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Saber a qué atenerse

EL IMPERIO DE LA LEY. UNA VISIÓN ACTUAL

Francisco J. Laporta

Trotta, Madrid

288 pp.

20 €

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En qué consiste el imperio de la ley? En algo bien sencillo: a la pregunta «¿Usted no sabe con quién está hablando?», sólo cabría una respuesta: «Sí, con un imbécil». "Un gobierno de leyes en vez de hombres'», según acuñara, afilando un clásico ideal de la república de Esparta, John Adams en su proyecto original de la Constitución de Massachusetts. Uno de los pocos principios compartidos por todos. Por casi todos, que siempre hay quienes aspiran a cimentar la vida social en la tradición o el mito. Los problemas empiezan inmediatamente, al precisar el acuerdo. Problemas, por abajo: su alcance. Y, por arriba, sus fundamentos, una de las enojosas tareas de los filósofos: mostrar las inciertas entrañas de lo que nos parece tan indiscutible, tan evidente.

En España se cultiva una notable filosofía del derecho que con frecuencia, y sin pérdida de calidad, se extiende hacia los dominios de la filosofía política. Es casi un pleonasmo añadir que de tradición analítica. Por lo general se ocupa de asuntos de apariencia bastante aérea. En los debates del día a día sus cultivadores se dosifican homeopáticamente, sea por la cautela propia de esa tradición, tan dispuesta a dudar de casi todo, sea por otras razones. Una pena, porque tendrían bastante y bueno que decir. Francisco Laporta, uno los pocos que no evita los avisperos políticos, ha dedicado un excelente libro a precisar un ideal, el del imperio de la ley, que, como se comprueba a lo largo de sus páginas, está entre unas cosas y otras, entre los principios y las escaramuzas.

Para ello construye un vertebrado andamiaje con herramientas procedentes de distintas disciplinas. El recorrido es sinuoso, pero con periódicas treguas en que se sistematiza lo avanzado. Su punto de partida es una idea cara para una parte del liberalismo moderno: la de autonomía. El de llegada, el mencionado: el imperio de la ley como mejor modo de hacer realidad aquel principio. En medio, una serie de tesis empíricas y normativas, recorridas con minuciosidad. Algunas destacan: la autonomía es condición del comportamiento moral; la autonomía requiere saber a qué atenerse, cierta regularidad de las relaciones sociales; la previsión viene asegurada por normas; pero no todas las normas valen para la autonomía, únicamente las normas establecidas por leyes justas, resultado de la voluntad general.

Cada uno de esos pasos es objeto de cuidadosa justificación. Con todo, Laporta concentra buena parte de sus energías en dotar de contenido a la idea de autonomía personal, su punto de partida, a la que otorga un valor intrínseco: vale no por lo que permite escoger, sino porque hace valiosas a las elecciones, las convierte en elecciones morales, responsables. Nos convierte en personas, porque «ser actor de mi vida es lo que me constituye en persona en sentido moral, lo que me hace acreedor de mérito moral». La autonomía es un concepto gradual, conformado por cuatro ingredientes que, desde otro punto de vista, constituyen cuatro estadios de la idea de autonomía: la libertad negativa para realizar las acciones, esto es, la ausencia de intromisiones externas; la criba de los propios deseos y preferencias a la luz de las mejores razones de los individuos; la capacidad de proyectarse en el tiempo, de planificar su vida; la posibilidad de elegir planes de vida y, con ellos, la clase de persona que se acabará por ser.

La idea de autonomía incorpora un núcleo antropológico, empírico, una concepción del ser humano y de sus posibilidades. Laporta parece manifestar ciertas reticiencias para admitirlo e insiste con frecuencia en que «no se trata de describir un estado de cosas que pueda ser identificado con la «naturaleza humana», sino de proponer una concepción de la persona humana». Una tesis con algún problema. Cualquier idea acerca de lo que puede llegar a ser una persona –entre otras cosas, libre, en cualquiera de los sentidos de la palabra– tiene que resultar compatible con lo que conocemos acerca de los seres humanos, de lo que son y de lo que pueden ser. Y eso, en el negocio que los ocupa, requiere, se mire como se mire, identificar a la naturaleza humana. Esto es algo más, aunque también, que el obvio reconocimiento de que no podemos construir puentes sin conocer lo que nos cuenta la física sobre la resistencia de materiales. La naturaleza humana es el barro con que está amasada la idea de autonomía. No podemos ocuparnos de esta si, por ejemplo, prescindimos de la característica, genuinamente humana, de que somos máquinas proyectivas y con una natural disposición a querer controlar nuestro futuro. Por más que una simple babosa marina pueda aprender a predecir y evitar una descarga eléctrica, nosotros somos algo más: somos máquinas que, a cada instante, están realizando anticipaciones, y con una programada disposición a querer controlar el futuro (lo que, por cierto, explica nuestra proclividad a generar supersticiones, desde las religiones animistas hasta los videntes). Sin ese paisaje empírico, confirmado por la investigación, la idea de autonomía sería sencillamente impensable.

