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Ríos y caminos moriscos. El islam tardío español

Tratado de los dos caminos, por un morisco refugiado en Túnez

Álvaro Galmés de Fuentes (ed.)

Instituto Universitario Seminario Menéndez Pidal y Seminario de Estudios Árabo-Románicos, Madrid y Oviedo

598 pp.

40 euros

Tratado (Tafsira) del mancebo de Arévalo

María Teresa Narváez (ed.)

Trotta, Madrid

458 pp.

25 euros

El río morisco

Bernard Vincent

Universidades de Valencia, Zaragoza y Granada, Valencia

199 pp.

20 euros

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En los primeros años del siglo XVI, los Reyes Católicos, que habían expulsado a los judíos de España en 1492 –el mismo año en que habían culminado la conquista del reino islámico de Granada–, decretaron la conversión obligatoria al cristianismo de todos los musulmanes que vivían en los territorios de la Corona de Castilla. En 1526 ese mismo decreto se haría extensivo a los musulmanes de los territorios de Aragón y Valencia. Se puso así fin a la existencia legal de musulmanes en los territorios cristianos de Iberia, donde habían vivido, con el nombre de «mudéjares», durante todo el período medieval. Comienza entonces un largo siglo (hasta la expulsión de 1610-1614) de lo que se conoce como problema morisco, término este último por el que se denominaba a los nuevos convertidos, muchos de los cuales continuaron siendo criptomusulmanes en distinta manera y grado de práctica ritual y conocimiento dogmático, pero considerándose en cualquier caso a sí mismos como musulmanes y perseguidos, por ello, por la Inquisición. Muchos de ellos, pero no todos, porque a lo largo del «siglo morisco» la asimilación e integración fueron en aumento y porque las circunstancias de los diversos grupos de nuevos convertidos fueron muy diferentes de partida y lo serían aún más según avanzara el siglo XVI: así, por ejemplo, los antiguos mudéjares de la Corona de Castilla estaban imbricados de antiguo en la sociedad castellana, no hablaban árabe ni se circuncidaban, eran poco numerosos y su presencia poco conflictiva. Otra cosa eran los musulmanes del recién conquistado reino de Granada o de Valencia, donde, a comienzos del XVI, eran numerosos, estaban bien organizados en comunidades densas, tenían autoridades religiosas y hablaban árabe. A mediados del siglo XVI diversos decretos fueron prohibiendo el uso de la lengua árabe hablada y escrita, el empleo de nombres y de linajes árabes, de trajes tradiciona­les, de uso de los baños, de música «mora» en las fiestas. Decretos que, además de una fuerte reacción morisca (en particular la Guerra de las Alpujarras a finales de los años sesenta), produjeron un debate entre diversas autoridades civiles y eclesiásticas acerca de cuáles eran los ámbitos de la vida humana que quedaban sujetos a la religión, si eran o no signo de afiliación religiosa determinadas costumbres gastronómicas, higiénicas, lingüísticas o festivas. Es decir, si podían separarse algunos rasgos culturales (como defendió el noble de origen morisco Fernando Núñez Muley) de la buena observancia del ritual religioso y de la creencia sincera, o si era necesario eliminar los primeros para permitir plenamente los segundos. La defensa de la lengua árabe, su intento de «cristianización» o, al menos, de «desislamización», dieron lugar a fenómenos tan sonados como el famoso fraude de los llamados Libros Plúmbeos del Sacromonte, un pretendido evangelio dictado en árabe por la Virgen María a discípulos árabes, primeros cristianos venidos con Santiago a la Península, que apareció en Granada en la última década del siglo XVI Véase James S. Amelang, «La ciudad de Dios», Revista de Libros, núm. 125 (mayo de 2007).. Este es el fenómeno más notorio encuadrado dentro del intento de separar o de legitimar rasgos de una identidad cultural deslindada de una creencia y práctica religiosa.

Desde el punto de vista cultural, los moriscos dieron lugar a fenómenos tales como la literatura aljamiada, es decir, escrita en vernácula romance con caracteres árabes y una sintaxis y un vocabulario profundamente teñidos por el árabe: una literatura islámica secreta escrita en español a la que pertenecen dos de los libros aquí reseñados. Son alguno de tantos aspectos que convierten al «islam tardío español» (en expresión de Bernard Vincent) en un laboratorio excepcional para el estudio de la construcción y conservación de identidades, para la complejidad e hibridación cultural de grupos diferentes, para el estudio de los mecanismos por los cuales se señala y margina a un cuerpo social o se regulariza su comportamiento normativo tanto religioso como cultural y político, aspectos todos que han atraí­do a historiadores, filólogos, especialistas en literatura o antropólogos. El tema morisco, propicio al intercambio entre disciplinas, se ha alimentado de forma permanente por el descubrimiento y explotación de nuevos fondos documentales, procesos de Inquisición, catastros, registros notariales, manuscritos aljamiados que han permitido ir desvelando diferentes facetas de una cuestión de insospechada riqueza. Los problemas suscitados se renuevan sin interrupción y dan lugar a la continua aparición de nuevos trabajos y de nuevas interpretaciones. Nos encontramos ya en las vísperas del cuarto centenario de la expulsión, evento que sin duda dará lugar a congresos, exposiciones y conmemoraciones varias.

