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El intelectual y la pantalla

Sobre la televisión

PIERRE BOURDIEU

Anagrama, Barcelona, 1997

140 págs.

Écran total

JEAN BAUDILLARD

Galilée, París, 1997

236 págs.

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Hace ahora un siglo, en enero de 1898, aparecía en la primera página de L'Aurore el famoso «j'accuse» de Zola que, tras la consiguiente tormenta política, serviría para reactivar el affaire Dreyfus. La conmemoración de tal evento ha sido espectacular en Francia, sumando la participación entusiasta de todos los medios de comunicación, orgullosos de haber actuado en tan alta ocasión al servicio de la verdad –ha habido incluso alguno que ha pedido perdón por su error de entonces–. El aniversario es ciertamente más glorioso que nuestro particular 98, pues lo que nuestros vecinos conmemoran es el nacimiento del intelectual, esa figura prometedora y terrible que habría de protagonizar tantas batallas a lo largo del presente siglo. Fue, en efecto, tras el aldabonazo de Zola y a lo largo de las mil escaramuzas del affaire Dreyfus cuando apareció el nuevo término y se consolidó en el espacio público ese peculiar sujeto: hombre de letras y pensamiento, guardián de lo universal, eficaz usuario de los medios de comunicación, ciudadano insomne que dicta a la nación dormida el tema del momento y la encamina hacia las grandes tareas que demanda.

El recuerdo de la efemérides viene a cuento porque proporciona el marco significativo en el que comentar los dos libros que nos ocupan. Ambos forman parte del legado de Zola, pues uno y otro abordan qué ha sido, tras tantos avatares, de esa relación a tres entre los intelectuales, los medios de comunicación y la nación a la que todos se dirigen. Por adelantar lo que queremos argumentar, tal parece que la relación se ha vuelto menos clara y fructífera de lo que fuera una vez, pues si lo que Bourdieu nos cuenta es su crispación actual, Baudrillard evidencia su liquidación por banalización de las partes afectadas. En un caso, se levanta acta de un divorcio lleno de reproches; en el otro, de un funeral.

El libro de Bourdieu sobre la televisión apareció en Francia en 1996, recogiendo (ironía de ironías) el texto de intervenciones realizadas en la denostada televisión. Levantó entonces una encendida polémica en todos los medios de comunicación y se convirtió en un gran éxito editorial (¿otra ironía?). El texto (breve, claro, directo) lo merecía y no estaría de más que provocara también aquí entusiasmos e irritaciones –lo demanda el estado en que se encuentran nuestros medios de comunicación–. Su traducción es, por lo tanto, bienvenida.

Su tesis, tópica por lo demás, es que el momento actual es el de la apoteosis de la televisión. No sólo porque sea el medio de comunicación más extendido, consumido y eficaz, sino también porque ejerce una completa hegemonía sobre el resto –incluyendo por supuesto a la prensa escrita con pretensiones de mayor seriedad–. Es la televisión la que fija qué y cómo es la realidad compartida. Y la fija según una lógica muy específica: identificándola con una actualidad de sucesos llamativos y segregados, verdaderos fuegos fatuos que, si en un principio son dramatizados para llamar y entretener la atención del público, resultan al cabo banalizados y acaban desapareciendo sin dejar rastro. La realidad se convierte así en una superficie deslizante interrumpida por puntuales rugosidades dramáticas que son aplanadas en pos de la siguiente e inconexa actualidad. Es la apoteosis del presente en «tiempo real», cuya falacia y paradójica pérdida de realidad también pone de relieve Baudrillard en el libro que más adelante comentaremos.

Como sociólogo oficiante, Bourdieu no quiere limitarse a denunciar la violencia simbólica que un tipo tal de conformación de la realidad comporta, sino ir más allá y desvelar sus bases estructurales. Su propuesta se inscribe en el marco de su sociología general: si se quiere comprender por qué se conforma así el mundo de la información, atiéndase al específico campo en el que se sitúan los medios de comunicación. Es su estructura –el juego de las fuerzas y relaciones de poder que operan en él, sus relaciones con otras fuerzas externas– la que nos permite hacer inteligible por qué, con independencia de que lo quieran o sepan, los profesionales de los medios operan de la forma en que lo hacen y dan lugar a esos efectos. Se comprenderán también así las presiones a que están sometidos, su cuota de responsabilidad y de qué forma podrían reconformar el campo para generar otra información.