De modo que, inevitablemente, la idea de autonomía arranca con una concepción del ser humano y de sus posibilidades. Sobre ese cimiento puede edificarse una interpretación normativa: es deseable que esas potencialidades tengan ocasión de ejercitarse. Los escenarios sociales, y en particular los que regula el derecho, se justifican en la medida que propicien el despliegue de tales capacidades, por decirlo con maneras hegelianas. Y cuando lo impidan, se condenarán. Pero antes Laporta incorpora una segunda tesis, también empírica: para poder planificar la propia vida cabalmente es imprescindible que sepamos a qué atenernos, anticipar el comportamiento de los demás, «y esa regularidad en el mundo de las interacciones humanas sólo se obtiene a partir de normas sociales». Las normas aseguran una rutina, proporcionan un contexto de decisión «paramétrico», hacen innecesario un imposible «cálculo caso por caso» de las expectativas de los demás.

Las instituciones sociales, entre ellas el derecho, serían el siguiente eslabón de convenciones sociales capaces de proporcionar a las personas un cauce de expectativas mutuas en las que ejercer su autonomía. Pero, eso sí, para que las normas y el derecho aseguren la predecibilidad, si lo que importa es la autonomía, han de cumplir ciertos requisitos. Y es ahí donde Laporta, frente a la extendida opinión de que existe una «crisis de la ley» como fuente del derecho, defiende que unos postulados éticos que «tratan de imbuir el sistema jurídico de las exigencias de autonomía personal forzándolo a expresarse en forma de ‘reglas’» y unos postulados políticos que «demandan que sea la voluntad general la que establezca ex ante esas pautas en forma de reglas por las que se ha de regir la comunidad, conducen inexorablemente a la primacía de la ley como fuente del derecho».

Llegado este punto, Laporta se proclama partidario de una interpretación constreñida de las palabras de la ley. El mejor modo de saber a qué atenernos es eliminar el ruido y las discrecionalidades. Equívocos, los menos. Porque hay muchas posibilidades de trastabillar. Por lo pronto, hemos de disponer de las normas jurídicas, saber cuál debemos aplicar. Pero, además, no podemos descartar que la discrecionalidad y la imprevisión aniden en las interpretaciones de las normas. Para que eso no suceda es imprescindible que desaparezca el máximo de interferencias entre las leyes y su aplicación, o, en el camino de vuelta, que las diversas aplicaciones de la fuerza por parte de los órganos jurídicos puedan reexpedirse a lo ya dispuesto en los textos legales.

De modo que, en lo posible, hay que procurar que las leyes sean claritas, sin dejar que «el contexto» o el juez tengan una última palabra que, al final, poco tiene que ver con la justicia. El imperio de la ley es el imperio del ideal regulativo de la objetividad. Por supuesto, Laporta, que algún trato tiene con la realidad, no ignora que éste no es un mundo bien dispuesto en el que hay una ley para cada situación. Pero eso no debilita, en principio, su punto de vista que reconoce normativo, un ideal regulativo con el que valorar las cosas e inspirar las prácticas destinadas a corregirlas. En derecho eso es algo más que una manera de mirar, es un punto de vista teórico: el formalismo que, a su parecer, es el mejor modo de asegurar el imperio de la ley. Esta posición, clásica, está lejos de compartirla en su totalidad el gremio de la filosofía del derecho. Nada que preocupe a un autor que, en los diversos géneros que cultiva, no rehúye la polémica ni es amigo del enjuague intelectual. Y la defiende cabalmente de atendibles objeciones. Hasta el punto de que, a pesar de tratarse de un punto de vista acerca de la naturaleza de los enunciados jurídicos, y en ese sentido «metadisciplinar», se articula con bastante naturalidad con las tesis sustantivas que vertebran el libro. Al final, el lector puede llegar a tener la impresión de que, si se compromete en serio con la idea de autonomía, no le queda otro remedio que adoptar los puntos de vista del autor en debates tan controvertidos y de naturaleza tan dispar como los que se dan entre derecho y moral; semántica y pragmática del derecho; constitución y democracia; la indeterminación del derecho; el alcance de los enunciados jurídicos; la derrotabilidad en el derecho o la discrecionalidad judicial. En particular, acaba convencido de que la interpretación del texto jurídico tiene que ser al pie de la letra, sin dejar ocasión a que el juez levante el vuelo de sus talentos o sus ocurrencias. Si acaso, nos dirá Laporta, si la interpretación resulta inevitable, las premisas normativas deben de estar anticipadas por el derecho implícito, un derecho preestablecido que gobierna a cualquier autoridad del sistema, los jueces los primeros, con corazonadas o sin ellas.

