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La democracia contra la libertad

El futuro de la libertad

FAREED ZAKARIA

Taurus, Madrid

Trad. de Francisco Beltrán Adell

340 págs.

20,50 €

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1. Nuestros sistemas políticos no necesitan más democracia, sino menos: que este juicio constituya una de las principales conclusiones prospectivas de esta obra parece, actualmente, anuncio y garantía de su fracaso, si no, cuando menos, de una recepción crítica donde la acusación más reiterada sea la de su carácter reaccionario. Y en propiedad acaso lo posea, por cuanto atenta contra eso que convenimos en llamar el espíritu de nuestra época. Pero que una obra tan interesante como ésta corra el riesgo de ser incomprendida más bien debería alertarnos acerca de la confusión que alienta en aquel espíritu, confusión que no deja de manifestarse pródigamente en una recalcitrante incapacidad para la debida distinción conceptual. Lo que aquí se lleva a término es una razonada defensa del liberalismo constitucional y de la necesidad de su reforzamiento, frente a una democratización que, llevada demasiado lejos, amenaza con desequilibrar sin remedio aquellas instituciones y prácticas sociales que han dado forma a la modernidad política occidental y hecho posible su prosperidad: con lo que no se discute tanto la necesidad de la democracia, como su función y forma dentro de nuestros sistemas políticos. Que el término mismo de democracia haya adquirido un valor simbólico y una legitimidad casi inigualada dentro del vocabulario político dificulta un debate sereno acerca del alcance último de las relaciones entre liberalismo y democracia, que este libro acierta a elucidar con irrefragable aliento tocquevilliano y un tono entre ensayístico y periodístico, que delata el origen de este norteamericano de origen indio, editor de la revista Newsweek y colaborador de la cadena de televisión ABC. Y esa dificultad es mayor aún tal vez en el continente europeo y en un país como el nuestro, donde el sistemático socavamiento de la tradición liberal por parte del conservadurismo y socialismo han convertido en inconfesable la desnudez del rey: la evidencia de que actualmente la distinción entre izquierda y derecha tiene mucha menos fuerza explicativa, en la práctica, que aquella que diferencia entre liberalismo social y liberalismo conservador. La incorrección política de este libro espléndido radica, en consecuencia, en su defensa irrestricta de un liberalismo político que aquí se opone a una democracia cuyo triunfo ha terminado por poner en entredicho las condiciones de posibilidad del entramado institucional sólo dentro del cual tiene verdadero sentido. Únicamente una adecuada comprensión de los orígenes históricos de nuestras democracias y de la paradoja que late en las mismas permite arrojar luz sobre tesis a primera vista tan chocantes.

