: «Pero el caso de La familia de Carlos IV es completamente distinto. Ahí Goya, sin ninguna sutileza conceptual, sin darse cuenta de lo que Velázquez había pretendido hacer, quiere imitarlo en el punto de vista con el caballete y se pone él en el mismo sitio en que Velázquez estaba en el otro cuadro; lo que Goya hubiera pintado desde su sitio no hubiera podido ser sino los traseros y las espaldas de la familia real; es decir, algo absolutamente insensato. Goya no es un conceptual sino, en realidad, un pobre palurdo. Lo que está queriendo es imitar a Velázquez como le ha querido imitar en todo. Lo ha hecho maravillosamente en la técnica, los retratos ecuestres, las veladuras de los paisajes […] y ha querido consagrarse él también junto a sus reyes. Pero al colocarse, lo ha hecho por simple yuxtaposición, sin jugar con el concepto, sin incorporar su figura y su caballete a una estructura mental tan compleja como la que Velázquez utilizó en su tiempo». Duras palabras, sin duda, que son, sin embargo, una buena muestra de la diferencia de intenciones y, sobre todo, de funciones de ambas obras maestras. Si en el caso de Goya de lo que se trata, sobre todo, es de ofrecer un retrato oficial de la familia reinante en 1800, en el de Velázquez, el pintor de Sevilla realiza una pintura de uso privado en la que pretende fundamentalmente mostrar un complejo alegato en defensa del carácter intelectual del oficio de pintor. Más que mostrar al público un pretendido y algo confuso diálogo, hubiera resultado, como siempre, más pertinente profundizar en el significado, tan diverso, de ambas obras en momentos artística y culturalmente tan distintos como son 1656 y 1800.

Si algo destaca del diálogo de los cuatro espacios pictóricos (los dos de Goya, el de Velázquez y el de Martínez del Mazo) es la soberanía suprema del cuadro de don Diego en el manejo de la perspectiva, la profundidad, la relación con el espectador, la luz, el aire, los espejos y la disposición de las figuras (todo un sistema de representación cuyo precedente más claro para Velázquez lo encontramos en El lavatorio de pies de Tintoretto, una pintura que él mismo colocó en la sacristía de El Escorial), y el desmaño a este respecto de las otras tres propuestas. Sin embargo, este hecho merecer ser matizado.

Mientras el cuadro de Mazo nos parece torpe sin más, las obras de Goya –ya en los umbrales o, directamente, en la misma pintura contemporánea– nos plantean el tema, que ya aparecía en la anterior exposición Manet del propio Museo del Prado, de la relación entre el arte de la Edad Moderna y el producido en el mundo contemporáneo. Sin querer entrar a fondo en este problema capital, resulta claro que asuntos como el de la corrección académica, el de la «perfección» técnica o el de la articulación espacial perspectiva «correcta», por no entrar en el de la belleza «clásica», no se encontraban entre las principales preocupaciones de los maestros contemporáneos, de los que Goya es pionero. El problema de Goya quizá no sea tanto el del carácter «intelectual» o no de su aproximación a la pintura (algo que hoy apenas se discute), sino el de sus intereses como pintor. En primer lugar hemos de decir que éstos fueron muy diversos a lo largo de su fecunda carrera (y ello se puede observar muy bien en el campo del retrato). En segundo término habría que insistir, como hace Pérez Sánchez, en que de Velázquez le interesa sobre todo el tema de la técnica pictórica. Como es bien sabido, el «descubrimiento» de Velázquez en el siglo XIX se hizo fundamentalmente desde el aprecio de su técnica «impresionista», algo que ya está presente en ciertas obras de Goya, por lo que resulta superfluo el diálogo Goya-Velázquez desde el punto de vista del género específico del retrato, tal como se nos presenta en la Sala XII del Museo del Prado.

