Buscar

El mito de al-Andalus

Al-Andalus contra España. La forja de un mito.

SERAFÍN FANJUL

Siglo XXI, Madrid

249 págs. 17,13

image_pdfCrear PDF de este artículo.

El libro de Serafín Fanjul se compone de una serie de capítulos –desde el denominado «Antiprólogo» hasta un último a modo de apéndice sobre «»Os mouros» en la cultura popular gallega»– que habían sido, en su mayor parte, publicados con carácter previo en revistas universitarias especializadas, como Anaquel de Estudios Árabes, Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos, y Awraq, o en periódicos de difusión nacional, como El País, en cuya edición para Andalucía (2 de mayo de 2001, pág. 6) se publicaba también una amplia noticia, de Santiago Belausteguigoitia, sobre este libro del catedrático de Literatura Árabe de la Universidad Autónoma de Madrid, donde se afirmaba que «ha agitado recientemente las tranquilas aguas de las ideas establecidas […] rompe con la visión que muchas personas tienen del pasado musulmán de la península Ibérica […] Serafín Fanjul ha hecho añicos en Al-Andalus contra España la idea de una sociedad musulmana refinada, pacífica y culta que fue doblegada por unos cristianos caracterizados por el salvajismo y la barbarie», e incluía un resumen de las declaraciones del propio autor, entre las que se destacaba como titular la siguiente: «Los musulmanes de al-Andalus no eran españoles, su proyecto político era árabe».

Ciertamente, aunque los temas y los aspectos abordados en los diferentes capítulos del libro son muy diversos, el objetivo prioritario que se marca el autor en todos ellos es desmontar la imagen idealizada de al-Andalus, de la «España musulmana», como tierra de tolerancia y de convivencia entre las tres culturas y las tres religiones monoteístas, y el mito de las raíces islámicas de España, especialmente de Andalucía, como pone también de manifiesto Miguel Ángel Ladero en su «Presentación»: Fanjul se ve en la necesidad de denunciar y deshacer «tópicos, falsedades y supercherías de diverso género con que hoy se nos pretende convencer sobre las herencias islámicas en España y la antigua convivencia entre musulmanes y cristianos».

Nadie medianamente informado puede negar la corrección de esta tesis y lo justo de este objetivo, pues son muchas las interpretaciones abusivas que todavía hoy se difunden acerca de las supuestas excelencias de eso que se ha venido denominando «islam español», como también hay que compartir muchas de las críticas y de los argumentos del autor sobre, por ejemplo, la consideración de Alfonso X como ejemplo paradigmático de «las tres culturas», la aplicación de conceptos y nociones del presente al análisis de la Edad Media, la comparación –en conexión con lo anterior– del trato a los moriscos con el colonialismo europeo de los siglos XIX y XX, la falacia acerca de los orígenes árabes y andalusíes del flamenco y de las más diversas costumbres populares, la denuncia de los excesos de Américo Castro y sus seguidores, especialmente de literatos como Pedro Antonio de Alarcón, Antonio Gala o Juan Goytisolo, o la acertada descripción de la esquizofrenia de muchos «maurófilos», que suelen fascinarse por las glorias y excelencias del pasado musulmán, pero desprecian simultáneamente a los musulmanes contemporáneos, a «los moros» vivos.

Sin embargo, la corrección de las tesis de partida y lo atinado de esas críticas no implican, desde mi punto de vista, que el método utilizado y los derroteros por los que opta Serafín Fanjul para conseguir su objetivo sean los más adecuados, o que pueda ser compartida de forma acrítica la conclusión general que se infiere de su lectura: la existencia desde la remota antigüedad romana de una «identidad hispana», recuperada por la «identidad española» a partir del siglo XVI, cuyos rasgos definitorios son el cristianismo y la latinidad y en la que no tienen cabida los musulmanes de al-Andalus. Aunque el libro carezca de conclusiones y no esté exento de aseveraciones contradictorias, esta vieja idea del nacionalismo español es la que subyace, y a veces se formula explícitamente, en los planteamientos del autor cuando pretende destruir el mito de al-Andalus y los tópicos a él asociados.

