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El problema catalán en la crisis del Estado autonómico

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I. Ciclotimia compulsiva

Es difícil sustraerse a la idea de que la crisis en que se encuentra sumida España se manifiesta de forma inexorable en su organización territorial, aunque seamos remisos a aceptar que hayamos podido pasar en poco tiempo del éxtasis a la sima de la depresión. The Economist, en un informe especial de 2008 sobre la España autonómica, junto a denuncias sobre los despilfarros de las duplicidades administrativas o los gastos en delegaciones en el extranjero o algún extravío en la políticas lingüísticas nacionalistas, apuntaba como logros de la descentralización española el corto tiempo –comparado con alguna experiencia como la italiana– en que se había llevado a efecto; el hecho de que no hubiera dado lugar a un aumento de las diferencias territoriales; y, sobre todo, el activo de su aceptación política, atribuida fundamentalmente al hecho de que las Comunidades Autónomas corrían a cargo de las prestaciones que los ciudadanos identifican con el Estado social. Hoy, en cambio, es común entre nosotros la crítica acerba al modelo de organización territorial, tan cuestionado, si no más, que otros aspectos de la vida institucional y política española. El caso es que el Estado autonómico se encuentra sometido a fuertes presiones involucionistas o disgregacionistas, ya se piense en la recuperación de la centralización o, por el contrario, en pura y simplemente su implosión, pasando o no por una fase intermedia, claramente de transición, como sería la fórmula de la confederación.

En un escenario de crisis como el actual, conviene estudiar con detenimiento las propuestas que se hacen para su superación.

II. La rectificación centralista del Estado Autonómico

En primer lugar, habría que hablar de quienes abiertamente o, con más frecuencia, de modo solapado, abogan por una rectificación centralista, de modo que nuestra forma política recupere un cierto nivel de descentralización administrativa y que el Estado recupere sus competencias nacionales, especialmente en algunas materias como educación y sanidad. Quienes adoptan esta postura pueden pertenecer al centro conservador; pero tampoco son de despreciar los apoyos que a veces prestan, aunque desde la orilla opuesta, los nacionalistas, denunciando lo que despectivamente llaman el «café para todos». Los argumentos que utilizan los primeros son el de la igualdad y la eficiencia que un Estado recentralizado podría ofrecer ventajosamente respecto del Estado autonómico.

Sobre esta propuesta haría tres consideraciones y una reflexión final de tipo constitucional. En primer lugar, creo que ha de hacerse un esfuerzo por aumentar la eficiencia del Estado autonómico, introduciendo para ello en el nivel constitucional y legal las reformas necesarias. No todas tienen que buscar necesariamente acentuar la descentralización; por el contrario, es necesario reforzar, previa clarificación, los instrumentos de dirección de la política económica del Estado. Tampoco hay razón para imponer una equiparación institucional de todas las Comunidades Autónomas, cuya exigencia de homogeneidad se cubre no con la repetición generalizada de las estructuras organizativas, sino con la garantía de la descentralización política en todos los casos. En ese sentido, son de considerar las propuestas de reducción, además del número de miembros de los ejecutivos territoriales, de los diputados autonómicos y, siempre que se evite la proliferación de las dietas por asistencia, las que pretenden limitar la duración de los períodos de sesiones de los Parlamentos autonómicos.

Como segunda consideración, añadiría que, si lo que está buscándose no es una reforma del modelo, sino su rectificación, parece pertinente señalar que, a mi juicio, la identificación entre democracia y autonomía es irreversible y, desde este punto de vista, el límite a la reforma en sentido involucionista viene dado por razones sencillamente democráticas. Desde una perspectiva ya no constitucional, sino simplemente política, y admitido el carácter dinámico de nuestro Estado, no tiene mucho sentido pensar en volver a la fase inicial del desarrollo autonómico, cuando, antes de las reformas de los años noventa del pasado siglo, se distinguía entre dos tipos de autonomías: las del artículo 151 de la Constitución –las llamadas históricas y equiparadas– y las demás del artículo 143.