Es quizá desde el punto de vista de las diversas aproximaciones a la realidad del arte de la Edad Moderna con respecto a la Contemporánea desde el que debemos observar obras como La familia del infante don Luis o el Retrato de Cabarrús (1788), desde luego mucho menos «convincentemente» asentado en el espacio que Pablo de Valladolid (ca. 1635) de Diego Velázquez, y plantearnos la pertinencia de ciertos diálogos pictóricos, concebidos al margen no sólo de una cronología histórica (por sí misma expresiva y constitutiva de nuestra manera de observar una determinada obra de arte), sino también de una auténtica justicia para las obras del arte contemporáneo. Por ello, la sorpresa mayúscula del visitante de esta exposición es cuando se sitúa en el centro de la misma y le rodea un diálogo, a todas luces imposible, no sólo entre Las meninas y La familia de Carlos IV, sino también entre las dos Duquesas de Alba de Goya, la de la Fundación Casa de Alba (1795) y la de la Hispanic Society de Nueva York (1797), la Reina Mariana de Austria de Velázquez y Mujer en azul (1901) de Pablo Picasso. No cabe duda de que la contemplación próxima de las dos «duquesas» de Goya, tan difíciles de admirar fuera de sus lugares habituales, constituye uno de los grandes logros de esta exposición, pero la comparación entre el Velázquez tardío de la reina Mariana y la mujer del joven Picasso (que tampoco es, en puridad, un retrato), no deja de ser un ejercicio escolar basado en la más rancia historiografía formalista. Como igualmente sucede con la imposible oposición de Manolito Osorio de Goya (Metropolitan Museum de Nueva York) y el Infante Felipe Próspero de Velázquez del Kunsthistorisches Museum de Viena. Por obvias razones históricas, Goya nunca pudo admirar los tardíos retratos velazqueños del infante, enviados a Viena inmediatamente después de su realización.

El rápido paso por el retrato español del siglo XVIII, quizá por lo internacional y cortesano de sus propuestas de mayor calidad, se salva con obras maestras como el Autorretrato de Luis Meléndez (1746) del Museo del Louvre y, naturalmente, con lo mejor de Goya que cuelga de la muestra. Por citar sólo las pinturas del maestro ajenas a la colección del Prado: Autorretrato pintando (ca. 1799) de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Sebastián Martínez (1792) del Metropolitan, o el maravilloso Autorretrato con el doctor Arrieta (1820) de Minneapolis, que se unen a las «duquesas», y hacen que la visita a la exposición resulte inolvidable.

La pintura española del siglo XIX, precisamente cuando, tras la fundación del Museo del Prado en 1819, los reyes dejan de actuar como coleccionistas activos, no constituye, como es sabido, un momento glorioso de su evolución, lo cual se refleja igualmente en una merma de calidad en el género del retrato, tal como muestra la exposición, que a duras penas puede salvarse con la inserción, presidiendo la sala, de La Celestina (ya de 1904) de Pablo Picasso, procedente del Museo Picasso de París.

Pero que la intensidad estética de la exposición decaiga necesariamente en este espacio (denominado «El retrato español del siglo XIX : el triunfo de un género») no quiere decir que el mismo no constituya, con el siguiente («El retrato español entre Zuloaga y Picasso») su punto culminante desde el punto de vista del discurso expositivo que se propone ya que, en efecto, es a partir del prisma de la situación cultural española de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, es decir, desde lo que convencionalmente denominamos «generación del 98», desde donde se ha observado la evolución de un presunto «retrato español», y aun de una estética «a la española», basada en el naturalismo, el realismo, el tremendismo y la fealdad. Como es bien sabido, la idea de una «España negra» se trata de una construcción literaria (que culmina en el libro de Regoyos y Verhaeren del mismo título) muy acorde, por otra parte, con las estéticas «veristas» que se extendieron por la Europa finisecular (recordemos, por citar obras musicales, óperas como Cavalleria rusticana de Mascagni, La Bohème de Puccini o, en nuestro país, La Dolores de Tomás Bretón) y que en España coincidieron con uno de los momentos más críticos de su historia.

