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La experiencia del museo

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En 1877, en una de sus novelas más célebres, La taberna, Émile Zola nos describe la inefable visita al Museo del Louvre del cortejo de una boda. El texto, muy conocido entre los estudiosos de la historia de la museología, se encuentra entre los más expresivos no sólo de la percepción confusa y de las dificultades que entraña la visita a un museo por parte de un público carente de una cultura histórico-artística precisa (por otro lado, la inmensa mayor parte de los visitantes de la actualidad), sino también del auténtico temor reverencial que inspira un lugar de culto, un mundo que se presume casi sagrado, y que los propios museos tienden, muchas veces, a producir. Aturdidos, desesperados, perdidos, estos estúpidos visitantes, «deslumbrados por el oro de los marcos, siguieron la hilera de las pequeñas salas, viendo pasar las imágenes, demasiado numerosas como para poder apreciarlas bien […] Sobrecogidos, inmóviles, nadie decía nada […] [Más adelante] la comitiva, ya cansada, perdiendo el respeto, arrastraba sus zapatos claveteados y taconeaba sobre el parqué sonoro, con el pisoteo de un rebaño en desbandada […] Fue entonces cuando se apoderó de ellos la desesperación, dieron tumbos por las salas […] Con las piernas destrozadas, sin fuerzas, la comitiva de la boda armaba un gran jaleo. Dejando atrás en su carrera la tripa de la señora Gaudron».

Unos cincuenta años después, cuando las primeras vanguardias, que tan severamente criticaron el museo, comenzaban ya a ser historia, Paul Valéry expresaba unas ideas en cierta manera similares a las de Zola en una de las críticas más agudas del siglo XX a la institución museística: «No me gustan demasiado los museos –decía–. Hay muchos admirables, pero ninguno que sea placentero. Las ideas de clasificación, de conservación y de utilidad pública, todas ellas precisas y claras, tienen poco que ver con los placeres […] Nuestros oídos no soportarían escuchar diez orquestas a la vez. La mente no puede ni seguir, ni dirigir varias operaciones distintas, ni hacer razonamientos simultáneos […] Pero el ojo […] se encuentra obligado a admitir un retrato y una marina, una cocina o un triunfo en las circunstancias y tamaños más diversos». Lo que hoy entendemos como museo es hijo del momento histórico-cultural de la Ilustración. De aquí proceden algunas de sus características esenciales, como son las de su vocación de servicio cultural, su sentido pedagógico y, como elemento fundamental, su carácter abierto y, en cierta manera, público. Por ello, textos como los mencionados de Émile Zola o Paul Valéry plantean con claridad no sólo las características del museo, sino algunas de sus contradicciones más evidentes que, como es lógico, continúan siendo debatidas y se sitúan en el centro de las discusiones museológicas de la actualidad.

Superado el prejuicio vanguardista ante el museo como panteón, que expresara inmejorablemente Marinetti en 1909, en la Italia del Futurismo («Museos: ¡cementerios! […] idénticos entre sí, ciertamente, en la siniestra promiscuidad de tantos cuerpos que no se conocen. ¡Dormitorios públicos donde se reposa eternamente junto a seres odiados e ignotos! ¡Ferocidad recíproca de pintores y escultores, que van asesinándose entre sí en el propio museo a golpe de color y de trazos!»), convertido ya en la actualidad en objeto de deseo por parte no sólo de un vasto público, sino también por las más diversas instancias políticas y representativas, el museo protagoniza hoy el debate de los fines de la cultura en una sociedad fascinada por los medios de comunicación.

Los cambios políticos que señalaron el fin del antiguo régimen, con el peligro efectivo de la destrucción del patrimonio histórico de procedencia regia, aristocrática y eclesiástica, hicieron plantearse, de manera simultánea al mismo proceso de vandalismo, la necesidad de su conservación, estudio y tutela. Es entonces cuando surge la noción de patrimonio históricoartístico-cultural como algo a salvaguardar de las destrucciones revolucionarias y a preservar de la mejor manera posible. Por ello el museo se concibe entonces, y esta es la segunda de sus categorías esenciales, como uno de los centros esenciales para la conservación de estos restos del pasado.