Desde los tiempos mismos de la expulsión, en los que se debatió ampliamente la conveniencia o no de ésta, así como su propia legitimidad (se expulsaba hacia el norte de África, es decir, a territorio musulmán, a personas que habían recibido el sacramento del bautismo), un debate que retomó la historiografía del siglo XIX pronunciándose también a favor o en contra, la bibliografía sobre moriscos se convierte en un género abundantísimo, que ha hecho y hace correr ríos de tinta, ese «río morisco» al que hace referencia el libro de Bernard Vincent. La cuestión morisca toca emociones y tiene una gran capacidad de entroncar con problemas contemporáneos. Constituye, en cierto modo, un «problema vivo» al cual no siempre resulta fácil aproximarse de un modo puramente historiográfico. En la actualidad, sobre la historiografía morisca planea la presencia de musulmanes en Europa, objeto de reacciones intensas. Algunas de estas reacciones y sus formulaciones en la prensa actual (si los musulmanes pueden o no ser euro­peos, si son antes o siempre musulmanes primero, si son o no inasimilables, si van a alterar fundamentalmente a las sociedades en que se insertan, si sus creencias religiosas son compatibles o no con nuestros valores culturales y políticos, si profesan a los europeos «odio de civilización», etc.), aunque acuñadas en otros términos, recuerdan extrañamente las discusiones y las emociones que se suscitaron en la España del siglo XVI y que se saldaron con la ­expulsión de comienzos del XVII. Y es que entonces, como ahora, el eje de discusión radica, en realidad, en la posibilidad o la conveniencia de la asimilación. ¿No es la asimilación, después de todo, una infiltración? La pregunta, al fin y al cabo, es siempre la misma: ¿es que ellos pueden ser no­so­tros? No varía lo fundamental de esta pregunta el hecho de que, en tiempos recientes, hablar de asimilación haya dejado de ser de buen tono en nombre del respeto y la libertad de las diferentes comunidades o de una particular interpretación del término «multiculturalismo». Porque a menudo lo que está en discusión es la definición de nuestra propia identidad y de su construcción, una cuestión compleja, sensible y en perpetua evolución. La historiografía y la producción de las ciencias sociales centrada en la cuestión de la preservación de la identidad estudia comparativamente poco la cuestión inversa, es decir, la del acceso al anonimato, a la indiferenciación total o parcial que permite la desaparición (y, por tanto, la casi invisibilidad) en la sociedad englobante de cientos de miles de moriscos, de judeoconversos, de musulmanes europeos.

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Bernard Vincent es un reputado y reconocido especialista en moriscos. Entre otras muchas publicaciones que le han otorgado un lugar destacado dentro de los historiadores de la edad moderna española, fue coautor, junto a Antonio Domínguez Ortiz, de un libro magnífico titulado Historia de los moriscos. Vida y cultura de una minoría (publicado en 1978 y reeditado en 1999), que sigue siendo la obra de referencia obligada, así como la única de síntesis disponible hasta la fecha, de la cuestión morisca: todo un clásico que no ha sido superado. El libro aquí reseñado se compone de una colección de artículos, conferencias o contribuciones a homenajes, algunos muy breves, rescatados de publicaciones de muy escasa difusión y traducidos todos ellos al castellano para hacerlos accesibles al estudiante universitario o al lector culto interesado. Una buena iniciativa, pues estos ar­tículos adquieren valor añadido al ser leídos en su conjunto. Todos están dedicados a moriscos granadinos o valencianos, todos ellos se basan en un riguroso trabajo de archivo, cada uno de ellos examina un problema concreto, parcial, o señala una cuestión novedosa. Señalo como especialmente importante la contribución dedicada precisamente al noble morisco granadino antes mencionado («Algunas voces más: de Francisco Núñez Muley a Fátima Ratal»), que pone de manifiesto las «voces múltiples» de los moriscos. Se echa en falta, sin embargo, en el libro que el autor no haya añadido una conclusión que permita enhebrar estos trabajos en una propuesta más amplia. En cierto modo, esta propuesta o postura personal de Vincent se deduce del artículo que da nombre al libro, «El río morisco». En ese capítulo, que se diferencia de los otros en temática y extensión, Vincent hace una especie de estado de la cuestión de los diversos caminos por los que se ha movido la historiografía morisca en el último par de décadas, señalando dos grupos de «moriscólogos» que han ido diferenciándose crecientemente: los historiadores que trabajan con materiales de archivo, con fondos nuevos que han ido apareciendo o que no se habían utilizado previamente (como ejemplo de este grupo señalo el excelente libro de Amalia García Pedraza sobre «los moriscos que quisieron salvarse», que ha utilizado los documentos notariales granadinos, y en especial los testamentos, para descubrir esos grupos de moriscos que dejaban misas encargadas en sus testamentos, pertenecían a cofradías, etc.).

