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Otros anhelos

El mundo de la era de Varick

ANDRÉS IBÁÑEZ

Siruela, madrid, 600 págs.

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He aquí una novela realmente sorprendente. No es fácil encontrar sorpresas en el panorama de la narrativa española actual, de manera que conviene prestarle atención. Ante todo, es sorprendente porque es distinta. Y digo distinta con toda conciencia, porque no hallo parecido alguno con ninguna otra narración publicada anteriormente en nuestro país de autor español, salvo con la primera novela del mismo Ibáñez, La música del mundo. Además, no sólo es distinta en su forma de expresión; también lo es en su concepción. Todo esto resulta bastante misterioso, así que comencemos desde el principio.

Un grupo de españoles e hispanoides afincado en la capital del Imperio, Nueva York, y más concretamente en el Village, que merodean alrededor de un teatro llamado Spanish Theatre of Manhattan, del cual o alrededor del cual viven, se ven de un modo u otro implicados en un asunto extraordinario que ya viene afectando a la sociedad mundial: un extraterrestre conocido como Varick se dedica a enviar mensajes a la Tierra. Estos mensajes son recogidos por una médium en los años sesenta, que los propaga, y a partir de ahí se desarrolla tanto una especie de religión «varickística» que espera la llegada de su Mesías como una corriente de escepticismo al respecto. En fin, todo ello da lugar al autor para establecer un espacio de la conciencia del mundo que se divide en tres planos: el de la realidad propiamente dicha, tal y como la conocemos, que transcurre en el planeta Terra, o sea, el nuestro; el de un mundo análogo a éste, que tiene su presencia en un planeta análogo llamado Demonia. Y, por último, el de un planeta análogo al análogo, llamado Ardis, de donde procede el narrador más distante de esta historia en apariencia abracadabrante.

Punto uno: ¿Qué pinta Varick en este nuestro mundo llamado Terra? Es algo así como un último asidero del entendimiento después de los sucesivos fracasos de los grandes sugeridores de vida auténtica anteriores a él (Krishna, Cristo, Buda, un tal Alkan) olvidados o malinterpretados. Sus enseñanzas se extienden hasta el fin de nuestro siglo, en que muere dando fin así a la era de Varick y… ¿a la última oportunidad de redención? Mientras tanto una nave del planeta de Varick ronda la Tierra (o Terra) por ver si al menos logra rescatarlo para llevarlo a morir a su lugar de origen a la vez que le recriminan que se haya quedado en Terra en lugar de volver con toda la expedición que una vez visitó ese desdichado planeta. Varick es un mar de vida, un mar de conciencia en estado puro y ofrecido.

Punto dos: ¿Qué es eso del planeta análogo a Terra (Demonia) que tanto preocupa a nuestros personajes? En la realidad del lector, una proyección de la imaginación; en la imaginación, un mundo al que se accede por medio de los sueños de los personajes en la medida que éstos son el espejo de un anhelo de vida mejor o, si se me permite la redundancia, de vida «soñada». En términos psicológicos, una transcripción literaria del «otro yo»: una tradición que se inicia de la mano de Stevenson. El juego de analogías es, evidentemente, una proposición de lectura y de juego a la vez cuya última diana es el territorio de la conciencia.

«Demonia es en realidad Terra, si nosotros pudiéramos verla.» Eso es lo que se dice Marcelo, el protagonista, y así es, en efecto. La analogía es evidente a medida que la novela avanza. El paso de uno a otro planeta regirá el viejo conflicto entre realidad y deseo que late bajo estas páginas. Son unas páginas que están llenas de cosas, una gran cantidad de cosas descritas detallada y acumulativamente para que pesen como deben en la historia. Y junto a esa cantidad de cosas y a su peso están la gran cantidad de imágenes que pueblan el libro. Tanto las cosas como las imágenes son el principal vehículo del pensamiento que respira en la novela, pero, a diferencia de los pensamientos que son expuestos como propiamente tales, las cosas y las imágenes establecen la verdad literaria de la vida: la vida está en las cosas y en las imágenes y los personajes viven cuando se relacionan con ellas.

Porque la novela tiene un problema, en mi opinión, y es el exceso de doctrina. Casi todo lo que es narración (el mundo en torno al teatro de la primera parte, el relato de la gata basado en una figuración expresiva de la voluptuosidad, el hallazgo de Varick narrado desde una textura de documental cousteauniano y hasta la breve y leve danza en la nieve de Rita) resulta soberbio. En algún caso hay tropiezos (la parte de Isadora Duncan) pero es raro que suceda. Las andanzas a pie de escritura, a pie de imagen, de los personajes, son extraordinariamente atractivas y sugerentes; en cambio, cuando se elevan a la referencia de la «varickística», se produce un salto de lo literario a lo doctrinario que empobrece la escritura hasta convertirla en un artificio que tiende a sostenerse en su misma artificiosidad. Lo que apresuradamente denominaré la «teórica de los mundos análogos» es muy inferior a la consecución expresiva de las escenas eminentemente narrativas.

