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El fantasma del declinismo

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Como si fuera un fantasma en busca de sosiego y morada, el declinismo se está instalando subrepticiamente en parte de la prensa de opinión norteamericana.¿Se cansan los flag-wavers («los que ondean la bandera») de exhibir su orgullo de barras y estrellas? Una década después del derrumbamiento de la Unión Soviética, la discusión acerca de si Estados Unidos se encuentra en una fase temprana de su cenit histórico o si, por el contrario, hace tiempo ha iniciado el camino de la decadencia, ha dado paso en algunos comentaristas a cierto pesimismo que coincide con la falta de progresos y el evidente encharcamiento en el Iraq posbélico. Se encuentran declinistas a uno y otro lado del espectro político: tanto en la derecha –e incluso en la extrema derecha que se siente representada por los teóricos straussianos que rodean al Presidente– como entre los demócratas centrados, o entre los demócratas izquierdistas (en fin; poco más que socialdemócratas a la europea) que ahora discuten si Howard Dean, el exgobernador de Vermont es más o menos progresista que Dennis Kucinich, congresista por Ohio (y que sólo coinciden en afirmar melancólicamente que ninguno de los dos tiene muchas posibilidades de ser elegido candidato a la Presidencia: todavía no han olvidado los fracasos «históricos» de Walter Mondale y Michael Dukakis en 1984 y 1988).

Algunos rescatan de los estantes más altos y polvorientos de su biblioteca el viejo manual de Paul Kennedy The Rise and Fall of the Great Powers (1987; traducción en Plaza & Janés) y aventuran comparaciones con las grandes potencias del pasado: Roma, la España del XVI , la Francia de Luis XIV, la Inglaterra victoriana. Los más pesimistas llegan a vislumbrar a su propio espectro haciéndoles señas entre las ruinas de las catástrofes imperiales del pasado. A menudo, como escribía hace 150 años un casi gótico Carlos Marx (El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte), «la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».

Lo que alguna vez subió, intuyen, corre peligro de volver a bajar. A aquellos imperios los finiquitó la ruptura del delicado equilibrio entre fuerza militar y salud económica y, en todo caso, la multiplicación de sus intervenciones y «obligaciones» exteriores hasta límites no soportables. Eso fue lo que le pasó, sin ir tan lejos, a la Unión Soviética, que, aprovechando la situación de debilitamiento y el «feroz aislacionismo» de los EEUU a finales de los setenta, se decidió a intervenir en países como Angola, Mozambique y Etiopía, multiplicando sus compromisos extranjeros a costa de acelerar un proceso de descomposición económica que se había iniciado mucho antes y cuyo golpe final fue la sangría de Afganistán. Otros imperios, más lejanos en el tiempo, fueron aniquilados por la siniestra combinación de su propio cáncer interno y la presión salvaje de los bárbaros que esperaban más allá, pero cerca, de sus fronteras. La vieja consigna guevarista acerca de crear dos, tres, muchos Vietnam que incordien a los estadounidenses dentro y fuera de sus fronteras, parece haberse convertido en el lema de cabecera de Al Qaeda y de los islamistas radicales, ellos sí fanáticamente convencidos no sólo de que la América unipolar es el Diablo, sino también de que tiene sus días contados (siempre, claro está, con la ayuda de Dios, el Clemente, el Misericordioso).

¿Se desliza América cuesta abajo? Desde la izquierda radical contesta a gritos afirmativamente Immanuel Wallerstein, cuya colección de ensayos The Decline of American Power (The New Press, 2003,160 páginas), subtitulada The U.S. in a Chaotic World, se articula en torno a la tesis de que la superpotencia mundial carece ya de verdadero poder: sumida en una crisis económica que ha acrecentado su dependencia del exterior y ha aumentado la fractura social interna, el 11 de septiembre y sus consecuencias sólo han servido para que Estados Unidos acelere el proceso de una decadencia iniciada precisamente con su desastrosa intervención en Vietnam. En sus propias palabras (utilizadas, por cierto, como reclamo del libro): «hoy, Estados Unidos es un superpoder que carece de verdadero poder, un líder mundial al que no sigue nadie y pocos respetan, y una nación que da tumbos peligrosamente en medio de un caos global que no puede controlar». Casi nada.

Para el ya viejo profesor de Sociología de la Universidad del Estado de Nueva York (Binghamton), pionero en la tarea de reconstruir la historia del capitalismo desde una perspectiva global (ver El moderno sistema mundial, Siglo XXI), y que, para mayor inri de los neocon también enseña en la parisina École des Hautes Études, USA es una superpotencia con el corazón podrido. En primer lugar, militar y estratégicamente: de otro modo los terroristas no habrían sido capaces de golpearla tan brutalmente en su propio terreno sin que sus servicios de seguridad se cayeran del guindo. Y están los demás síntomas: la burbuja económica de los 90 fue sólo un suspiro en el largo ciclo global del inevitable empobrecimiento al que conduce el capitalismo; la restricción de las libertades se ha instalado en casa (la Patriotic Act, convertida en ley desde octubre de 2001) y se hará necesariamente cada vez más dura; el nacionalismo de la extrema derecha y el militarismo del Pentágono se han hecho responsables de buena parte de los problemas del Planeta, lo que ha producido un incremento del sentimiento antiamericano en todo el mundo. Wallerstein vuelve a tararear como música de fondo la vieja oración fúnebre por el capitalismo que los marxistas vienen entonando –con el resultado que está a la vista–, desde mediados del siglo XIX . Incluso llega a aventurar su desaparición en este siglo. No explica muy bien cómo, desde luego. Y tampoco aclara si en todo ello tendrá un papel destacado el terrorismo y la violencia ciega que, asegura, crecerá exponencialmente, porque en todo el mundo se debilitan y cuartean las estructuras del Estado.

Declinistas, como decía, los hay en todas partes. Chomsky también lo es a su manera. Y también ciertos seguidores de Leo Strauss que, a pesar de sus recientes triunfalismos, siguen convencidos de que el relativismo moral, raíz diagnosticada de todos los males desde la presidencia de Ronald Reagan (1981-1989), lleva mucha ventaja: «si todos los valores son relativos» –decía el oscuro maestro alemán ahora «redescubierto»– «entonces el canibalismo es sólo cuestión de gusto». El declinismo de los conservadores universitarios no es reciente y se expresa cabalmente en el libro seminal (y best-seller nacional) de Allan Bloom The Closing of the American Mind, publicado en 1987. Bloom, discípulo de Leo Strauss (1899-1973), es el protagonista apenas disfrazado de la estupenda novela de Saul Bellow, Ravelstein (2000, traducción en Alfaguara). Por cierto que, en la ficción, Bloom-Ravelstein tiene un discípulo llamado Philip Gorman (calcado de Paul Wolfowitz, el actual subsecretario de Defensa) que aparece como alto funcionario de la Casa Blanca durante el mandato del primero de los Bush. Gorman se lamenta en la novela de que, tras la primera Guerra del Golfo, sus jefes dejen la tarea inacabada y mantengan en su sitio al dictador. Casi una década y otra guerra más tarde, todavía lo andan buscando.

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