2. Es tal la frecuencia con que se hurta a nuestras democracias su adjetivación como liberales que, a despecho de constituir precisamente esa costumbre un signo de su triunfo, a menudo dificulta la percepción pública de su auténtica naturaleza. Que, a la altura de 1795, nada menos que Imanuel Kant siguiera señalando a la república representativa, en detrimento de la democracia, como la mejor forma de gobierno, ilustra suficientemente el desprestigio padecido por entonces por un sistema político que, en las taxonomías de los clásicos, aparecía invariablemente entre aquellas posibilidades de organización política que, como la tiranía o la oligarquía, debían ser evitadas. ¿Cómo se explica, entonces, que apenas dos siglos después la democracia aparezca no sólo como la forma política triunfante, cuya extensión universal autoriza incluso proclamaciones como la del fin de la historia, sino además como la única forma legítima de gobierno? La razón es que nuestra democracia, sencillamente, no es lo que fue. Es decir, que el modelo de gobierno que surge del debate ilustrado en los siglos XVIII y XIX acerca de la mejor forma de organización política para las nuevas sociedades comerciales, surgidas del desarrollo del capitalismo, se construye contra el modelo clásico de democracia, es decir, contra el modelo griego. Basado en un cuerpo político único, la Asamblea, donde los ciudadanos ejercían funciones legislativas, ejecutivas y judiciales a partir de los principios de igualdad y libertad de palabra y de una intensa participación en los asuntos públicos, la polis griega va a fascinar a gran parte del pensamiento político, contemporáneo y posterior, desde Rousseau hasta Hannah Arendt, cautivado por su presunta racionalidad deliberativa e igualitaria y por el mito de la seductora excepcionalidad helena. Ahora bien, ya en el curso de ese debate se acertó a señalar la dificultad de aplicar ese modelo a una sociedad que había modificado profundamente su estructura social, sus valores y fines dominantes, así como la relación del individuo con la política. En un memorable ensayo también citado aquí, Benjamin Constant contrapuso la libertad de los antiguos, consistente en la participación política en el seno de la comunidad, a la nueva libertad de los modernos, que tiene como eje lo contrario: la libertad del individuo frente a la acción del Estado para el ejercicio autónomo de sus derechos y libertades en una esfera privada donde trata de llevar a efecto su plan privado de vida. La función del Estado es entonces el sostenimiento de un marco político y jurídico adecuado para el florecimiento de la sociedad civil y el funcionamiento de lo que Weber llamaba esferas de valor autónomas –economía, moral, cultura, política– que se diferencian tras el derrumbamiento del antiguo régimen y su vieja coherencia en torno a los valores morales de la cristiandad. A partir de Locke y Montesquieu, los padres fundadores de la Constitución norteamericana terminaron por dar forma a un sistema político basado en la separación de los poderes del Estado, el imperio de la ley y, como solución al problema del gobierno popular en este nuevo contexto, la representación política. A través de la figura del representante, la soberanía popular quedaba salvaguardada mediante su delegación, manteniendo los ciudadanos el derecho a su revocación en cada convocatoria electoral y la influencia sobre el cuerpo político a través de los mecanismos de la opinión pública. A esta república representativa, que recoge el núcleo doctrinal y organizativo del liberalismo, se le terminó denominando democracia liberal, lejos, sin embargo, de su formulación original griega.

3. Se sostiene aquí que la extensión de la democracia a lo largo del siglo pasado amenaza la estabilidad de unos sistemas políticos cuyo fundamento liberal es demasiado a menudo minusvalorado, tal vez a causa de su misma e invisible permanencia. Para Zakaria, lo que ha distinguido históricamente a los Estados occidentales no ha sido la democracia, sino el liberalismo: aquélla no es el elemento principal del sistema liberal, sino que es y ha sido históricamente un elemento más dentro de una compleja estructura política: «El mejor símbolo del "modelo occidental de gobierno" no es el plebiscito de las masas sino el juez imparcial» (pág. 19). En ese sentido, la contribución e influencia de la Roma republicana en la configuración de nuestras instituciones debe ser subrayada, frente a la idealizada ascendencia griega. Para ilustrar estas tesis, el autor realiza un recorrido por lo que algo pomposamente llama historia de la libertad, que habría surgido en Europa de un conjunto de luchas por el poder que implican al Estado, a los señores feudales y a la Iglesia, y que encuentra en el desarrollo del capitalismo y en el surgimiento de la burguesía su catalizador definitivo. Y, ciertamente, a estas alturas parece que la verdadera clase revolucionaria ha sido la burguesía, esa clase media que el autor justamente destaca, de acuerdo con Tocqueville y Marx, como esencial para la aparición y la salud de una democracia que el autor alemán, sin embargo, despreciaba profundamente: ya ha dejado dicho Tom Wolfe que no hay nada tan burgués como el miedo a parecerlo. En este sentido, el núcleo de las fricciones entre el liberalismo constitucional y la democracia es simple: mientras el primero trata de la limitación del poder, la segunda trata de su acumulación y empleo. De ahí que muchos liberales de los siglos XVIII y XIX vieran la democracia como una posible amenaza a la libertad: frente a ella, la democracia republicana y representativa ofrecía un equilibrio perfecto entre el control popular y el proceso deliberativo de toma de decisiones. Para Zakaria, este equilibrio ha terminado rompiéndose en favor de la democracia y en detrimento del liberalismo, a lo largo de un proceso que ha transformado, gradual y acaso subterráneamente, nuestros sistemas políticos.