Este primer grupo, en el que se incluye el propio Vincent, constata, dados los materiales con que trabaja, la variedad en el tiempo y en las distintas regiones de los grupos moriscos y de sus muy diversas maneras de relacionarse con la sociedad mayoritaria e incluso adaptarse a ella. Los trabajos de estos historiadores insisten en la falta de homogeneidad de la minoría morisca, en la variabilidad de situaciones y de opciones, en la evolución en el tiempo de los problemas y de las maneras de encararlos, en el amplio abanico de sus comportamientos religiosos. El segundo grupo está formado por historiadores de la literatura y filólogos que estudian tanto la literatura de la época como los textos aljamiados. Éstos tienden a considerar a los moriscos como un todo relativamente homogéneo y, por supuesto, musulmán. Digo por supuesto porque la literatura aljamiada es por definición islámica, escrita por musulmanes y para musulmanes y, por tanto, los que la estudian se ven inmersos en el aspecto puramente islámico o en el sector islámico de los grupos moriscos. Otro tema sería el de preguntarse por el impacto real de esta literatura, por naturaleza restringida y secreta. No podemos por menos de preguntarnos a cuántos moriscos les sería accesible esta literatura manuscrita, cuántos podrían leerla dado el grado de analfabetismo de unos grupos mayoritariamente dedicados al trabajo de la tierra o a la artesanía. De entre este segundo grupo, Vincent señala la obra contrapuesta de dos eximios representantes. En primer lugar, el libro de Francisco Márquez Villanueva, El problema morisco (desde otras laderas) (San Lorenzo del Escorial, Libertarias/Prodhufi, 1999) con el que Vincent es muy crítico. Márquez es un catedrático de literatura de la Universidad de Harvard, donde ha desarrollado toda su trayectoria profesional con destacadas aportaciones sobre Cervantes y sobre La Celestina, y más recientemente, sobre el mito de Santiago. Su libro sobre los moriscos se basa en fuentes literarias y es un texto muy bellamente escrito, sugerente y de gran finura intelectual. Para Márquez, quienes estudiamos a los moriscos padecemos un «envenenamiento de las fuentes» al hacer uso prioritario del material producido por la Inquisición, que nos da una visión sesgada tanto de los moriscos como de la sociedad en que vivían. Márquez se alza en contra de lo que el llama «mito» del morisco inasimilable, de su pe­li­grosi­dad como quinta columna de los poderes políticos musulmanes cercanos (al «peligro morisco» dedica Vincent una de las contribuciones de su libro), de la animosidad que suscitaban en la sociedad contemporánea y de la aversión que sentían por sus coetá­neos cristianos. Para Márquez, esos mitos se han creado porque sólo se ha atendido a un tipo de fuentes, aquellas precisamente dedicadas a la persecución y a la demonización de los moriscos, y porque son los textos que interesaban a una visión nacionalista y tradicionalista de la historia de España, aquellos que preconizan un Estado nacional católico. Él, por el contrario, contrapone otros textos, así como la «lectura oblicua» o entre líneas de textos que manifiestan una disidencia más o menos soterrada, o proponen medidas más leves en el tratamiento de la minoría morisca, que muestran incluso una comprensión o una empatía, incluidos aquellos que se alzan en contra del mantenimiento de los estatutos de limpieza de sangre. Esos textos llevan a Márquez a la conclusión de que la expulsión podría haberse evitado porque España tenía a las gentes y a las voluntades que podrían haberlo conseguido, logrando así «el país que podría haber sido y no fue». Y es que a mi entender –no necesariamente el de Vincent– el problema del interesantísimo libro de Márquez, tanto su problema como uno de sus atractivos, es que el autor habla con voz propia y desde su propia experiencia personal de transterrado, lo que le produce una especial empatía, no sólo con los moriscos, víctimas del poder religioso y político, sino con las voces tácita, discretamente disidentes o «filomoriscas».

A pesar de ese problema, o más bien por encima de él, el libro de Márquez contiene capítulos interesantísimos, como el dedicado al morisco granadino, médico e intérprete llamado Miguel de Luna, que gustaba de calificarse a sí mismo como «cristiano arábigo», o el dedicado al patriarca Ribera, el obispo valenciano promotor de la expulsión. En mi opinión, el de Márquez es un libro importante y que merece ser leído, aunque las críticas que le hace Vincent son acertadas: enseguida volveré sobre alguna de ellas. Otra cosa son las que escribió Álvaro Galmés de Fuentes, uno de los más destacados estudiosos y editores de textos aljamiados, en su libro Los moriscos (desde su misma orilla) (Madrid, Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, 1993) que Vincent discute también. Para Galmés, los moriscos eran, del primero al último, irreductiblemente musulmanes e inasimilables. No podrían haber sido nunca asimilados. Se trataba de una población plenamente musulmana y totalmente identificada con las sociedades musulmanas a las que sentía pertenecer. Es ésta también la visión, más reciente, de otro aljamiadista eximio, Leonard Patrick Harvey, expuesta en su libro Muslims in Spain, 1500 to 1614 (Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 2005). Vincent es más severo con Márquez que con Galmés, quizá porque el libro del segundo es menos importante, puesto que fue planteado como una «contestación» al primero. Curiosamente, tanto Galmés como Harvey (el libro de éste no aparece mencionado en el artículo de Vincent porque su aparición es posterior) coinciden casi plenamente, desde una profunda simpatía por los moriscos –una simpatía casi «romántica» ante su irreductibilidad– con los argumentos de aquellos que apoyaron la medida de la expulsión y de los historiadores que la reivindicaron como necesaria y apropiada para la defensa de la fe y de la unidad nacional en la historiografía del siglo XIX.