Si el título del libro, Al-Andalus contra España. La forja de un mito, induce, en principio, a pensar que su objetivo fundamental consistía en abordar críticamente la forma en que se forjó el mito de la esencia nacional española frente a, o por contraste con, la Edad Media islámica de la Península, lo que en realidad y únicamente se pretende es destruir el mito de al-Andalus, pero en ningún caso el de la España eterna, igualmente falseador y manipulador del pasado.

El autor critica la manipulación del pasado llevada a cabo por una corriente del nacionalismo español, y lo hace recurriendo prioritariamente a la proyección de esa orientación ideológica en el discurso literario, sin mencionar a las grandes figuras del arabismo, principales artífices de esa mitificación, sin recurrir apenas a la producción historiográfica, ni aludir tampoco a la otra corriente del nacionalismo español –la que arranca con Lafuente Alcántara, Amador de los Ríos, Estébanez Calderón y que tuvo su máximo representante en la figura de Francisco Javier Simonet, sus seguidores en la época franquista y sus secuelas en la literatura hasta el día de hoy– que también manipuló la imagen de alAndalus, pero para denigrarla y enjuiciarla negativamente. Una y otra posturas son la cara y la cruz de una misma moneda: el nacionalismo español y la proyección en el pasado de los rasgos que en uno y otro caso se consideraban fundamentales de la esencia nacional. Son los dos extremos de la controversia ideológica sobre el carácter de la identidad española y sobre los elementos que a lo largo de la historia habían integrado esa identidad: si sólo los latinos y cristianos, o también los árabes y musulmanes.

Serafín Fanjul reaviva esa vieja polémica de la historiografía nacionalista, pero no para superarla, sino para inscribirse en una de las opciones, la excluyente, la que considera al-Andalus como un obstáculo en la continuidad de una identidad nacional hispana que hunde sus raíces en la antigüedad y se recupera –«recuperación de la latinidad» en la que insiste– tras la conquista de los Reyes Católicos y la expulsión de los moriscos. ¿Qué otra lectura puede hacerse, si no, del capítulo «España perdida y recuperada» (págs. 24 y sigs.)? En ese apartado plantea la «pérdida de España» tras la conquista de 711 y la posterior «recuperación de la Península por sus legítimos dueños» (pág. 49), marcando dos etapas en ese proceso: una primera, hasta el siglo XI, en que se ve al-Andalus como un peligro ante el cual es preciso «resistir» para «sobrevivir» y después iniciar la «recuperación», y la segunda, desde los siglos XI al XV, en que los reinos cristianos son hegemónicos y surge el deseo de «recuperar por entero la integridad política y religiosa de la Península», de recuperar «todo el suelo de España» (pág. 25).

En realidad, con estas afirmaciones el autor cae en lo que critica al reinterpretar el pasado en función del presente (la unidad de España) y atribuir anacrónicamente, como hace, a Alfonso X, en el siglo XIII, «un fuerte desarrollo de la conciencia nacional» y una reafirmación de «la conciencia nacional hispánica que ya se mostraba en las crónicas latinas anteriores» (pág. 41), o al hablar de que «la imperiosidad legitimista de la posesión de España se afianza durante el siglo XI » (pág. 49, y la misma idea en págs. 50 y 51) y de que «la visión histórica de España recuperando su integridad territorial es para sus protagonistas, antes que nada, una restitución de plena justicia» (pág. 53). En una visión bastante sesgada y simplista, elaborada a partir de las fuentes cristianas y en la que destaca más lo que silencia que lo que explicita, reproduce todos los lugares comunes del historicismo nacionalista: el colectivo nacional preexistente, atacado y puesto en peligro, pero que resiste y sobrevive a la agresión y dominación externas para recuperarse y triunfar finalmente.

