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Los intelectuales y el comunismo: engreimiento, sacerdocio, ceguera

El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión

STÉPHANE COURTOIS, Y OTROS

Planeta / Espasa, Barcelona, Madrid, 1998

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Rara obra esta del Libro negro del comunismo, firmada por Stéphane Courtois, Nicolas Werth y otros, y rara la polémica que ha suscitado. Ni ofrece análisis de especial profundidad ni proporciona datos que sean radicalmente nuevos. Todo lo que cuenta se había dicho y repetido por la propaganda anticomunista y, desgraciadamente, este es un caso en el que los archivos no hacen más que confirmar las denuncias de la más fiera propaganda. El libro es una especie de crónica de horrores, con casi mil páginas repletas de depuraciones, campos de concentración o genocidios cometidos por o en nombre del comunismo, ese fenómeno al que los autores presentan desde las primeras líneas como la «plaga de este tiempo histórico desbordante de tragedias».

Quizás lo más significativo no sea el contenido del libro sino el contexto en que ha aparecido y el revuelo que ha originado. La obra de Courtois, Werth et al. sigue la senda de El pasado de una ilusión, trabajo de bastante mayor envergadura publicado hace un par de años por el gran historiador François Furet, más tarde fallecido. Es decir, que parece llegada por fin la moda –quién duda de que en la producción intelectual hay modas– entre los intelectuales franceses de condenar el comunismo. Ya era hora, porque hace sesenta años de los procesos de Moscú, cuarenta de la invasión de Hungría y treinta de la de Checoslovaquia, del Archipiélago Gulag o de los disidentes. Lo que es digno de reflexión, por tanto, y lo que quisiera tratar en estas páginas, es la actitud de los círculos intelectuales ante tantos horrores. Es lo que el libro llama «el silencio académico», la negativa a sumarse a la denuncia de aquellos atropellos por parte de una intelectualidad izquierdista que se consideraba vanguardia en la defensa de la libertad, el progreso y los derechos de los oprimidos. Jean-Paul Sartre, sin duda el más perfecto representante de este tipo humano, lo explicó con contundencia cuando dijo que él podía discrepar de ciertos aspectos del estalinismo, pero que un anticomunista, alguien que condenaba la experiencia soviética en su conjunto, era un «perro».

Esto es lo que debería preocuparnos: la indulgencia, comprensión o incluso simpatía, por parte de la intelectualidad occidental, hacia aquel mundo comunista odiado con rara unanimidad por los que lo sufrieron. Courtois y compañía se obstinan en presentar el comunismo simplemente como un producto –el supremo producto– de la maldad humana. Un diagnóstico demasiado sencillo y demasiado genérico; si sólo hubiera sido eso, habría que atribuir su atractivo únicamente a razones patológicas y el libro requeriría un apartado teórico sobre el sadomasoquismo de nuestra especie. Tampoco me parece suficiente atribuir la buena imagen del comunismo, como estos autores hacen, al prestigio de Stalin por haber derrotado a Hitler y al éxito propagandístico logrado al centrar la atención mundial en el gran genocidio perpetrado por los nazis. Creo que ha habido más que eso.