Los acontecimientos históricos de finales del siglo XIX, desde la pérdida de las últimas colonias a la guerra con Estados Unidos y la profunda crisis económica y social, produjeron una reacción intelectual de introspección histórica, la búsqueda de unas perdidas «esencias» españolas y el «hallazgo» de las mismas en regiones como Castilla, épocas históricas como el siglo XVI, movimientos espirituales como el misticismo, tipos humanos como el «caballero español», pintores como El Greco, estéticas como el feísmo o el realismo extremo y mitos nacionales como don Quijote, don Juan o la Celestina. Leamos al respecto las significativas frases que Pío Baroja escribe al principio de su novela Camino de perfección : «Desde entonces intimamos algo y hablábamos de pintura, arte que él cultivaba como aficionado. Me decía que a Velázquez le consideraba como demasiado perfecto para entusiasmarle; Murillo le parecía antipático. Los pintores que le encantaban eran los españoles anteriores a Velázquez, como Pantoja de la Cruz, Sánchez Coello y sobre todo El Greco…». Y un poco más adelante, refiriéndose a un cuadro de Osorio: «El cuadro se llamaba Horas de silencio. Estaba pintado con desigualdad, pero había en todo él una atmósfera de sufrimiento contenido, una angustia, algo tan vagamente doloroso que afligía el alma. Aquellos jóvenes enlutados, en el cuarto abandonado y triste, frente a la vida y al trabajo de una gran capital, daban miedo. En las caras alargadas, pálidas y aristocráticas de los cuatro, se adivinaba una existencia de refinamiento, se comprendía que en el cuarto había pasado algo muy doloroso».

A estas ideas y estado de ánimo responden pintores como Isidro Nonell, del que la exposición nos muestra su Estudio de gitana de 1906 (Colección Masaveu), una obra que es, en realidad, la negación de la idea misma de retrato, pues la gitana oculta deliberadamente el rostro; Zuloaga, del que se nos presenta su tremenda Enana doña Mercedes de 1899 (Musée d'Orsay de París); naturalmente, Solana con sus Mujeres de la vida (ca. 1915-1917), del Museo de Bilbao; o la ya mencionada Celestina de Picasso.
Se trata de un momento perfectamente identificable de la pintura y la historia española, que coincide, y por ahí podemos empezar a comprender la situación, con el inicio de la historiografía histórico-artística universitaria y académica, cuyos primeros maestros –como, por ejemplo, Manuel Bartolomé Cossío– se vieron lógicamente influidos por el ambiente cultural y artístico que hemos resumido. De ahí, por ejemplo, la interpretación de Velázquez, tan de la época, como pintor realista y aun impresionista, tal como aparece en el libro de Beruete (cuyo retrato pintado por Sorolla, propiedad del Prado, cuelga de la exposición), derivada de las tendencias realistas imperantes, o la imagen, tan persistente hasta hace pocos años, del Greco como intérprete del alma mística española y definidor en su Caballero de la mano en el pecho (un intencionado fragmento del cual, por cierto, es la imagen por excelencia de la exposición) del tipo «caballero español».
Hoy día resulta difícil de seguir esta idea como medio de interpretación del arte español o de cualquiera de sus géneros, precisamente en el momento en que, como indicábamos al principio de estas páginas, se tienden a ver las realizaciones de nuestros máximos artistas en el contexto internacional y europeo en que se produjeron, sea éste el de la corte madrileña de Felipe II a Carlos IV, el Nápoles caravaggista de Ribera, la Sevilla abierta a Europa a través del comercio de su puerto de Murillo, o el París de 1900, en el que Picasso oscilaba entre las sugestiones lautrequianas de su Mujer en azul, o La Nana (1901) del Museo Picasso de Barcelona, y las ingrescas de su extraordinaria Gertrude Stein de 1906, procedente del Metropolitan, que cierra la exposición.

Esta ambiciosa muestra del Museo del Prado, de la que hemos destacado fundamentalmente algunas de las obras maestras que expone procedentes de fuera de su colección, que se mezclan con un buen número de otros cuadros, no mucho menos excelentes, de aquélla, es, sin duda, una declaración acerca de la pintura española y sobre la historia del propio museo, al que se interpreta de manera singular: una declaración en la que participan no sólo el comisario de la misma, sino el propio museo, calificado en su ensayo por Portús como «autor colectivo de esta exposición».