Un tercer punto a tener en cuenta, especialmente significativo a lo largo del siglo XIX , fundamentalmente a partir de su segunda mitad, es el desarrollo de un interés progresivo por la historia positiva, es decir, una explicación del pasado que se desentiende progresivamente de los mitos y cada vez trata de atender más a los hechos, «tal como realmente sucedieron». La cuestión es pertinente al abordar el tema del museo, ya que allí es donde se conserva buena parte del material con que los historiadores elaboran su disciplina. Las obras de arte allí guardadas necesitan de una nueva aproximación para su conocimiento, que no es sólo estilístico y de análisis formal o estético, sino también organizativo y clasificatorio. El museo ha sido uno de los lugares donde se ha abordado una historia del arte que tiene como fin el planteamiento de nuevos modelos interpretativos y clasificadores de las obras de arte, ya sea el que tiene en cuenta, sobre todo, las escuelas nacionales, regionales o locales, ya una ordenación cronológica, por artistas, por agrupaciones iconográficas, etc. El tema de la ordenación de un «discurso» expositivo coherente, con su sinfín de posibilidades, ha sido uno de los estímulos capitales para el desarrollo de la disciplina y es una de las cuestiones centrales para cualquier museo que se precie. ¿Qué hacemos con la colección?

EL VALOR POLÍTICO Y REPRESENTATIVO DEL MUSEO

Continuemos con nuestro breve repaso histórico. El patrimonio conservado en el museo era, y es, tan grande que necesitaba ser seleccionado a la hora de exponerse. De igual manera, y debido a avatares históricos tan variados como las desamortizaciones, la progresiva desaparición de las colecciones aristocráticas, los nuevos descubrimientos y la ininterrumpida creación de obras de arte, el arte contemporáneo o el arte vivo, se introdujo una variante a la que tampoco fue ajena el coleccionismo del antiguo régimen, como es la del comercio del arte. Así, aquello destinado a conservarse necesita, además, ser acrecentado, en un aumento que debía realizarse con criterio, por lo que también debía ser valorado; aparece, así, la figura del conocedor.

Desde este punto de vista, habría que destacar sobre todas la figura de Wilhelm von Bode (1845-1929), clave en la creación de la figura del conservador moderno que, como él propuso, a la posesión –como característica específica– de un saber científico especializado, había de unir ciertas habilidades organizativas y empresariales, un buen conocimiento tanto del mercado como de las colecciones particulares, así como un auténtico espíritu emprendedor, característico del director de museo. En suma, el profesional del museo ideal resultaba de una mezcla de cientifismo (que se expresaba a través de publicaciones, catálogos y del sentido con que se exponían y organizaban los objetos artísticos) y espíritu pragmático, que lo ligaba a las cuestiones organizativas y al mismo mercado. Todo ello unido, además, a un importante saber como experto y conocedor. Bastantes de estas habilidades no resultaban necesarias, por ejemplo, en el campo del saber histórico-artístico especializado de cuño universitario, planteándose desde estos primeros momentos una clara dicotomía entre dos historias del arte: la de los conservadores de museos y la de los historiadores académicos. De esta manera, Wilhelm von Bode pudo abrir en 1904 el Kaiser-Friedrich-Museum, organizado fundamentalmente conforme a principios pedagógicos y de cronología en el desarrollo de la historia del arte.

De esta manera, de la experiencia decimonónica del museo surge de manera inevitable la polivalencia de sus finalidades y la de las habilidades que han de poseer los responsables del mismo, que han de ser personas con saberes histórico-artísticos suficientes acerca de aquello que dirigen, de forma que sepan dotar de un sentido cuanto se conserva y expone; sujetos con sensibilidad estética que sepan valorar el sentido artístico de lo que se muestra y puedan efectuar una adecuada selección y disposición del material disponible; alguien con conocimientos de los mecanismos del mercado artístico, es decir, atento al fluir de nuevas obras de arte procedentes de colecciones particulares, del propio mercado o de las nuevas producciones en el mundo del arte contemporáneo; personas con conciencia de los valores representativos que encarna una colección, lo que en el momento actual equivale a respetar sus valores cívicos y públicos y que, naturalmente, sea respetuoso con las lógicas exigencias organizativas, administrativas y económicas de cualquier institución compleja. En suma, un equilibrio entre lo histórico-artístico y lo estético, ligado a la conservación de las obras de arte (consideradas como los núcleos esenciales y específicos de esta actividad), y lo político, lo comercial y las actividades de gestión.