Las discusiones mencionadas no son moco de pavo. A poco familiarizado que el lector esté con la filosofía del derecho se dará cuenta de que estamos hablando de fangales en los que ha chapoteado toda la disciplina buena parte de su historia reciente. Cada uno de ellos da pie anualmente a montones de esmerados artículos en los más reputados Journals of Law. Seguramente resultaría exagerado decir que largos años de debates en los que han terciado notables cabezas con disposición a la claridad y la honradez no han sacado nada en firme. Por lo menos, están claras las discrepancias y los retos, que no es poco cuando hay filósofos de por medio. En todo caso, si el lector no está familiarizado, que no se arrugue. Con un poco de paciencia, el libro de Laporta constituye una buena introducción, una guía en la que la exposición de los propios puntos de vista no le lleva a trampear con los ajenos ni a escamotear las dificultades de los suyos. Conviene, en todo caso, advertir que para no pocos colegas del autor tales dificultades resultan insalvables.

Dicho lo anterior, no creo traicionar al autor si sostengo que el pie fuerte de su argumentación está en la primera parte, en el camino recorrido desde la autonomía hasta las normas jurídicas. En el resto de los debates está acompañado por muchos otros que, seguramente, no siempre comparten sus puntos de vista sobre la autonomía y el imperio de la ley. Es normal. Incluso en el caso de que sus tesis sobre el derecho se desprendan inexorablemente de sus tesis sobre la autonomía, ello no impide que puedan encontrar justificaciones independientes, como lo muestra el hecho mismo de la antigüedad de tales polémicas. De modo que mejor concentrar los focos en un par de puntos: la autonomía y las normas.

Se trata, además, de dos puntos en que Laporta se adentra en territorios cultivados por la investigación social. Algo que no debe extrañar. Aunque en el ensayo prime el nervio filosófico, no faltan los anclajes empíricos, como no puede ser menos cuando ese nervio es intelectualmente honesto. Sucede, en primer lugar, con la autonomía: como antes decía, conocer de lo que es capaz el ser humano, por más entumecido que esté, es paso obligado para quien esté preocupado por el ejercicio de sus capacidades. Lo segundo, las normas es uno de los berenjenales de la teoría social que Laporta no puede vadear, habida cuenta su importante función: proporcionar un paisaje previsible a la autonomía y un terreno firme a las normas y al imperio de la ley.

Empecemos con la idea de autonomía. La definición de Laporta de autonomía no exige talentos de Superman. En pasos sucesivos, de un modo convincente, va dotando a la idea de contenido, de exigencias. Eso sí, no se queda corto. Se queda en las puertas de la autorrealización. Pero no llega o, al menos, no quiere llegar. Y no quiere llegar, entre otras razones, por una preocupación muy comprensible en un liberal: evitar cualquier forma de paternalismo, de marcar metas a los individuos, lo que podría justificar la tentación de ir por lo derecho, de reeducarlos.