Finalmente Varick parece ser el nombre de un anhelo que se corresponde con una época de la segunda mitad de nuestro siglo; un anhelo que sólo es posible en sueños, o que sólo se manifiesta en sueños, o que, más crudamente, representa la imposibilidad de la felicidad. Y el fin de la era de Varick es el fin de un anhelo, un anhelo de nuestro tiempo acaso no menor que el que desataron en el suyo las expectativas de los ilustrados del XVIII , pero un anhelo, no una realidad. Y, sin embargo, en ocasiones la novela parece insinuar que el anhelo también forma parte de la realidad, que es una forma de realidad, en definitiva. Lo cual, con ser muy interesante, con ser decisivo en la novela, no acaba de asentarlo la escritura, pues, al tratar de fundamentar esa convicción, el relato o bien se hace discursivo o bien se mueve hacia formas utópicas demasiado evanescentes para ser sugerentes. Al final, uno se da cuenta de que toda la construcción intelectual de los mundos análogos se esfuma, una y otra vez, cuando debe mostrarse, como si la narración titubeara a la hora de encontrar su centro narrativo. En mi opinión, el verdadero lastre de este libro es la confusa presencia de la religión varickística. La teórica no acaba de estar a la altura literaria del libro. Y, en cuanto a la composición de personajes, si bien éstos no pretenden serlo al estilo tradicional, no dejan de presentar algunas lagunas –toda la relación final de Marcelo y Rita, por ejemplo, es repetitiva, reiterativa–. La misma pandilla –que no deja de recordar en algo al Club de la Serpiente cortazariano– parece (a veces, sólo a veces, afortunadamente) una reunión de flotantes, de inocentes del tipo de los que creen que el motor de agua está inventado y a punto, pero que no se comercializa en el mundo porque lo impiden las grandes multinacionales del petróleo. Pero eso no desmerece al escritor, sólo indica que, de momento, su talento y su ambición no terminan de ajustarse a sus recursos, al menos en lo que a composición de una novela se refiere.

«–¿Ve usted? –dijo el hombre–. Así son nuestras vidas. Dibujos de la nieve en la oscuridad.» Por decirlo de alguna manera, todo lo que en la novela son «dibujos de la nieve en la oscuridad», imagen espléndida que muestra de un solo golpe la fragilidad, la fascinación sensual, la belleza cambiante y la fugacidad de la vida, es lo que caracteriza los mejores momentos de sus personajes. Porque es preciso decir que la eficiencia expresiva de la escritura de Andrés Ibáñez es apabullante. No creo que haya muchos escritores que puedan disputarle ese territorio de excelencia, y ninguno en su registro. A ello hay que unir un empleo excelente del diálogo, un sentido del humor realmente vigoroso y exigente, distribuido con habilidad envidiable, y una mano para la descripción de sensaciones y objetos «sentidos» llena de calidades y matices que encienden la imaginación del lector. Pero lo más llamativo es que él describe muy bien en la novela esa escritura: «La pasión con que recreaba los detalles de las cosas y la distancia con que hacía que todos esos detalles se destacaran, nítidos y sensuales, contra el fondo negro de la muerte». Porque lo cierto es que detrás de esta historia está la muerte, tanto de los anhelos como de la muerte física, es decir, el fin de una vida y de una época y del propio Varick, que es tanto como decir de un modo de soñar.

En definitiva, lo que parece haber es una lectura imposible en la que todo cuanto acontece o aparece en la novela significa algo, pero en la que tal multiplicidad y complejidad de significados, realizados con la atención con que se borda un tapiz, no se ha dispuesto adecuadamente; de modo que las partes, casi siempre excelentes, no acaban de casar para convertirse en la figura que contiene todas las figuras que la conforman según la soñó el autor. Esa lectura imposible quizá no lo sea para el autor, pero me temo que lo es para el lector. De hecho, creo que es una novela espacial, eminentemente espacial y la ausencia de movimiento temporal la empantana en ocasiones. La lectura es eminentemente estimulante, quede bien claro, pero hay que vadear algunos terrenos cenagosos.

Hay algo más: esta es una novela diferente, distinta, como dije al principio. Lo es además en su modo de abordar la literatura. A su lado, la mayor parte de las novelas que se vienen publicando desde hace muchos años parecen repeticiones de un modelo que nadie quiere sustituir. La apuesta de Andrés Ibáñez es la de una ruptura a conciencia que causará desconcierto y rechazo, pero que no es algo aislado: su literatura conecta con una línea maestra de narrativa que tiene mucho más que ver con, por ejemplo, El arco iris de gravedad, de Pynchon, que con el realismo tradicional de la literatura española (que aún no ha conseguido asimilar ni siquiera a la generación perdida o que se ha dejado deslumbrar con la apariencia de facilismo que tiene del minimal). Por el camino que abre Andrés Ibáñez entra en nuestras letras un modo de narrar y de concebir la novela realmente inédito hasta ahora, pero propio suyo, producto de una asimilación –y digo asimilación, no simulación– que va de Nabokov a los posmodernos, por no mencionar a clásicos anteriores como Proust, que no es ajeno, sospecho, ni al nombre de su protagonista principal: Marcelo.

Teniendo en cuenta los tiempos y los elogios fáciles que corren por ahí, temo que alguien pueda pensar que esta es una novela prescindible. Craso error: es una novela imprescindible, con todas sus imperfecciones incluidas porque, además de poseer una escritura de primer orden, es una puerta abierta; y esto sí que es una rareza benéfica y singular.

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