Desde un punto de vista técnico, señalo, por último, que la devolución competencial no puede llevarse a cabo sino a través de las correspondientes reformas estatutarias, o de una reforma constitucional que tuviera un significado derogatorio para los Estatutos. La simplificación institucional de las Comunidades Autónomas podría topar con la previsión en los textos estatutarios de determinados desarrollos al respecto. Lo que se propondría es interpretar las cláusulas institucionales estatutarias como habilitantes, pero no como obligatorias. Hay ya en la propia Constitución determinadas estipulaciones fijadas ad cautelam, cláusulas durmientes, si queremos llamarlas así, pero que no demandan necesariamente su realización, a pesar de su previsión. Es el caso de la incorporación de Navarra al País Vasco según la disposición transitoria cuarta, o el Consejo de Planificación previsto en el artículo 131, que no se ha llevado a efecto como tal. Otro tanto podría ocurrir con determinadas instituciones previstas en los Estatutos sobre ciertos organismos o figuras públicas, como defensores del pueblo, consejos consultivos, organismos de radiodifusión, etc.

Concluiría mis observaciones sobre las propuestas de involución insistiendo en que, si la reforma se propusiera una rectificación de la organización territorial, cualitativa en el sentido de la recuperación del carácter centralista del sistema, afectaría al principio democrático. A nuestro juicio, es tan fuerte la identificación entre descentralización y democracia que una desustanciación del modelo autonómico, que desde luego no se produce por la mera recuperación de algunas competencias por parte del Estado central, tendría una significación antidemocrática que carece de base constitucional alguna para llevarse a cabo.

III. La opción disgregacionista

1) Confederación y autodeterminación

La segunda opción, que hemos calificado de disgregacionista, apunta a la reforma de nuestra organización territorial en un sentido confederal. Esta alternativa, hay que señalarlo claramente, no se presenta en el plano de la teoría constitucional como una mera posibilidad sino, sobre todo, en el plano político como una respuesta, necesariamente provisional, a determinadas demandas de independencia. En realidad, estaríamos hablando antes de nada de los planteamientos autodeterministas reclamados por el soberanismo catalán.

Conviene señalar que, a mi juicio, los argumentos que podrían oponerse a la transformación de nuestro Estado autonómico en un Estado confederal son de tipo político, pero no propiamente constitucionales. Esto es, no creo que haya un límite democrático al reconocimiento de la residencia de la soberanía en un titular plural, sacando las consecuencias institucionales que se deriven y trasformando nuestro Estado compuesto en un compuesto de Estados, impidiendo la eficacia directa de las decisiones o normas de la Confederación y estableciendo, en suma, una estructura política sumamente débil y, por ello, seguramente transitoria, como han sido todas las confederaciones históricamente existentes. Se trataría de una forma política rara o, si se quiere, extravagante, pero no necesariamente aberrante o contraria a la naturaleza de las cosas. Sobre todo si se pensase en instituir una Confederación no plena, o en transición, que asumiese, aunque fuese sólo temporalmente, determinados rasgos del tipo puro de la Confederación.

Pero, como ya ha quedado señalado, las tensiones disgregacionistas se presentan hoy de modo especialmente agudo en el caso catalán, de modo que lo que propondré serán algunas consideraciones desde una perspectiva eminentemente constitucional para tratar de abordar esta cuestión. Comencemos afirmando la habilidad del nacionalismo en el terreno del lenguaje, consiguiendo una doble hazaña, a saber: en primer lugar, introducir el lenguaje de los derechos al hablar de la secesión, cuando la autodeterminación no es un derecho ni desde el punto de vista jurídico ni desde el punto de vista moral. Debe quedar reducida, en cambio, a lo que verdaderamente, es: la demanda esencial del nacionalismo, defendible, sí, pero sin ventaja, en términos de lógica y justicia, sobre las demás pretensiones. La aceptación de la autodeterminación como derecho parece dar por sentado el fondo de la pretensión, de modo que sólo restaría por discutir el medio: el cómo en vez del porqué. La cuestión, pues, no es la denuncia del nacionalismo –su irracionalismo o insolidaridad, por ejemplo, o su debilidad plebiscitaria en este caso–, sino la forma de llevar a cabo la separación, su regulación: eso sí, para que no se produzca.

2) La identificación del derecho a decidir con el autogobierno y no con la autodeterminación

El segundo logro nacionalista tiene que ver con la identificación de la autodeterminación con el autogobierno y la democracia, que se consigue cuando la autodeterminación se equipara con el derecho a decidir, que no es otra cosa que su sucedáneo. Este logro es verdaderamente magnífico y sus efectos mistificadores han llegado efectivamente, como hemos de ver, hasta el propio Tribunal Constitucional, cuando, en su sentencia del pasado 25 de marzo, matiza anteriores y claros pronunciamientos al respecto. Para nosotros, en cambio, desde el punto de vista de la teoría constitucional, la autodeterminación ha de entenderse como la decisión soberana en un acto sobre la propia forma política de una comunidad territorial, en el que se manifiesta su voluntad de separarse o continuar en el Estado: en los mismos términos que hasta ahora, o en otros diferentes.

