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Anatomía del imperio

EL GENIO AUSTROHÚNGARO. HISTORIA SOCIAL E INTELECTUAL (1848-1938)

William M. Johnston

KRK, Oviedo

Trad. de Agustín Coletes, Rocío Coletes, Ángel Huerga y Teresa Jove

1152 pp.

49,85 €

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A menudo se desempolva el Imperio austrohúngaro en la literatura, en la historia del arte, en el ensayo político, porque se trata de un vasto territorio lleno de sorpresas, sobresaltos y singularidades. Cuajado de interés en suma. William M. Johnston quiso, allá por 1972, con un estudio concienzudo, incorporarse al grupo de escritores fascinados o interesados por el fenómeno de aquel Imperio, hoy vivo en la imaginación pero históricamente sepultado bajo témpanos de olvido.

Aproximarse a él no es fácil. En primer lugar, se llamó austrohúngaro tan solo desde 1867, momento en que se produjo el Ausgleich o Compromiso entre Austria y Hungría, pacto político cuya exacta dimensión exigiría un tratamiento singularizado, imposible en estas páginas. No obstante, para que el lector no se pierda, recordemos que el imperio de Austria se dividía en los Länder de la Corona húngara, conocidos también bajo la denominación Transleithania (más allá del río Leitha). Comprendía Hungría, Croacia con el Fiume, Eslavonia, Voivodina, el Banato, Transilvania, Rutenia y Eslovaquia. Alrededor de veintiún millones de habitantes. De otro lado, los Länder representados en el Reichsrat (Parlamento de Viena), que era la enredosa fórmula con la que se designaba a Austria o Cisleithania (más acá del río Leitha). Esta parte contaba con Austria (y el Tirol del Sur), Bohemia, Moravia, Silesia austríaca, Galizia, Bucovina, Istria, Carniola (hoy Eslovenia), Trieste, Goricia, Gradisca y Dalmacia. En conjunto, veintinueve millones de habitantes.

En este abigarrado mundo, el idioma de los territorios centrales de la Monarquía era el alemán, que se extendía por la Baja y Alta Austria, Estiria, Salzburgo, Carintia y Vorarlberg, si bien estos territorios no eran del todo homogéneos; el italiano estaba reducido al Bajo Tirol y la región costera de Trieste (en la actual frontera italoeslovena). En Bohemia, uno de los territorios que mayores disensiones lingüísticas provocaría, se hablaban el checo y el alemán con una clara distribución geográfica que formaba bloques lingüísticos compactos. En Moravia existía la combinación de moravo (una variedad del checo) y alemán, aunque resultaba difícil establecer claras fronteras lingüísticas dentro del territorio, pues ambos grupos estaban muy mezclados. En Silesia encontramos tres lenguas: el checo, el alemán y el polaco. En el territorio costero (hoy perteneciente a Eslovenia) aparecen –por orden de importancia– el esloveno, el italiano y el alemán. Hacia el sur, en Dalmacia, el serbocroata disfrutaba de un claro monopolio y, si continuamos nuestro periplo en la parte nororiental, Galizia hablaba tanto polaco (al oeste) como ruteno (ucraniano), además de existir judíos germanoparlantes. Finalmente, en la Bucovina la situación era especialmente enrevesada, toda vez que encontramos cinco lenguas diferentes: el rumano, el polaco, el ucraniano, el húngaro y el alemán.

No puede extrañar que la lucha por la lengua constituyera uno de los elementos que singularizaron al Imperio, y llegó a su punto culminante cuando en abril de 1897 el Gobierno de Viena promulgó las «ordenanzas lingüísticas de Badeni» (Badenische Sprachverordnungen), unas disposiciones de normalización lingüística para Bohemia y Moravia que habrían de provocar en los años siguientes un desaguisado político de enormes proporciones. El texto en cuestión retomaba lo establecido anteriormente sobre el carácter bilingüe de la Administración en su relación con los administrados, pero añadía dos puntos nuevos, verdadera manzana de la discordia: por un lado, la regulación también bilingüe de la lengua interna de la Administración; por otro, la obligación para todos los funcionarios de acreditar en el plazo de tres años sus conocimientos orales y escritos en ambas lenguas (checo y alemán).