4. En su descripción del proceso que conduce, desde el acoso hasta el liberalismo en la Europa central del siglo XIX en el contexto de la política de masas, y debido al empuje del fascismo y el comunismo, hasta la ola democratizadora que encuentra su apogeo en la década de los sesenta del XX, Zakaria es especialmente lúcido a la hora de describir aquellos cambios en la naturaleza del sistema político que, tras la apariencia de una mayor transparencia y apertura, suponen en la práctica un deterioro de su calidad y de su orientación propiamente pública. Son las intoxicaciones democráticas dentro del esquema liberal de organización del poder y de funcionamiento del proceso político las que amenazan con su parálisis; y es el éxito de ese sistema liberal trabajosamente erigido a lo largo de los últimos dos siglos y medio lo que avala su preocupación ante lo que podríamos llamar consecuencias perversas de la democratización: en este punto, quienes sostengan una concepción radicalmente participativa de la política y hagan suyo ese lugar común del pensamiento político contemporáneo, de acuerdo con el cual los problemas de la democracia sólo pueden resolverse, invariablemente, con más democracia, no podrán mostrarse de acuerdo con los juicios aquí expuestos, sin dejar de incurrir con ello en la habitual ligereza con que se suelen juzgar las instituciones representativas y demás elementos del liberalismo constitucional. Sea como fuere, entre las transformaciones subrayadas por el autor se encuentra la obsesión contemporánea por las encuestas y la opinión ciudadana, sobre cualquier asunto, de forma constante: la forma, en fin, en que el viejo mecanismo modulador de la transmisión de la opinión pública a los representantes ha terminado operando en sentido contrario al originariamente concebido, por cuanto los gobernantes parecen ocupados sobre todo en ir en la dirección apuntada por los sondeos de opinión, además de celebrar la casi mística sabiduría del pueblo en cuestión, que parece sólo hablar para acertar, en lugar de formar esa misma opinión pública. Asimismo, el socavamiento progresivo de las nociones de autoridad y jerarquía han conducido al declive de las élites, que sin perder su poder han perdido, en cambio, todo sentido de la responsabilidad pública –y no hay aquí mejor ejemplo que el de la clase profesional norteamericana, tradicionalmente inclinada al servicio público. Declive paralelo al de los referentes canónicos de la cultura, de la mano de su mercantilización, problema analizado recientemente con brillantez por Peter Sloterdijk y ya anunciado por Nietzsche: la creencia democrática en la paridad de los juicios acaba dificultando la discriminación entre sus distintos valores. Conviene destacar que los elogios que el autor dedica a la economía capitalista no suponen ningún aval para sus expresiones contemporáneas, especialmente en lo que toca a aquella dimensión del consumo de masas que contribuye al mencionado socavamiento de toda idea de dirección o guía social.

5. Pero es la decadencia de la democracia norteamericana la que mejor sirve al autor para la validación de sus tesis. Que su proceso de reforma, iniciado en la década de los sesenta en una dirección democratizadora, haya terminado ofreciendo los más bajos índices de confianza popular en el sistema político que puedan concebirse, es una paradoja que debe llamar a la reflexión. No se trata tan sólo de la rendición al imperio de las encuestas: se pone aquí de manifiesto la mayor gravedad de un problema ya previsto por los padres fundadores: la influencia desestabilizadora de las facciones, que hoy adoptan la forma de los grupos de presión. La excesiva apertura del sistema político ha provocado su disfuncionalidad debido a la influencia simultánea de un sinnúmero de grupos que imponen una dinámica cortoplacista y conservadora a las iniciativas públicas, que sólo instituciones cerradas y no sometidas a los vaivenes de la disputa electoral pueden soslayar, como ocurre con la Reserva Federal o con la propia Comisión Europea, muchas de cuyas reformas nunca se hubieran llevado a cabo si la institución no padeciera ese déficit democrático que tan a menudo se le afea. También la decadencia de los partidos contribuye a esa debilidad, aquí profusamente ilustrada. Y como su todavía reciente crisis ha puesto de manifiesto, California constituye un ejemplo de los límites de la participación popular: los distintos referendos sobre materia fiscal y presupuestaria allí celebrados desde la década de los ochenta, que establecieron destinos y porcentajes fijos para el gasto público, además de señalarse unos máximos contributivos, han maniatado por completo al gobierno federal, incapaz de toda acción propiamente política. Gobierno que, sin embargo, no deja de ser blanco de las críticas ciudadanas por todo aquello que, en puridad, no puede hacer. Esos referendos, en contra de lo que pudiera pensarse, difícilmente incrementan el derecho a la participación política individual, dado que las exigencias estructurales provocan que la democracia directa sea un escenario donde sólo los individuos y los grupos de interés con más recursos económicos pueden desempeñar algún papel relevante.