3) El óbice constitucional a las diversas variedades de ejercicio del derecho de autodeterminación

Es muy fácil mostrar que en nuestro marco constitucional no cabe ni el ejercicio franco de la autodeterminación como derecho (a lo que se opondría la residencia explícita de la soberanía en el conjunto del pueblo español, cuya unidad nacional se proclama asimismo en los artículos 1 y 2 de la Constitución), ni su ejercicio simulado, admitiendo que es posible un referéndum territorial consultivo en relación con esta cuestión valiéndose del artículo 92 de la Constitución. La imposibilidad de celebrar un referéndum de autodeterminación parece aceptarla todo el mundo; existen, en cambio, más dudas sobre el óbice constitucional a la segunda posibilidad. En efecto, vistas las dificultades para la aceptación franca de la autodeterminación en términos constitucionales, algunas voces han sugerido que, alternativamente, podría constatarse la voluntad secesionista en un referéndum consultivo utilizando la vía del artículo 92. Sin embargo, a mi juicio, este referéndum no tiene cobertura constitucional y, en realidad, con su celebración se incurriría en un caso de elusión constitucional.

Los partidarios de la fórmula del referéndum consultivo aducen en defensa de su tesis que tal consulta no se encuentra prohibida y que podría conseguirse su instauración por medio de su introducción en la Ley de Modalidades de Referéndum, bajo la cobertura del artículo 9.2 de la Constitución: «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». Desde un punto de vista técnico, parecen argumentos insuficientes, aunque sin duda bienintencionados y urdidos con notable ingenio. Señalemos, en efecto, que la previsión constitucional se refiere exclusivamente a un referéndum consultivo de todos los ciudadanos. Así, el artículo 92. 1 reza: «Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos». El carácter normativo de la Constitución en su parte organizatoria, como es el supuesto de los institutos de participación, impone sin duda la regla de la interpretación inclusio unius, exclusio alterius, de manera que lo no previsto está excluido. En efecto, a nadie puede ocurrírsele que la opción del constituyente por la moción de censura constructiva, regulada en el artículo 113, no impide en realidad que el presidente del Gobierno pueda ser removido por una moción con un respaldo inferior al de la mayoría absoluta, o que la reforma del Constitución, además de por el procedimiento del Título X, pudiese llevarse a cabo mediante otros mecanismos, o, en fin, que pudiésemos creer que los derechos fundamentales no se agotan en la referencia del Título I.

Resulta muy difícil, por tanto, sostener que el Estado pueda organizar un referéndum territorial consultivo de acuerdo con nuestra Constitución. Señalemos, de paso, que la indisponibilidad de esta competencia por parte del Estado es lo que determinaba la imposibilidad de que el Gobierno pudiese delegar, por la vía del artículo 150.2, una competencia de la que carece, que era lo que le solicitaba el Parlamento de Cataluña, cuando recientemente éste presentó ante el Congreso de los Diputados una iniciativa en la que pedía la transferencia o delegación de la competencia para convocar una consulta para ejercer el derecho a decidir. Por otro lado, del principio de participación no pueden deducirse nuevas competencias, no previstas en el ordenamiento, sino una obligación que ha de ser observada por todos los poderes públicos, centrales y autonómicos (sentencia del Tribunal Constitucional 119/1995).

4) El referéndum consultivo del artículo 92 como caso de fraude o elusión constitucional

Pero la objeción fundamental contra el referéndum del artículo 92 es que, en realidad, sería decisorio, por lo que en la práctica supondría un fraude o elusión constitucional. Un referéndum sobre la soberanía es, sin duda, un referéndum de soberanía. Pero, ¿qué sentido tiene preguntar sobre una opción que en realidad no es posible? ¿Quién podría oponerse a la decisión popular o qué instancia sería capaz de resolver la contradicción entre el cuerpo electoral que opta por la independencia y el órgano estatal que ignora o contradice lo ya decidido?

De hecho, no hay referéndums consultivos de autodeterminación, aunque la cumplimentación de lo decidido se haga depender de un acuerdo sobre los términos de la separación (el caso de Quebec en Canadá) o quede en manos de una decisión formal, del titular eminente de la soberanía o nudo soberano (el ejemplo de Escocia en el Reino Unido). Pero lo que nadie piensa es que la decisión ya tomada sobre la separación sea reversible, pues hay un mandato democrático en el sentido que las partes han acordado aceptar con carácter previo.