Como hemos dicho, el discurso histórico y el orden cronológico aparecen negados en varios momentos muy significativos de su recorrido para optar por diálogos estéticos y formales entre maestros como El Greco, Velázquez, Goya y Picasso. No se trata, como es obvio, de aquella mezcla de obras de arte, tan habitualmente criticada y normalmente tan sin sentido, que caracterizaba la disposición de la colección hasta los años veinte del pasado siglo, cuando los artistas dirigían la colección, y que culminó en las distintas «soluciones», tan justamente criticadas, de la llamada Sala de la Reina Isabel. Pero tampoco es una continuación, con las variantes exigidas por el paso del tiempo, la diversidad y ampliación de espacios y de la propia colección, de aquella propuesta, tan sensata e inteligente, del historiador del arte Francisco Javier Sánchez Cantón que, articulando la planta principal en torno a la pintura española desde el siglo XVI a Goya (pagando así lógico tributo a las tendencias historiográficas nacionalistas que dieron origen al concepto de «escuela nacional»), la explicaba como fecundada continuamente por la pintura italiana –fundamentalmente veneciana–, la escuela flamenca –con la figura señera de Rubens– o el venecianismo tiepolesco del siglo XVIII. Se reconocía de esta manera el carácter cosmopolita del desarrollo artístico de la pintura española, la importancia de una corte que desde el siglo XVI había albergado lo mejor del arte extranjero, sobre todo italiano y flamenco (El Bosco, Moro, Tiziano, Tintoretto, Rafael, Veronés, Rubens, Van Dyck, Tiepolo, Mengs…): es decir, se tenía en cuenta el carácter eminentemente de colección real que posee el Museo del Prado, pero se convertía a la pintura española en el eje de la planta alta del edificio de Villanueva. Un magnífico equilibrio, que explicaba convincentemente la colección.

La mirada del historiador del arte resulta, a la postre, más clarificadora a la hora de presentar una exposición que el recurso a las miradas, necesariamente subjetivas, de literatos o artistas. Una exposición tan extraordinaria como El retrato español. Del Greco a Picasso así lo demuestra. La lectura de los excelentes ensayos del catálogo, escritos en su mayor parte por los conservadores del museo y eminentes historiadores del arte, constituye un interesante ejercicio intelectual, que nos presenta, por primera vez con la necesaria amplitud, un tema apasionante, como es el del desarrollo del retrato en España. De entre estos trabajos, destacaría el inteligente escrito del comisario, Javier Portús, desde ahora pieza fundamental para entender sintéticamente el tema. En su conjunto, y con los lógicos altibajos de una obra múltiple, estos artículos y sus ilustraciones son una buena introducción histórica a este género en España, teniendo en cuenta no sólo sus formas, sino también lo diverso de sus usos, de sus funciones y de su significado teórico, algo que, por el contrario, se pierde en la exposición. Resulta muy sorprendente, por tanto, la lectura de las fichas en la secuencia con que figuran en la publicación, que, en buena medida, es muy diversa a su ordenación expositiva. Es cierto que en ningún lugar está escrito que una exposición y su catálogo tengan que funcionar en estricta correspondencia. Lo elocuente del caso que nos ocupa es que sus disimilitudes ponen en evidencia lo distinto de las mencionadas miradas del historiador y otras de carácter más sorpresivo y subjetivo.

La visita a la exposición propiamente dicha proporciona al conocedor del Prado los placeres inmensos de encontrarse con obras maestras de la retratística en España procedentes de otros museos, desde Juan de Flandes a Velázquez, de El Greco a Goya, o de Ribera a Pablo Picasso, Juan Gris o Joan Miró. Pero también la confusión de un discurso programático difícilmente asimilable desde el punto de vista histórico y metodológicamente anclado en el pasado.

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