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El mundo oculto de los IM

K. El expediente. Una historia personal

T. GARTON ASH

Tusquets, Barcelona, 1999

Trad. de Antoni Puigrós

277 págs.

2.300 ptas.

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Corría el año 1978 cuando un estudiante británico llamado Timothy Garton Ash llegó a Berlín, en aquel entonces una ciudad ubicada al otro lado del telón de acero. Sus intenciones no trascendían del propósito de profundizar sus conocimientos de alemán y, de paso, conocer algo más de la realidad política y social de la «otra Alemania». Lo que ignoraba era que durante su estancia –que llegaría hasta inicios de la década siguiente– iba a ser objeto de una estrecha vigilancia por parte de la Stasi, el organismo de seguridad de la Alemania comunista y, según muchos, «la policía secreta más extensa y minuciosa» de la historia moderna. Designado en los informes como G (por Garton Ash), «el objetivo» o Romeo, el antiguo estudiante no conocería lo sucedido hasta que en los años noventa, después de la caída del muro de Berlín y de la reunificación alemana, la administración germánica pusiera a disposición de los interesados los expedientes que sobre ellos había elaborado la Stasi. Fue de esta manera como Ash no sólo tuvo acceso a un pasado que recordaba borroso y distinto, sino que además descubrió la actuación enmarañada de la Stasi. El relato de ese descubrimiento –casi iniciático, por otra parte– constituye el tema fundamental de El expediente. El dedicado a Ash no era muy voluminoso –325 páginas– si se compara con las cuarenta mil páginas del correspondiente a Wolf Biermann, un cantante disidente que, casi con toda seguridad, poco o nada dice a los no alemanes. Con todo, el contenido no deja de ser sustancioso en la medida en que de él brota una auténtica radiografía del organismo represivo de la RDA. Éste se hallaba vertebrado, informativa y policialmente hablando, sobre una serie de engranajes y ruedecillas que recibían el nombre de Inofizielle Mitarbeiter (colaboradores no oficiales) o, por abreviar, IM. Si en todas las lenguas términos como Gestapo o SS han pasado a convertirse en un sinónimo de maldad, vigilancia opresiva y tortura, ese campo semántico ha sido ocupado en las mentes de los antiguos ciudadanos de la RDA por la referencia IM. No es para menos. En las filas de estos personajes que, de grado o por la fuerza, habían convertido en ocupación el vigilar, informar y delatar a sus compatriotas había políticos de relevancia, profesores universitarios, periodistas e incluso clérigos. Esta última circunstancia incluso resultaba obligada porque la propaganda comunista –denominada incluso «científica– no había logrado erradicar el peso social del protestantismo y del catolicismo en la RDA. Decidió, por tanto, infiltrar ambas confesiones mediante un departamento específico denominado XX/4. Los resultados de tan minuciosa red de informadores fueron millones de dramas personales, de violaciones de los derechos humanos, de desgracias ininterrumpidas. Aún hoy en día no han dejado de ocasionar dolor a los alemanes del Este. A pesar de que los apellidos de los IM aparecen borrados en los expedientes y fotocopiados a continuación para que nadie pueda descubrirlos, esa medida de confidencialidad no ha impedido que se hayan acabado descubriendo episodios especialmente escandalosos. Así, por ejemplo, el escritor Hans Joachim Schädlich supo que su hermano mayor había estado informando durante años de sus actividades. En otras ocasiones, el IM compartía incluso el lecho con el objetivo. Tal fue el caso de Vera Wollenberger, una activista disidente de la parroquia de Werner Krätschell en Pankow. Al abrirse los archivos de la Stasi, la señora Wollenberger descubrió que su esposo, Knud, había sido un IM que informaba precisamente sobre ella hasta de los paseos que daban por el parque con los hijos, unos hijos que lo eran de ambos. Claro que la Stasi no se limitaba a guardar informes escritos. En el curso de la investigación también archivaba todos los fragmentos de vida que podía arrancar de la existencia de sus objetivos para un posible empleo futuro. Por ejemplo, creó un archivo de «olores en conserva» consistente en millares de tarros donde se almacenaban muestras de olores personales que facilitaran la persecución de sus poseedores por parte de perros sabuesos en el supuesto caso de que decidieran huir del paraíso de los trabajadores o desaparecieran de la vista casi omnipresente de la Stasi. Sin embargo, quizá lo más terrible de todo lo relacionado con el enorme aparato informador y represor no era su inmensa capacidad de absorción de datos sino la manera errónea en que podía interpretarlos tronchando las vidas de seres humanos inocentes hasta de los intolerables delitos políticos perseguidos por el comunismo. El propio Ash comprobó la sobrecogedora realidad de esta circunstancia en su expediente. A medida que contrastaba el contenido con sus diarios de la época, sus anotaciones personales y sus recuerdos, se iba percatando de que no habían entendido bien muchas de sus afirmaciones, de sus preguntas, de sus palabras más simples y elementales. Ni él había dicho muchas de aquellas cosas –al menos, no de esa manera–, ni las fechas eran correctas ni tampoco las transcripciones de muchos nombres. Como deja señalado, «a causa de una sola conversación poco cautelosa, y a un par de contactos más o menos inocentes, ya he entrado como sospechoso en los archivos centrales». Era una injusta atrocidad pero, pese a todo, comparativamente hablando, Ash tuvo suerte. Decenas de miles de alemanes del Este pagaron con su vida, su integridad física o su ingreso en prisión unos errores similares. Sin embargo, el resultado –por descomunal que pueda parecernos– no perjudicó al régimen comunista. Todo lo contrario. Acentuó la sensación de terror y con ella su solidez represiva. A pesar de todo, la lectura del libro no debería dejarnos con una autosuficiente sensación de orgullo democrático nacional. Como lúcidamente señala Ash, en todos los servicios de inteligencia existe una veta de aplastamiento de las libertades que debe ser vigilada para evitar que dé los más amargos frutos. Los ejemplos van de las actividades tantas veces aireadas de la CIA al papel del MI5 en la caída del laborista Harol Wilson. Ash podría incluso haber mencionado casos españoles. Finalmente, la existencia de expedientes no sólo debe provocar una reflexión histórica sino también una consciencia de que los vigilantes deben ser saludablemente vigilados para evitar que el totalitarismo se apodere, apelando a la razón de estado, de amplios sectores de las sociedades democráticas.

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Ficha técnica

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