5) El derecho a decidir y la Sentencia del Tribunal Constitucional de 25 de marzo de 2014

La identificación absoluta entre consulta y autodeterminación, desechando por banal la utilización de la expresión «derecho a decidir» para referirse simplemente a la posibilidad de los ciudadanos de adoptar decisiones por vía directa o representativa, esto es, de ejercer el derecho de participación política en los casos previstos en el ordenamiento constitucional, tal y como mantengo en este ensayo, representaba sin duda la posición del Tribunal Constitucional hasta la última sentencia ya referida del pasado 25 de marzo sobre la declaración soberanista del Parlamento catalán. En efecto, en la impecable sentencia sobre el Segundo Plan Ibarretxe, que pretendía convocar un referéndum y autorizaba al Gobierno vasco para presentar un plan de pacificación y un acuerdo sobre las bases de una nueva relación entre el País Vasco y el Estado español, asumiendo un derecho a decidir del pueblo vasco al respecto, se identificaba correctamente derecho a decidir con la autodeterminación o la facultad de «reconsiderar la identidad y unidad del sujeto soberano», lo cual sólo podía ser objeto de consulta popular por vía de un referéndum constitucional. «El respeto a la Constitución –decía el Tribunal anulando la Ley Vasca 9/2008 de convocatoria y regulación de la consulta popular en cuestión– impone que los proyectos de revisión del orden constituido, y especialmente de aquéllos que afectan al fundamento de la identidad del titular único de la soberanía, se sustancien abierta y directamente por la vía que la Constitución ha previsto para esos fines» (sentencia del Tribunal Constitucional 103/2008). En la reciente sentencia no puede obviarse, desde luego, la idea de que cuando el derecho a decidir implique disposición sobre el orden constitucional (como parece ser el caso y se sigue de su instrumentalidad respecto de la afirmación de la condición soberana del pueblo catalán), ha de ejercerse «en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución, pues el respeto a esos procedimientos es, siempre y en todo caso, inexcusable». Esta sentencia reitera, por tanto, la doctrina del Tribunal Constitucional de modo inequívoco, afirmando que el respeto obligado a las normas procedimentales de la Constitución impide redefinir el sujeto constituyente sin una reforma previa de la norma fundamental. Pero es cierto, asimismo, que esta sentencia rompe la necesaria identificación entre derecho a decidir y autodeterminación, y que el derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña se reinterpreta no como una manifestación de soberanía, sino como simple «aspiración política».

Si las posibilidades constitucionales del referéndum territorial quedan arrumbadas porque, en definitiva, el Estado central no podría desprenderse de un poder constituyente del que carece, pues no es en verdad el soberano, las posibilidades de llevar a cabo este referéndum mediante una ley autonómica de referéndums son inexistentes. Naturalmente, un referéndum autonómico no puede referirse a materias ajenas a las competencias autonómicas y ese referéndum, también por imperativo constitucional, debería contar además con la autorización del Estado central para su celebración (artículo 149.32), que, presumiblemente, no sería otorgadaEn este sentido, el dictamen 3/2010 del Consejo de Garantías Estatutarias sobre la Ley Catalana de Consultas Populares, ahora sometido a examen por el Tribunal Constitucional, es impecable.. El Estado central no podría desprenderse, por supuesto, de tal autorización convirtiéndola en objeto de delegación o transferencia, algo que sería imposible desde la lógica constitucional, además de constituir una facultad intransferible o indelegable por su propia naturaleza (artículo 150.2).

IV. La situación del problema catalán: tres premisas

1) Las razones de la independencia, o la levedad como principio de actuación soberanista

En términos constitucionales, los planteamientos soberanistas se encuentran con estos obstáculos que deben valorarse adecuadamente. En ningún caso equivalen a la resistencia a hablar de la separación de Cataluña, impidiendo un verdadero debate sobre las razones de la independencia, y mucho menos a una negativa a aceptar, en su caso, la secesión, si se hiciese constar en términos inequívocos una solicitud explícita reiterada en el tiempo y apoyada por una sustancial mayoría en su territorio. Establezcamos, por tanto, tres premisas sobre la situación del problema catalán.