El comunismo ha sido un típico producto de la modernidad: del sueño de la razón, por un lado, que creyó posible diseñar el ideal de la sociedad perfecta; y de la fe en la revolución, por otro, que implicaba la posibilidad de forzar el cambio social desde un poder político conquistado por un levantamiento popular o por el golpe de una minoría audaz. Ambas son ideas modernas y por eso el comunismo no podría haberse dado más que en el mundo moderno. El comunismo no ha sido, por otra parte, la única forma de utopía social impuesta por una revolución que ha fascinado a tanta gente a lo largo de los últimos dos siglos. Nuestra era ha sido también la de los fascismos, que a su manera también soñaban con una sociedad definitivamente «limpia», sin disfunciones, gracias a la acción de un Estado totalitario. Ha sido, y es todavía, la de los diversos fundamentalismos, fenómenos modernos también –aunque aparenten lo contrario–, pues su objetivo no es retornar a tiempos pasados sino imponer las normas de una sociedad ideal con los medios y los procedimientos de un Estado tutelador e intrusivo. Hasta los anarquistas han participado de este ensueño utópico, como se vio en la guerra civil española, en la que se distinguieron por intentar imponer por el terror de las armas un esquema de organización social perfecto. Y, al igual que Stalin no fue una «desviación» del marxismo, las ejecuciones anarquistas no se explican por la excepcionalidad de las circunstancias ni por la acción desvariada de unos cuantos incontrolados. Varias décadas antes, uno de sus patriarcas, Fermín Salvochea, había expuesto con toda candidez su idea de que en la sociedad libertaria no habría criminales, porque habrían desaparecido las causas sociales de la delincuencia, pero que no podía descartarse la existencia de algunos perturbados que cometieran actos antisociales, y ésos serían encerrados en reductos perfectamente asépticos, limpios, aislados del mundo por unas vallas eléctricas a cuyo mero contacto morirían sin dolor… Y Salvochea era un bendito de Dios. No hay mejor ejemplo de cómo el gulag, el asesinato frío y mecánico, burocrático, sin odio, de los que no se ajusten al esquema utópico, se deriva de la idea misma de la sociedad perfecta y de la existencia de medios técnicos que hacen posible pensar en llevarla a la práctica. Esta es la fatal conjunción de factores que ha conducido con tanta frecuencia al embotamiento de los sentimientos morales y la justificación de las mayores barbaridades (puede que especialmente entre aquellos que, como los intelectuales, viven encerrados en el mundo de las ideas).

Los intelectuales mismos son, hay que recordarlo, un producto de la modernidad. No es que en el Antiguo Régimen no hubiera grandes escritores, pensadores o creadores artísticos. Los había, y de la categoría de Molière, Bacon o Miguel Ángel; y en rangos menores, había múltiples preceptores de los vástagos nobiliarios o clérigos que predicaban cada domingo al vulgo o que enseñaban el latín a unas minorías. Creadores y divulgadores de cultura, en definitiva. Y sin embargo, no podía hablarse con propiedad de «intelectuales» en el sentido actual del término, porque la cultura que esos grupos de personas creaban y difundían no era independiente, ni siquiera en apariencia, sino que se hallaba al servicio de la verdad oficial o de las instituciones que les patrocinaban. Los artistas o pensadores se dedicaban, o bien a interpretar el mensaje divino, una verdad revelada de la que ellos no eran sino mensajeros, o bien a cantar las glorias de la monarquía o de la corporación o familia nobiliaria que les daba cobijo.

Esta dependencia coartó, muchas veces, la creatividad artística y científica; basta con acordarse de Galileo. Pero, visto con la perspectiva que da el paso de los siglos, no había tantos motivos para celebrar la emancipación del sistema de patronato y mecenazgo, sustituido por el mercado cultural moderno. La interpretación de aquel hecho, en el marco del racionalismo progresista del momento, era que se iba a establecer el «reinado de la inteligencia», se iba a imponer el juicio de un público cada vez más ilustrado que premiaría con imparcialidad los méritos de cada creador; y la sociedad haría suyas las ideas más valiosas, igual que compraría los productos de mayor calidad. En la práctica, en cambio, el imprevisible y anónimo mercado cultural sólo premió a una minoría, y no necesariamente la más selecta. La mayoría de los profesionales de la cultura ha tenido que vivir, a lo largo de los dos últimos siglos, de la enseñanza o del funcionariado, lo cual ha generado con frecuencia altas dosis de frustración y rencor contra una sociedad que no reconocía lo que muchos creadores culturales consideran sus méritos.