En la crítica que Vincent plantea a la utilización que hace Márquez de fuentes literarias españolas, pone un gran cuidado en evitar que su posición crítica pueda acercarle a la de Serafín Fanjul (La quimera de al-Andalus, Madrid, Siglo XXI, 2003). Fanjul, como Márquez, se vale también de modo preferente de la literatura del Siglo de Oro, pero en su caso para demostrar el profundo rechazo causado por los moriscos, un rechazo que, podríamos decir, a ojos de Fanjul resulta plenamente merecido. Los moriscos nos odiaban a nosotros, los españoles. Porque, al igual que los escritores nacionalistas del XIX, Fanjul se plantea la pregunta de si los moriscos eran o no españoles. La respuesta de Fanjul es no, y la consecuencia, la medida que se tomó de expulsión. La pregunta de Fanjul no es en absoluto pertinente porque no responde a los términos en que pensaban los castellanos, aragoneses, valencianos, cristianos viejos y vasallos de «Su Magestad Católica» que vivieron en los siglos altomodernos. Entonces se trataba de un problema formulado teológicamente y que tenía que ver, por un lado, con la obsesión por la herejía como mácula deshonrante y, por otro, con la idea de la transmisión genealógica de la culpa. Tanto en cuanto a moriscos como en cuanto a judeoconversos, se trataba de evitar la mácula hereditaria de la herejía y de la apostasía que se producía cuando individuos bautizados realizaban prácticas judías o musulmanas, mácula que a su vez impedía el acceso a la honra y a los privilegios. La existencia de los estatutos de limpieza de sangre deja, en mi opinión, fuera de juego la noción de asimilación. A menos que uno consiguiera disimularse y borrar sus orígenes, a menos que uno se situara totalmente al margen de la honra y los beneficios que reportaba gozar de ella.

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El problema morisco constituye un buen banco de pruebas para el estudio de la importancia de lo religioso en la formación de identidades, así como de los recursos movilizados por la Iglesia católica para hacerse con el control del espacio social y político. Pero, ¿qué prácticas judías o musulmanas realizaban los conversos? Esta pregunta tiene que ver con el «envenenamiento de fuentes» que señala Márquez: es decir, al crédito que puede darse y, por tanto, al uso que puede hacerse de los procesos de Inquisición. Es uno de los puntos de Márquez que más molesta a Vincent. Los historiadores, dice Vincent, tenemos desde hace tiempo instrumentos de análisis que nos permiten valernos de todo tipo de fuentes, y casi todas comportan su grado de sesgo, de «veneno», que el historiador sabe percibir y analizar. No es ésta, en mi opinión y en lo que respecta a los procesos inquisitoriales, cuestión baladí ni que pueda pasarse fácilmente por alto.

Los estudiosos de los judeoconversos o «marranos» han prestado a la reflexión sobre las características de la documentación inquisitorial una atención mucho más profunda que quienes trabajan sobre moriscos. Las posiciones que han adoptado al respecto diversos historiadores han dividido su campo de estudio. Como inciso señalo que muy pocos historiadores se han dedicado a los moriscos y a los judeoconversos simultáneamente (con las brillantes excepciones de Julio Caro Baroja, Antonio Domínguez Ortiz y el propio Fancisco Márquez Villanueva), lo que ha hecho que lo discutido por los unos raramente se refleje en los otros. Pues bien, volviendo a la Inquisición: un buen sector de historiadores del judaísmo, encabezados por Benzion Netanyahu como ejemplo extremo, mantiene que los procesos de Inquisición son una farsa, son ficticios, que no existieron los criptojudíos o marranos. Que los judeoconversos eran cristianos y que no eran perseguidos por la Inquisición por su pretendi­do judaísmo, sino por antisemitismo, y que este antisemitismo era aprovechado por diversas instancias que rivalizaban por el poder local o económico. Se trataba, pues, de un precedente de la actuación del nazismo. Basa su propuesta en el esquematismo de los interrogatorios inquisitoriales, en que siempre, uno tras otro, se acuse a los reos de los mismos delitos formulados exactamente de igual modo, como si de una plantilla se tratase, en la falta de conocimientos religiosos de esos mismos reos. Se basa, sobre todo, en las fuentes de las comunidades judías de la diáspora hispánica que niegan la pertenencia al judaísmo de los judeoconversos. Las posiciones de Benzion Netanyahu son compartidas en diverso grado por otros historiadores (como Ángel Alcalá), pero incluso quienes no las comparten, o sólo las comparten parcialmente, como Jaime Contreras, no pueden –no podemos– enfrentarnos al material inquisitorial con la aceptación con que se hacía ­antes.

No comparto las posiciones de Netanyahu: como en el caso morisco, creo que hubo criptojudíos y judeoconversos que ansiaban seguir siendo judíos, aunque no supieran muy bien cómo, además de conversos convencidos o que acabaron siendo buenos cristianos por su deseo de integración en la sociedad mayoritaria. Pero nadie que haya leído una cierta cantidad de procesos de Inquisición puede evitar tomarse en serio las objeciones planteadas: las acusaciones son siempre las mismas, los interrogatorios inducen las respuestas, los jueces parten de la culpabilidad del reo y las negativas de los acusados sólo pueden ser tomadas como pertinacia en la herejía, se utiliza la tortura… Otros estudiosos de los judeoconversos han sugerido que precisamente el esquematismo de los interrogatorios inquisitoriales, siempre fijados en unas mismas prácticas, proporcionaba a los judaizantes los ingredientes, los contornos de qué significaba ser judío, de qué es lo que había que hacer para ser considerado como tal, del mismo modo que las obras cristianas que incluían una polémica religiosa antiislámica o antijudía fueron para muchos conversos una fuente primordial de conocimiento de las religiones de sus abuelos cuando ya no quedaba posibilidad de leer los textos de la religión o acudir a sus autoridades religiosas. Eran las únicas fuentes que quedaban para saber cómo ser judío o musulmán.

