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Viaje a la muerte

El largo viaje

JORGE SEMPRÚN

Tusquets, Barcelona, 248 págs.

Trad. de Jacqueline y Rafael Conte

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El largo viaje (1963) es la primera novela de Jorge Semprún, merecedora del Premio Formentor y del Prix de la Résistance. Es el relato del viaje a la certidumbre de la muerte: el viaje en tren de Gérard (nombre de guerra del joven combatiente de la resistencia, álter ego del autor), desde su salida de la cárcel de Compiegne con destino a Weimar, en cuyas cercanías se ubica el campo de concentración de Buchenwald. Y es también la novela que contiene, implícito, el relato de otro viaje: el viaje a la vida, a la escritura. Y es que, releída desde la posterior trayectoria del autor y especialmente desde el ciclo de novelas de la anamnesis, El largo viaje se nos representa como una obra verdaderamente germinal, tanto en lo que se refiere a los rasgos formales como en lo relativo al haz de temas que se van sucediendo en este doble viaje: físico y mental, exterior e íntimo.

De la gestación y escritura de la novela tenemos hoy abundantes datos, revelados por el autor en ese libro tan fundamental para entender la obra de Semprún que es La escritura o la vida (1995), o bien en otros libros autobiográficos como Adiós, luz de veranos… (1998). En el primero, habla el autor del modo en que fue escrita («de un tirón, sin recuperar el aliento») y del tiempo y el espacio en que la escribió: en 1961 en Madrid, en un piso clandestino de la calle Concepción Bahamonde, cuando el joven Gérard se había transformado en el militante y dirigente del PCE Federico Sánchez. En esa reflexión sobre las relaciones entre la memoria de la muerte y la escritura revela también Semprún las causas de haber aplazado durante tanto tiempo el relato de este largo viaje a la certidumbre de la muerte: la necesidad de olvidar para después, desde la distancia, darse cuenta y poder así dar cuenta de todo ello (certeza ya expresada en la propia novela, si bien todavía sólo como una nebulosa intención), salvando, desde la lejanía y el silencio, lo genuinamente literario de un relato que de ningún modo debería convertirse en otro más de los previsibles relatos de exdeportados que ya en 1945 empezaban a oírse. Al escucharlos, el Gérard recién salido de Buchenwald siente que jamás se prestará a quedar reducido al papel de superviviente, de testigo digno de fe, estima y compasión, y toma la decisión «de no hablar más de aquel viaje, de no ponerme jamás en situación de tener que responder a preguntas sobre aquel viaje. […] Quizá más adelante, cuando ya nadie hable de estos viajes, quizás entonces tendré algo que decir». Es lo que hará al cabo de diecisiete años: contar después del olvido. (Y no será casual que otra novela clásica –imperecedera– sobre esa experiencia, La tregua, de Primo Levi, aparezca también en la primavera de 1963, casi simultáneamente a El largo viaje.)

Del estímulo que al emprender la escritura supuso el recuerdo de la Lettresur le pouvoir d'écrire , que le había dedicado Claude-Edmonde Magny a propósito de los poemas juveniles del autor español, también encontramos abundantes datos en La escritura o la vida y, sobre todo, Semprún revela aquí la radical modificación del sentido de la muerte que experimentó a raíz de la publicación de su primera novela: «A partir de entonces, la muerte seguía estando en el pasado, pero éste había dejado de alejarse, de desvanecerse. Al contrario, se volvía presente otra vez. Empezaba a remontar el curso de mi vida hacia este frente, esa nada originaria». Desde que escribió El largo viaje, declara el autor en Adiós, luz de veranos…, «toda mi imaginación narrativa pareció imantada por aquel sol árido, rojizo como la llama del crematorio», y aquella «mortífera memoria» más de una vez se interpuso en la de sus personajes. Una vez publicada, al sostener el volumen en su mano, siente que su propia vida ha cambiado: «Y uno no cambia de vida impunemente, sobre todo cuando el cambio se hace a sabiendas, con una conciencia aguda y clara del acontecimiento, del advenimiento de un porvenir distinto, en ruptura radical con el pasado, cualquiera que sea el curso que le está reservado».

El relato de El largo viaje arranca inmedia res, en la quinta noche del mismo. El presente narrativo se cubre básicamente a partir de la conversación de Gérard y el chico de Semur, personaje ficticio, cuya presencia y cuya voz –la de la razón– humaniza esa travesía transida de silencio, dolor, angustia, rabia, odio, muerte… Es el compañero en quien Gérard se apoya, con quien comparte los incidentes del presente y los recuerdos de la vida dejada atrás. Narrativamente es un contrapunto que enriquece el relato, porque es otra voz distinta, verbal y mentalmente hablando, que completa la del narrador y propicia nuevas meditaciones y recuerdos y hasta anticipaciones, al ser el tiempo de la escritura muy posterior al de los hechos del presente, cubriendo también el relato el tramo del silencio. Que ese vaivén de tiempos tan característico en la narrativa de Semprún –un ir y venir en el tiempo, entre anticipaciones y vueltas atrás, ininterrumpidamente, en una sucesión de capas de imágenes que se superponen pese a proceder de instantes o experiencias muy dispares– no es simple artificio retórico (derivado, por ejemplo, de la confesada filiación proustiana del autor) se advierte en la naturalidad con que sobrevienen y encajan en el discurso, pese al modo cada vez más brusco de los tránsitos (ya no sólo entre tiempos o momentos, sino entre instantes) y pese al ritmo acelerado con que se suceden. Y desde luego, a tal naturalidad contribuye igualmente la minuciosa disección de aquello que propicia la intervención de la memoria (objetos, gentes, espacios, sensaciones, etc.), a cuyas vueltas y revueltas se entrega de buen grado el narrador, dejando fulgurar y germinar las coincidencias, las repeticiones, las recurrencias, los retornos a lo mismo.

Así pues, entre las líneas de ese diálogo entre Gérard y el chico de Semur, que va dando cuenta de la cotidianidad del viaje tanto en sus condiciones materiales como en el modo de vivirlo y sentirlo por quienes lo padecieron, la novela se abisma en la densidad de las reminiscencias, en una feliz articulación de memoria y voluntad narrativa. Leída hoy, advertimos la cualidad seminal de esta primera novela de un escritor que desde entonces ha cultivado como pocos esa reconstrucción del pasado personal y colectivo recurriendo a unos procedimientos narrativos que probó por vez primera en El largo viaje y que alumbraron después obras espléndidas: la introspección, la búsqueda y el desarrollo de las imágenes perdidas, el análisis de los documentos históricos que apuntalan el marco social de los recuerdos, convencido, como lo está Jorge Semprún, de que «toda narración es por naturaleza interminable», porque la memoria no se agota ni se encoge ni nunca se vacía; la memoria se expande, «dilatándose en el espesor del tiempo acumulado».

Y un último apunte. Hoy, que tanto se jalea la hibridación y el mestizaje entre los géneros narrativos, la mezcla de realidad y ficción (faction), el intrusismo autobiográfico en la historia, etc., conviene insistir en que tales novedades y audacias las lleva poniendo en práctica Jorge Semprún desde 1963.

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Ficha técnica

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