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El infierno son los otros, o «¡te quiero, hostia!»

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Lo que sigue va de El Gran Hermano, de manera que, si a estas alturas ya están ustedes saturados, cambien de canal. En este mismo número de nuestra revista hay cosas bastante más interesantes. En serio.

En 1944, en el escenario del Vieux Colombier de París, durante la ocupación alemana, Estelle, Garcin e Inés, los personajes muertos de A puerta cerrada, descubrían que el infierno son los otros. Se daban cuenta de ello precisamente en un Averno transformado en salón estilo Imperio, sin fuego, sin instrumentos de tortura: un ámbito aséptico y nada dantesco. Pero también sin espejos y sin libros. Había otro personaje, un camarero puramente instrumental y sin nombre, que hacía el oficio de maestro de ceremonias, y entraba y salía de vez en cuando. Una especie de Jefe de Protocolo del Infierno.

En aquel drama situacional Jean-Paul Sartre trataba de poner al alcance del público algunas ideas que había formulado de otra manera el año anterior en L´Être et le Néant. Lo que al autor interesaba especialmente era la presentación dramática de su concepto del ser para-otro (pour-autrui). Dado nuestro frustrado deseo de ser Dios (el único que es, simultáneamente, en-sí y parasí), nuestra existencia transcurre en el insoportable ser para-los-otros: obligados permantentemente a ser al mismo tiempo sujeto y objeto, a vernos por el pensamiento de los otros, y a que los otros se vean a través del nuestro. Por eso el infierno son los demás. Y no podemos salir de él.

La casa donde transcurre lo que los expertos en televisión llaman humanshow de El Gran Hermano no está decorada estilo Imperio. Más bien da la sensación –independientemente de la probable buena higiene de los protagonistas– de que allí huele como a dormitorio colectivo de estudiantes, a cotidianidad compartida y un punto espesa, definitivamente contingente. Los personajes que en ella viven la comedia de la «vida» no están muertos –al menos no técnicamente– y la inaguantable Mercedes Milá es, como maestra de ceremonias y suministradora de «teoría», bastante más histriónica que el discreto camarero sartriano. Tampoco en ese infierno de estar por casa hay libros: la lectura no es un espectáculo y, además, distrae de la «vida». Pero hay cámaras y espejos. Como los espectadores del drama del Vieux Colombier, nosotros –quizás usted y seguro yo– somos el público que asiste al drama pretendidamente especular. El día en que Jorge, el muchacho enamorado de María José, supo que ella era la primera expulsada, y le gritó «¡te quiero, hostia!» para consolarla de la inminente separación, me acordé un poco incongruentemente de A puerta cerrada.

Vivimos una época sedienta de realidad-real. Hemos visto en primera fila bombardeos (en color verde) sobre Bagdad, famélicos niños de mirada perdida en Eritrea, agonizantes seropositivos en las calles, inocentes despedazados por integristas islámicos o etarras fanatizados, negros apaleados por la brutalidad policial, brazos y piernas arrancados a machetazos de cuerpos de tutsis (¿o eran hutus?). Almorzamos mientras la televisión nos suministra nuestra dosis diaria de realidad-real. Y dormitamos, tras la comida, ante un talk-show en el que una mujer que será asesinada por su marido relata con pelos y señales la catástrofe de su existencia frente a un auditorio que opina y comenta lo que dice. La ficción, que saturaba hace años la pantalla de nuestros televisores, parece en franco descrédito ante la obscenidad inmediata de toda clase de reality-shows. El retorno de lo real al que se refería Hal Foster para hablar del arte de los noventa permeabiliza nuestra vida. Y nos arrastra hacia el fondo de nada, como hizo Moby Dick con Ahab.