¿Qué uso dar, entonces, a los procesos de Inquisición? ¿Hasta qué punto darles crédito? Yo creo que, sobre todo, podemos fijarnos en lo que se sale de lo ordinario, en los momentos en que el acusado expresa su propio sentimiento que escapa a los esquemas habituales y éste es transcrito de manera más o menos fiel. Es lo que hizo Carlo Ginzburg con su famoso molinero. Son también significativos los momentos en que el reo traza sectores de su trayectoria vital o en los que explica quiénes cree que son sus enemigos, punto importante en todo proceso, puesto que éstos solían producirse a partir de delaciones anónimas (es decir, que una vez frente al tribunal, el acusado no sabía de qué se le acusaba ni quién le había delatado). En estos casos, el inquisidor muestra, en ocasiones, lo que Caro Baroja llamó «curiosidad de antropólogo», abandonando el esquema de interrogatorio habitual. Particularmente expresivas, de manera análoga, son las dudas espirituales y las corrientes, tan ricas, mesiánicas o místicas, que se producen tanto en la minoría judeoconversa como en la morisca. Una gran variedad de creencias en la llegada de un mesías, que vendrá a liberar a su pueblo escogido (sea judío, sea musulmán) y a acabar con los cristianos, se manifiesta en los procesos inquisitoriales de ambas minorías; un gran deseo de liberación y de revancha producidos por una constante situación de frustración y miedo. Es en estas brechas donde se expresan más claramente las huellas del crip­to­ju­daís­mo o del criptoislamismo, y donde se percibe más claramente la enorme diversidad que caracterizaba los judaizantes e islamizantes. Tanto los estudios de Israel Salvador Revah como de Julio Caro Baroja, o de Louis Cardaillac, por ejemplo, han puesto de manifiesto una amplia proporción de escépticos entre los conversos, así como de aquellos que se muestran favorables a las dos religiones (sea ju­daís­mo y cristianismo, sea cristianismo e islam) o a las tres, o las rechazan todas en un mismo movimiento.

Existe un delito tipificado y perseguido expresamente por la Inquisición, que consiste en afirmar «que cada cual se salva en su ley». Y otro aún peor, puesto que niega la inmortalidad del alma, que consiste en afirmar «que no hay sino nacer y morir» o «nacer y morir como bestias». La presión de la religión mayoritaria, el obligado secreto y disimulo (incluso entre los que practican el catolicismo), conduce a diversos estados, en reflexión más o menos elaborada, de escepticismo e incredulidad. Las elecciones espirituales de los conversos tienen que ver además con las relaciones sociales y económicas establecidas con los cristianos viejos, algo que a menudo queda bien patente en las páginas de los procesos inquisitoriales. Las adhesiones son, por último, variables en el curso de la vida de un individuo: los hay que adoptan una tibieza o neutralidad religiosa, al tiempo que conservan lazos con la comunidad; otros eligen la ruptura total y la integración en la sociedad cristiano-vieja, pero pueden, en ciertos aspectos, guardar un sentimiento de pertenencia a su comunidad de origen o una empatía con la situación en que se encuentran. En el seno de una misma familia, las actitudes pueden ser tan variadas como conflictivas y conducen a veces a la ruptura de los lazos de solidaridad. Existe, pues, una variedad de opciones constatada no sólo en el interior de un grupo, sino de una misma familia y de un mismo individuo a lo largo de su vida. Estas diferencias se manifiestan sobre todo después de la expulsión o entre los judeoconversos que escapan de la Península para ir a unirse a comunidades judías de la diáspora.

Merecen también crédito los procesos cuando recogen prácticas o creen­cias religiosas que los acusados creen que son islámicas o judaicas y no lo son si nos remitimos a la religión normativa. Entre éstas, ayunos excesivos y constantes tanto en los procesos de judaizantes como de moriscos. En general, los procesos de ambos grupos recogen una gran diversidad de prácticas rituales (como digo, algunas no normativas) que tienen que ver con la purificación y con la limpieza ritual, como prácticas alimentarias, higiénicas, ayunos, baños y lavados rituales, cambios de ropa limpia en el viernes y el sábado, respectivamente. Se percibe una gran angustia por evitar la contaminación que supone vivir inmerso en una sociedad cristiana y fingiéndose tal. Los conversos son conscientes de portar la mácula de su existencia cristiana y están marcados por la culpa que provoca su conversión obligada.

Me parece que los procesos de la Inquisición reflejan, a su pesar (a pesar de los inquisidores), que tanto la religión de los judaizantes como la de los moriscos tienen ingredientes de sincretismo o, al menos, reflejan dos mundos que han producido toda una cultura. Una cultura y una religión que no deben considerarse en función de sus carencias, sus desconocimientos y sus contradicciones, sino más bien como una construcción original que ha establecido sus propios referentes, ellos mismos, a su vez, variables según el contexto espaciotemporal. Cada grupo, cada clan familiar, cada individuo, construyen su propia religión, construcción favorecida por la ausencia de textos y, por tanto, de contenido doctrinal fijado y establecido. Las dos obras moriscas que reseño a continuación apoyan esta propuesta.
 

