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Nuevas vueltas a la tuerca global

¿CUÁNTA GLOBALIZACIÓN PODEMOS SOPORTAR?

Rüdiger Safranski

Tusquets, Barcelona

Trad. de Raúl Gabás

128 pp.

11 €

EUROPA Y EL IMPERIO. REFLEXIONES SOBRE UN PROCESO CONSTITUYENTE

Antonio Negri

Akal, Madrid.

Trad. de Marta Malo de Molina y Raúl Sánchez Cedillo

128 pp.

12 €

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¿DÓNDE ESTÁ LA EUROPA FALDICORTA?

Pese a lo que creen tantos comunitaristas, no hay sistema social complejo que no contenga subculturas de oposición. Las hubo en Roma, las hubo en la China imperial, las hubo en las ciudades italianas del Medievo. Las ha habido en todas partes y es de esperar que la cosa siga. Eso que llamamos modernidad, es decir, el conjunto definido por ciencia-tecnología, mercado e imperio de la ley, ha generado un sinnúmero de ellas. Ha habido quien creía que era posible evitarla o incluso atrasar el reloj como si nunca hubiese existido («Carabelas de Colón, todavía estáis a tiempo»); otros se han caracterizado por pensar que ese mecanismo (es una forma de decir) podía ser reemplazado rápidamente y a voluntad por otro que fuera más racional y mejor. El marxismo clásico defendió la segunda posición, en tanto que la reacción romántica contra la sociedad moderna, hoy relevada por posmodernos y fundamentalistas que añoran lo que creen que fuera el pasado, resume la primera.

La modernidad, sin embargo, es coriácea, como lo prueba la historia del marxismo y de los movimientos sociales que se inspiraron en él. Las expectativas de revolución social quedaron pronto archivadas en la Europa occidental y las del siglo pasado se hicieron en contra de las tesis básicas de Das Kapital. Mientras que Marx no concebía que el fin del capitalismo pudiese llegar más que allí donde hubiera alcanzado su máximo desarrollo (dejando a sus sucesores el carnudo problema de definir cómo se comía eso), los bolcheviques y sus seguidores pensaron haber encontrado en cosas como el «desarrollo desigual y combinado» o el «eslabón más débil» la palanca que iba a permitir que sociedades recién salidas del feudalismo se convirtiesen en líderes de la economía mundial en unos pocos años.Ya sabemos en qué dieron esas ilusiones. La famosa planificación centralizada no ha sido otra cosa que un mecanismo de acumulación inicial de capital obligada a dar paso a sistemas más dinámicos basados en el mercado, como ha sucedido con la transición de los países de Europa oriental, Rusia incluida. En China y en Vietnam sucede otro tanto, aunque vaya acompañado de invocaciones rituales al socialismo por mor de evitar una quiebra de legitimidad, pero el sistema chino, desde la inclusión de los empresarios en el PC, se parece cada vez al extinto Movimiento Nacional, con un sector público atrasado y obsoleto, unos sindicatos que mayormente actúan como policía de las resistencias de los trabajadores y unas burocracias públicas corruptas conchabadas con sectores empresariales. Sólo Castro y Chávez parecen todavía creer que se puede ir del neolítico al presente sin pasar por el fielato capitalista.

La mayor parte de lo que hoy pasa por izquierda se ha instalado en la crítica posmoderna a la modernidad y sigue combatiendo, como los soldados japoneses perdidos en las islas del Pacífico después de 1945, una guerra ya acabada. Cuando vuelven la vista a lo que llamamos cambio social, los posmodernos, mohínos por tener que prestar atención al sinsentido de este bajo mundo (¿acaso no les enseñó Lévi-Strauss que la historia es un calidoscopio?), lo hacen para explicar casi todo lo sucedido durante los últimos sesenta años como una imposición del modelo americano u occidental cuyo último alias es la globalización.Así son Moisés y los profetas según la escuela poscolonial, pero tanta vacuidad no podía durar porque las cosas tienen el fastidioso hábito de ser siempre más complejas.

