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Ridley Scott nació el 30 de noviembre de 1937 en Northumberland, Inglaterra. Inició su carrera en Londres en los años sesenta trabajando para la BBC, donde llegó a dirigir una de las más veteranas series televisivas de la cadena, «Coches Z», de asunto policiaco. Su paso a la gran pantalla no pudo ser más afortunado, pues le bastaron sus tres primeras películas para situarse en un puesto de privilegio. En 1977 rodó la primera de ellas, Los duelistas, basada en una novela corta de Joseph Conrad ambientada en las guerras napoleónicas, que fue premiada en Cannes. Al año siguiente rodó Alien, el octavo pasajero, que lo consagró no sólo como brillante cultivador del género de ciencia-ficción –también del de terror– sino como un magnífico director. Finalmente, en 1982, Blade Runner, un original thriller futurista con una luciferina ciudad de Los Ángeles como escenario, que, debido a la versión inicial de la productora, fue recibida con recelo por la crítica, hasta que a principios de los noventa se pudo conocer la versión completa y pasó a ser una película de culto en los videoclubs del mundo. Su carrera continuó a buen ritmo. Pero con producciones de no demasiado relieve, con la excepción quizá de Thelma y Louise que fue un gran éxito comercial y de crítica, con seis nominaciones para el Oscar, incluida la del mejor director, y con fiascos tan notables como 1492: la conquista del paraíso (aunque, vista desde una óptica española, estuviera bastante en consonancia con aquellos singulares faustos nuestros del noventa y dos). De modo que ahí siguen aquellas tres primeras películas, especialmente Alien y Blade Runner, en el frontispicio de su carrera, como referencia obligada de su filmografía y sempiterno motivo de las altas expectativas que genera el mero anuncio de cualquier nueva obra suya. Gladiator no podía ser una excepción. Más todavía si en su lanzamiento publicitario se ha alimentado la idea de que, en su intento de contar la vida de un gladiador, llega donde no llegó Espartaco, la singular obra de Stanley Kubrick. La primera imagen de Gladiator es bucólica: un campo de trigo cuyas espigas se mecen como un mar amarillo sobre las colinas mientras una mano varonil las acaricia a su paso. Entonces un petirrojo levanta el vuelo. Estamos ante una ensoñación o un recuerdo, lo que tiene en su cabeza y en su corazón Máximo, el general en jefe del ejército romano en Germania que se dispone a dirigir la última batalla contra los bárbaros. La imagen evocada contrasta con el escenario del momento: un ejército en estado de alerta, a la espera del emisario que ha sido enviado para exigir al enemigo la rendición. El general Máximo, interpretado por el actor australiano Russel Crowe, cruza las filas de sus hombres entre saludos, miradas afectuosas, gestos de adhesión y cariño. Es un general amado por sus tropas. El paisaje es ondulado, con cicatrices de guerra y huellas de fortificación, con colinas y collados que limitan el horizonte. El emisario regresa atado a su caballo y sin cabeza. El enfrentamiento es, pues, inevitable. Hay un ambiente muy logrado de tensión, miedo y esperanza al tiempo. Es la primera vez que vemos al ejército romano como si no fuera una película de romanos. Quiero decir que la estética es novedosa, casi inaugural en el género, pues recuerda aquella filmografía de la Gran Guerra de fuerte raíz antibelicista. Da comienzo la batalla. Otro tratamiento novedoso: el fuego. Mediante el empleo de flechas y catapultas es masivamente utilizado bastante antes de la existencia de las armas de fuego propiamente dichas. El realismo se hace de detalle, un poco a la manera de Salvar al soldado Ryan. Pero lo que aquí se nos narra no es un episodio aislado sino toda la batalla. Los bárbaros, indómitos y vehementes, se lanzan contra el ejército romano como un toro contra el cemento y las tablas de la barrera. Ni aun siendo superiores en número, que no parece el caso, podrían nada contra la maquinaria de guerra romana. El escenario desigual tampoco les favorece, en realidad no favorece a ninguno. Las batallas suelen darse en campo abierto, salvo en las emboscadas, y esto no es una emboscada, sino un enfrentamiento entre ejércitos. Para colmo la caballería, a cuya cabeza cabalga el general Máximo, en un movimiento facilísimo, envuelve a los bárbaros y les sorprende por la espalda. La victoria es total, abrumadora. Estamos, se nos dice, en el año 180 de nuestra era, es decir, muchos años después de que romanos y germanos hubieran iniciado sus enfrentamientos, tantos como para hacer de esta batalla algo poco verosímil, pues, aparte del escenario inadecuado, ni un solo gramo de estrategia militar parece haberse filtrado en el mundo bárbaro. Un anciano rodeado de una escolta de soldados ha contemplado desde la altura la pelea. La mirada fija y la boca abierta denotan extrema ansiedad. Es el emperador de Roma, Marco Aurelio. Sintiendo próximo el fin de sus días ha hecho llamar a sus hijos. En tan singular y alejado escenario piensa designar al general Máximo como su sucesor, con el ruego de que devuelva el poder al Senado. Conocemos entonces la sorprendente personalidad del general: un hombre nostálgico y sentimental, devoto de sus antepasados muertos, que cuenta cada minuto que lleva separado de su esposa y de su hijo: doscientos cincuenta y un días y una mañana. Pero el hijo del césar, Cómodo, interpretado por Joaquin Phoenix, aspira al trono y surge el conflicto. Cómodo asesina a su padre y toma el poder. Al no conseguir la adhesión de Máximo, lo manda matar. Llegados aquí se produce una inflexión notable en la película, casi un salto de género o más todavía un cambio de naturaleza. Y las incoherencias que