Laporta cree evitar la deriva paternalista adoptando una defensa deon­to­ló­gi­ca de la autonomía: está tendría valor por sí misma, no por razones ulteriores, porque asegure las mejores elecciones, la felicidad o cualquier otra cosa. En principio, perfecto. Los quebraderos empiezan cuando reparamos en las implicaciones prácticas e institucionales de asegurar la autonomía. Si uno está convencido de que para que los individuos puedan ejercer la autonomía es necesario que estén en condiciones de ponderar sus propios deseos, de planificar su vida o de decidir quién se quiere llegar a ser, desde luego, no pide poco. Sobre todo si, además, juzga, y de eso va la justificación de imperio de la ley a partir de la autonomía, que se requieren ciertos escenarios políticos para que concurran esas circunstancias. Dicho en plata: está sosteniendo que si no existen las buenas instituciones, las preferencias no son autónomas, no están formadas correctamente, no son las que deberían ser.

Laporta intenta eludir las implicaciones paternalistas mediante una defensa de principio de la autonomía. A su parecer, la alternativa, una defensa que apelase a sus ventajas, a sus resultados, parecería «justificar la supresión de la autonomía personal cuando tales [malas elecciones] se producen». Pero claro, para sostener eso, inevitablemente, ha de disponer de un criterio sustantivo para determinar las malas –y, por ende– las buenas elecciones. Un criterio que nada tendría que ver con la autonomía. Desde luego, no es tarea exenta de dificultades la de Laporta: una defensa de la autonomía que prescinde de la calidad de las elecciones, sobre todo después de haber impuesto tan exigentes condiciones sin otra justificación que la de asegurar las mejores condiciones para elegir.

Quizá Laporta podría esquivar su dilema si prescindiera de su discutible equiparación entre paternalismo y justificaciones consecuencialistas. Su defensa, a mi parecer, debilita la idea de autonomía, al menos una idea tan exigente como la suya. Creo que hay una posibilidad de hacer compatible la autonomía de Laporta y la calidad de las elecciones: una justificación consecuencialista, en nombre de las mejores elecciones, pero que, a la vez, dijera que no disponemos de otra forma de determinar las correctas elecciones que el correcto procedimiento, esto es, en condiciones de autonomía. La propuesta no es lunática. Sucede con la ciencia: las correctas teorías (las «teorías verdaderas») son el resultado de la aplicación de los correctos procedimientos. No hay una verdad, un modo de conocer la realidad, por detrás –independiente– del que cristaliza en los métodos, en general, de la ciencia. O, al menos, no tenemos modo de conocerla.

Podría pensarse que una defensa de esta naturaleza dejaría a la autonomía, por así decir, colgada de la brocha, aguantándose a pulso: la autonomía se justifica por las buenas elecciones que permite, buenas elecciones que son aquellas que se hacen autónomamente. Pero no. El peligro de circu­laridad se conjura proporcionando una caracterización independiente de las correctas condiciones de elección. Un asunto, la determinación de las condiciones epistémicas, en sentido amplio, analítico y, también, empírico, en el que las ciencias tienen cosas que decir. Sabemos que no podemos considerar, por ejemplo, correctamente formadas aquellas preferencias que ignoran la información disponible. Algunas condiciones no requieren resultados de Premio Nobel. Con un cerebro lobotomizado, no se va muy allá. Otras (preferencias adaptativas, wishful thinking), aunque claras conceptualmente, son más difíciles de deslindar en la práctica, pero, conjuntamente, tales resultados nos trazan los requisitos para reconocer cuándo las preferencias son autónomas. O, al menos, cuándo es seguro que no lo son. En realidad, las detalladas consideraciones de Laporta sobre la autonomía quedarían aquí incluidas. Al cabo, los diversos requisitos que razonablemente ha impuesto no encontraban otra justificación que asegurar las condiciones de la buena elección.