Antonio Negri trata de evitar esa trampa en su crítica de la modernidad. No es fácil la lectura de sus breves textos sobre el papel de Europa en el nuevo concierto mundial agrupados en el libro que comentamos. Para seguirlos hay que haber leído un trabajo anterior dedicado al Imperio Empire, Cambridge, Harvard University Press, 2000., escrito en colaboración con Michael Hardt; si no, uno puede marearse en el bosque de categorías, neologismos y precisiones, a menudo tan abstrusas como innecesarias, que allí se ofrecían y aquí se dan por supuestas. El mundo anterior a 1945, decían esos autores, se caracterizó por ser una pluralidad de naciones soberanas. Sin duda, no todas lo eran. Las naciones de Europa, con Japón pisándoles los talones, habían levantado a lo largo de tres siglos sendos imperios coloniales en los que la periferia quedaba sometida a las necesidades de las metrópolis. Pero ése es el mundo que ha desaparecido en los últimos sesenta años y el antiguo orden plurinacional ha sido reemplazado por el Imperio.

«Claro, claro –dirá el otro–, justamente por Estados Unidos», pero no es eso lo que Negri tiene en las mientes. Sin duda, insiste, el actual poderío estadounidense no tiene competidores reales y desempeña un papel aún clave en el nuevo orden, pero América no deja de tener límites. Negri y Hardt insisten mucho en la importancia de la guerra de Vietnam que, según ellos, supuso una derrota militar de Estados Unidos. Si la nueva etapa del capitalismo se caracteriza por el estallido de los estadosnación, Estados Unidos no puede ser una excepción. El nuevo orden internacional está formándose como un conglomerado en el que el funcionamiento del capitalismo ha desbordado su marco nacional e imperialista. Las grandes empresas multinacionales y los mercados globales siguen lógicas distintas de las de las naciones y a éstas no les queda más remedio que plegarse a ellas.

El Imperio se articula en torno a esta realidad en formas complejas, variables o, como los autores prefieren con un uso bastante cursi, rizomáticas. No es una sopa primordial, claro, pero tampoco una pirámide. En la cumbre hay una pluralidad de agentes. Estados Unidos es la gran potencia organizadora de consensos en Naciones Unidas y, junto a ella, aparece un grupo de naciones-estado con poder suficiente para canalizar los intercambios monetarios internacionales y otras instituciones articuladoras (G-7; los clubes de París y Londres; Davos y otros foros) más varias organizaciones internacionales sectoriales. El escalón siguiente lo forman una serie de redes extendidas al conjunto del mundo por las empresas transnacionales, así como la mayoría de los estadosnación, que son poco más que organizaciones territoriales con poder limitado. Finalmente están los grupos que representan los intereses populares en esta concertación global, básicamente las ONG.

No hay que tirar de las orejas a Negri y Hardt por resaltar la actual tendencia declinante de los estadosnación. Su olfato es bastante más certero que las ñoñerías de posmodernos y poscoloniales siempre a la greña por ver cuántas identidades pueden bailar a la vez en la punta de un alfiler y querer ponerle un piso a cuanto nacionalismo o interés especial se ponga a tiro. Pero Negri y Hardt se apresuran al certificar la defunción de las naciones seguramente porque confunden la realidad con sus deseos. La relación entre nación y capitalismo es muy compleja, pero en última instancia los intereses empresariales necesitan disponer de mecanismos políticos y diplomáticos para garantizar la estabilidad de los intercambios, con un eventual recurso a la violencia legítima si fuere menester. Hoy por hoy, eso se lo garantizan algunos estados-nación, señaladamente Estados Unidos, que por cierto cada vez se inclina más a ejercer la violencia cuando lo cree conveniente. La decisión del presidente Bush de forzar la mano del Consejo de Seguridad e invadir Irak en 2003 y, en general, la política internacional de los neocon tan bien vista por Wall Street circulan por la mano contraria de Negri y Hardt. La eventual reforma de Naciones Unidas, posiblemente, seguirá legitimando la diferencia entre naciones poderosas y el resto, con lo que la única soberanía nacional que, por el momento, parece haber sido minada es la de los países periféricos y eso de forma limitada. Desde 1990, tres millones de personas han muerto en los conflictos armados experimentados por veintidós de los treinta y dos países de menor desarrollo humano United Nations Development Program, Human Development Report 2005, Nueva York, 2005, pp. 151-154., con lo que las noticias sobre la desaparición de los estados-nación parecen algo desmesuradas.