6. En su recorrido por las relaciones entre liberalismo y democracia, no obstante, la política internacional ocupa una parte importante de las reflexiones del autor, cuyo bagaje periodístico luce en su despliegue de conocimientos económicos y geoestratégicos, puestos coherentemente al servicio de un apostolado liberal global. Lejos de explicaciones estereotipadas sobre la imposibilidad de ciertas culturas para la adopción de patrones liberales de desarrollo y organización política, como el éxito de algunos países asiáticos ha venido a indicar, Zakaria hace hincapié, a la manera de los primeros ilustrados, en la influencia de la geografía y los recursos naturales: si, por una parte, vastos territorios llanos han sido más fácilmente controlados por Estados centralizados que han impedido el desarrollo de la libertad sin encontrar obstáculos en centros alternativos de poder, como es el caso de China o Rusia frente a Europa, y si, por otra, continentes como África poseen un clima y una morfología que dificultan notablemente su evolución, desmanes del colonialismo al margen, finalmente es la existencia de ricos recursos naturales lo que constituye un problema para el progreso del liberalismo, y no al revés: porque esa riqueza adormece a sus sociedades, que no necesitan esforzarse para encontrar medios de crecimiento económico, e impide el desarrollo de instituciones políticas Teoría política Julio-agosto, 2004. Nº 91-92. REVISTA DE libros 23 modernas, leyes y burocracias: véanse los casos de las monarquías del golfo Pérsico o Venezuela. Es el reverso del viejo principio liberal que exige «no taxation without representation»: si un Estado no recauda impuestos, tampoco se ve obligado a ofrecer prestaciones a cambio a sus ciudadanos, y esa obligación mutua entre imposición y representación, señala Zakaria, constituye la principal fuente de legitimidad de cualquier Estado contemporáneo.

7. Mención aparte merece su personal reflexión sobre el islam, donde, para desconcierto de sus posibles críticos, no hay rastro de la tesis huntingtoniana del choque de civilizaciones. Para empezar, dado el éxito de países islámicos como Singapur en el camino hacia la modernización, Zakaria señala cómo el problema radica más bien en Oriente Próximo, donde sólo vive un tercio de la población musulmana del mundo. Y descarta la excepcionalidad del Corán como vehículo de fanatismo, dada la medida en que los otros grandes libros religiosos se aproximan a muchos de sus postulados: parecido en eso al protestantismo, el problema del islam es más bien la ausencia de una única autoridad religiosa, que ha impedido que surja hasta ahora la oportunidad de separar los poderes espiritual y temporal. Al igual que ocurrió históricamente en Occidente, la estructura social árabe es profundamente autoritaria, algo que ni la falta de autocrítica en el propio mundo árabe ni la mala conciencia occidental, manifestada en una nueva generación de orientalistas presa en las redes de la corrección política, acierta a denunciar. De forma que, sostiene, la política árabe «no es una excepción cultural; sólo está atrapada en el tiempo» (pág. 142). Desde esta óptica, el auge del fundamentalismo islámico responde a razones psicosociales y políticas: en una época de desconcierto y frente a unas instituciones políticas autoritarias y fracasadas, el islam triunfa porque llama a la participación y vincula a los sujetos a una comunidad de creyentes que disminuye la desorientación y proporciona un sentido a la existencia. Estas organizaciones fundamentalistas son la sociedad civil en Oriente Próximo. Y la religión subraya un absolutismo moral que se opone al compromiso y la negociación constitutivos de la política. De ahí que la clave no sea tanto la reforma religiosa, de difícil ejecución, cuanto la política y la económica: la fórmula mágica de instituciones liberales y clase media emprendedora. La obsesión de la opinión pública por la organización de elecciones en los países en transición a la democracia no tiene en cuenta la mayor necesidad, y consiguiente dificultad, de consolidar antes el liberalismo constitucional: y eso es lo que Occidente debe demandar de los regímenes de Oriente Próximo. Por supuesto, Zakaria asume de antemano el universalismo de los derechos, libertades e instituciones occidentales, algo que resultará escandaloso para los defensores de un relativismo cultural que, no pocas veces, sirve de pretexto para la perpetuación en sociedades no liberales de formas de dominación que tan fácilmente, sin embargo, parecen descubrirse, después de Foucault, en nuestro orden liberal. Que la guerra pueda ser un instrumento adecuado de universalización de los valores occidentales es, por supuesto, más que discutible, por el respeto que merece cada episodio de la historia del dolor humano, pero también lo es la pretensión de que la deliberación racional y pacífica, en ausencia de toda amenaza o uso de la fuerza, es practicable ante cualquier interlocutor.