Hasta aquí la ilustración sociológica. Pero hay algo más fundamental y urgente en ese escrito. En realidad, Bourdieu pretende sopesar la actualidad del sueño de Zola, es decir, evaluar qué queda de esa antigua alianza en la que los medios de comunicación actuaban como amplificadores de los dictados públicos de los intelectuales. Es aquí donde el sosiego analítico del sociólogo que pretende ilustrar, hacer visible lo oculto, se convierte en ira de intelectual despechado. Si, como expresivamente apunta, en la actualidad «ser es ser visto en la televisión», incrementando así el propio ser, la propia presencia universal, de una forma que no pudieron ni soñar los viejos publicistas del papel escrito, ello no se logra sino al precio de trivializarse a sí mismo. Pues los medios son potentes selectores de personajes, temas, tratamientos, argumentaciones, que nunca han de salirse de los moldes que supuestamente prescriben la implacable lógica de los índices de audiencia y su correspondiente prefiguración de lo que el público quiere, gusta y entiende. En razón de ello, el sesudo intelectual se degrada necesariamente en cuentista trivial que sólo puede comentar tópicamente los tópicos del momento.

La ira de Bourdieu se convierte en «estrategia fatal» en el libro de Baudrillard. Recopilación de sus artículos aparecidos en Libération en los últimos diez años y, por lo tanto, muestra de la presencia del intelectual en los medios de comunicación, Écran total es la crónica de una depresión sin fondo para la que sólo queda el recurso a los juegos de lenguaje, el refugio en la paradoja, la metaforización extrema de un mundo insensato que apenas se puede decir. He aquí al intelectual convertido en Casandra, lejos del arrojo viril del Zola de «j'accuse». Su relato es pánico: la realidad ha desaparecido desplazada por lo virtual; todo es un cansino repetirse de lo mismo; la comunicación, un circuito cerrado que, sin fin ni finalidad, implosiona sobre sí mismo; la política, un ritual del acuerdo (o el crimen) perfecto. En ese juego de las desapariciones por trivialización extrema, todo se esfuma: en unos casos en un deslizamiento horizontal hacia lo trans; en otros, en un desplazamiento vertical hacia lo hiper. Trans o hiper-real, el mundo queda así convertido en una pantalla total carente de sensibilidad para las tradicionales intervenciones proféticoacusatorias del intelectual aguafiestas.

¿Para qué escribir, se preguntará uno, si como asegura Baudrillard vivimos en un mundo en el que la «información es total, pero sin ninguna consecuencia [pues] ha superado el muro de la verdad para evolucionar en el hiperespacio de lo que no es ni verdadero ni falso»? ¿Se acabó el sueño de Zola? ¿Sólo nos queda un radicalismo impotente y patético? ¿Es ingenua o insensata la ira de Bourdieu contra los medios, su intento de reconducirlos? ¿Se trata sólo de la rabieta de quien no «da» en la pantalla y se ve desplazado por quienes, con justicia o sin ella, considera charlatanes sin sustancia? Tales son algunas de las preguntas que la lectura conjunta de los dos libros suscita. Más allá de que compartamos o no el casandrismo depresivo del uno o las pretensiones neoilustradas del otro, sus propuestas nos ponen ante problemas urgentes y decisivos.

Para introducir alguna luz sobre el asunto hay que separar lo que nuestros autores dan la impresión de amalgamar: el estatuto técnico y los efectos de los medios de comunicación, la posible ubicación en ellos de la alta cultura y el espacio que acuerdan a los intelectuales. Los primeros son aspectos de los que se ocupó en su momento McLuhan, quien tuvo que sufrir el desprecio de un aparato académico que no supo soportar sentencias del tipo «el medio es el mensaje» (o «el medio es el masaje») y que ahora, en pleno triunfo de ciberespacios, ciberculturas y todos tipo de realidades virtuales, tiene que reconocer que no era un disparate sostener, como él sostuvo, que los sistemas electrónicos de información son ambientes vivos en el sentido propiamente orgánico de la palabra: modifican nuestros pensamientos y nuestra sensibilidad. Hoy los seguidores de McLuhan sostienen que las tecnologías de la información «enmarcan» nuestro cerebro, desafiándolo a proporcionar un modelo diferente, pero eficaz, de interpretación.