¿Cuál ha de ser el papel de Europa en esta coyuntura? Negri nuevamente argumenta contra la corriente. Gran parte de la izquierda europea, especialmente la extraparlamentaria, ha mostrado siempre su recelo ante la construcción europea. Pero, arguye Negri, si la quiebra del estado-nación supone un paso adelante en la construcción de una nueva y más abierta arquitectura internacional, cualquier avance de Europa debería ser causa de satisfacción. El continente ha estado demasiado tiempo sometido a yugos nacionalistas y sólo una unión europea fuerte puede frenar el unilateralismo que defienden los neoconservadores americanos. Tal vez, pero, ¿dónde está esa Europa por la que Negri suspira? La verdad, a uno no le resulta fácil orientarse en el batiburrillo que él mismo crea. Europa, dice aquí, es espacio retardatario en el que aún subsisten grupos capitalistas que viven subcontratando el interés nacional y corporaciones nacionales obreras o sindicales que se oponen a todo cambio en el estado de cosas actual; pero, dice allí, es al mismo tiempo un espacio de libertad y progreso, «una Europa de gente inteligente y pobre, divertida y móvil [i.e., capaz de destrozar] todo ordenamiento del poder constituido. ¿Puede iniciarse a través de Europa una marcha zapatista de la fuerza de trabajo intelectual? Europa de las regiones, Europa de las naciones, Europa provincia imperial, etc.: ¿y si, por el contrario, empezásemos a hablar de Europa como no-lugar revolucionario en el Imperio?» (p. 57). Una Europa así hará realidad las tres grandes demandas –ciudadanía universal, renta vital garantizada y propiedad común de los nuevos medios de producción– que harán saltar en pedazos el orden del Imperio.

El abandono del principio de no-contradicción que está en la base de la lógica posmoderna (a la que en este punto Negri se aferra con desesperación) sirve para un roto igual que para un descosido, pero la pirueta de convertir cualquier avance de Europa (normalmente alentado por la burocracia de Bruselas y por los políticos centristas y los sindicalistas reformistas de los que Negri abomina) en un paso adelante de una revolución internacional contra el Imperio necesita de un cuajo poco común. En la realidad, su Europa faldicorta ha sacado del baúl los refajos tan pronto como han llamado al timbre los fontaneros polacos. Y uno no puede librarse de la impresión de que, pese a la palabrería revolucionaria («Europa no existe: las luchas del nuevo proletariado tienen que construirla», p. 33), pese a la añoranza del leninismo o del autonomismo italiano de la década de 1970, en el fondo, Negri apunta que lo que Europa puede hacer en este momento no dista tanto de la defensa del Estado del bienestar («A partir de las luchas de los trabajadores, el Estado del bienestar y el derecho del trabajo se fueron emancipando, poco a poco, en Europa, de las determinaciones corporativas, populistas, colonialistas e imperialistas que los habían atravesado», p. 89) y del multilateralismo en versión Chirac y Schröder (pp. 109 y ss.).

Mucha gente se dejaría matar por su fe en los ovnis o en las profecías de Nostradamus, así que Negri tiene derecho a creer en la inminencia de su revolución y en el papel destacado que la multitud europea (multitud es el nombre del nuevo sujeto revolucionario llamado a sustituir al proletariado industrial de Marx) va a tener en ella. Otra cosa son, empero, los signos de los tiempos. Quienes se dedican a observar las tendencias del nuevo orden con algo más que la bola de cristal, así sean europeos, no tienen muchas razones para compartir el optimismo internacionalista de Negri. Ni la pax americana ha dado las boqueadas ni las multitudes –especialmente las de verdad, las de China, India y el sudeste asiático– parecen inclinadas a permitir a los europeos seguir imaginando que son un segundo polo internacional o que pueden mantener intacta su versión del Estado del bienestar, alias acquis social. Al tiempo.

LA QUE PIDA
 

Acaba uno de plegar The Wall Street Journal y piensa que entiende algo sobre ese complejo fenómeno al que sumariamente llamamos globalización. Hace poco, por ejemplo, el diario económico anunciaba que la multinacional japonesa Sony había nombrado consejero delegado a Howard Stringer, un americano de origen galés. En 1999, Nissan, el fabricante japonés de automóviles, nombró para el mismo cargo a un brasileño, Carlos Ghosn, quien, al parecer, ha conseguido recomponer su rentabilidad. Más allá de la cultura interna de las empresas de origen, las corporaciones con presencia mundial tienen pautas de conducta similares, aunque los individuos llamados a dirigirlas tengan una nacionalidad diferente a la de la empresa, crean que un bonsái es la segunda pieza en una representación de kabuki o juren que la cocina tex-mex es la mejor del mundo. La globalización aparece, ante todo, como una superación de fronteras y de barreras culturales. Hay gran acuerdo en que ello es posible gracias a tecnologías de comunicación rápida y eficaz y a que el inglés se ha convertido en la lengua franca de las élites empresariales y culturales.