No desentonan con esos planteamientos otras afirmaciones, como cuando expone que «la recuperación del concepto histórico-político de España» es «una obligación para los hispanos» (pág. 50), no así para «los árabes», sobre los que señala: «la precariedad de la defensa entre musulmanes» como resultado de «una mala conciencia histórica, fruto de saberse extraños a la tierra, todavía en tiempos tan avanzados como el siglo XI », o «frente a los musulmanes del sur –esos a quienes Américo Castro y todos sus repetidores estiman tan propios del país como los cristianos del norte– que aún en los siglos XII, XIII y XIV persisten en inventarse genealogías […] reclamándose árabes en el estricto sentido racial y, por consiguiente, foráneos y ajenos a toda idea de continuidad de la Hispania visigótica y romana…» (pág. 51); aspecto en el que insiste, por ejemplo, cuando denuncia la falacia que implica afirmar que «los musulmanes de España eran españoles» (pág. 112) o cuando pregunta de forma retórica «¿podrían aclarar de una vez por todas los castristas (de don Américo, se entiende, por favor) si los moriscos eran españoles o pertenecían a otra raza»? (cursiva en el original, pág. 59, n. 14). Aunque esto entra en contradicción con su definición de al-Andalus como «España musulmana» (pág. 110) y con su alusión a «los residuales musulmanes españoles» (pág. 4), tal vez por seguir la tradición del arabismo español, más extraño resulta en un arabista que utilice indistintamente y como sinónimos los términos «árabes» y «musulmanes», o que interprete exclusivamente en términos raciales los lazos genealógicos, obviando la relación de walà, pero no creo que se trate de una ingenuidad, pues al hacerlo así considera a todos los musulmanes de al-Andalus «extraños a la tierra», silenciando que la mayor parte de esos musulmanes eran indígenas islamizados y arabizados, esos a los que Simonet consideraba «traidores», y que algunos de ellos no se inventaron falsas genealogías árabes como, entre otros, los célebres Banu l-Qutiya, descendientes de la monarquía visigoda, quienes desempeñaron, sin embargo, un importante papel en al-Andalus hasta el final del dominio islámico en la Península.

Con todo ello, y con esos silencios, viene a justificar el argumento fundamental de su obra: que los hispanos, los «españoles» –término, junto al de «España», del que abusa y aplica a todos los contextos históricos– eran sólo los cristianos del norte, en lucha contra los musulmanes foráneos, y los mozárabes, «los que más los padecían en directo» (pág. 25), los que mantenían esa «idea de continuidad de la Hispania visigótica y romana», y le sirve, sobre todo, para justificar la Reconquista y la expulsión posterior de los moriscos.

Siguiendo la conocida idea de Menéndez Pidal, la Reconquista y la política de los Reyes Católicos supusieron «la reincorporación de España a la latinidad», a esa «mamá latina» a la que él dice profesar «un profundo amor filial, casi edípico» (pág. XXVII ) (no menos esquizofrénica, por cierto, debe resultar para un arabista esta irreprimible «latinofilia»), y ahorraron a España «gravísimos conflictos internos que aún colean en países como Turquía», para añadir, entre otras reflexiones del mismo talante, «la tolerancia religiosa y la pluriconfesionalidad no es siempre signo de progresismo, atomiza la sociedad, caso de Líbano, Irlanda del Norte y Yugoslavia» (pág. XXVI ). No dice, sin embargo, y puestos a comparar, que la uniformidad confesional, que se impuso en España, no impidió la Guerra Civil, como tampoco la «latinidad» de Europa pudo impedir las dos guerras mundiales ni la aparición de un fenómeno tan típicamente europeo como el nazismo, aparte de la tergiversación que supone considerar la pluriconfesionalidad como el detonante de conflictos que responden a otras causas y persiguen otros fines, no confesados, pero en los que se han utilizado las diferencias religiosas como excusa y justificación.