Las normas constituyen otra pieza fundamental en la argumentación de Laporta. Su estrategia es la habitual en buena parte de la teoría social contemporánea, la propia del individualismo metodológico: las normas como una solución al dilema del prisioneroNo está de más decir que el análisis de las normas es bastante más que «soluciones al dilema del prisionero», incluso sin abandonar la teoría social y estrategias propias del individualismo metodológico. Véase Jon Elster, Explaining Social Behavior, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, especialmente caps. 5 y 22. Elster sistematiza en este trabajo una interesante distinción para lo que preocupa a Laporta entre normas morales (ayudar a los demás), normas sociales (venganza) y normas cuasimorales (reciprocidad). Las normas morales se aplicarían incondicionalmente; las sociales, cuando el agente puede ser observado por otros; las cuasimorales, cuando el agente puede observar a los otros.. Las normas, en la medida que penalizan al que va a la suya, asegurarían el buen curso de los múltiples ámbitos de la vida social en que la colaboración es importante. En realidad, esta estrategia, más que una solución, nos perfila un problema, un reto explicativo. Por seguir con el ejemplo, a todos nos interesa que se respeten las normas de confianza, pues sin ellas no habría, entre otras cosas, intercambios; pero, todavía más, nos interesa que todos las cumplan: menos nosotros, que podríamos beneficiarnos de su existencia sin asumir las fatigas de su mantenimiento. Pero claro, cuando cualquiera puede caer en esa cuenta, nadie cumple las normas. ¿Cómo se explica entonces que, sin embargo, persistan? La «solución», hobbesiana, radicaría en las instituciones, encargadas de velar por el cumplimiento de las normas. Una solución que, en realidad, es la puerta a un nuevo problema, a un nuevo dilema del prisionero: nadie estaría interesado en asumir unos trajines de vigilancia y penalización que benefician a todos por igual, tanto a los que bregan como a los que no. Laporta no ignora estos problemas y los discute con detalle, pero no estoy seguro de que acabe de resolverlos.

Creo que buena parte de los problemas con las normas de Laporta podrían aligerarse si a su convincente cadena argumental, desde la autonomía hasta el imperio de la ley, le insertara un eslabón que relacionase las normas con las emociones, más o menos a la altura de sus consideraciones sobre la importancia de las previsiones. Por aterrizar un poco: no creo que, como sostiene en algún momento, si no nos matamos unos a otros, si podemos sentarnos en un restaurante sin temor a que el tipo que está detrás de nosotros nos abra en canal, haya que achacarlo a las normas, sino a algo que, en todo caso, es condición del propio funcionamiento de las normas, a diversas disposiciones biológicas sobre las que existe evidencia disponible y que, seguramente, ayudan a resolver algunos de los retos que Laporta dibuja y afrontaLa ausencia de anclajes «realistas» –en normas, emociones, disposiciones biológicas– se da –y cuesta entenderla– incluso en la literatura dedicada al derecho «espontáneo», aquel que más que vocación reguladora aspira a poner orden en las normas ya operantes: véase Pascale Deumier, Le droit spontané, París, Economica, 2002. Con todo, en los últimos años la «moda» naturalista también ha alcanzado al derecho. Es el caso de los trabajos –no memorables en su mayoría– incluidos en Semir Zeki (hasta ahora conocido por haber intentado lo mismo, con equivalente resultados, a mi parecer, en teoría estética) y Oliver Goodenough (eds.), Law & the Brain, Oxford, Oxford University Press, 2006. De mayor interés –aunque no faltan los dispuestos a dar saltos mortales– son los incluidos en Gerd Gigerenzer y Christoph Engel (eds.), Heuristics and the Law, Cambridge, The MIT Press, 2006.. En primer lugar, la previsión en estado puro: la capacidad de anticipar el comportamiento de los demás, de realizar inferencias sobre sus actitudes y motivos. Somos «psicólogos naturales», esto es, disponemos de una teoría de la mente (de los demás) que nos permite atribuirnos intenciones, a las que damos respuestas, y, lo que no es menos importante, asumirnos como individuos. En ese mismo lote hay que incluir nuestra capacidad para interpretar las intenciones de los otros, deshacer ambigüedades e identificar a los «desleales» y a los «mentirosos». En segundo lugar, la existencia de «instintos de justicia» que, por ejemplo, nos llevan a no aceptar –ni proponer– distribuciones manifiestamente injustas aun si con ello salimos perdiendo. En realidad, hay evidencia, un tanto entristecedora para los filósofos políticos, de que estamos más de acuerdo sobre los juicios morales, sobre las opiniones, que sobre los razonamientos con que queremos fundamentarlos.

Hay algunos otros pasos, además de los citados, que cabría discutir. Sucede en libros como éste, con una estructura cimentada en tan diversos soportes. En todo caso, que ciertas partes del andamio resulten poco convincentes no debilita la estructura general. Muchas de ellas pueden sustentarse con un simple reajuste en su particular estructura y, en otros casos, cabe pensar en otros soportes que podrían cumplir la misma función, suplirlas, sin exigir modificaciones importantes en la travesía general del libro. Una travesía que, puestos a decirlo todo, no creo que quedase traicionada si presentase su destino final como «una fundamentación liberal del Estado de derecho». Ahí es nada.

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