Nadie ha conseguido todavía dilucidar en términos aceptables en qué reside el éxito de esos programas. Pero lo que está claro es que cada vez el público exige dosis más altas de «realidad». No creo que la explicación esté en el morbo. La gente que sigue El Gran Hermano no da muestras de estar esperando que los personajes encerrados copulen o se masturben frenéticamente ante las cámaras. Tampoco que haya sangre –aunque podría haberla–. Gustavo Bueno ofrecía recientemente una interpretación –para mi gusto ingenua– en una de las columnas que ha dedicado al programa: «Probablemente, es el seguimiento de la vida de una comuna lo que explica la gran respuesta de audiencia, especialmente entre los jóvenes. Y la siguen, no tanto por la morbosidad del espectáculo –caricias, masajes que pueden contemplar con más intensidad en cualquier película porno–, cuanto por su dramatismo».

Creo, más bien, que lo que la gente desea es ver la «vida» de los otros desplegándose ante sus ojos. No importa –todo el mundo lo sabe– que esos personajes estén más o menos monotorizados, que la presión que sobre ellos se ejerce se diseñe al otro lado de las paredes en las que transcurre su existencia escrutada. Me parece pertinente señalar, como posible explicación, la excitación que produce el hecho de que esos tipos «corrientes» se hagan celebridades por su mero estar-ahí para nosotros. Aunque tambien se sepa que no son del todo «ellos mismos», como lo serían si no hubiera cámaras, si nadie les mirara. Se ha democratizado la celebridad: de las stars de Edgar Morin o los miembros de la realeza, pasando por esos nadies de la crónica del corazón –Antonio David, el ex marido de Rociíto, o la novia repudiada por la familia de Jesulín de Ubrique–, hasta llegar a los hace poco desconocidos de El Gran Hermano, que se hacen celebridad sólo porque los miramos y, durante un instante, vinculamos su existencia a la nuestra. El viejo anhelo warholiano de que en el futuro cualquiera sería famoso quince minutos es ya una realidad real. Y de duración algo más dilatada.

Internet sabe mucho de eso. El voyeurismo anónimo que suscitan las vidas de otros ha alcanzado en la Red extremos espectaculares. Uno de los sitios más frecuentados es, desde hace tiempo, la página de Jennifer Kaye Ringley, una joven de Pennsylvania que decidió colocar en el dormitorio de su casa de Washington una pequeña cámara computerizada diseñada para sacar fotografías a intervalos programados y bajarlas al disco duro de su ordenador. Desde allí las transmite a quien quiera conectarse. Jenny puede estar en un momento dado estudiando, sacándose un moco o dedicándose a cualquier otra cosa, incluyendo (a veces) la copulación con un amigo. O puede estar fuera. La chica, que confiesa que le gusta el yoga, viajar y decorar su apartamento, ha establecido un sofisticado sistema de abonos para los que deseen mirarla. Una de las ofertas, en forma de suscripción, cuesta 15 dólares al año y, quienes la adoptan, reciben a cambio una fotografía ¡cada dos minutos! Tiene 20.000 suscriptores, de modo que hagan la cuenta. Todo eso por «vivir» ante la cámara.

Las televisiones han comprendido el filón de esa realidad-real apabullante y arrasadora. En España, Tele-5, la cadena que emite el programa, ha duplicado sus ingresos por publicidad durante la emisión de El Gran Hermano. Y ha batido el récord de audiencia incluso frente a espectáculos de masas tradicionales como el encuentro entre el Real Madrid y el Bayern. Ya se anuncia una avalancha de réplicas para contraprogramar los éxitos de la competencia. Preparémonos. Incluso a veces pienso si yo mismo no seré un one-man-human-show para todos ustedes. Y esto mismo que aquí he escrito, una de mis banales deyecciones mentales. El Gran Hermano, como el hombre sartreano, es una pasión inútil.

REFERENCIAS
Jean-Paul Sartre, Huis-clos. Gallimard, París
Hal Foster, The Return of the Real. The Avant-Garde at the End of the Century. The MIT Press. Cambridge, Massachusetts.
Edgar Morin, Les stars. Editions du Seuil, París.
Página web de Jennifer Kaye Ringley, www.jennicam.org

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