Buscar

La(s) izquierda(s)

El mito de la izquierda

GUSTAVO BUENO

Ediciones B, Barcelona, 324 págs.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Un libro de Gustavo Bueno sobre la izquierda tenía que suscitar polémica. Y lo ha hecho. Apariciones y declaraciones públicas del autor, debates, entrevistas, programas de televisión han dejado en claro que el filósofo sigue impertérrito en su propósito de fustigar complacencias, destruir conveniencias y cuestionar aquiescencias. Bien hecho.

El objeto del vapuleo es ahora la idea de «la izquierda». Cosa, en sí, poco novedosa porque la(s) izquierda(s) suele(n) ser materia de controversia. No pasa año o mes, quizás semana o día, en que alguien no publique algo u organice algún seminario, mesa redonda o jornadas de reflexión sobre la crisis de la(s) izquierda(s), su agónico estado, su lamentable situación, sus perspectivas o falta de ellas, su unión, desunión o perdición. A las izquierdas les ocurre, con bastante lógica, lo mismo que al marxismo que, para ser una doctrina fracasada, ha movido más letra impresa que el Credo de Nicea. En este mismo año ha aparecido otro libro de Horacio Vázquez RialHoracio Vázquez Rial, La izquierda reaccionaria, Barcelona, Ediciones B, 2003.sobre el mismo asunto en la línea de moda de los arrepentidos, que es muy propia de la izquierda. Escasos son los libros que se asoman a los escaparates escritos por gentes de derecha(s) que se hayan hecho de izquierda(s). Lo inverso, en cambio, es tan habitual que hemos dado en considerarlo casi ley de vida. Pues, según reza el dicho, el hombre nace incendiario y muere bombero. Sin ser un arrepentido, yo mismo publiqué mi propia consideración al respecto allá por 1989, antes de la caída del muro, en un libro cuyo título, en buena medida, hacía innecesario leerloRamón Cotarelo, La izquierda: desengaño, resignación y utopía, Madrid, El Drach, 1989..

Pero, aunque el tema no sea original, el tratamiento de Bueno sí lo es. No tanto como fuera de esperar, dada la trayectoria del autor, pero a distancia considerable del resto de los tratamientos al uso. En líneas generales, éstos vienen a agruparse en tres grandes modos: a) obras escritas desde perspectivas subjetivas, como memorias, justificaciones personales o ajustes de cuentas; b) obras con pretensiones objetivas sobre experiencias concretas en tiempo y lugares determinados, lo que los franceses llaman histoire évènementielle, y c) obras con ambiciones científicas que, dadas la complejidad y dificultad del tema, acaban resultando por lo general en unos productos que Bueno, el materialista filosófico, consideraría míticos, confusionarios, cuando no claramente místicos.

El mito de la izquierda quiere huir de las tres querencias e inaugurar una cuarta: un tratamiento sistemático, riguroso y científico (científico betaoperatorio, supongoEl autor incluye un glosario al final del libro en el que define in extenso el término «beta-operatorio». Serán suficientes los dos primeros párrafos: «Adjetivo que se aplica, en la teoría del cierre categorial, a las ciencias, y por extensión a las doctrinas que no sean estrictamente científicas, que se ocupan de campos entre cuyos términos figuren los propios sujetos operatorios, humanos o animales. Las ciencias o doctrinas beta-operatorias se distinguen de las ciencias alfa-operatorias que no contienen en sus campos a sujetos operatorios» (pág. 301).) de la izquierda. En parte lo consigue; en parte, no. La obra se sitúa decididamente en el tercer modo, el del enfoque sistemático y académico. El tratamiento del objeto es, en efecto, muy riguroso y extremadamente especulativo. El afán de precisión conceptual de Bueno le lleva a una clasificación tan intrincada, compleja y matizada que recuerda el famoso aparte de Polonio en Hamlet, II, 2, 206, «Though this be madness, yet there is method in "t"». Y, como el agua derramada, los otros enfoques acaban encontrando también algún aliviadero. El «aquí y ahora» évènementiel de España late a lo largo de toda la obra y, como trataré de sostener más adelante, es el que le insufla su auténtico sentido; y tampoco está ausente la experiencia personal que, a veces, asoma con alguna virulencia.