Analicemos, en primer lugar, las razones de la independencia en relación con la denuncia de la actual situación de Cataluña en el marco de nuestro sistema político y de sus expectativas de alcanzar la independencia. Examinemos las razones que se alegan para la separación, los motivos de la insatisfacción y los exponentes de la incomodidad catalana. Consideremos la autonomía de Cataluña como disposición de instituciones de autogobierno; la participación de Cataluña en la gobernación del Estado; el resultado liquidador de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, que se queda con todas sus competencias y derechos, y cuyo relieve para la coordinación estatal no puede negarse; la adecuación de nuestra ordenación de la financiación autonómica según el Estatuto y de acuerdo con las pretensiones sucesivas de la Generalitat. Difícilmente puede llegarse a la conclusión de que para Cataluña sea razonable la decisión de irse (como cuando, al decir de Albert Otto Hirschman, sucede en las relaciones políticas o personales si uno es tratado de modo desconsiderado porque no se le escucha ni se le deja hacerse oír). Sanford Levinson, en el capítulo dedicado al federalismo de su libro sobre la Constitución estadounidense (Framed. America’s 51 Constitutions and the Crisis of Governance, Nueva York, Oxford University Press, 2012), se ocupa, casi al final, del asunto que ahora nos agobia en alto grado. El apartado en cuestión está dedicado a la (posible) secesión dentro del sistema federal estadounidese. Levinson no parece albergar dudas sobre la imposibilidad, en el plano jurídico, de la demanda de secesión, de modo que, desde este punto de vista, no considera inconstitucional que la Federación tuviera que recurrir a una guerra, como sucedió en la segunda mitad del siglo XIX para impedir la separación de los once Estados del Sur, con un saldo de más de seiscientos mil muertos. Sin embargo, en términos políticos, lo que justificó, si acaso, la guerra no fue la imposición de la Constitución para frustrar el secesionismo, sino la erradicación de la esclavitud.

Sorprende que un jurista tan fino esté dispuesto, en casos límite, a relativizar el peso de la argumentación constitucional, dando la razón a quienes sostienen que no puede imponerse el derecho a costa del desastre. Para ilustrar los casos en que los miembros de la federación pueden abandonarla, Levinson recurre al economista Albert Otto Hirschman y se vale de sus categorías para considerar que la secesión es legítima cuando, en una situación difícil, parece preferible «salir» en vez de permanecer y hablar. Esto es lo que sucede –dice Levinson– cuando, ya se trate de un matrimonio o de un Estado, uno se siente totalmente ignorado, aun cuando formalmente no se le prive de su «voz». Si, dice el constitucionalista, a uno realmente nadie le escucha ni sus quejas se ven respondidas adecuadamente, «¿por qué no puede abandonarse una relación que ya no funciona?». Aunque pueda bromearse poniendo en cuestión la posibilidad de fundar la unión de un Estado, al igual que la de un matrimonio, más que en la rutina del afecto, en lo que Lincoln llamaba la «atracción pasional», a lo que no puede recurrirse es a la fuerza para mantener lo que sólo puede ser una unión consentida.

¿Alguien cree realmente que, en relación con Cataluña, estemos en una situación en que pueda pensarse que ha sido objeto de un trato desconsiderado u ofensivo en nuestra democracia constitucional, esto es, que ha sido discriminada o sometida a ninguneo o marginación? ¿Ha llegado el tiempo de partir, de verdad, para Cataluña? ¿Falta la confianza afectiva para reponer los lazos de la Unión? En la endiablada circunstancia en que nos hallamos, en el lenguaje de Hirschman, ¿es preferible para Cataluña «irse» que permanecer y hacer valer, en la piel de toro, su potente y admirada «voz»?

2) La independencia no puede imponerse sobre la Constitución

Parece, con todo, que la independencia no puede imponerse contra la Constitución que, como hemos visto, no contempla ni el derecho a la autodeterminación ni una consulta territorial sobre la soberanía. Quedaría muy poco de la Constitución si esta fuese violada sin sanción en una decisión tan importante como la secesión, vista desde el punto de vista del territorio separado o del conjunto de la nación. Este atentado anticonstitucional, llevando a cabo una actuación que carece de amparo en la norma fundamental y usurpando al poder constituyente una decisión sobre la misma configuración del soberano, tiene, antes de nada, un significado antidemocrático que no puede obviarse, pues no hay democracia sin Constitución y un golpe contra la Constitución, precisamente contra su base misma –la decisión constitucional sobre el sujeto y el ámbito de la soberanía del Estado–, supone un golpe contra la democracia.