LA PERMANENCIA DEL MUSEO Y LAS EXPOSICIONES TEMPORALES

Parece indudable que un museo tiene su razón de ser en el cuidado que reciba su colección permanente, ya sea desde el punto de vista de su acrecentamiento, como del de su estudio, conservación y exposición. El sentido que se dé a su ordenación expositiva se convierte en la clave del sentido del museo. Resulta claro, por tanto, que en la idea de museo como colección priman los valores de conservación, estudio y exposición, erigiéndose no sólo en un lugar de custodia, sino en factor clave para el acrecentamiento del saber. La colección de un museo no sólo debe, por tanto, gestionarse y custodiarse, sino ser continuamente interpretada, y en ello consiste la creatividad del director y de sus conservadores, para lo que es absolutamente imprescindible un conocimiento científico en profundidad de la misma. No se puede acrecentar con sensatez, conservar o restaurar con garantías, divulgar a públicos de muy diversos intereses y niveles culturales, ni exponer sin caer en el dislate, aquello que no se conoce en profundidad.

Estas afirmaciones elementales no sólo son válidas para los museos que fundamentan su prestigio en su colección permanente y optan por la idea de estabilidad, sino también para las actuales corrientes tendentes a considerar el museo como una actividad. Para que la exposición de la colección permanente tenga sentido y que las actividades no se resuelvan en efímeros espectáculos, es preciso tener en cuenta una idea previa de carácter interpretativo acerca de la colección de la que se parte.

Profundizando en la idea del museo como actividad, nos daremos cuenta de que ésta ha incidido no sólo en los aspectos periféricos de la institución, sino en su misma esencia. Hace aproximadamente veinte años comenzó a darse por finalizada la idea de museo como panteón o mausoleo, algo en buena parte provocado por la progresiva necesidad de museificar el arte vivo. Por otro lado, fue apareciendo un público nuevo, en realidad no mucho más experto intelectualmente que el de antaño, pero sí con unas exigencias mayores en lo que hemos denominado aspectos periféricos: comodidad de acceso, información rápida y concisa, variación continua en la oferta del museo, servicios pedagógicos variados y de fácil comprensión, etc. El final de la «crisis vanguardista del museo» suponía su recuperación como espacio vivo y activo a la vez que, paradójicamente, el inicio de su cuestionamiento como espacio esencialmente cultural. El público visitante ocupaba más su tiempo en los espacios de acceso, los de atracciones comerciales o los de descanso que en la contemplación de las obras de arte. A la vez, la gestión de todos estos «periféricos» (a los que podríamos añadir muchos más) comenzaba a prevalecer sobre las funciones de conservación, estudio y exposición.

El fenómeno de la exposición temporal –esos «museos efímeros» de los que hablaba Francis Haskell– se encuentra muy ligado a la idea de museo como actividad. Una exposición temporal supone, en primer lugar, la posibilidad de ordenar las obras de arte de manera distinta a la de un museo, con la posibilidad consiguiente de realizar un estudio comparativo, de llamar la atención hacia un determinado fenómeno del gusto, de la historia del arte, etc. De esta manera, la necesaria consolidación y estabilidad que ha de tener un museo se sustituye por lo efímero de una reconstrucción, que trata de consolidarse en el catálogo de la misma.  Desde este punto de vista hay que reconocer que en las últimas décadas, la exposición temporal y su catálogo han sido instrumentos de avance en los conocimientos histórico-artísticos y una vía de unión, pero también de significativa fricción, de ciertos aspectos de la historia del arte contemplada desde el punto de vista museístico y de la conservación, y esa otra versión académica y universitaria de la disciplina.