Según avisa el autor ya en el tercer párrafo del libro, la tesis fundamental de éste es que «mientras cabe reconocer una unidad unívoca, de fondo, a las derechas, en cambio no cabe reconocer una unidad semejante a las izquierdas» (pág. 7). Ese postulado de la unidad unívoca de la derecha no me parece tan claro como se afirma. Si se observa la realidad, se verá que la derecha suele ser una donde también lo es la izquierda (como en Estados Unidos o el Reino Unido), grupos marginales en su sitio, al margen. Donde la izquierda no es unitaria (Francia, Italia, Holanda, etc.), tampoco lo es la derecha. Queda algún caso que es excepción, como el de Alemania, donde, desde la caída del muro, coexisten unas izquierdas diversas con una derecha unitaria. Y aun así, no debe olvidarse que esta situación excepcional se produce desde la caída del muro y que la unidad de la derecha se constituye sobre una alianza de dos partidos, siempre que se quiera situar al Liberal en algún limbo equidistante entre la derecha y la izquierda. Bueno contestará que él no se refiere a los partidos de derechas, sino a la «idea» de la derecha (emic y eticTambién en el glosario, Bueno explicita el significado de estos dos términos: «Distinción de Pike de aplicación a las disciplinas filológicas y antropológicas en general y que establece las dos perspectivas fundamentales desde las que se pueden tratar los materiales lingüísticos, culturales o sociales. La perspectiva emic es la perspectiva del agente o agentes del proceso o institución que se analiza; la perspectiva etic adopta un punto de vista propio del investigador» (pág. 304).) que consiste en lo esencial en profesar respeto al principio de «apropiación». Apropiación privada, es de suponer. Casi todas las izquierdas (la revolucionaria/radical, la liberal, la socialdemócrata, la comunista actual en los países occidentales y la asiática), sin embargo, sostienen también este principio, aunque estén inclinadas a dar mayor peso que la derecha a alguna forma de apropiación colectiva y/o pública. Que en algo habían de diferenciarse izquierdas y derechas.

Pero lo que importa al autor es ahondar en la distinción entre los diversos «géneros» (o generaciones) de izquierdas, de los que llega a distinguir hasta seis (seis clases de izquierda «definida»; la «indefinida» es otra cosa): la izquierda radical, la liberal, la libertaria, la socialdemócrata, la comunista y la asiática (págs. 165 a 233). De ese modo se opone al mito del carácter unitario de la izquierda, que se le antoja oscurantista y confusionario, además, claro está, de ser un mito, esto es, algo que, aun teniendo un logos, es caprichoso e inventado. Pura fantasía. No obstante, cabe preguntarse si esta distinción es de tanta importancia que se explica sea la «tesis fundamental» de un libro tan denso. Porque, a veces, da la impresión de que el uso del sustantivo «izquierda» en singular o plural (además de los empleos partidistas y circunstanciales) obedece a razones retóricas o meramente eufónicas, como cuando la llamada «cuestión social» se perfilaba como el problema «del obrero» o el feminismo se refería a los problemas de «la mujer». Todavía hoy la ONU tramita resoluciones dentro del epígrafe genérico del «adelanto de la mujer».