Si dirigimos nuestra mirada a las nacionalidades que coexistían en el Imperio, advertiremos que, en el espacio ocupado básicamente por Bohemia, Moravia y Silesia, sometido al dominio alemán e incorporado a la Monarquía habsburga en 1526, se desarrolló el paneslavismo, un fantasma que arrastró sus cadenas por los corredores del Imperio y por las obras de la literatura «revolucionaria»: Engels dedicó páginas demoledoras a esta pesadilla suya. El pueblo eslavo más importante de Austria era el checo. Y el causante de problemas delicados a la Monarquía (a la postre, sin solución). De estos eslavos solía decir el lenguaraz príncipe heredero Rodolfo –el que se suicidó en Mayerling no sin antes asesinar a su joven amante– que estaban «a punto de ser personas, incluso puede decirse que en algunos aspectos han hecho ya notables progresos». Pero, para compensar estos comentarios tan despectivos, ahí estaba la opereta de Johann Strauss, Das Apfelfest, donde se realza, con el apoyo de una música pegadiza, el encanto eslavo. También se contaría nada menos que con la poesía del praguense Rainer Maria Rilke, impregnada toda ella de una acentuada tristeza y melancolía típicamente eslavas.

Hasta el comienzo de la guerra en 1914 los checos discutieron acerca de su encaje en la Monarquía. Un personaje bien representativo de su pueblo, Thomas G. Masaryk, defendía las fórmulas de la federalización que con tanta profusión se manejaban en aquellos años por políticos y expertos. Sólo en medio de la guerra mundial, sus ideas se deslizaron hacia la disolución de la Monarquía y la creación de un Estado checoeslovaco independiente. Una alternativa esta alentada por las fuerzas de la Entente, a cuyo favor jugaron también otros factores nada desdeñables desde la perspectiva checa: el hecho de que el conflicto hubiera nacido con la declaración de guerra a Serbia, país eslavo; la alianza con Alemania, coloso vecino siempre visto con desconfianza, y, además, contra las democracias occidentales; en fin, el hecho de tener enfrente a Rusia, al cabo, la reconocida «madre de todos los eslavos». Todo ello condujo a una solución que es sabida, la creación de un Estado, con los personajes de Masaryk y Benes en el centro.

Otra gran nacionalidad del Imperio era la polaca. Jamás ejerció el influjo de las demás en la conformación del Estado habsburgo, y ello a pesar de que el nacionalismo polaco fue siempre el más natural de todos los pueblos eslavos. Tierra rica en escritores: Joseph Roth procedía de esta región y por ello sale mucho en sus novelas, y algo parecido puede decirse de la familia del escritor «inglés», conocido por su seudónimo, Joseph Conrad, y de Stanislaw Jerzy Lec, etc. Polonia es tierra de letras fecundas.

Su «apagado» protagonismo, sin embargo, en el conjunto del Imperio se debió a causas variadas. En primer lugar, a la situación geográfica, alejada Galizia –el territorio con mayor población polaca– de los centros y las grandes rutas del Imperio. En segundo, y más determinante aún, al hecho de que estaba muy claro que la cuestión polaca carecía de solución en el contexto del Estado habsburgo, pues polacos había asimismo en Rusia y en Alemania. Es decir, abordar el problema polaco obligaba a tratar al mismo tiempo las relaciones de poder entre Austria, Rusia y Prusia primero, y Alemania después (a partir de 1871), relaciones cuyas líneas maestras habían sido diseñadas en el Congreso de Viena y que nadie estaba dispuesto a alterar de manera esencial.

Citemos, por último, porque es imposible detenernos en todos los pueblos, a los italianos. Austria se vio obligada a abandonar importantes ciudades y espacios en territorio italiano: en 1859 (Lombardía) y en 1866 (Venecia). A partir de ese momento, los italianos bajo el dominio austríaco eran los que vivían en los territorios costeros de Goricia, Istria, Gradisca y Trieste, así como de Dalmacia. En el Tirol estaban mezclados con la población alemana y considerados iguales ambos grupos a todos los efectos. En los citados territorios costeros, los italianos disfrutaban de unas condiciones de vida mejores que la propia de otras minorías en esos mismos lugares. Hay que tener en cuenta que el gobierno austríaco ponía especiales finuras en el mimo al italiano para alejar de él la seducción de su nacionalismo, tan cercano. En general, puede decirse que estos italianos no plantearon problemas demasiado graves a las autoridades del Imperio, acostumbradas a lidiar con gigantescos embrollos.

Quien aglutinaba a tales autoridades era el emperador Francisco José, sesenta y ocho años en el timón de mando desde las jornadas convulsas de 1848. Este hombre lo vio todo, aunque no siempre comprendió lo que veía. En 1916, en plena guerra mundial, muere (si es que un mito puede morir) dejando huérfanos a los hilos enrevesados de aquel imperio que él había manejado desde el Hofburg y el palacio de Schönbrunn, escoltado por una turba de personajes palatinos refitoleros y algunas pocas personalidades notables. Gentes todas que acudían, en las largas vacaciones veraniegas, a Ischl, a Gastein, a Marienbad, con la firme determinación de someterse a curas complacientes y a tratamientos vagamente terapéuticos.