En cuanto a los moriscos, su imagen negativa en la literatura de la época, la represión de las revueltas y su posterior expulsión, su empeño es restarle importancia a los hechos, relativizarlos y exculpar a la monarquía española por la expulsión, en definitiva –y como el propio autor afirma– lavar la imagen de España, «contrarrestar la leyenda negra» (pág. 61); objetivo que intenta también en el tema de la Inquisición e incluso en el del colonialismo europeo. Para ello recurre a todo tipo de argumentos: la comparación con otras atrocidades cometidas en tierras del islam en todas las épocas, incluida la contemporánea, algo metodológicamente inaceptable, considerar los hechos como práctica común en su momento, o descargar la responsabilidad en la propia manera de ser y de actuar de los moriscos y en que no los aceptaban ni sus correligionarios en el norte de África o, como en el caso del colonialismo, relativizar la agresión por la responsabilidad compartida con las clases explotadoras de los países colonizados (pág. XLII ), afirmando al respecto: «Rechazamos la autoflagelación unilateral si al mismo tiempo los «tercermundistas» no se apean del victimismo eterno y realizan su propia autocrítica» (pág. XXVII ). Una exculpación –a pesar de reiterar que no hay que cargar con las culpas de «un pasado en el que no intervinimos» (pág. 106)– que en ocasiones lleva emparejada una denigración injustificada del «otro», de los árabes y musulmanes.

La pregunta que a mí me surge es: ¿por qué considera españoles a los hispanos romanizados y cristianizados, y no a los hispanos arabizados e islamizados? O bien, ¿por qué considera en términos de confrontación con España y como «extraña a la tierra» sólo a la sociedad que se constituyó tras la conquista islámica de 711 y no a la esclavista romana, también fruto de un dominio externo y de un proceso de aculturación, o a la protofeudal visigoda, cuando ninguna de ellas tienen nada que ver con la sociedad burguesa posterior y mucho menos con la configuración de España como nación en el siglo XIX ? La respuesta se me escapa, a no ser que se otorgue al elemento estrictamente religioso y al lingüístico, en los que parece basarse la idea de continuidad, una función determinante –que desde luego no les corresponde– en la caracterización de las formaciones sociales y de sus estructuras.

l nacionalismo andaluz, que a Serafín Fanjul se le antoja especialmente irritante y preocupante, utiliza los mismos resortes de legitimación en el pasado que cualquier otro, ya sea catalán, gallego o vasco y, por supuesto, que el nacionalismo español; resortes que él mismo emplea en su defensa de la continuidad hispánica y de la identidad española, frente a los «intelectuales de la izquierda» que, según dice, pretenden «destruirla» (págs. 9798). Es así que la crítica al mito de al-Andalus y al nacionalismo que lo reivindica, sea español o andaluz, resulta perfectamente irrelevante, si no se realiza en el marco global de desmontar cualquier manipulación del pasado del mismo tipo, incluida la creencia-mito en la España eterna y su unidad esencial.

En mi opinión, el problema es que se aviva la antigua polémica que mantuvieron Sánchez Albornoz y Américo Castro, pero utilizando también los viejos axiomas acientíficos de esa controversia, sin marcar de partida el carácter ideológico y el poco rigor científico de una contienda entablada en esos términos. Sin duda, esos planteamientos tienen aún hoy buenos cauces de difusión en el campo de la divulgación, de la literatura o de las conmemoraciones y los fastos propagandísticos, pero no están, por lo que se ve, tan superados como algunos creíamos ni siquiera en el ámbito académico, pues no deja de ser desconcertante el desconocimiento, o tal vez la omisión intencionada por parte del autor, de todas las publicaciones de los últimos veinte años, tanto las dedicadas a al-Andalus como a los reinos cristianos de la Península.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

9 '
0

Compartir

También de interés.

La paradoja constitucional hispana

En una conferencia pronunciada en el Senado con motivo de la conmemoración de los…