No disminuye la anterior sospecha ver cómo, tras tomarse el trabajo de negar el singular y remachar el plural, Bueno los utiliza a veces de forma indistinta a lo largo del libro, si bien ello pueda deberse a un descuido en el proceso de edición pues, en efecto, la obra no ha pasado por una corrección de pruebas satisfactoria. Que el asunto no parezca quitarle el sueño a nadie se prueba con un reciente artículo de Gaspar Llamazares Trigo, para quien la unidad de las izquierdas es tan necesaria, conveniente y natural que, en el mismo escrito aboga por la unidad de «la izquierda» (en un bloque electoral de IU con el PSOE y otras fuerzas) para derrotar al PP en las próximas elecciones legislativas españolas de marzo de 2004, y por la unidad de «la izquierda» a la izquierda del PSOE para llevar a las elecciones europeas un mensaje más radical, es de suponer que el socialdemócrataGaspar Llamazares Trigo, «Buenos tiempos para la izquierda», El País, 15 de diciembre de 2003.. Si esta «tesis fundamental» no es tan relevante, ¿no habrá otra en cierto modo oculta y más relevante, al modo de la distinción entre las funciones «manifiestas» y las «latentes» que puso en circulación la antropología funcionalista? De eso se trata ahora.

Bueno sitúa el origen histórico de la izquierda en la Revolución Francesa, a la que llama repetidamente la «Gran Revolución». De haber retrocedido algo más en el tiempo, se hubiera encontrado con la otra revolución, la inglesa del siglo XVII , y a lo mejor hubiera considerado que la división del «New Model Army» (curiosamente, el mismo nombre que dieron los comunistas chinos al Ejército Popular) en una «derecha» (los puritanos del propio Cromwell y su yerno, Ireton), un «centro» (los levellers) y una «izquierda» (los diggers), no carecía de interés; especialmente porque dicha división o fractura se produce en torno a dos cuestiones que son importantes para la(s) izquierda(s): el sufragio universal o condición de ciudadanía y la apropiación privada de la tierra, cuestionada por los diggers de Lilburne, que proponen un régimen comunal. Admitido: mencionar el precedente inglés hubiera difuminado la intención de Bueno, consistente en subrayar el elemento esencial de la Revolución Francesa, lo que confiere a ésta su carácter único, su grandeza y su irradiación sobre los siglos posteriores: la fundación de la «Nación política». Y este es, a mi entender, el meollo de la obra. Lo latente.

Comparado con esta aportación de la Nación política, todo lo demás palidece o se hace irrelevante. Hasta la revolución norteamericana, anterior a la francesa, recibe un trato desdeñoso de Bueno, que no cree que la creación de los Estados Unidos haya supuesto una innovación política importante de las dimensiones de la francesa, sino sólo la aparición de un imperio más en la línea de los que inauguró el de Alejandro. Este menosprecio de los Estados Unidos no es enteramente justo. Haciendo a un lado la cuestión de si éstos se basan o no en un concepto de nación similar al francés, merece la pena resaltar una de las innovaciones políticoconstitucionales norteamericanas que ha tenido una importancia decisiva en la configuración del mundo posterior, a saber, el control judicial de constitucionalidad de las leyes. Gracias a él, la norteamericana es hoy la constitución escrita en vigor más antigua del mundo y el país que organiza ha tenido más de doscientos años de estabilidad institucional.

En Europa, en cambio, la jurisdicción constitucional sólo se abre paso a partir de la obra de Kelsen y la Constitución federal austríaca de 1920 y, en algunos casos, por ejemplo, el francés, es dudoso que lo haya hecho todavía. En buena parte, el resultado en Francia ha sido una historia turbulenta e inestable y una cascada de constituciones, como en España. Lo que es incongruente con la preeminencia de la idea de Nación política que pretende siempre ampararse en una constitución. Así lo quiere la doctrina del Verfassungspatriotismus (patriotismo constitucional), invocada en su momento por Dolf Sternberger para entender la división de las dos Alemanias en la segunda posguerra y las cuestiones de la respectiva legitimidad y lealtad de unos y otros alemanes«Wir leben nicht im ganzen Deutschland. Aber wir leben in einer ganzen Verfassung, in einem ganzen Verfassungsstaat, und das ist selber eine Art Vaterland» («No vivimos en una Alemania íntegra. Pero vivimos en una Constitución íntegra, en un Estado constitucional íntegro y eso es ya una forma de patria»), citado en Josef Schüsslburner, «Die deutsche Freiheit, erdrosselt vom Verfassungspatrotismus», www.staatsbriefe.de/1994/1995/schuess4.htm.. Doctrina que los españoles, angustiados con las tensiones separatistas de los nacionalismos llamados «periféricos», descubrieron en la formulación de Jürgen Habermas y adoptaron como versión actualizada de la «nación política» a título de arma ilustrada y «no nacionalista» contra la amenaza de la «ley de la sangre» de los nacionalismos étnico-lingüísticos. «La France a fait la France» de Michelet frente a los patois; el alemán de Goethe frente a las lenguas vernáculas o el plattdeutsch, según recuerda Bueno. Volveré sobre esto algo más abajo.