Todo eso parece relativamente fácil de entender, pero en éstas salta Safranski con una reflexión antropológica. ¿Cuánta globalización podemos soportar? Para complicar más la cosa, nos recuerda al poco de empezar que no hay globalización, sino globalizaciones, es decir, diversos procesos globalizadores a menudo contradictorios entre sí. Si la observación es acertada, se hace aún más difícil contestar a la pregunta que da título a su librito. Así que Safranski deja a un lado el periódico y recurre a la historia de las ideas. A uno, eso de buscar respuestas –y encima hallarlas– en Aristipo, Nicolás de Cusa o Nietzsche para cosas que no existían en sus tiempos, no deja de causarle perplejidad. ¿Por qué no preguntarles también si Eva Pigford será la próxima Naomi Campbell o si será viable el Airbus A380? Pero bueno; hay cosas serias, como la invariable naturaleza humana, y el globalismo precisamente se refiere a ella, al todo, y de eso sí que sabían aquellos caballeros.

El globalismo actual es, para Safranski, un síntoma de sobrecarga. Mientras el cosmopolitismo anterior era una cláusula de apertura, el globalismo lo es de cierre. El neoliberalismo quiere apertura para la inversión, pero sin derogar la economía nacional cerrada; en su dimensión antinacionalista, globalismo es, ante todo, huida de la propia historia; el globalismo ecologista tiene miedo a la falta de espacio. «Ya no estamos ahora ante el todo de la teología, de la metafísica, del universalismo y del cosmopolitismo; en el momento actual tenemos que habérnoslas con un todo que ha pasado a ser objeto de la elaboración económica, técnica y política. De ahí el sentimiento peculiar de encogimiento en las dimensiones de lo global» (p. 75).

Al parecer, eso no es bueno, por lo que, en cuanto individuos, hemos de formularnos directamente la pregunta leninista: ¿qué hacer? Tal vez la mejor respuesta para ella se encuentre en una fábula narrada por Vico. La historia comenzó con los gigantes que talaron los primeros bosques. Los gigantes no podían ver el cielo hasta que una tormenta abrió un claro entre las hojas que lo celaban. Ahora sí veían más allá de sus cabezas –lo que implicaba también poder ser vistos– y los gigantes crearon una comunidad de comunicación que fue la primera malla humana. En la espesura global necesitamos igualmente abrir un claro, el espacio que cada cual necesita para ser individuo. Pero no hay acuerdo en la forma de alcanzarlo. Para Rousseau, dice Safranski, el claro ha de ser un claro interior («la verdadera revolución es la del alma»); para Marx, todo lo contrario: la dinámica está en el proceso social, que puede conducir a la liberación colectiva. Ninguno de los dos acertó, así que Safranski echa su cuarto a espadas. «La tercera posibilidad consiste en establecerse en el lugar del extravío actual y hacer allí un claro, sin preocuparnos del origen ni del fin […]. Se trata de transformar el mundo en la "humanidad" que uno mismo es» (pp. 111 y 115).

Parece difícil que nadie pueda perderse tanto cuando puede comprarse en Internet un sistema de posicionamiento global barato, pero una vez más Safranski formula su reducción fenomenológica para llevarnos a una contemplación eidética bastante similar a la que atribuye a Rousseau. Con la globalización, dice, parece que el tiempo del mundo engullera al de la vida individual, pero «la verdadera vida es la individual» (p. 119). Uno tendería a estar de acuerdo con esa fórmula si no fuera porque la vida del individuo malamente puede concebirse sin sus relaciones sociales, es decir, que la propuesta de Safranski nos devuelve a la primera casilla tras un viaje a ninguna parte. Los libros de cocina antiguos solían responder que la cantidad de harina que debe incorporarse a una masa será la que pida. Pues algo así con la globalización: soportaremos tanta como se pida. El problema es saber quién, cómo y para qué la pide y ésas son las pequeñas cosas de las que Safranski prefiere no acordarse. Como tantos intelectuales alemanes hasta el final de Weimar, al enfrentarse con problemas para los que no encontraban fácil respuesta, Safranski se dedica a releer el Wilhelm Meister. Entonces es cuando uno coincide con el avieso doctor Goebbels: conviene echar mano a la pistola antes de que pueda invocar otra vez a la Kultur.

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