La revolución liberal, sin embargo, abrió otros campos de acción a los intelectuales, puede que menos visibles pero de mayores consecuencias políticas. Ante todo, por el hecho mismo de la revolución, un derrumbamiento sin precedentes de estructuras jerárquicas y autoritarias que se atribuyó a la tarea de zapa realizada por los ilustrados a lo largo del siglo anterior y se interpretó como el último peldaño de la escala que conducía a la felicidad universal. La «función crítica» del intelectual adquirió así una relevancia desconocida. En un mundo aparentemente secularizado y desencantado, el mito de la revolución hizo posible la supervivencia encubierta de la promesa milenaria en la redención mágica y colectiva. La política adquirió un contenido no sólo ético, sino trascendental, redentor, trasmutador de la realidad. ¿Había acaso una responsabilidad más alta que la de planear la felicidad humana, la de dirigir la historia en el momento en que se aproximaba a su culminación feliz?

En este contexto hizo su aparición el marxismo, doctrina pintiparada para realzar el papel de los intelectuales. Al revés que los fascismos –por muchos paralelismos que en otros aspectos se puedan establecer–, que desconfiaron siempre de sus elementos más reflexivos y prefirieron colocar en la cúspide a individuos «vitales», el marxismo encargó de la dirección política de la revolución proletaria a la «vanguardia consciente», a los capaces de entender la marcha de la historia. Y al revés que el liberalismo, que desconfiaba del poder y lo sometía a controles y contrapesos, el marxismo confió con asombrosa ingenuidad en esos gobernantes de la sociedad futura y les liberó de trabas y cortapisas. Si iban a ser los representantes del proletariado, y el proletariado es la clase de la desposesión universal y de la liberación universal, ¿a santo de qué habría que ponerles límites? Pero, bajo la aparente exaltación del proletariado, a quien se elevaba a un grado omnímodo de poder era a su vanguardia consciente: los intelectuales, en definitiva.

El mundo moderno, por lo demás, no sólo ofrecía oportunidades en el escenario de la revolución. A las funciones críticas reservadas a los intelectuales se añadían importantes tareas «orgánicas». Con las revoluciones liberales surgieron nuevos Estados y fronteras, en general sobre espacios más grandes que las anteriores unidades feudales, y múltiples razones aconsejaban emprender un proceso de homogeneización cultural interna: la organización burocrática, el control político, la necesidad de ajustarse al nuevo ideal de una identidad étnica bajo cada ente soberano, e incluso las exigencias de la industrialización, necesitada de un lenguaje común que facilitara el intercambio de bienes y servicios, la movilidad laboral y los trasvases tecnológicos. ¿Y quién iba a crear y mantener la cultura oficial o «nacional» sino los intelectuales? Pero esa cultura empezó a cargarse pronto de funciones que excedían con mucho lo meramente instrumental: convertida en símbolo de la identidad del nuevo grupo, pasó de inmediato a la categoría de mito y subió a los altares como objeto de veneración y fervor místicos. Y los intelectuales, dedicados a celebrar la identidad común, a preservar la memoria colectiva y a socializar en ella a las nuevas generaciones, adquirieron así, en el nuevo esquema de poder, un lugar prominente que en algunos aspectos recordaba al de la antigua casta sacerdotal.

Desde el momento mismo en que surgieron los «intelectuales» modernos lo hicieron, pues, con una función y unas pretensiones políticas. Como artistas o científicos, eran los creadores y manipuladores litúrgicos de la cultura nacional; como maestros, la expandían y socializaban en ella a las nuevas generaciones; como ideólogos, legitimaban al nuevo Estado democrático; como funcionarios o profesionales, comunicaban los nuevos centros políticos urbanos con mundos rurales hasta entonces aislados y dispersos; como críticos o revolucionarios, proporcionaban los argumentos para rebelarse contra el poder y elaboraban las propuestas ideológicas que desafiaban los esquemas oficialmente consagrados… No es raro que se creyeran destinados por el ciclo para una misión superior. Víctor Hugo lo dijo de los poetas, intérpretes según él de los destinos sagrados de la comunidad y llamados a «dirigir a los pueblos hacia Dios».