8. En abierto enfrentamiento con las tesis dominantes en los campos de la teoría política y en la propia opinión pública, pero en correspondencia con su afilado diagnóstico del estado de nuestros sistemas políticos y su incidencia en nuestras sociedades, Zakaria propone así un reforzamiento del liberalismo que conduzca a la constitución de gobiernos más eficaces, pero igual de legítimos: una suerte de refundación del liberalismo constitucional en el contexto de la posmodernidad. Y el instrumento para ello no es otro que la provecta y venerable delegación, con el consiguiente reforzamiento de las instituciones representativas. Nada nuevo, a decir verdad: la autoridad se delega en las instituciones, pero el poder sigue recayendo en los ciudadanos, a través de los representantes, a quienes controlan mediante el voto y la formación de la opinión pública. La originalidad radicaría entonces en ir a contracorriente, en proponer el cierre de los procesos de toma de decisión en lugar de su apertura, para evitar su contaminación cortoplacista y su dependencia de los estados populares de opinión. Porque, en una sociedad compleja, carece de lógica que la delegación y la especialización aumenten en otros ámbitos de la vida cotidiana, mientras que en el terreno político la tendencia sea justamente la contraria. Se trata de liberar a la política de un exceso de democracia, para servir a la libertad: tal es su fórmula porque, se pregunta el autor, «¿qué ocurre si la libertad no proviene del caos sino también de algún grado de orden, no de una democracia directa y sin trabas, sino de una democracia regulada y representativa?» (pág. 25). Hay que limitar la democracia para poder salvarla. No encontramos aquí otra cosa, en consecuencia, que una defensa del modelo canónico de democracia liberal, frente a otras posibles versiones de la misma; pero una defensa razonada y valiente, que señala con acierto el origen de muchos de los problemas que afectan a nuestros sistemas políticos. La propia globalización necesita de una articulación institucional para la que, dada su compleja y peculiar naturaleza, quizá sólo quepa confiar en el modelo liberal de la representación. Es cierto que, en no pocas ocasiones, Zakaria parece estar componiendo una elegía por los viejos buenos tiempos, defendiendo nostálgicamente el empleo de soluciones cuyo contexto de aplicación ha cambiado irremediablemente: basta pensar en cómo la ciudadanía contemporánea está más informada y es más capaz de reflexión política, en su conjunto, que aquella que orientó los esfuerzos de los fundadores del liberalismo. Sin embargo, su llamada a valorar en la medida justa la herencia liberal y el formidable valor de sus principios básicos e instituciones políticas es, por más que pueda ser extraña a nuestra heredada cultura de la sospecha y del descreimiento irónico, digna de ser atendida. No sea que, haciendo un ídolo de la democracia, acabemos cegados por su fulgor.

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