se justificaban por la potencia expresiva de las imágenes o por la síntesis de la dramatización, pierden toda razón de ser, como no sea la de la pura acción y la película se hace entonces un cómic, o sea un tebeo, un tebeo estupendo, entretenidísimo, bonito, pero un tebeo. Y así, con recursos propios de un héroe del cómic, se libra Máximo de la muerte. Su huida es narrada mediante una elipsis poco feliz. De la verde Germania a la parda Extremadura ibérica en un visto y no visto. Ha tomado dos caballos de sus frustrados asesinos y a lomos de uno y de otro, con apenas dos cambios de paisaje –de bosques umbríos a montañas peladas– se presenta a las puertas de su villa emeritense. No sólo sus más funestas premoniciones se le han adelantado, también los esbirros del nuevo emperador. Su familia ha sido masacrada y la melancolía se apodera de él. Ya no es el veterano general habituado a la muerte, sino un padre roto que, incapaz de vivir sin sus seres queridos, se aplasta contra el suelo sobre la misma tumba en la que acaba de enterrarlos. De semejante guisa y sin oponer resistencia es capturado por unos esclavistas, que mediante una nueva elipsis, ésta más violenta que la anterior, lo trasladan a África. ¿Por qué a África? La respuesta queda fuera de la propia narración; acaso haya que buscarla en la conveniencia de la productora que encontró en Túnez un escenario imponente frente al que situar muy ventajosamente las cámaras. Da comienzo entonces la aventura del gladiador Máximo, la que nos ha convocado como espectadores. Sus captores le venden a un antiguo gladiador, interpretado por Oliver Reed en el último papel de su vida, que compra hombres fornidos para las luchas del circo. Pero Máximo, o sea Gladiator, el gladiador, el protagonista casi absoluto de la película, no es un desheredado –o un descamisado, por decirlo con terminología más de última hora–, sino un príncipe de Roma, alguien que ha sido hasta ayer el general más importante de su tiempo. Y uno queda bajo la inevitable impresión de que los poderosos toman también el lugar de los despojados cuando se trata de dar testimonio de su desgracia. Máximo, claro, no necesita adiestramiento para salir a la arena. Ya es el mejor de todos. Su huida previa, atado y desarmado, del pelotón de pretorianos que iba a ejecutarle, es una hazaña difícilmente superable. Es como Flash Gordon o Superman, un superhéroe. No hay comparación posible con aquel Espartaco de Kubrick, un hombre que, alejado de cualquier pintoresquismo, reclamaba su dignidad y luchaba contra su propio miedo para sobrevivir. Hubiera sido preferible otro personaje como protagonista, uno cualquiera de sus compañeros gladiadores, esos personajes que resultan apenas esbozados como seres humanos, por más que uno de ellos se orine de miedo antes de salir a la arena. Incluso los robots replicantes de Blade Runner mostraban mucha más complejidad humana, y esto se escribe sin atisbos de ironía pues ese era uno de sus más memorables aciertos. Sale nuestro gladiador a la arena y en seguida veinte o treinta antagonistas resultan inevitablemente muertos. Son simples figuras que se mueven hasta que dejan de moverse. Máximo no teme, porque no puede temer: es invencible. ¿Hay evolución en la personalidad de Máximo? Sí, pero es elemental y esquemática. Máximo pasa sucesivamente por querer su propia muerte, por anhelar venganza, por sufrir de invencible perplejidad, por aspirar a la justicia, por desear un buen gobierno. Y pasa por todo ello sin que su brazo tiemble, sin que sus músculos vacilen, sin que su agilidad o su fortaleza decaigan. Lo que importa de Máximo es lo externo: las luchas, los saltos, el circo. Lo que mejor sabemos de Máximo es que esquiva y que acomete con singular pericia. Máximo focaliza además en exceso la acción, de modo que la cámara ve lo que ve el ojo de Máximo. El resultado, casi siempre brillante, adolece en ocasiones de un exceso de fragmentación y de un predominio excesivo de planos cortos más propios de las filmaciones televisivas. En fin, que toda aquella complejidad con la que abría la película se transforma pronto en pura arena de circo. Porque el problema de Gladiator es de complejidad, o, mejor dicho, de su falta. Entre dos extremos que evocan el teatro de Shakespeare, el principio y el final de la película, se desarrolla una acción propia de un western o de un cómic para adolescentes. Antes de matar a su padre, en un memorable abrazo en el que el rencor acaba imponiendo su ley, Cómodo se queja de que su padre resalte sus carencias y no vea sus virtudes, las que él mismo enumera: ambición, ingenio, valor y devoción por la propia familia. Y cuando, tras la última pelea, se produce el trágico desenlace, una discursiva Lucía baja a la arena como aquel Fórtimbras del Hamlet, para pedir con parecido parlamento que Máximo sea alzado como guerrero, dejando a un lado el cadáver del emperador, lo mismo que en Hamlet queda a un lado el del rey. Gladiator es una película de expectativas incumplidas. Apenas quedan esbozados los grandes temas del poder, incluso algunos específicos de la peculiar organización política romana, no siendo el menos atractivo el del peso de la opinión pública que se expresaba a voces en las gradas del circo. Se trata, pero burdamente, sin hondura ni sutileza. Todo se desvanece en la arena, en los movimientos de cámara, en la filmación y montaje de las escaramuzas y peleas. Y es lástima que una película tan bien interpretada, tan espléndida de imágenes, tan entretenida, con ritmo tan sostenido y constante, a pesar de su larga duración, exprese poco más que esas luchas hoplíticas e hípicas a que eran tan aficionados los antiguos ciudadanos de Roma.

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