Pero no es la estabilidad o continuidad institucionales lo que importa a Bueno, sino el carácter taxativo de la idea de Nación política, único y verdadero criterio para distinguir lo moderno de lo premoderno o, por utilizar figuras marxistas, la prehistoria de la historia. Lo dice él mismo, ya olvidado de la primera «tesis fundamental» que anunciaba en la página 7: «El análisis de la vinculación interna y permanente entre la Izquierda política, originalmente republicana y la Nación política es el objetivo de este libro» (pág. 131).

Esa idea de Nación es nueva y privilegiada. Hasta entonces, las nationes eran concepto eclesiástico (en los concilios) o universitario, que venía a ser parejo, en la organización de los colegios mayores. La holización que agrupa a todos los individuos-átomos que viven en un Estado en una sola entidad «nacional» es el gran avance revolucionario. Nótese: el Estado (organizado durante la monarquía absoluta) precede a la Nación; no a la inversa. Esa creencia inversa es la que convierte a Mancini de clarividente heraldo de la mentalidad nacional liberal en un potencial fanático del villorrio. Además, constitutivamente, la Nación es republicana y supone el verdadero punto de engarce de todas las izquierdas que se distinguen así de la derecha que era, y siguió siendo, el partido del rey.

A riesgo de acabar admitiendo que la política, si es ciencia, lo sea oculta, hay que advertir que esta última distinción (y fuera de la muy problemática de la «apropiación») no es convincente del todo. ¿Acaso no son «nacionales» en este sentido de Bueno las derechas de hoy? ¿No hablan los gaullistas y liberales franceses de las «virtudes republicanas»? ¿No se han hecho democráticas las monarquías, por intrincado que ello pueda ser? ¿No son monárquicas, al menos en un sentido «paulino» muchas izquierdas? Este asunto puede ser colateral, aunque no insignificante, porque es dudoso que el criterio propuesto para distinguir a las izquierdas (o la izquierda) de la derecha sirva a tal menester.

Para lo que sí sirve y, al parecer, importa al autor por encima de todo, es para encontrar un hilo de oro que recorra a todas las izquierdas que han ido sucediéndose a lo largo del tiempo: el hilo de oro del Estado-nación que en Bueno ha de entenderse no como la coincidencia material de un Estado como entidad jurídico-política con una nación en sentido territorial/cultural/lingüístico, sino como la sublimación del concepto Estado en la perfección de lo nacional. Porque las seis generaciones citadas de las izquierdas se suceden pero no se anulan unas a otras, sino que coexisten, como casi todos los inventos de la humanidad y en contra de las profecías de los agoreros. La radio iba a acabar con la prensa escrita; la televisión con la radio; Internet con todos ellos.