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Entre estas dos obras moriscas se extiende todo un siglo. La Tafsira o Tratado del Mancebo de Arévalo fue escrita en aljamía a comienzos del siglo XVI. El Tratado de los dos caminos fue redactado, en castellano y en grafía castellana, un siglo más tarde, en Túnez, por un morisco expulsado. Es éste un primer dato notable y que no es excepcional (casi toda la literatura morisca escrita en el norte de África, y en especial en Túnez, está escrita en español y con grafía latina): muestra, a mi entender, que los moriscos deseaban mantener secreta su literatura, fuera del alcance de la sociedad englobante, tanto en tierras cristianas como musulmanas. Ambas obras reseñadas eran ya bien conocidas pero se editan ahora en su integridad por primera vez: son páginas profundamente personales, anónimas, que reflejan una trayectoria vital y un peregrinaje cultural e intelectual. Ambas dan testimonio de un mundo que se acaba: el Mancebo de Arévalo se reúne con ancianos que aún vivieron en el antiguo reino islámico de Granada y con aragoneses musulmanes que habían vivido los tiempos del mudejarismo. El segundo autor escribe en Túnez cuando se acaba el mundo morisco, es decir, cuando los hijos de los exiliados se integran en la sociedad tunecina y olvidan el país y la lengua de sus padres. Ambas son obras de una extraordinaria riqueza al tiempo que un punto enigmáticas, crípticas, a la vez un itinerario espiritual y un compendio de conocimientos que desea transmitirse a los que vienen detrás y que pertenecerán, ya indefectiblemente, a un mundo nuevo.

Comencemos por la primera: un joven morisco de Arévalo accede a la petición de unos congéneres de recoger en un texto los fundamentos de la fe y de los ritos del islam, que la mayor parte desconoce o conoce mal. Los moriscos temen que esos textos y sus dictados, fundamentales para llevar una vida de buen musulmán, se pierdan y consideran que el joven, instruido, es un buen candidato a realizar la tarea. El mancebo emprende con ese fin un viaje por la Península recogiendo el saber de los viejos moriscos –en Zaragoza, por ejemplo–, o entrevistando a supervivientes de la conquista de Granada, leyendo en sus bibliotecas clandestinas libros y manuscritos redactados tanto en árabe como en aljamiado. El mancebo relata su viaje dentro de la conocida tradición islámica de «viajar en busca de la ciencia» visitando maestros y describiendo a aquellas personas con las que se entrevista y de las que aprende, así como las relaciones que establece con ellas. Y, así, aparecen en sus páginas la maga y partera Nozeita Calderán, que vive en un pueblo de Cuenca, o el granadino Yuse Banegas, con quien permanece dos meses en Granada dedicado a leer ante él textos en árabe para que el anciano morisco le corrija. En Granada conoce también a una anciana asceta y mística, llamada la Mora de Úbeda, que vivía a las afueras de la Puerta de Elvira, y a quien los moriscos acudían en busca de ayuda y consuelo. Yuse Banegas, su maestro más exigente y con el que pertenece más tiempo, le dice: «Hijo, yo no lloro el pasado, pues a ello no hay retorno, pero lloro lo que tu verás si tienes vida y te quedas en esta tierra […] Todo será crudeza y amargura […] serán los musulmanes como los cristianos, ni rehusarán sus vestidos ni esquivarán sus manjares. Quiera Su Bondad que esquiven sus obras y que no sigan la religión [católica] en sus corazones».

Pero el Tratado del Mancebo de Arévalo no es sólo fascinante por su itinerario, su aprendizaje y por ser un compendio de consejos y normas. Lo es, sobre todo, por sus enigmáticos mensajes espirituales islámicos y lo que éstos reflejan de la propia espiritualidad del autor. En el excelente estudio introductorio, la editora del texto, María Teresa Narváez, demuestra que el Mancebo hace un uso extenso de la Imitatio Christi de Tomás de Kempis y que inserta en su texto parte del prólogo de La Celestina de Fernando de Rojas. Resuenan desde el texto morisco las palabras de Petrarca que Rojas traduce y hace suyas, y que citan a su vez a Heráclito. Recordemos que Stephen Gilman proponía que la condición de converso de Fernando de Rojas era un factor determinante para explicar la actitud agobiada y angustiada del hombre ante un universo carente de sentido que se trasluce en las páginas de La Celestina. Una de las sugerencias más interesantes acerca del Mancebo proviene de los estudios de la profesora María Jesús Rubiera, que mantiene que el joven morisco debió de ser un judeoconverso. La editora de este volumen no está de acuerdo, pero es de señalar que el Mancebo recurre en su relato a frecuentes encuentros con judíos y a la cita de libros y fuentes judías, además de su manejo de ciertos términos propios de los escritos de judíos y judaizantes, tales como «Adonai» o «Dio» para Dios: Dio, en singular, puesto que para judíos y musulmanes no existe sino un solo Dios y no una Trinidad. Al-Andalus, el paraíso perdido, es para el Mancebo una «nueva Israel» caída por los pecados de sus habitantes. Narváez mantiene que el conocimiento del Mancebo de textos judíos y sus visitas a judíos que le permiten el acceso a su casa y a sus libros escondidos constituye una muestra tanto de la amplia curiosidad intelectual y espiritual del autor como de la solidaridad existente entre ambas minorías. Es posible, pero también lo es –y existen casos documentados y abundantes– el caso de judíos convertidos al islam. El del Mancebo es, en fin, un texto fascinante. Ojalá que la editorial Trotta publique pronto una segunda edición con el texto modernizado ortográficamente, no en transcripción de la grafía árabe como está ahora, lo cual es muy interesante filológicamente pero dificulta la lectura.