Un conjunto bien ensamblado por el hormigón definitivo del ejército y una burocracia escéptica pero leal y bien formada. A lo lejos, siempre y a toda hora, los acordes agobiantes de la marcha Radetzky, compuesta por el viejo Strauss e interpretada por unas bandas militares incansables. Entusiasta Francisco José de los uniformes, de las vistosas paradas militares, poco interesado por la cultura, se sabe que apenas leía algo que no fueran los papeles de gobierno, atendía con paciencia infinidad de visitas, conoció todas las calamidades del mundo y tuvo plena conciencia de presidir un Estado extraño, una auténtica supervivencia histórica. Mantuvo relaciones intermitentes con su mujer, quien le esquivaba pasando larguísimas temporadas fuera de Austria, pero, hasta bien entrado en la ancianidad, supo consolarse el Habsburgo buscando a jóvenes súbditas para aplacar su fogosidad.

Su acción política más audaz en los últimos años de reinado fue la aprobación del sufragio universal masculino, que es preciso conectar con otros acontecimientos nacionales e internacionales como la Revolución Rusa, la crisis húngara o la anexión de Bosnia-Herzegovina. Con todo lo que supuso para la revitalización de la vida democrática en Cisleithania, lo cierto es que el sufragio universal de 1907 no pudo solucionar el problema de las nacionalidades, envenenado por el conflicto lingüístico, pero sí contribuyó a desestabilizar el equilibrio inestable del Imperio. Además no fue acompañada de reformas en los territorios del Imperio donde seguía rigiendo un régimen estamental injusto y aberrante. Faltaron, pues, reformas que acompañaran al tan debatido sufragio universal. De otro lado, muy pronto, en 1914, con el estallido de la guerra, se alteraría de forma definitiva el sistema político y aun las bases mismas de la sociedad habsburga. Como bien habían dicho los socialistas, «el sufragio universal es como el aire, sin él no se puede vivir, pero él solo no basta».

Tras la muerte de Francisco José, el nuevo emperador Carlos I, personalidad de escasa fomación intelectual y de carácter vacilante, se encontró con un país que deseaba la paz por encima de todo. Su primer ministro, el reputado jurista Heinrich Lammasch (muy cerca de él, como asesor, andaba otro jurista: Hans Kelsen; ambos aparecen bien tratados en la obra de Johnston), se limitaría a reconocer la independencia de las nuevas naciones salidas de la panza del viejo Imperio y contemplar resignado su presencia en la Conferencia de Paz preparada por los vencedores, certificando así, como un notario que se diera a la desmesura, la liquidación de la Monarquía. Carlos salía hacia el exilio con su esposa Zita el 11 de noviembre de 1918. Todavía hoy, los Habsburgo vagan por Europa, desconocidos las más de las veces, atareados algunos en puestos parlamentarios o, en fin, ganándose la vida en fiestas de la gran sociedad a las que prestan el fulgor del vibrante apellido.

En una obra de Alexander Lernet-Holenia, Die Standarte, novela con barones, amoríos y oficiales del ejército, aparecida en 1934, en plena nostalgia habsburga, cuando ya se sabía dolorosamente quién era Dollfuss y se intuía que Hitler no andaba lejos, aparece un personaje que asegura con la voz quejosa de quien trata de borrar la historia: «A veces los hombres destruyen edificios que han construido las generaciones anteriores como si no fueran nada. Son capaces de quemar palacios tan solo para calentarse las manos». Es «el mundo de ayer», de la apacible juventud perdida, que tan bien describe –desde el lado austríaco– Stefan Zweig en sus memorias, o más comedidamente Sándor Márai –desde el húngaro– en sus «confesiones de un burgués».

Lo cierto es que en el firmamento de aquel otoño de 1918 un cometa desplegaba su luz: el principio de las nacionalidades de Wilson había triunfado. Llevaba una larga cola de fuego que dura justamente hasta hoy.

Estos fondos históricos son los que se ven y se viven a lo largo de esta obra enciclopédica y ya clásica de William M. Johnston que aplaca la sed al lector más sediento de informaciones austrohúngaras. Libro barroco –inevitablemente el Barroco de la Contrarreforma y de Austria– donde se entrelazan todos los entresijos de la vida literaria –seria y humorística–, de la artística, del ensayo –político o económico–, de la ciencia médica, del lenguaje… Un esfuerzo encomiable magníficamente traducido al español por un grupo de especialistas coordinado por Agustín Coletes Blanco.

Para quien se decida a visitar Austria, o la actual República Checa, o Hungría, o Polonia, no como turista finsemanero sino como viajero antiguo y calmoso, el trabajo de Jonhston es un vademécum indispensable para entender un mundo de columnas derrumbadas.

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