Nada de eso es cierto. Los medios de comunicación conviven unos con otros, más o menos como las izquierdas, que forman un bullicio multicolor en el que, según Bueno, lo que tienen en común es el objeto de sus desvelos, esto es, el Estado-nación. Por razones de espacio no es posible analizar aquí el intrincado razonamiento por el que el autor incluye en el redil izquierdista al anarquismo señalando que su referencia es, asimismo, el Estado-nación. Pero es una hazaña dialéctica. Nada tiene, pues, de extraño que, llevado de su admiración por el legado de la Nación liberal francesa, Bueno haga suyas las palabras de Mehring: «La suprema meta de la emancipación proletaria pasa, como condición ineludible, por la formación de grandes estados nacionales» y remacha el autor, completando el cuadro con el objeto de su interés, que es el latente y esencial del libro, a saber, la Nación española indiscutible: «de ahí el desinterés de Marx y Engels por lo que consideraban "pueblos sin historia" (entre ellos, el vasco)» (pág. 206). Esta afirmación que, con sus considerables vuelos filosóficos, trata de probar que la izTeoría política 14 Febrero, 2004. Nº 86. REVISTA DE libros quierda para serlo ha de ser verdaderamente nacional (frente a las acusaciones, como las de César Alonso de los Ríos, de que se ha hecho culpable de lesa patriaCésar Alonso de los Ríos, La izquierda yla nación. Una traición políticamente correcta, Barcelona, Planeta, 1999.), se da de bruces con una realidad histórica para la que los nacionalismos son todos iguales: los de los demás entre sí y con el de uno mismo, y el de uno mismo con el de los demás, nos guste o no. Como buena prueba, un parrafito que se publica en un periódico vasco independentista en el día en que escribo esta recensión: «Cuando hablan del estado-nación como una teoría política fruto de un determinado período histórico, no lo hacen más que para tratar de santificar la historia de la caverna humana, la de su caverna, donde se mata todo lo diferente, vasco, bretón o amerindio. Homosexual, verde o biodiverso, antes y después de la revolución francesa»Tomás Trifol, «Sin patria ni libertad», Gara, 16 de diciembre de 2003..

Me pregunto qué actitud se adopta frente a quien así piensa: ¿ilegalizarlo? ¿Impedirle hablar? ¿Obligarle a hacerlo en un sentido y en una lengua que quizá no sea la suya? ¿Encarcelarlo? ¿Ejecutarlo?

Y aquí viene a cuento de nuevo el asunto de las lenguas que antes quedó pendiente. El desprecio de Bueno por las lenguas vernáculas y el intento de los nacionalistas de ampararlas a través de Estados independientes y propios (sea esto mejor o peor visto) frisa en la falta de respeto por los derechos de las personas. Parece creer que no hay más derechos que… los de los ciudadanos, no de los individuos. Y ello le lleva a utilizar incluso un lenguaje más propio de una arenga que de un discurso reposado. El alemán de Goethe es el idioma que «todos los alemanes hablan con orgullo y como garantía de la justicia de sus tribunales» (pág. 147). Respecto a la justicia de los tribunales tengo mis dudas; no, sin embargo, respecto a eso de que las gentes hablen «con orgullo» su lengua materna.

Ese orgullo está de más, pero, viendo cómo se utiliza, se entiende que el autor tenga un párrafo elogioso para una política de Stalin conocida como «rusificación» de otros territorios, en los que la lengua materna no era el ruso: dicha política consistía en dos actividades confluyentes que Bueno aplaude: «El Estado soviético siguió una política doble: por una parte, el reconocimiento (contra el izquierdismo) de las diferentes etnias culturales, idiomas, etc., de su ámbito, pero, por otra parte, la imposición de un idioma común [el ruso]» (pág. 226). El resultado de esa «imposición» salta a la vista: no solamente no hay nación soviética alguna, si la hubo alguna vez, sino que no queda en pie nada del imperio soviético, habiéndose separado de él y constituídose en Estados independientes en los últimos doce años prácticamente todas las naciones que no eran rusohablantes, con casos como el de Estonia, donde la población rusohablante era más del 50% de la del país. Un éxito, el de Stalin.

Esta opinión nos lleva a la última parte de la crítica a este interesantísimo libro: la de los juicios y experiencias personales del autor. Porque el razonamiento de Bueno en defensa de la nación española es riguroso, sutil y mucho más inteligente que los dislates que se leen y oyen por ahí sobre el «patriotismo constitucional» y otras formas de justificar lo injustificable, esto es, la superioridad de un nacionalismo (que, además, dice no serlo) frente a los otros. Con todo, no consigue evitar los inconvenientes de deambular por un campo lleno de trampas, mezclando varias disciplinas beta-operatorias. El resultado es que la reflexión de Bueno tropieza con las convicciones de Bueno, algunas de las cuales aparecen explícitamente y otras implícitamente, pero todas dejan siempre al lector con la preocupación de cómo sería el gobierno de unas izquierdas que así pensaran.