La segunda de las obras moriscas aquí reseñadas consiste en la edición completa de otro famoso manuscrito, el Ms. S2 de la colección Gayangos conservado en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, aquél que fue objeto de un estudio pionero por parte de Jaime Oliver Asín en «Un morisco de Túnez, admirador de Lope» (publicado en el primer volumen de la revista Al-Andalus en el año 1933 y luego reeditado traducido al francés por Miguel de Epalza y Ramón Petit en un libro también pionero, Recueil d’études sur les moriscos andalous en Tunisie, Madrid, Dirección General de Relaciones Culturales, 1973), un artículo que abría el camino del estudio de la producción literaria en español de los moriscos refugiados en Túnez, camino por el que se ha avanzado considerablemente desde entonces.

El manuscrito es anónimo y acéfalo. La obra fue compuesta por un morisco de los expulsados en 1609 y no debió de ser redactada antes de 1630 ni después de 1650. Se trata de una obra compleja y miscelánea, en cierto modo un tratado de liturgia moral y religiosa, con elementos que muestran un espíritu y unas fuentes plenamente islámicas. En medio de esta miscelánea se encuentra una novela cuya elaboración y cuyas fuentes pertenecen totalmente a la literatura española de la época y que está salpicada de versos de Lope de Vega y de Garcilaso, entre otros, que utiliza el argumento de uno de los Sueños de Quevedo, que hace referencia a imágenes y simbologías de la pintura española de la época, la cual, sin duda, conocía y le gustaba. Versos a menudo mal copiados porque probablemente estaban guardados sólo en la memoria. Esta novela, que Oliver Asín tituló El arrepentimiento del desdichado, una suerte de novela ejemplar, está en consonancia con lo que es en realidad el hilo que estructura la obra y que, como bien señala Luce López Baralt en el excelente estudio introductorio, no es tanto el arrepentimiento como mostrar los dos caminos que puede seguir el hombre: el camino errado aunque deleitable y el camino aparentemente adusto y lleno de abrojos que conduce a la salvación: de ahí el título con que aparece la edición aquí reseñada. La novela termina abriendo paso a la parte didáctica, es decir, a las normas y regulaciones que el creyente debe seguir en materia de matrimonio (incluidas las relaciones sexuales y consejos explícitos para conseguir la satisfacción de la esposa a la que ésta tiene derecho), de ablución ritual, oración, ayuno, etc., para seguir el camino recto. Toda la obra está salpicada de apólogos, a modo de ejemplos, alguno de ellos muy bellos, como es propio de la literatura didáctica y moral desde la Edad Media. En ellos, el hombre bueno es el desprendido, el que actúa con total candor, poniendo su vida y la de los suyos en las manos de Dios; el mal no es sino el apetito del mundo en todas sus formas. Así como el autor nunca cita sus fuentes castellanas (nunca se mencionan los nombres de Lope, Garcilaso o Quevedo), sí recoge algunas de las islámicas, como al-Gazali, qadi Iyad, Ibn Rushd, Ahmad Zarruq, al que sigue paso a paso en su tratado del matrimonio. Las fuentes de inspiración incluyen, desde luego, también la espiritualidad católica.

La obra comienza con unas interesantísimas páginas en las que el autor interpreta la expulsión en clave providencialista, como una liberación que Dios concede a su pueblo amado (Felipe III es el faraón que pone fin al cautiverio en Egipto) y en las que describe su llegada a Túnez y la buena acogida de la que fueron objeto los moriscos por parte de las autoridades políticas y religiosas de la Regencia Turca de Túnez, además de especificar su intención al escribir la obra cuando ya han pasado varias décadas desde su llegada a la nueva tierra: hacer un legado de todo lo que él sabe, de todo lo que él es, porque él es un ejemplar de un tipo de hombres que ya está desapareciendo, de un mundo al que ya no pertenece nadie. No quiere que se olviden las cosas que él tiene en la memoria, «pues mientras vivían los que venimos, no se olvidaban, pero ya con el discurso del tiempo que se van acabando, lo refiero para los que han nacido acá lo sepan de mí y de los pocos que quedan». De ahí, también, el carácter misceláneo y al tiempo muy personal, de la obra, donde el autor parece haber querido recoger todo lo que a él le ha parecido importante, significativo, iluminador, instructivo e, incluso (a pesar del carácter moral, crítico e incluso pesimista), placentero. Es un texto, pues, que refleja una autobiografía moral e intelectual.