Desde el punto de vista del público, la exposición temporal ha supuesto un auténtico excitante: el de la «última» o «única» posibilidad de ver unidas determinadas obras de arte, lo cual, guste o no, atrae a un número de visitantes que, normalmente, la colección permanente no puede alcanzar. En definitiva, lo efímero del acontecimiento es ahora el auténtico «aura» de la obra de arte, una consecuencia lógica de la pérdida del aura de las obras de arte expuestas permanente y continuamente al público. Sin embargo, los saludables efectos de avance del conocimiento o de excitación de la visita del público no deben animarnos a echar las campanas al vuelo: el resultado final de la expansión de las exposiciones temporales no es, sin embargo, tan estimulante.

Es muy cierto que se ha abusado de las exposiciones temporales con la consiguiente pérdida de calidad e interés. Su sobreabundancia las ha banalizado y las ha convertido, cada vez con más frecuencia, en meras reuniones objetuales, sin argumento alguno. La exposición temporal pierde su «aura» y se convierte en una exposición de trofeos, obras maestras desplazadas de su lugar de origen y presentadas triunfalmente, a veces sin el menor sentido. Es evidente que buena parte de las exposiciones se convierten en el punto culminante del museo como espectáculo, de manera que el museo como acontecimiento deja de resultar interesante desde el punto de vista de los contenidos y se pervierte para devenir en puro efecto mediático. La exposición se ha utilizado como marco favorito de la «representación» de la obra de arte. Y de la idea de «representación» a la de propaganda sólo hay, en este campo, un paso; como se ha afirmado con ironía, la exposición se ha convertido en «la continuación de la política por otros medios», en un acontecimiento de «acompañamiento» político y diplomático, sin el menor interés cultural.

Sin embargo, todo ello no quiere decir que deban abandonarse las posibilidades políticas o representativas de una exposición. Como en el caso del museo, no debemos confundir la necesaria «política cultural» de una institución con lo dicho anteriormente. En realidad, lo realmente importante es el aspecto de acontecimiento culturalmente relevante que tiene la exposición y que, en definitiva, la justifica. La obligación del comisario o responsable científico es aportar contenidos estéticos, de conocimiento riguroso y de avance científico a las exigencias representativas que se le demandan.

Lo dicho hasta aquí quizá pudiera parecernos banal o, al menos, suficientemente sabido. Sin embargo, esta triple característica del museo viene siendo puesta en duda en los últimos años ya que:

a) La finalidad eminentemente cultural de la actividad museística se resquebraja, sustituida por las meramente representativas o las espectaculares.

b) El carácter central del concepto de conservación del patrimonio está sustituyéndose por el mucho más banal de turismo cultural.

c) La reflexión estética e histórica sobre los fenómenos artísticos se elimina por la elevación a los altares del concepto de gestión.

La crisis de la institución museística en nuestros días, así como la razón de la infinita y absurda expansión del fenómeno de las exposiciones temporales, procede del progresivo olvido de su irrenunciable carácter cultural en aras de la búsqueda de lo efímero y banal del espectáculo, meta final del llamado turismo cultural, que ha introducido modelos de gestión espurios.

Tanto si el museo basa su prestigio en una colección permanente de relevancia, como si su atracción es fruto de una combinación de exposiciones temporales con una colección permanente de gran importancia, como es el caso del MOMA o del MET, lo realmente importante es no perder de vista los fines estrictamente culturales, los de acrecentamiento de los factores del saber y la relevancia del valor estético de las obras de arte expuestas. Es cierto que la difusión es muy importante, pero, ¿qué vamos a difundir si no se está en permanente creación? ¿Vamos a aburrir al público con lo mismo de siempre?

Algo muy similar podría afirmarse si atendemos a los modelos de gestión de museos y exposiciones. Hasta hace poco tiempo, todavía resultaba útil y pedagógica la división entre modelos anglosajones de gestión (liberados en buena parte del control administrativo y estatal, gestionando ellos mismos sus recursos bajo el control y la tutela de los trustees, financiados en buena medida por los llamados sponsors y tratando de generar los fondos económicos a partir de sus propias actividades) y el modelo continental europeo de museo dependiente en buena parte de la tutela administrativa y económica del Estado o de la administración en general. Sin embargo, factores como la crisis de la financiación privada, el ansia y desasosiego que producen la continua y dificultosa búsqueda de sponsor, la dificultad de la autofinanciación, han hecho que el modelo anglosajón no resulte tan envidiable. Por otra parte, los excesos de la burocratización, la rigidez de gestión en la contratación de bienes, servicios y personal o la no disponibilidad directa de los medios económicos necesarios han provocado que el mundo europeo vuelva la vista hacia los más flexibles modelos anglosajones.