El marxismo, por ejemplo, implícito siempre, si no me engaño, le hace decir cosas sorprendentes. Hablando de la Revolución Francesa, afirma que desmontó el orden feudal, pero «dio paso a un orden social y económico todavía más injusto y cruel, el orden burgués, el de la explotación capitalista sin límites, el orden que Marx analizó en su inmensa obra» (pág. 149). ¿Más injusto y cruel el capitalismo que la servidumbre de la gleba, los diezmos, los pechos, las alcabalas, los señoríos jurisdiccionales, las lettres du cachet, las penas infamantes, la tortura, la arbitrariedad o el pillaje, por no hablar de las ejecuciones sin juicio y en masa o de los autos de fe? Quizá se trate de un tropo pero, en tal caso, hay que ver qué figura se emplea en una afirmación una página después, cuando se dice que, «el proletariado habría podido organizarse y su vanguardia pudo poner más tarde los cimientos, en la Revolución soviética, de una sociedad verdaderamente justa» (pág. 150). Es posible que el condicional esté empleado al modo francés, pero el indefinido que atribuye a la revolución soviética el haber puesto los cimientos de una sociedad «verdaderamente justa» deja atónito al lector a más de diez años de la caída de la Unión Soviética, cuando ya se saben muchas cosas que antes quizá se ignoraran desde las fosas de Katyn al archipiélago Gulag.

Esta sorpresa dejará atónito a su vez al autor, que considera una buena cosa que determinadas formaciones en las que no se detiene en su obra, como Unificación Comunista de España, gracias a su «actividad incansable, a través de sus Ateneos XXI o del periódico De Verdad, [mantengan] viva la llama del marxismo revolucionario» (pág. 258). Estos de Unificación Comunista de España, si no ando equivocado, son los que se manifiestan en ocasiones por las calles de San Sebastián con banderas españolas al grito de «fuera el fascismo nacionalista», manteniendo así viva la llama del «marxismo revolucionario», cuyas vanguardias no podían formarse en las regiones periféricas y las repúblicas de la extinta Unión Soviética, según Stalin, a causa del nacionalismo «amparado por la derecha» (pág. 219).

Por último, la cuestión de la experiencia o peripecia personal e, incluso, ajuste de cuentas. Una de las últimas formas prácticas que adopta el mito confusionario de «la izquierda» es un Manifiesto de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas, contra el que Bueno arremete con saña, considerándolo algo insufrible. Y, aunque advierta que varios de los firmantes del manifiesto son amigos suyos, concluye que cien personas que, por separado, puedan ser cien sabios, cuando firman un tal manifiesto «constituyen un conjunto atributivo formado por un único idiota» (pág. 248). Está claro que en el examen y revisión del «mito de la izquierda» que hace Bueno, con una claridad conceptual, profundidad de análisis, vastedad de conocimientos y amplitud de horizontes apabullantes, cabe también la diatriba personal e, incluso, es de imaginar, la brusca ruptura de amistades (pues a nadie le gusta que lo llamen «idiota»), en prueba de que se trata de un quehacer teórico beta-operatorio.

En resumen, un libro de sumo interés, escrito con elegancia, claridad y mucha vehemencia. Un libro que sacude, zahiere, critica, reprocha y cuestiona todo cuanto toca y frente al que es muy difícil, por no decir imposible, mantener una actitud de desapasionado distanciamiento. Un libro, por último, en el que la función manifiesta no resulta patente, pero la latente sí resulta manifiesta.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

13 '
0

Compartir

También de interés.

Una promesa vacía

Carácter y destino: una lectura de Luis Cernuda

«No me queréis, lo sé, y que os molesta / Cuanto escribo. ¿Os molesta?…