La identificación entre democracia y Constitución no es consecuencia de un fundamentalismo constitucional, de carácter mítico, sino que deriva de las ventajas de someter el proceso político a los cauces propios del Derecho, que aporta previsión, moderación y límites, y libera la vida política de la inseguridad, la imprevisión y la revolución. Pero la Constitución no impone límites materiales o establece ámbitos vedados a la actuación política. Precisamente la ausencia de límites materiales justifica la imposición de límites procedimentales como objetivo irrenunciable de la Constitución, esto es, su pretensión de regular el proceso político de acuerdo con sus prescripciones. ¿Por qué se imponen los límites constitucionales a la actuación de las instituciones públicas? Justamente por la admisión de la licitud de cualquier propósito que pretendan las mismas. Nuestra Constitución no prohíbe la secesión como decisión imposible para ningún órgano del Estado, ya nos refiramos a un poder general, constituyente o no, o territorial, como el Parlamento o el cuerpo electoral de una Comunidad Autónoma; simplemente la impide en tanto no se proceda a la reforma constitucional que la haga posible. La pretensión de la secesión no puede realizarse, no por su condición de iniciativa tenida por descabellada, reaccionaria o mítica, índole que a juicio de muchos tienen los planteamientos independentistas, sino sencillamente porque en estos momentos, en nuestro ordenamiento, no existen instrumentos con los cuales pueda llevarse a cabo, además de chocar frontalmente la independencia de un territorio con prescripciones efectivas de la Constitución, como las que determinan la residencia de la soberanía en el pueblo español o establecen la unidad permanente de la Nación. Como es bien sabido, la Constitución contempla mecanismos de reforma sin límite material alguno, salvado el mantenimiento democrático del Estado, pues un cambio constitucional que negase la condición democrática de la norma fundamental no podría presentarse como revisión de la misma, sino como su destrucción, de modo que desaparecería la continuidad jurídica entre la constitución modificada y el nuevo ordenamiento. Cabría entonces una reforma constitucional que, más allá de la modificación del artículo 92, superase el límite de que hablamos, referente a la indivisibilidad y la residencia unitaria de la soberanía, que podría partir de la iniciativa de una Comunidad Autónoma mediante la presentación de una proposición al respecto o la solicitud de que el Gobierno adopte un proyecto de ley de reforma (artículo 166 en relación con el artículo 87).

3) Habría que reformar la Constitución para hacer posible la independencia

La opción restante, por tanto, es utilizar la vía de la reforma. Podría objetarse que, en estos momentos, las posibilidades de una reforma constitucional que permitiese proceder a la autodeterminación de un territorio del Estado son nulas. Naturalmente, el juego político no puede limitarse al ámbito de lo posible efectivamente: quedarían obturadas así las oportunidades para la utopía o, simplemente, el verdadero cambio. Demorar la secesión al momento en que se cambie la Constitución no sólo permite plantear la opción independentista en términos de mayor reflexión, dando lugar a un debate de mayor amplitud, pues, como es obvio, y así lo ha puesto de manifiesto el dictamen del Tribunal Supremo en el caso de Quebec, la separación no es un asunto exclusivo del territorio que quiere salir, sino también de quienes permanecen en la federación o el Estado común. La autodeterminación tampoco puede presentarse como un derecho absoluto que imponga su realización a toda costa o de modo incondicionado, pues derechos de este tipo no existen en ningún sistema jurídico positivo, sino, en todo caso, en el cielo de la metafísica, al que desgraciadamente no pertenecemos los mortales. La demora que impone a la separación la aprobación de la reforma constitucional que la haría posible proporciona, asimismo, tiempo adicional para la reflexión de los demócratas a fin de que asuman que, en relación con la secesión, el Gobierno sólo dispone, en último término, de las armas de la palabra para impedirla.

Una democracia puede exigir que la autodeterminación se presente de modo sereno y con respeto para con el Estado y su orden constitucional; pero no puede oponerse a la autodeterminación si se trata de una demanda reiterada, seria y compartida en la comunidad. De modo que una solicitud repetida de independencia habría de ser atendida, dando tiempo a comprobar su seriedad y a que los demócratas españoles reflexionen sobre la necesidad de su aceptación.

En el tiempo de duración del debate sería aconsejable, de todos modos, ensayar una fórmula constitucional que mejorase el acomodo de Cataluña en la estructura política común, ya fuese su propósito impedir finalmente la reforma de la secesión o facilitar la realización de la independencia sin traumas, como separación pactada.