El estudio preliminar de López Baralt nos habla de la autoría y las diferentes hipótesis que se han propuesto, ninguna convincente o suficientemente probada, del manuscrito y sus otras copias. La obra se sitúa dentro de la literatura morisca en el exilio, de la cual se presenta un documentado y muy útil estado de la cuestión. A mí me ha interesado especialmente, entre otras cuestiones, una que López Baralt plantea, y es la necesidad de leer entre líneas, teniendo en cuenta que el autor procede de una cultura y de un medio en los que era necesario recurrir al secreto, el disimulo, las medias palabras y la autocensura. Y muestra cómo lo hace el autor anónimo en sus críticas veladas al país de acogida, o cómo introduce aquello que le gustaba (por ejemplo, la poesía) del país y de la lengua de los que proviene. En el caso del morisco anónimo, como nos muestra López Baralt, se manifiesta también su obsesión por la honra, por la apariencia, por el pundonor de la pureza de sangre.
 

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La obsesión por la honra, por el linaje, fueron también características destacadas de los judaizantes huidos de la Península a lo largo del siglo XVII, así como la afición por la comedia y por la poesía. Resulta sumamente interesante comparar la literatura de los moriscos en el exilio con la literatura castellana de los judeoconversos, los «judíos nuevos» de Amsterdam. Podemos tomar el ejemplo de tres autores nacidos en Andalucía (hay varios estudiosos que mantienen que el autor anónimo del S2 era andaluz): Orobio de Castro, Juan de Prado y Miguel de Barrios, médicos los dos primeros, que habían estudiado medicina en Osuna y en Alcalá antes de exiliarse. En Holanda escribieron una abundante obra literaria en castellano, en parte de apologética y de polémica religiosa, pero también literaria: Miguel (luego David Levi) de Barrios es autor de una Flor de Apolo y Coro de las Musas; Orobio de Castro y Barrios fundaron una academia literaria, al uso de las que exis­tían entonces en Andalucía, donde se hacían justas poéticas, llamada la Academia de los Floridos; y el propio Orobio fundó en Amsterdam en 1667, junto a su cuñado Samuel Rosa, una compañía teatral. El caso de los ju­deo­con­ver­sos (al cristianismo primero, al judaísmo después) se diferencia del caso morisco en que emigraron a un medio más estimulante intelectualmente para sus propias preocupaciones, y en que tenían una educación universitaria, al menos en los casos mencionados. Te­nían también cerca, en Bruselas, nobles españoles que gustaban de patrocinar algunas de sus actividades literarias. Pero si, a diferencia de los moriscos, escribían en latín además de en castellano, al igual que los moriscos estaban imbuidos de la cultura hispana del Barroco, incluida su espiritualidad católica, y dominaban los instrumentos intelectuales de la España de la época.

Especialmente interesante es el caso de Juan de Prado, a quien Natalia Muchnik ha dedicado recientemente un libro magnífico (Une vie marrane. Les pérégrinations de Juan de Prado dans l’Europe du XVII siècle, París, Honoré Champion, 2005). Es un libro (prologado, por cierto, por Bernard Vincent, quien une a sus muchos méritos el ser un distinguido director de tesis doctorales) que merece una traducción al español que debería materializarse cuanto antes. Prado, hijo de unos conversos originarios de Portugal, donde él mismo nació en torno a 1612, se crió en Andalucía e hizo estudios de medicina y teología en la Universidad de Alcalá de Henares, donde fue condiscípulo y amigo de Orobio de Castro. Ejerció la medicina viviendo en Andalucía (en Antequera, en Lopera, en Sevilla), donde tuvo un primer encuentro con la Inquisición, acusado, entre otras cosas, de mantener que «cada uno se salva en su ley, sea cristiano, moro o judío». Y es que Prado, como otros compañeros suyos de universidad, era «deísta», es decir, partidario de la doctrina según la cual la razón puede acceder al conocimiento de Dios, pero no puede determinar sus atributos. Con la amenaza de la Inquisición pendiente sobre sí y sobre su familia, Prado se unió a su paciente y protector, el arzobispo de Sevilla, Domingo Pimentel, que viajaba a Roma. Tras la muerte del arzobispo, se trasladó a Ham­burgo, donde se convirtió al judaísmo antes de instalarse en Amsterdam, donde siguió dedicado a la medicina, a la poesía, y donde tuvo relaciones muy conflictivas con la comunidad judía. Su antiguo amigo y compañero Orobio de Castro, para entonces también huido de la Península y regresado al judaísmo en Amsterdam, polemizó con él desde el judaísmo normativo. Fue expulsado de la comunidad y estigmatizado por ésta al tiempo que Spinoza, pero Prado, al contrario que su joven amigo, pidió perdón y solicitó volver a ser incluido en ella. Con Spinoza mantuvo intensos intercambios intelectuales. En 1660, Prado abandona Amsterdam para instalarse en Amberes, donde se acerca de nuevo al catolicismo y donde muestra su deseo de reconversión y de regreso a España. Un noble español estaba haciendo de intermediario con la Inquisición para que fuera admitido a reconciliación cuando Prado murió accidentalmente. Muchnik nos muestra que no es el de Prado un caso aislado ni extremo, sino representativo. No un adepto a la ambigüedad ni al juego doble, sino un espíritu asaltado por la duda en su búsqueda incansable de la verdad. Un caso ilustrativo de lo que era el laboratorio, el hervidero ibérico, en el siglo XVII. Por último, y en la visión presentada por Muchnik, Prado, además de haber intentado a lo largo de toda su existencia comprender la relación del hombre con Dios a través de la razón, postula en realidad un judaísmo cultural e identitario más que un judaísmo religioso. Una propuesta interesante que debe ser tenida en cuenta para la relectura de diversos textos moriscos.

 

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