Por lo tanto, no deberíamos celebrar ni el triunfo de los apocalípticos que, al modo del Platón defensor de la memoria frente a la degradación de la escritura, anuncia la finalización de lo humano y el advenimiento del «grado Xérox de la cultura» (Baudrillard), ni el gran festín de los integrados para los que el mundo se ha convertido en divertido vaivén de spots publicitarios proyectados en una televisión que ha pasado de ser una ventana sobre el mundo a convertirse en el panóptico. Que Bourdieu hable en la televisión contra la televisión y Baudrillard en la prensa contra la prensa es ya un signo de que las cosas son más complejas de lo que se pretende. Lo que no significa que haya que caer en la complacencia o que carezca de sentido el proceso abierto a la trivialización de la comunicación televisiva. Como espectadores, todos somos conscientes del bochornoso espectáculo al que se nos invita, velada tras velada, en las múltiples pantallas públicas y privadas y es urgente que, lejos del fatalismo de que las cosas son así y no hay remedio, se reaccione denunciando hasta qué punto, de entre los mundos comunicativos posibles, se tiende sistemáticamente a seleccionar el más plano y banal. Todo ello sin derivar hacia las desmesuras y tremendismos de algunos críticos de la televisión que, como el irreprochable liberal Popper, en uno de sus últimos textos («Una licencia para hacer televisión»), propone reaccionar contra la violencia en televisión, censurándola, exigiendo un juramento, un carnet y una licencia revocables (a retirar en caso de incuria continuada) a los profesionales de los medios, abocados así a una práctica informativa sometida a supervisión. Como se ve, en este mundo tan crispado, no todo se reconduce a la crítica de una obtusa izquierda intervencionista.

Es, por otro lado, evidente que la alta cultura tiene y tendrá un lugar muy limitado en las cadenas de televisión. Nacida en y para un mundo comunicativo técnicamente distinto, su aura se desvanece al pasar por el filtro de la pantalla. La alta cultura de masas seguirá siendo un proyecto paradójico de forma aún más acusada en la época de las grandes redes de comunicación audiovisual. Esto es obvio, pero no lo es menos que a) al lado de la cultura audiovisual coexistirán las culturas orales y escritas, b) habrá presencia de la alta cultura en espacios circunscritos y especializados de la cultura audio-visual (como ya ocurre en la actualidad) y c) la lógica comunicativa de la radio-televisión no tiene por qué encarnarse exclusivamente en productos culturales chabacanos y planos. Todo esto debería hacer meditar a los críticos, orientándolos hacia la ocupación y desarrollo de los inmensos espacios de lo posible que están a la mano.

Por último, es cierto que la televisión ha puesto fin al sueño de Zola (¿quién sería capaz de aguantar el vitriólico «j'accuse» en la pantalla?). Pero en este caso la televisión actúa más bien de notario que de verdugo. Se limita a levantar acta de la desaparición de esa específica situación histórica –por lo demás muy circunscrita geográficamente– en la que los grandes hombres de letras despertaban a una nación distraída o miserable y la orientaban hacia nuevas tareas de libertad y justicia. Eso es agua pasada pero no a resultas de la desaparición de la figura del intelectual, sino a causa de su multiplicación desmesurada que lo condena a la trivialización. En las sociedades actuales más desarrolladas y más penetradas por la cultura audiovisual, los intelectuales con títulos educativos superiores son legión y, en consecuencia, han dejado de constituir una reducida casta de escribas clarividentes para convertirse en una cacofónica caterva de opinadores que nadie –y desde luego tampoco las altas instituciones académicas– pueden jerarquizar o normalizar. Lo que se oirán serán voces múltiples, poco acordadas, ruidosas y dicharacheras unas, más graves otras, sin que nunca quede claro si la verdad, la historia o el susurro de Dios habla por medio de ellas. En una situación así, sin aldabas ni puertas, parece poco probable que nadie logre el milagro del aldabonazo capaz de conmover la conciencia de una humanidad dormida.

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