IV. La solución federal

En tercer lugar, habría que atender a los planteamientos que proponen la solución federal para superar la crisis de nuestra organización territorial. Abordaré la cuestión, estableciendo, en realidad, algunas precauciones en relación con la plausibilidad, a mi juicio, de la reforma federal. Pasaré luego a esbozar un posible catálogo de asuntos en los que debe centrarse la reforma federal de la Constitución. Por último, plantearé la necesidad de que una Constitución federal asuma una cierta continuidad, en todo caso, con el Estado autonómico.

1) Cautelas

En relación con la primera cuestión, lo que propondría es rebajar la trascendencia en términos políticos de la reforma federal, que no puede presentarse como la panacea de los males de nuestro sistema territorial. Ha de saberse que las reformas propuestas serán especialmente indicadas en el plano de la articulación o funcionalidad del Estado, antes que en el plano de la integración, dada la orientación confederal o independentista de los nacionalismos. La posibilidad de la reforma federal depende también de su aceptación por parte de quienes no asumen, en principio, las ventajas de esta fórmula, lo que debe llevar al realismo de la propuesta y no a su configuración en términos, aunque imaginativos, irresponsables. Por otro lado, no cabe ignorar que para muchos, entre los que me encuentro, España ya es una forma federativa, aunque no asuma explícitamente su condición federal.

2) El catálogo

En lo que respecta al catálogo de propuestas de modificación de nuestro sistema autonómico en un sentido federal, tras una ponderación de las ventajas de la reforma federal explícita, comenzaría por algunas decisiones que habrían de incluirse en el Título Preliminar de la Constitución, incluyendo quizá con mayor explicitud el reconocimiento de la dimensión política del pluralismo territorial, que bien podría llamarse nacional, de España; la enumeración de las diversas Comunidades Autónomas; la afirmación de la eficacia y primacía del Derecho europeo; la referencia en mejores términos a la condición del castellano como lengua común que comparte la cooficialidad en los territorios con la lengua privativa.

En segundo lugar, se trata de afirmar las competencias sobre un sistema que establece con claridad el reparto de poderes, confiriendo al Estado central atribuciones exclusivas sobre la determinación de los grandes códigos, la dirección de la política económica del Estado y la garantía de la igualdad de los españoles, así como el aseguramiento de la cooperación en el Estado. El resto de las competencias se adjudicarían a las Comunidades Autónomas en virtud de una cláusula residual, según la práctica habitual de los sistemas federales. Habrían de preverse los instrumentos de actuación del Estado en el ejercicio de sus competencias mediante el recurso al establecimiento de las bases.

Por lo que se refiere a la reforma de los instrumentos o amarres federales, esto es, las instituciones del Estado que admiten en su composición y actuación la intervención de las Comunidades Autónomas, habría que abordar las reformas del Senado –convirtiéndolo en una verdadera cámara territorial–, las Conferencias sectoriales y las Conferencias de presidentes.

3) El Estado federal como prolongación, no rectificación del Estado autonómico: mantenimiento de la previsión del artículo 161.2 y la condición del Estatuto como ley también del Estado

Una reforma en sentido federal impone también, a mi juicio, una continuidad de algunos rasgos específicos del Estado autonómico que sería insensato abandonar y que confirmen la pertinencia del eje sustentador de tal forma política, equilibrada entre tendencias centrípetas y tendencias pluralistas o territoriales. Si el sistema autonómico permite una práctica federal o cuasifederal, también el sistema federal podría acoger elementos propios del Estado autonómico que una reforma territorial federalizante no debería abandonar. Puede ser pertinente, por tanto, conservar la facultad que la Constitución reserva al Gobierno de la nación para suspender aquellas normas o actos de las Comunidades Autónomas que infrinjan flagrante y gravemente el orden constitucional, según el artículo 161.2 de la norma fundamental; por otra parte, considero prudente mantener la condición dual de los Estatutos o constituciones de las Comunidades Autónomas, dependientes tanto de la voluntad territorial como del Estado.

El primer elemento al que acabo de referirme es un rasgo que solamente se conoce en el Estado autonómico, pero que una reforma federal no debería suprimir. Apunto a la previsión constitucional que permite al Gobierno de la nación instar ante el Tribunal Constitucional la suspensión de una actuación anticonstitucional, ya se trate de una norma o un acto, proveniente de una Comunidad Autónoma. A esta situación se refiere el artículo 161.2 de nuestra norma fundamental cuando establece que «El Gobierno podrá impugnar ante el Tribunal Constitucional las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las Comunidades Autónomas», impugnación que, según determina el mismo precepto, comporta las consecuencias aludidas sobre la vigencia de los actos recurridos.