El problema de fondo no es, por tanto, éste sino cómo responder a preguntas tan elementales como las de para qué queremos estos medios o qué resultados queremos conseguir con ellos. Existe el peligro cierto, y lo observamos a diario, de pensar en los resultados de un museo o una exposición en términos de su cuenta económica de resultados a través del dinero generado a través de la venta de entradas, de actividades de pago, de la venta o alquiler de la marca del museo o de sus productos comerciales. No menos peligroso es evaluar estos resultados en función de su número de visitantes, muy fácil de «vender» a los medios de comunicación o a los políticos, pero que apenas tiene en cuenta el logro de una visita cualificada culturalmente y no el deambular de grupos de turistas, tan despistados, cansados y aburridos como el cortejo que tan burlescamente describía Zola en 1877. El resultado cultural y la fruición estética de una visita dependen no tanto de los, por otra parte necesarios, y ya mencionados, elementos periféricos, sino de mostrar una colección permanente didáctica y científicamente expuesta y explicada, es decir, un museo o exposición adecuadamente interpretada, unas exposiciones temporales concebidas no como espectáculo y, mucho menos, como «acontecimientos de impacto», sino como una aportación de una idea estética y de disfrute, un recorrido que sirva para la ampliación de nuestros conocimientos, unas actividades pedagógicas al margen de lo banal, lo demagógico y lo vulgar, y una política científica y de estudio de los fondos del museo que permitan una difusión de calidad. Comunicar y difundir no es repetir, trivializar, ni vulgarizar. Por ello, y como última consecuencia del carácter cultural del museo, ha de plantearse el tema decisivo del perfil de sus órganos rectores. Un asunto en el que la polémica entre científicos e historiadores del arte, gestores o la «moderna» idea del director-líder, ha llegado al más amplio de los absurdos.

La respuesta al tema es, sin embargo, sencilla. Si la función primordial de un museo es la de la tutela de un bien cultural como son las obras de arte, habrán de ser los profesionales de esta materia, conservadores e historiadores del arte (entendiendo ambos campos en un sentido amplio y no referido, claro está, a un cuerpo administrativo), los destinados a ejercerla. El director de un museo de arte debe ser, por tanto, un historiador del arte con relevantes conocimientos de aquella colección que maneja y ha de estar ayudado por conservadores de similares características. Si, por otra parte, la colección o grupos de colecciones o museos poseen una elevada función simbólico-representativa y son necesarias para la anteriormente mencionada política cultural, es necesario un órgano que tutele y oriente al museo a este respecto. Este órgano ha de estar formado por personas, sean o no historiadores del arte, que hayan demostrado previamente un interés o posean una vinculación con el mundo cultural. Al saber del director y los conservadores unen otro tipo de experiencias, políticas, sociales, económicas, de gestión, artísticas o estéticas, siempre empapadas de una sensibilidad cultural y no sólo de tipo económico o de gestión.

Desde un cierto punto de vista, la situación actual sería la de una tensión, que no tiene por qué verse como contraposición, entre la idea de museo como conservación y la del museo como actividad. Una tensión creativa entre la importancia central de la colección permanente y su estudio, por un lado, y las exposiciones temporales y sus renovados visitantes y sus catálogos, por otro. Una tensión entre el acontecimiento, con todo lo que tiene de efímero, y la presencia de una colección estable no sólo conocida eruditamente, sino creativamente interpretada.

Si un museo de historia del arte es un artefacto cultural, ¿por qué sacarlo del mundo de la cultura e introducirlo en el del consumo de masas, el espectáculo turístico, el impacto mediático o los resultados económicos? Todo ello parece de sentido común. Pero conviene recordarlo de nuevo cuando este sentido empieza a alejarse de experiencias tan fantásticas como son las del estudio, el goce y la fruición estética del museo de arte. espanglish.

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