Y ello casaba especialmente bien con las tradiciones heredadas en países de fuerte peso clerical, como los católicos del sur o los ortodoxos del este de Europa. Durante milenios había habido en ellos una sola verdad oficial, y el mantenimiento del monolitismo en las creencias se creía la base de la paz social, valor superior a cualquiera de los otros venerados por el grupo. El cuestionamiento de las creencias colectivas convertía inmediatamente al autor en enemigo, no sólo de Dios, sino de la comunidad. Y al cultivo y protección institucional de tales creencias frente a posibles desafíos se dedicaba todo un sector social privilegiado, llamado clero. En vez de potenciar el pensamiento autónomo de los miembros de la sociedad, se les descargaba de esa responsabilidad, enseñando a desviar las dificultades hacia el estrado clerical protector: «Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder». El sacerdote, de este modo, asumía funciones que iban más allá de la mera mediación –con ser esto mucho– entre Dios y los hombres: se convertía en el garante de la estabilidad del grupo, personificaba las creencias y valores que eran la esencia misma de la identidad colectiva, y por ese mismo hecho garantizaba su vinculación a unos ideales superiores y su alejamiento de intereses parciales y mezquinos. De ahí que su relación con el poder no siempre fuera fácil: no todo eran cantos a los gobernantes o argumentos en favor de la obediencia o el respeto a la autoridad; el sacerdote, como los antiguos profetas de Israel, también se sentía legitimado para rivalizar con el poder cuando consideraba que éste no se estaba ateniendo a la sagrada misión que la comunidad, por mediación de su inspirada voz, le había encomendado.

Como la nueva intelectualidad laica venía a sustituir en muchos aspectos al clero, en buena lógica, lo primero que ocurrió fue que se suscitó la rivalidad entre ambos grupos. La intelectualidad laica nació atacando al clero, y en especial las infracciones a la ética de la desposesión y la abstinencia sexual en la que éste basaba sus pretensiones de superioridad y su legitimidad para dirigir ética y políticamente a la comunidad. A continuación, y pese a que con ello contradecían su frecuente denuncia de la moral de la represión, los intelectuales se ofrecieron implícitamente ellos mismos como alternativa. Se presentaron como desposeídos y castos, hablaron del «sacerdocio» del maestro y se condujeron como «santos laicos». Pi y Margall, Anselmo Lorenzo, Fermín Salvochea, Pablo Iglesias o Besteiro son sólo unos cuantos ejemplos de la política española de las décadas cercanas a 1900, dirigentes de diversas tendencias pero todos con el rasgo común de una honradez a prueba de tentaciones, mucho más importantes para su figura pública que la sutileza o profundidad de sus productos intelectuales o propuestas políticas. Lo que les caracterizaba era, en definitiva, la renuncia al sexo y al dinero, lo mismo que distinguía al sacerdote ideal o «verdadero» y justificaba su aspiración a dirigir a la comunidad.

Historia muy distinta a ésta era la de los países protestantes, donde hacía siglos que se habían eliminado las verdades oficiales y repudiado a los sacerdotes. Cada cristiano leía la Biblia y obtenía conclusiones y directrices por su cuenta, lo cual llevaba al pluralismo moral, al relativismo y a la tolerancia. Y no es casual que sea en esos países, donde no se había reconocido a ningún grupo social títulos para dirigir a los demás en materias teológicas, donde los intelectuales no han desempeñado funciones ético-políticas al llegar la modernidad; donde no circulan manifiestos firmados por pintores, cantautores o novelistas sobre temas de política económica o internacional; donde apenas ha atraído el marxismo en los medios académicos; y donde menos comprensión se ha expresado hacia las situaciones totalitarias.

En resumen, que el mundo moderno no estaba tan secularizado como creíamos, que los intelectuales eran menos laicos, menos desinteresados y menos guiados por valores universales de lo que aparentaban, y que hay tradiciones culturales que pesan sobre nosotros como losas. Todo lo cual ayuda a comprender por qué los intelectuales de los países latinos se han sentido tan fascinados por el modelo comunista.

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