Estaríamos ante actuaciones territoriales que no denotan por parte de la norma o acto que se impugna una simple oposición a una competencia del Estado, sino una vulneración flagrante y grave, como ha quedado apuntado, de la base misma del orden común constitucional. Esta era la situación, como se recordará, en que incurrió la ley vasca que Ibarretxe pretendía utilizar como soporte legal para convocar su famosa consulta, y que, tras ser suspendida como consecuencia de la impugnación correspondiente presentada por el Gobierno, fue declarada inconstitucional de manera unánime por el Tribunal Constitucional (sentencia 103/2008). La intervención preventiva del Gobierno frente a normas o actos de las Comunidades Autónomas, digamos que de notoria inconstitucionalidad, no se conoce en otros sistemas federales que sólo contemplan actuaciones jurisdiccionales en defensa de la Constitución de la Federación con posterioridad a la entrada en vigor de las leyes de los Estados miembros. Como es obvio, en el caso de la utilización del artículo 161.2, no se trata de un mecanismo de control político por parte del Gobierno central sobre una Comunidad Autónoma, lo cual sería incompatible con la naturaleza misma del Estado autonómico, ya que denotaría una posición inferior de las Comunidades Autónomas respecto del Estado. Estamos, más bien, ante una protección del orden constitucional contra vulneraciones flagrantes del mismo, de naturaleza exclusivamente jurisdiccional. Como es sabido, el Tribunal Constitucional ejerce una jurisdicción rogada, que actúa necesariamente a solicitud de quien posee legitimación al respecto. Y en el caso que nos ocupa se prevé la suspensión de la norma o acto recurridos, tal como sucede en la jurisdicción contencioso-administrativa, para evitar los graves efectos que, mientras no resuelva definitivamente el Tribunal, pueden producirse como consecuencia de la entrada en vigor de la actuación impugnada.

Es, sin duda, la protección de la unidad mínima del ordenamiento común lo que determina la condición de ley (orgánica) del Estado que se da al Estatuto en el sistema autonómico. Esta deficiencia comparativa del Estatuto de autonomía, desde el punto de vista formal o procedimental, frente a las Constituciones de los Estados miembros, que son aprobadas sin intervención de la Federación, se compensa sin duda en nuestra forma territorial mediante la atribución de unas importantes funciones constitucionales al Estatuto de autonomía, no sólo para la Comunidad territorial, sino para el propio Estado, lo que sitúa a esta norma casi a la altura de las leyes fundamentales de los Estados miembros. Quizá por ello sea interesante que la reforma federal consienta asimismo esta peculiaridad de nuestra forma autonómica: me refiero a la aprobación por las Cortes de la norma institucional básica de los integrantes territoriales del Estado, se llamen como se llamen. Y un cambio de nuestro orden territorial debería, a lo mejor, conservarla.

V. Apunte bibliográfico

Anoto exclusivamente algunas referencias indispensables y recientes:

1) Cuadernos de Alzate, número especial 46-47 dedicado a la autodeterminación, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 2013, singularmente las contribuciones de Francisco Caamaño, Josu de Miguel y Roberto Blanco. Mi colaboración en ese volumen lleva por título «La autodeterminación y el lenguaje de los derechos».

2) El estudio introductorio del editor en Juan José Solozabal (ed.), La reforma federal. España y sus siete espejos, Madrid, Biblioteca Nueva, 2014.

3) Santiago Muñoz Machado, Crisis y reconstitución de la estructura territorial del Estado, Madrid, Iustel, 2013.

4) Eliseo Aja, Estado autonómico y reforma federal, Madrid, Alianza, 2013.

5) El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, núm. 42, dedicado monográficamente a Cataluña.

6) Eva Sáenz Royo, Desmontando mitos sobre el Estado autonómico. Para una reforma constitucional en serio, Madrid, Marcial Pons, 2014.

7) Francisco Rubio Llorente me ha facilitado generosamente un trabajo inédito y luminoso titulado Defectos de forma.

Juan José Solozabal es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus últimos libros son Tiempo de reformas. El Estado autonómico en cuestión (Madrid Biblioteca Nueva, 2006), Derecho constitucional: derechos y libertades (Madrid, Centro de Estudios Financieros, 2010) y Cuaderno abierto de un constitucionalista: recuadros y ensoñaciones (Madrid, Biblioteca Nueva, 2012). Es también editor de La reforma federal. España y sus siete espejos (Madrid, Biblioteca Nueva, 2014) y director de Cuadernos de Alzate.

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